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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (10 page)

BOOK: Ventajas de viajar en tren
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Tres

Al llegar a casa hizo pis, se dio una ducha templadita y paseó desnuda por la casa, disfrutando de la soltería reconquistada o de la reciente viudez. Sólo le restaba desmontar el despacho de su marido para eliminar todo rastro físico de su presencia. Echó un vistazo a su biblioteca, por si mereciera la pena conservar alguno de aquellos volúmenes, y estuvo tentada de quedarse con un par de ellos, consciente de que obtendría una fortuna malvendiéndolos; pero se mantuvo firme en su decisión de expulsar a su marido y de eliminar todo lo que hubiera tenido contacto con sus manos. Prefirió deshacerse de la biblioteca al peso; era una cuestión de principios. Al día siguiente llamaría a un ropavejero. A continuación buscó en su agenda el teléfono de la clínica y dejó un recado para el doctor Sanagustín. Díganle, dijo, que tengo su carpeta, que puede llamarme a casa, mi nombre es Helga Pato.

Si Ander Alkarria había sido para ella su plataforma de lanzamiento, los esquizofrénicos, bien dirigidos, podrían significar su consagración y su retiro. Helga Pato sabía que los laboratorios y en general la industria farmacéutica libraban generosas partidas para la promoción de sus productos. No sería difícil convencerlos para que incluyeran publicidad entre las piececitas de esta clase de libros. Pero imaginemos que cuando Sanagustín le devuelve la llamada, todos estos planes, que parecen tan fáciles de ejecutar, se complican inesperadamente como se complica la vida del que va andando por la selva tan tranquilo, silbando o pensando en sus cosas, y de repente pisa una trampa para elefantes, y lo que parecía ser terreno firme resulta ser un falso suelo que se hunde a sus pies.

—No estoy seguro de saber quién es usted y qué es lo que quiere, aunque me lo imagino —le dice una voz que no reconoce como la voz de su amigo ferroviario, pero que asegura ser el doctor Ángel Sanagustín—. De lo que sí estoy seguro es de que no he perdido ninguna carpeta; así que, por favor, le ruego que me deje en paz.

Había leído que ciertas bandas de malhechores suministraban a los viajeros incautos un potente somnífero, y a continuación les limpiaban de arriba abajo y les quitaban hasta la camisa, pero no era el caso; su documentación y su dinero, salvo el importe de los bocadillos, permanecían intactos en la bolsa de viaje. Descartó, pues, el timo. Helga no le había entregado nada, ni le había comprado estampas o baratijas, ni él le había pedido ninguna firma para ninguna noble causa, ni había tratado de convertirla a credo alguno. Lo único que había hecho quienquiera que fuese aquel hombre, que ahora negaba haber estado en un tren, era hablar. Hablar, hablar, hablar, dejarle una carpeta y desaparecer.

No es que hubiese hecho de las narrativas un desafío profesional, o que considerara que una buena agente nunca se da por vencida aunque sienta que está en el fondo de una trampa para elefantes; es que le picaba la curiosidad. Y por eso, al día siguiente Helga Pato decidió darse una vuelta por Galapagar, el pueblo donde estaba el chalet que Sanagustín había comprado al tal Thybaut. Todo esto según su testimonio; a Helga Pato no se le escapaba que la pista se apoyaba sobre unos cimientos muy inestables, pero, al fin y al cabo, ése era el único dato del que disponía, y como le había dicho Sanagustín, pocas veces dejamos al esfumarnos algo más que un puñado de palabras.

Recorrió todas las calles de Galapagar y sus alrededores; comunidades modestas, urbanizaciones de lujo, conjuntos residenciales y extraordinarias oportunidades de llave en mano, sin entrada, y facilidades de pago. Imaginemos que fuera al doblar una esquina, o al entrar en una calle, lo mismo da, perdida en cualquier caso toda esperanza, como se suele decir en estas circunstancias, cuando divisó un extravagante corralito que alguien se había molestado en levantar alrededor de un montón de muebles de cocina, viejos archivos, papeles, electrodomésticos, ropa vieja y restos orgánicos que se esparcían putrefactos por el suelo. No era un cuento, pensó sin poder evitar un destello de orgullo hacia su perseverancia, mientras aparcaba frente a la puerta de un chalet adosado de dos plantas, ladrillo visto y tejado de pizarra, al que se accedía atravesando un pequeño jardín delantero, primorosamente cuidado. Llamó al timbre y tras un largo intervalo de tiempo, tan largo que estuvo a punto de volver sobre sus pasos pensando que no había nadie, se abrió la puerta y bajo el umbral apareció un hombre corpulento, de pelo blanco, que la escrutó con desconfianza.

Helga se presentó: Creo que hemos hablado por teléfono; soy la del recado y ésta es la famosa carpeta, la carpeta que yo he encontrado y que usted por lo visto no ha perdido, dijo levantándola y colocándola a la altura de su vista; perdone que haya venido sin avisar, se disculpó, pero no todos los días le sucede a una lo que me está ocurriendo a mí; le juro por lo más sagrado que ayer conocí en el tren a un hombre que dijo llamarse Sanagustín, ser psiquiatra, trabajar en la Clínica Internacional, vivir en Galapagar, y tener en la puerta de su casa un montón de basura que nadie le quería recoger. Es evidente que ese hombre no es usted, pero quienquiera que sea la persona que yo he conocido en el tren, lo conoce a usted, y se dejó sobre el asiento esta carpeta.

