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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (8 page)

BOOK: Ventajas de viajar en tren
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Vendió cuatro de los cinco cachorros, y se quedó con el quinto, un perrillo muy rumboso,
Elvis,
que fue mi regalo de pedida. Tuvimos un noviazgo corto, casi todo él dentro del quiosco. Luego nos casamos, pero no pudimos irnos de luna de miel, porque el quiosco es lo que tiene, que es muy esclavo; y tienes que estar todos los días al pie del cañón. Pero a mí no me importó; a mí lo que me importó es que se cansara de mí tan pronto.

A los pocos meses, no había pasado ni un año desde que nos casamos, ya me dejaba sola todo el día en el quiosco, y él se iba con los perros a la Casa de Campo. Yo recogía, hacía caja, cerraba el quiosco todas las noches, y luego me iba a casa corriendo, a hacerle la cena antes de que llegara. Menos mal que vivíamos al lado del quiosco.

Una noche, al acostarnos, él me pidió que lo hiciéramos por detrás, como los perros, dijo; y como llevábamos mucho tiempo sin hablar y sin hacer nada de nada, aunque no me apetecía, cedí; y si cedes una vez, yo no lo sabía, ya cedes siempre; unas veces es por amor; otras porque te sientes insegura; y otras porque tienes miedo. En general es por los tres motivos a un tiempo, si es que los tres no son la misma cosa.

Desde entonces nunca más volvimos a hacerlo cara a cara, siempre me ponía a cuatro patas, algunas veces sin pedirme permiso; y no es que me violara, pero a mí tampoco me apetecía hacerlo algunas veces y tenía que hacerlo. Un día probé a negarme, y entonces él se marchó con los perros y se tiró fuera una semana. Aunque nuestra casa no es muy grande, las paredes se me caían encima, y nunca más volví a decir que no; cedí, y él estuvo muy cariñoso durante un tiempo y prácticamente no iba a la Casa de Campo.

Otra noche, mientras lo hacíamos a cuatro patas, me habló; se acercó a mi oreja y me dijo que gimiera como una perra, y yo lo hice sin pensar que a partir de entonces iba a tener que hacerlo siempre. Saqué la lengua y gemí como una perra, y a él le gustó, y estuvo muy simpático toda la semana, y me hizo el primer regalo desde que me regaló a
Elvis.
Me compró un collar, un collar de perro, con tachuelas, y me dijo que le gustaría que me lo pusiera mientras lo hacíamos a cuatro patas y yo jadeaba con la lengua fuera. Y yo me lo ponía y luego me lo quitaba. Y entonces él me dijo que para qué me lo iba a estar poniendo y quitando todo el tiempo, que me lo dejara puesto, y me lo dejé puesto. A la gente le chocaba mucho; le hacía gracia que yo llevara el mismo collar que nuestros perros. A mí me daba vergüenza y me ponía el pelo por delante, para que no se me viese.

Como yo notaba que él estaba cada día más contento, no decía nada y me dejaba hacer. Un día dijo que él hacía la comida; él se compró un kilo de langostinos de Sanlúcar y a mí me puso estofado de carne, dijo que era estofado de carne, pero yo sabía que era comida para perros. No está mala, pero yo hubiera preferido langostinos de Sanlúcar. Él me miró comer y se excitó, y luego me cogió por detrás.

A partir de entonces, él hizo siempre la comida; yo pensaba que no había mal que por bien no viniese, aunque al final ni siquiera se molestaba en ocultarme de dónde salía el estofado; cogía descaradamente una lata de comida para perros, la abría delante de mí y me la echaba en el plato. Hoy cómetela sin cubiertos, directamente con la boca, verás que bien, me dijo una vez. Y en cuanto empecé a hacerlo, me cogió por detrás. Al principio me negué a comer en el suelo; pero un día me trajo, todo contento, una escudilla de plástico con mi nombre estampado en ella. ¿No te gustaría comer con ellos?, me preguntó señalando a nuestros perros. Le dije que no, y me tachó de intransigente y de no hacer nada por salvar nuestro matrimonio, cogió a los perros y se marchó a la Casa de Campo.

