Viaje alucinante (6 page)

Read Viaje alucinante Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
4.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

–En cuyo caso, podría estar equivocado. Pero seguiría siendo valiente. ¿Cree usted que el valor es enteramente una cuestión de atrevimiento físico?

–Sé que no lo es. Hay varios tipos de valentía y quizás –añadió con amargura– cada uno de estos tipos es una señal de locura o, en todo caso, de insensatez.

–¿No me dirá usted que se considera un cobarde?

–¿Por qué no? En cierto modo presumo diciendo que soy sensato.

–¿Pero loco en su testarudez sobre su visión de la Neurología?

–No me sorprendería.

–Sin embargo, estoy segura de que cree que sus ideas son correctas.

–Ciertamente, doctora Boranova. Esto formaría parte de mi locura, ¿no le parece?

–No es usted serio –contestó Boranova moviendo la cabeza–. Ya se lo dije en otra ocasión. Mi compatriota Shapirov cree que tiene usted razón o, si no la tiene, que es usted un genio.

–Lo más parecido. Esto también forma parte de su locura.

–Las opiniones de Shapirov son muy especiales.

–Para usted. Mire, señora, estoy muy cansado. Estoy tan mareado que no sé lo que digo. No estoy seguro de que todo esto sea real. Ojalá no lo fuera. Déjeme solo. Déjeme descansar un poco.

Boranova suspiró y sus ojos reflejaron cierta preocupación.

–Sí, por supuesto, pobre amigo mío. No queremos hacerle ningún daño. Por favor, créalo.

Morrison dejó caer su cabeza sobre el pecho. Sus ojos se cerraron. Sintió vagamente que lo empujaban suavemente hacia un lado y colocaban un almohadón bajo su cabeza.

Y el tiempo transcurrió. Un tiempo libre de sueños.

Cuando abrió los ojos estaba aún en el avión. No había luces, pero no le cabía duda de que seguía en el avión. Inquirió:

–¿Doctora Boranova?

–Sí, doctor Morrison –respondió al instante.

–¿No nos persigue nadie?

–Nadie. Hay varios de nuestros aparatos que vuelan por si hubiera interferencias, pero no han tenido que actuar. Vamos, amigo, lo necesitamos y su Gobierno quiere que esté con nosotros.

–¿Sigue insistiendo en que ya tienen la miniaturización? ¿Que no es una locura? ¿Que no es un engaño?

–Usted mismo lo verá. Y verá lo maravilloso que es, así que querrá participar en ello.

–¿Y qué van a hacer con ella –preguntó Morrison, pensativo–, suponiendo que no se trate de una broma pesada y complicada? ¿Se proponen utilizarla como arma? ¿Transportar todo un ejército en un avión como éste? ¿Infiltrar cada país con huestes invisibles? ¿Ese tipo de cosas?

–¡Qué odioso! –Se aclaró la garganta como si estuviera tentada a escupir de asco–. ¿No tenemos, acaso, suficiente tierra? ¿Suficiente gente? ¿No tenemos, acaso, una gran parte del espacio? Y, ¿no hay cosas más importantes que hacer con la miniaturización? ¿Puede ser usted tan retorcido y obcecado que no vea lo que significará como herramienta de investigación? Imagine que va a hacer posible el estudio de los sistemas de vida; el estudio de la química de los cristales; y de los sistemas sólidos; la construcción de computadoras ultraminiaturizadas y todo tipo de aparatos. Piense en lo que podríamos aprender de la física si pudiéramos alterar las constantes de Planck a nuestro gusto. ¿Qué no aprenderíamos de la cosmología?

Morrison se agitó para incorporarse. Todavía estaba medio dormido, pero por las ventanas del avión veía un amanecer incipiente y, difícilmente, a la doctora Boranova.

Preguntó:

–¿Para eso la quieren? ¿Para nobles logros científicos?

–¿Qué haría su Gobierno, si dispusiera de ella? ¿Conseguir una súbita superioridad militar y restablecer los viejos malos tiempos?