En ese momento, emergiendo de la oscuridad, apareció tras el hombre corpulento y canoso la figura de una mujer más joven, ataviada con una indumentaria deportiva, un ajustado mono de bailarina moderna, que realzaba una extraordinaria silueta. Al ver la peculiar carpeta de color rojo, dijo:

—Ángel, déjala pasar; esa carpeta es nuestra.

El hombre se sorprendió ante la revelación, pero franqueó el paso, aunque sin dejar de mirarla inquisitivamente. Helga siguió a la mujer deportiva, que la condujo a uno de esos espacios abiertos distribuidos en diferentes zonas de luz, que aprovechan al máximo su amplitud y en el que los matices cromáticos etcétera, etcétera, etcétera, es decir, la condujo a lo que antes se llamaba salón, saloncito, salita o cuarto de estar.

—Perdone si mi marido ha sido grosero por teléfono —se excusó la bailarina una vez que los tres se hubieron acomodado—, pero tenemos muchos problemas con los vecinos, y ha pensado que lo de la carpeta era un cuento. Ya veo que no. Pero, dígame, cómo ha llegado a sus manos.

Helga Pato les puso al corriente de lo que le había sucedido en el tren; describió lo mejor que supo al supuesto Sanagustín, y esbozó las líneas generales de su abigarrado discurso: el libro sobre la esquizofrenia que guardaba la carpeta, el asunto de la basura, y su secuestro por Martín Urales de Ubeda. Y todo esto, que en el tren le había parecido extraordinario, pero posible, verosímil y hasta divertido, sintió que se iba convirtiendo conforme ella lo relataba en una cómica sucesión de disparates, como esos sucesos perturbadores, como esas ideas geniales que se nos ocurren en sueños, y que al verbalizarlas se diluyen en el aire o dejan al descubierto su condición de gilipollez.

Helga apuró sin convicción el final del relato. Cuando terminó, la mujer alcanzó un retrato enmarcado que hasta ese momento descansaba sobre una mesita, y se lo tendió.

—O mucho me equivoco, o la persona que usted se encontró en el tren era ésta.

Lo dijo sin pasión, sin interés por sorprender o maravillar a su interlocutora, constatando más bien un hecho irremediable y acostumbrado.

Helga examinó con interés la fotografía. Había sido tomada de abajo arriba en un día luminoso. El cielo estaba limpio y azul, y sobre él se recortaban nítidamente los rostros radiantes de tres adultos. El primero era el de la mujer deportiva, que con el pelo más corto, y vestida de novia, parecía más madura. El segundo pertenecía al novio, su marido, prácticamente irreconocible, con el pelo negro, muchísimo más delgado y sonriente. Y entre ellos, abrazándolos, también contento, estaba, no había duda, el hombre que ella había conocido en el tren.

—Es mi hermano Martín —informó lacónicamente.

—¿Martín? Martín qué, por un casual —preguntó Helga de un modo asintáctico e incomprensible, que delataba la confusión de su pensamiento.

—Martín Urales de Úbeda —respondió la bailarina.

Y añadió:

—Esa carpeta roja se la he regalado yo.

Bien fuera porque sus funciones intelectuales hubieran disminuido súbitamente, bien porque hubiesen aumentado de improviso, el caso es que Helga no contestó, se quedó pasmada. Su semblante adoptó un aire de ausencia, como si no estuviera allí, como si
Martín Urales de Úbeda,
en vez de un nombre propio, fuera un largo túnel en el que hubiera entrado y del que tardara en salir. El matrimonio decidió esperarla al otro lado, y cuando la vieron aparecer con gesto extraviado, acudieron a su encuentro. El marido se apoderó cortésmente de la carpeta, como si la nueva identidad del dueño le convirtiera a él en propietario, y sin permiso de nadie inspeccionó su contenido mientras su mujer aclaraba de una vez por todas lo que había comenzado como una simple conversación.

—Mi hermano Martín está enfermo. Teóricamente está ingresado en la Clínica Internacional, pero allí tienen unas ideas muy avanzadas sobre salud mental y dicen que a mi hermano hay que tenerlo en régimen abierto, para que se integre en la sociedad, así que va y viene de su casa a la clínica, según le apetece, dicen que es inofensivo.

—Y lo es —aseguró el marido sin interrumpir el examen de la carpeta, sin levantar siquiera la vista de las narrativas. Estas le habían interesado inmediatamente, pero no le habían impedido oír las palabras de su mujer y sentirse aludido por ellas.

—Matar no va a matar nunca a nadie, pero no es la primera vez que hace una cosa así —repuso la mujer mirando a Helga, que durante unos instantes sintió que era un frontón contra el que marido y mujer lanzaban réplicas y contrarréplicas, sin que ella pudiera intervenir.