Yo me dije que por ahí no debía pasar, pero cuando estás sola, pensando todo el santo día, es muy fácil encontrar razones para hacer cualquier cosa, por disparatada que sea, y al final no me parecía tan grave comer a cuatro patas a las mismas horas que nuestros perros, pensé que podía ser hasta divertido. Cuando se lo dije, me abrazó y por primera vez en mucho tiempo me besó en el hocico. Nos compenetramos muy bien, me dijo unos días después, ya no necesitamos ni siquiera hablar, salvo para lo más imprescindible, estamos hechos el uno para el otro; con un ladrido querrás decir que sí, y con dos que no, ¿vale? Yo le dije guau; y él me cogió por detrás.

Llegó un momento en que vivía más tiempo a cuatro patas que a dos. Muchas veces venía mi madre, o alguna amiga, preguntaba por mí, que en ese momento estaba merendando en mi escudilla, en el suelo del quiosco, y él me daba una patadita de complicidad y decía que no estaba, que me había ido de compras. Los cambios se habían ido produciendo tan poquito a poco, que no me di cuenta de que me había convertido en una perra; que había cedido un terreno que no iba a recuperar jamás, y que difícilmente volvería a ser una persona. Eso sucede muchas veces en la vida, sobre todo si no haces nada al principio.

Cuando quería hablar con él, él hacía como que no me entendía. Dímelo con ladridos, con ladridos, decía. Y con ladridos me entendía. Todos los días me hacía un regalo, pero yo casi hubiera preferido que dejara de hacérmelos. Me traía huesos de sabores, galletitas, y una caseta, que colocó en el patio, y a la que me fue relegando poco a poco, con la excusa de que los dos dormiríamos mejor por la noche. Cuando llegábamos a casa, yo me metía en la caseta sin protestar, y él se ponía a ver la tele dentro, en el salón. Así por lo menos, pensaba yo, no le oigo roncar.

A la falta de conversación se le unió la falta de convivencia, y ya ni siquiera verme comer a cuatro patas le excitaba. Por eso me puso tan contenta que un día me dijera que quería tener un cachorrito; que mi salida de casa había dejado espacio libre y que podía entrar uno más. Yo lo interpreté mal y me puse a hacer cabriolas, porque dándole vueltas a la cabeza, había pensado que a lo mejor un hijo me convertía en ser humano a su ojos. Pero no tardé en darme cuenta de lo que pretendía. Y como él intuyó que ni siquiera yéndose a la Casa de Campo una semana aceptaría cruzarme con
Elvis,
el hijo de mi
Pingo
y de su
Charla,
que ya estaba hecho un perrazo, no tuvo más remedio que atarme y darme de palos. Y
Elvis
me cogió por detrás. Aquella noche, en la caseta, sin dejar de llorar, determiné matarlo.

Me hice con un martillo y un serrucho, que escondí en la caseta, y aprovechando una noche, que se había quedado dormido viendo en la tele una entrevista con un observador de la ONU, entré a hurtadillas y de un martillazo lo dejé en el sitio. Le abrí la cabeza con el serrucho a la altura de la frente y le vacié el cráneo con la mano derecha enfundada en un guante de fregar. Repartí los sesos a partes iguales entre los perros; y allí lo dejé, con la cara iluminada por la tele y la frente levantada, como si se hubiera quitado el sombrero al verme entrar, como si por primera vez en mucho tiempo volviera a tenerme respeto.

Trastorno paranoico de tipo somático. Ideas delirantes sobre el padecimiento de enfermedades congénitas o defectos físicos. El paciente presenta flexibilidad cérea y sudoración. Inseguridad.

Yo nací en una ribera y la humedad reblandeció mis huesos obligándome a guardar cama los primeros veinte años de mi vida. En el transcurso de los mismos no acudí jamás a escuela alguna ni tuve trato con los muchachos vertebrados de mi edad, sólo con otros moluscos, que como yo eran consumidos por sus vidas subhumanas a la monótona sombra de las monjitas en flor y del objetor de conciencia, prestador social sustitutorio, voluntario que a la sazón me cuidaba obligatoriamente los domingos alternos de cada mes.