–No, por supuesto que no.

–Entonces, ¿solamente ustedes son nobles y nosotros inmensamente malvados? ¿Lo cree sinceramente así? Puede ocurrir, claro, que si la miniaturización fuera suficientemente lograda, la Unión Soviética pudiera ir a la cabeza en el desarrollo de una sociedad espacial. Piense en el transporte de material miniaturizado de un mundo a otro; en enviar un millón de colonizadores en una nave espacial que sólo podría trasladar de dos a tres seres humanos de tamaño normal. El espacio adquirirá un tinte soviético, un color soviético, no porque los soviéticos dominen y sean los amos, sino porque la idea soviética habría ganado en la lucha de ideas. ¿Y qué hay de malo en ello?

–Entonces tenga la seguridad de que no la ayudaré –declaró Morrison sacudiendo la cabeza–. ¿Qué esperaba que hiciera? No quiero imponer la idea soviética en el Universo. Prefiero el pensamiento y la tradición de América.

–Lo cree así y no lo censuro. Pero lo convenceremos. Ya verá.

–No lo conseguirá.

–Mi querido amigo, Albert, si puedo llamarle así. He dicho que seremos admirados por nuestro progreso. ¿Se cree usted inmune? Pero, dejemos tales discusiones para otro momento.

Señaló la ventanilla del avión y el mar grisáceo, que se extendía debajo y que empezaba a ser visible.

–Nos encontramos sobre el Mediterráneo –explicó–, y de pronto pasaremos sobre el mar Negro y después cruzaremos el Volga en dirección a Malenkigrad... Pequeña ciudad, en su idioma, ¿eh...?, y el sol habrá salido cuando aterricemos. Resultará simbólico. Un nuevo día. Una luz nueva. Vaticino que se sentirá ansioso por ayudarnos a establecer este nuevo día y no me sorprendería que jamás deseara abandonar la Unión Soviética.

–¿Sin obligarme a quedarme?

–Le enviaremos a casa, por avión, libremente, si así lo desea..., una vez nos haya ayudado.

–No pienso hacerlo.

–Lo hará.

–Y solicito
ahora
que se me devuelva.

–Ahora, no cuenta –objetó alegremente Boranova. Y volaron en silencio los últimos cientos de kilómetros, hacia Malenkigrad.

III. MALENKIGRAD

Un peón es la pieza más importante del tablero de ajedrez... para un peón.

DEZHNEV, padre

Francis Ródano se encontraba en su despacho a la mañana siguiente, temprano; era lunes y empezaba la semana. El hecho de haber trabajado en domingo era de lo más corriente y no le sorprendía. Que hubiera dormido de tirón toda la noche, sí le sorprendía.

Cuando llegó, media hora antes del comienzo oficial del día, Jonathan Winthrop ya estaba allí. Esto tampoco sorprendió a Ródano.

Winthrop entró en el despacho de Ródano dos minutos después de que éste hubiera llegado. Se apoyó contra la pared y se cogió los codos con las palmas de sus grandes manos. Su pierna izquierda se cruzó sobre la derecha de modo que la punta del zapato izquierdo se clavó en la alfombra.

–Parece agotado, Frank –dijo frunciendo las cejas sobre sus ojos oscuros.

Ródano dirigió la vista a la mata de pelo gris, que privaba al otro de toda aspiración a una apariencia esplendorosa, diciéndole:

–Me siento agotado, pero confiaba en que no se notaría.

Ródano sabía que había cumplido los rituales de la mañana a conciencia y cuidadosamente y de haberse vestido con considerable discreción.

–Pues se nota. Su cara es el espejo del alma. ¡Vaya papel de agente en acción!

–No todos estamos hechos para la acción –protestó Ródano.

–Lo sé. Ni todos para el trabajo de oficina. –Winthrop se frotó su bulbosa nariz como si pretendiera devolverla a un tamaño normal–. Sé que le preocupa su científico, ¿cómo se llama?