—Hablar con la gente forma parte de su terapia de rehabilitación —recitó de memoria el marido, sin dejar de leer, como si hubiera repetido esta frase muchas veces.

—¿Mentir forma parte de su terapia? ¿Inventarse cosas? ¿Suplantar personalidades? ¿Confundir a la gente? ¿Hacer perder el tiempo a las personas, como se lo está haciendo perder a esta señora, forma parte de su terapia de rehabilitación?

Fue éste un golpe muy agresivo, y el marido se vio obligado a levantar la vista y a correr hacia la pelota, para poder devolverla.

—Si la gente se cree a pies juntillas lo que Martín, o cualquier otra persona, cuenta en un viaje de tren, como si hubiera una ley que obligara a contar la verdadera biografía, eso es problema de la gente. ¿Acaso hubo entre ustedes un pacto tácito —le preguntó a Helga— o un acuerdo explícito de sinceridad que le impidiera a él juguetear o inventarse su vida, si es que eso le entretiene y le madura? Como estos papeles de la carpeta: parecen testimonios de pacientes esquizofrénicos, pero no tienen ni pies ni cabeza, son un puro disparate, cosas que se habrá inventado. Martín padece una esquizofrenia paranoide de gran riqueza sindrómica. No hay trastornos afectivos, pero la personalidad está escindida. Sufre delirios y alucinaciones. Oye voces que comentan sus acciones, tiene un sentimiento de despersonalización y de extrañeza hacia sí mismo, y en ocasiones siente que es otro y vive como si lo fuera. Eso se llama delirio de suplantación, o de solidaridad. Delirio de simpatía se llama también. Es lo que en el lenguaje corriente se conoce como doble personalidad. En estos últimos días, por lo que usted dice, vive
como si
fuera yo.

—¿Como si fuera usted?

Las historias más o menos coincidían. Se habían mudado a esa casa hacía cosa de un año; el antiguo propietario de la vivienda, un observador de la ONU llamado José María Thybaut, les había dejado la pila de basura que ella había visto a la entrada y que los basureros se negaban a recoger, alegando unas normas de reciclaje que ellos no acababan de comprender. Los habían sacado en la tele, les habían hecho entrevistas, y todos los días recibían sacas de cartas escritas por particulares que se solidarizaban con ellos. Pero al mismo tiempo los vecinos les atosigaban con anónimos y llamadas de teléfono, les exigían la recogida de la basura y todas las semanas convocaban una manifestación de protesta frente a su casa. Ellos, sin darse cuenta, habían consagrado su vida a conseguir justicia. Ella seguía trabajando de monitora de aeróbic, pero su marido, Sanagustín, el verdadero psiquiatra, había pedido una excedencia en la Clínica Internacional, había vallado la basura para evitar que la robaran, y había fundado la Asociación de Ciudadanos Damnificados por la Basura y el Reciclaje. Todo lo demás, el secuestro, las muertes, las cartas y las narrativas eran cuentos inventados por Martín.

—Me lo había imaginado —mintió Helga, que creyó llegado el momento de hablar y de sacar algo en claro de todo aquello—; por eso estoy aquí. Soy agente literaria, y estoy interesada en el material de esa carpeta.

—Hace poco —le contestó la mujer sonriendo—, vino alguien como usted. También quería publicar no sé qué. Le había sucedido lo mismo; se acababan de conocer, y mi hermano le había contado una historia terrorífica sobre los bomberos o sobre un asesino que le cortaba la lengua a sus víctimas. También salía esta casa. El caso es que al tipo le fascinó, vino por aquí, y luego se entrevistó con Martín. Para nuestra sorpresa, mi hermano aceptó y escribió todo lo que le había contado. El hombre este estaba entusiasmado. Cuando volvieron a verse para firmar el contrato y todo eso, mi hermano le pidió un momento el manuscrito, lo cogió, sacó una cerilla y lo quemó delante de él. Al tipo casi le dio un síncope. Yo, si usted soporta el mal olor, no tengo ningún inconveniente en darle su dirección.

Pero no hubiera hecho falta; en cierto modo Helga ya había estado allí, en la casa de Martín Urales. Si llamaba al timbre, le advirtieron, no abriría. Para establecer comunicación, debía evitar que se sintiera descubierto en su impostura, ya que en ese caso se cerraría, adoptaría una actitud autista y sería imposible acceder a él. Que no los mencionara, que no dijera que había ido a Galapagar, que se hiciera la encontradiza, y que no lo llamara Martín Urales, sino Ángel Sanagustín. Aun así era posible que al verla echara a correr o que simplemente no se acordara de ella. En cuanto a sus hábitos, nada podían decirle a ciencia cierta. Martín Urales iba y venía de la Clínica Internacional sin calendario, sin horario fijo, según como fuera su evolución a lo largo de la semana. Si quería hablar con él, tenía que esperarlo hasta que apareciese en la puerta de su casa, el viejo chalet, número veintiuno de la calle Martínez Izquierdo, que Helga en seguida reconoció: la herrumbrosa cancela, el descuidado jardín, y los muros húmedos por los que trepaban las parras como nervios momificados.

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