Estos veinte años del principio de la vida, los que forjan el carácter y predicen la conducta futura, esos que aparecen glosados en la vida nueva y pija de Pedrito de Andía o en la alegre algarabía de
El Jarama,
ésos, me los chupé yo yaciente. Mis huesos reblandecidos me vedaron las experiencias que suelen enriquecer los tiernos años de la adolescencia; la vida penetró en mí filtrada por el opaco tamiz de la hermana Araceli, mi preceptora de Educación General Básica, y por el filtro multicolor y fantástico de las hermanas Benigna y Enriqueta, que me dieron el Bachillerato Unificado Polivalente. Mis experiencias fueron siempre fingidas y ajenas, catarsis que sacudió mi espíritu embebido durante la lectura o hipnotizado frente a la pantalla del televisor. Cabe los trovadores, cabe Petrarca, cabe Garcilaso y las dulces canciones de Castillejo que me proporcionaban mis monjitas, también encontré deleite en las ficciones pornográficas que me suministraba en formato vídeo el prestador social sustitutorio. Y así, este niño caracol se hizo una idea del mundo y del maravilloso universo del amor, que no obstante le dejaba insatisfecho.

En los ratos de ocio ocasional que lograba escamotear al ocio perpetuo de mi vida, volaba mi imaginación pensando qué haría si alguna vez abandonaba aquel estado mucoso e invertebrado. Y resolvía ir a París, sentarme en los cafés donde se alumbraron entre risas las vanguardias, y recorrer las calles que oyeron las arengas sartrianas y sirvieron de escenario a la hermosa película de Bertolucci. En París debían de palpitar las experiencias vitales.

Después de muchas vicisitudes médicas, en las que no voy a detenerme para no fatigarlo, a los veinte años, como digo, gracias a los adelantos que en materia de prótesis trajo consigo la guerra del Golfo me llenaron el cuerpo de hierros, por dentro y por fuera, me obligaron a hacer ejercicios de rehabilitación para fortalecer mis músculos inactivos, y empecé a salir a la calle.

¿Qué puedo decir? La vida real pareció mucho más monótona, monocorde e insustancial que esa otra vida que reflejaba la literatura. Eso es lo que dicen los escritores, ¿no? Pues es verdad. Así como los personajes de una buena novela usan registros verbales diferentes, yo pensaba que cada persona hablaba de un modo marcadamente distinto, y que una conversación, como las discusiones de las novelas, era un corredor de voces entremezcladas, que se contaminaban las unas de las otras, formando una especie de caleidoscopio verbal. ¡Qué decepción! En la vida real casi todas las personas hablan del mismo modo, hablan como en el telediario, o peor. Pero no es esto lo que quiero contar. Lo que quiero contar es que la asociación de minusválidos a la que pertenecía organizó mi soñado viaje a París. Y a París que me fui.

Nada más llegar, los clochards me robaron la máquina de retratar, y me llevé un disgusto. Una cojita, que venía en el viaje, me consoló. Luego a ella le quitaron la muleta, y fui yo quien tuvo que servirle de paño de lágrimas y báculo hasta que se compró otra. Parecerá una tontería, pero para mí fue una decepción que en París hablaran francés. Eso era algo que, a ver si me explico, algo que sabía de modo implícito, pero que nunca me había parado a pensar de modo explícito. Ese detalle, que parece nimio y que todo el mundo
sabe,
no se menciona en ninguna obra de ficción, que yo conozca; y eso que aprender un idioma es algo que cuesta dinero y esfuerzo, y que no se olvida así como así. Parecerá tal vez que soy un tiquismiquis; alguien dirá que estas cosas son matices que no pueden ir en las películas ni en las novelas porque uno no puede ponerlo todo. Yo le contesto que sí, que tiene razón, pero que no deja de ser una irresponsabilidad porque ese pequeño detalle se convirtió en una pesadilla cuando salí con Rosa, que así se llamaba la cojita, a comprar una muleta nueva.