–Se llama Albert Jonás Morrison –contestó Ródano afligido. El Departamento pretendía no conocer el nombre de Morrison, como si todo el mundo tratara de dar a entender que aquél era su proyecto.

–Bien. No me importa que mencione su nombre. Intuyo que está preocupado por él.

–Sí. Estoy preocupado por él junto con un montón de otras cosas... Ojalá pudiera verlo todo con mayor claridad.

–¡Y quién no! –Winthrop se sentó–. Mire, es inútil que se preocupe. Ha llevado el caso desde el principio y se lo he dejado porque es usted una buena persona. Estoy completamente seguro de que ha hecho cuanto ha podido para que saliera bien, porque si hay algo positivo en usted es que conoce a los
ruskies.

–No los llame así. Ha vivido usted demasiadas películas del siglo XX. No todos son rusos, como no todos nosotros somos anglosajones. Son soviéticos. Si quiere comprometerlos, trate de comprender cómo piensan de sí mismos.

–Claro. Lo que usted diga. ¿Ha podido descubrir qué es
tan importante
en su científico?

–Hasta ahora, nada. Nadie le toma en serio a excepción de los soviéticos.

–¿Cree que ellos saben algo que nosotros ignoramos?

–Creo que varias cosas. Pero no tengo la menor idea de lo que ven en Morrison. Tampoco son los soviéticos. Se trata de
un
científico soviético. Un físico teórico llamado Shapirov. Es posible que sea el tipo que descubrió la miniaturización..., si realmente se ha encontrado el método. Es errático, y por decirlo amablemente, un excéntrico. Los soviéticos están admirados de él y él de Morrison; aunque tal vez sea otro ejemplo de su excentricidad. Luego, el interés por Morrison ha pasado, recientemente, de la curiosidad a la desesperación.

–¿Sí? ¿Y cómo lo sabe usted, Frank?

–En parte, por contactos en la Unión Soviética.

–¿Ashby?

–En parte.

–Buen agente.

–Pero lleva allí demasiado tiempo. Necesita ser remplazado.

–No lo sé. No retiremos un ganador.

–En todo caso –prosiguió Ródano, que no quería discutir ese punto– ha habido una súbita multiplicación del interés por Morrison, al que vengo observando desde hace dos años.

–Supongo que el tal Shapirov tuvo una nueva gran idea sobre Morrison y convenció a los
rusk...,
a los soviéticos, de que era necesario.

–Tal vez, pero lo curioso es que Shapirov parece haber desaparecido, recientemente, del mapa.

–¿Caído en desgracia?

–No lo parece.

–Pero podría ser, Frank. Si ha estado dando a los soviéticos un montón de basura sobre miniaturización y se han dado cuenta, no me gustaría encontrarme en su piel. Éstos pueden ser los nuevos buenos días, pero los soviéticos jamás aprendieron a tener sentido del humor sobre ser o parecer tontos.

–Podría ser que estuviera bajo tierra porque el proyecto de miniaturización está a punto. Y esto explicaría también la súbita desesperación por Morrison.

–¿Qué sabe él de miniaturización?

–Oh, está seguro de que es imposible.

–No tiene sentido, ¿verdad?

Ródano confesó, despacio:

–Por eso dejamos que se lo llevaran. Queda siempre la esperanza de que sacuda las piezas y las ordene de forma distinta y que comience a tener algún sentido.

–Ya debería haber llegado. –Winthrop miró el reloj–. ¡Malenkigrad! ¡Qué nombre! No se sabe que anoche hubiera habido ningún accidente de aviación en ninguna parte del mundo, así que me figuro que ya habrá llegado.

–Sí..., y precisamente la persona que no debíamos enviar, excepto que, claro, es la que los soviéticos querían.

–¿Por qué no es la persona indicada? ¿Acaso su ideología es dudosa?

–Dudo de que tenga ideología. Es un cero absoluto. Durante toda la noche he estado pensando en que es un error. Le falta empuje y no es muy listo, excepto en un sentido académico. No creo que sea capaz de pensar de pie..., si tuviera que hacerlo.

No va a ser lo bastante listo para descubrir algo. Sospecho que estará sumido en el pánico del principio al fin, y llevo horas pensando que no volveremos a verle. Lo encarcelarán o lo matarán, y yo he sido el que le ha enviado allá.

–Esto no es más que melancolía nocturna, Frank. Por tonto que sea podrá decirnos si ha contemplado una demostración de miniaturización, por ejemplo, o qué le hicieron a él. No tiene que ser un observador astuto. Solamente necesita decirnos lo que ocurrió y
nosotros
nos dedicaremos a pensar.

–Pero, Jon, tal vez no volvamos a verlo.

Winthrop apoyó la mano en el hombro de Ródano.

–No empiece a imaginar desastres. Procuraré que Ashby esté al tanto. Si se puede hacer algo, se hará. Estoy seguro de que los ru..., los soviéticos tendrán un buen momento y le dejarán marcharse si hacemos la suficiente presión cuando llegue el momento. No se ponga mal, pensando en ello. Es una jugada de un juego muy complejo y si no sale bien, pues no sale bien. Hay otras mil jugadas en el tablero.

Morrison se sentía raro. Había dormido casi todo el lunes, con la esperanza de desprenderse de lo peor del viaje en avión. Había comido y agradecido lo que le trajeron al anochecer, y había agradecido mucho más la ducha que se había dado. Se le entregaron ropas limpias que no le sentaban ni bien ni mal..., pero ¿qué importancia tenía? Y había pasado la noche del lunes durmiendo y leyendo, alternativamente. Y meditando.

Cuanto más lo pensaba más convencido estaba de que Natalya Boranova tenía el convencimiento de que estaba allí sólo porque los Estados Unidos querían que estuviera. Ródano había insistido para que fuese, lo había amenazado vagamente con más problemas en su carrera (¿y qué más problemas podía tener?) si no iba. ¿Por qué, pues, iban a protestar por su rapto? ¿Podrían objetar por principio, o pensar que podía sentarse un peligroso e indeseable precedente?; pero por lo visto, su propia impaciencia por hacerlo marchar, prevalecía sobre lo demás.

Entonces, ¿para qué reclamar que lo llevaran al Consulado americano más cercano, o amenazarlos con absurdas represalias americanas?

En realidad, dado que la acción había sido ejecutada con la complicidad de los americanos (seguro que había sido así) era imposible que los Estados Unidos actuaran abiertamente en su favor o expresaran indignación. Surgiría inevitablemente la cuestión de cómo los soviéticos habían podido hacerlo desaparecer. La respuesta sería: estupidez americana o complicidad americana. Y era de suponer que los Estados Unidos no querían que el mundo llegara a una u otra conclusión.

Por supuesto, ya comprendía por qué se había hecho. Era tal como Ródano le había explicado. El Gobierno americano quería información y él estaba en situación ideal para proporcionársela.

¿Ideal? ¿Cómo? Los soviéticos no serían lo bastante idiotas para dejarlo conseguir información que no quisieran que consiguiera y, si creían que la información que había logrado obtener (o no pudiera evitar obtener) era excesiva, no serían tan tontos como para dejarlo irse.

Cuanto más lo pensaba, más sentía que jamás volvería a ver los Estados Unidos, ni vivo ni muerto, y que la comunidad científica americana haría una encogida de hombros colectiva y lo considerarían una pérdida inevitable. Nada se habría ganado, evidentemente, pero tampoco se habría perdido mucho.

Other books

The Dying Breath by Alane Ferguson
Travelers' Tales Paris by James O'Reilly
Jack Frake by Edward Cline
Seraphina by Rachel Hartman
Death by Marriage by Blair Bancroft
Beg for It by Megan Hart
Back To Me by Unknown
Letting Ana Go by Anonymous