Por supuesto, no se me ocurrió buscar
muleta
en el diccionario, y esto me hizo protagonizar esa clase de episodios que en el instante de vivirlos son patéticos y que, si te casas con la persona que te acompaña en ese momento, se hacen con el tiempo hilarantes y entrañables; y si no te casas, siguen siendo patéticos hasta que te mueres. Yo no me casé con Rosa, y en varios establecimientos ortopédicos quise que se me tragara la tierra, tratando de hacerme entender. Entonces no alcancé que cuanto más subía a mis ojos en la escala del ridículo, más puntos obtenía a los suyos en la cuenta del amor. Conseguimos finalmente una muleta nueva, y regresamos extenuados al hotel. Una vez allí, ella me ayudó solícita a quitarme la ortopedia de mis brazos y mis piernas. Sin ellas me sentía mucho más desnudo que desnudo y, además, inútil, desestructurado como una babosa postmoderna, casi líquido. Ella se descalzó su zapato ortopédico como si se despojara de su ropa interior. Estábamos tan cansados por el esfuerzo realizado, que allí nos quedamos bocarriba, dormidos; ella con una pierna más larga que otra y yo sin mis estructuras, desvalido como una gamba pelada. Cogí frío.

Al día siguiente tuve que guardar cama, y Rosa renunció a marcharse con el resto del grupo y se quedó a cuidarme, desoyendo mis recomendaciones y las de sus amigas mariquitas, con las que se había apuntado al tour. Ellas no lo entendían, y yo tampoco supe ver tras su solicitud nada que no fuera su natural sumisión y agradecimiento. No es que yo sea un crustáceo de vanidad y machismo; es que a mí no se me había adiestrado para interpretar como amor el brillo de los ojos de una coja, maldita sea. En todos los poemas que yo había leído, en todas las novelas en las que me había sumergido, en todas las películas que había visto, las mujeres enamoradas eran siempre hermosas y simétricas; no tenían defectos, ni tenían patas de gallo, ni tenían por supuesto la pata coja. Y si la tenían, los cabrones de los poetas, escritores y cineastas la habían ocultado con palabras o prótesis, mintiendo a la humanidad y jodiéndome a mí la vida, porque a mí no se me había dicho nunca que era posible enamorarse de una muchacha deforme. ¿Alguien me puede decir en qué poema de Petrarca, Garcilaso, Castillejo, Bécquer o Gil de Biedma hay taras, defectos físicos o simples asimetrías? Y no hablo de imperfecciones de la piel que pueden ser una hermosa huella del paso del tiempo, etcétera, etcétera, etcétera; hablo de tener una pierna más larga que la otra, me cago en la hostia.

A todos nos han hipnotizado para identificar el amor con el
verdadero amor,
con la
pasión,
con un sentimiento que te lleva a la muerte y a la vida, al frío y al calor, al placer y al dolor. En ningún lugar había leído, ni nadie me había dicho, escritor en prosa o en verso, que aquello que yo acabé sintiendo por Rosita mientras me cuidaba, mientras la veía entrar y salir renqueante, balanceándose de un lado para otro, y que sólo ahora reconozco, era, no
también,
sino
únicamente,
el verdadero amor. Yo esperaba estremecerme, agitarme con espasmos interiores, sudar, sufrir, debatirme y sentirme pleno y simultáneamente vacío. Todo eso. Y como no sentí nada de lo que sienten los enamorados de la ficción, sino un cariño fundado, una difusa ternura, un estado de ánimo más cercano a la melancolía que a la vesania, entonces, me dije, tú no sientes amor, Gárate, sino piedad. Y cuando Rosita me pidió que me acostara con ella, yo, que me había prometido a mí mismo hacerlo por primera vez sólo con quien me hiciera sentir lo que he mencionado más arriba, le dije que no. Tranquilos, le dije que no, pero al final acabamos haciéndolo. Acabamos haciéndolo para mi desgracia, porque con el sexo me sucedió lo mismo que con el amor: todo lo que sabía cuando llegó la primera vez lo había aprendido en las revistas y películas pornográficas que en su momento me trajo mi cuidador voluntario.

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