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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (3 page)

BOOK: Ventajas de viajar en tren
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—Ahora, doctora Linares —concluyó Cristóbal de la Hoz—, temo por mi vida; pero no quería desaparecer sin que supieras todo esto. Si alguna vez vas por Nueva York no te olvides de pasar por las galerías de arte, que igual encuentras allí expuesto a tu viejo cliente, Cristóbal de la Hoz, y te crees que es una estatua muy bien conseguida. Suerte.

—No quiso decirme Cristóbal de la Hoz dónde se marchaba —concluyó la doctora—, desapareció y no he vuelto a verlo nunca más. Supongo que habrá muerto. En cuanto a mí, soy la siguiente, lo sé, y no me importa; me harán un favor, porque después de lo que he sabido, ni una peregrinación descalza al Rocío lavará esta culpa tan grande que llevo dentro. He venido a darte las llaves del cajón donde encontrarás toda la documentación de nuestro hospicio, para que puedas hacerte cargo de él. Desaparece del mapa una temporada, que nadie sepa nunca que yo he hablado contigo; nadie sospechará que he confiado mis más íntimos secretos a un simple camillero. Y si alguna vez vas a Nueva York, mantén los ojos muy abiertos porque igual nos ves a Cristóbal de la Hoz y a mí, disecados, y no te das cuenta y te crees que es arte hiperrealista.

—La doctora Linares —concluyó el camillero— se marchó por donde había venido y no la volví a ver con vida. Por favor, no le diga a nadie que he venido, porque si no, acabaré en el Metropolitan de Nueva York con la tripa llena de serrín y la cara de gilipollas.

A la mañana siguiente —proseguía la carta de Amelia Urales de Úbeda—, mi hermano comprobó ciertos extremos de su declaración, y vio que era verdad. Él, que, según nos decía en sus cartas, había hablado con una cabeza recién decapitada; él, que había visto a una mujer comiéndose a su hijo, y hombres desinflados, a los que se les había ido la vida por el ano, que se habían muerto de diarrea mientras soltaban un hilo de agua infinito; él, que había visto tripas sujetas con cinta aislante; que había visto nacer un niño de una mujer muerta; que había visto rostros devorados por las hormigas; y a una rata comerse los ojos de una mujer inmóvil de pena, tuvo que sentarse en el suelo, porque no podía con su desconsuelo, y se echó a llorar. Elevó su informe, pero sus superiores se lo devolvieron por un defecto de forma. Insistió. Que se olvidara del asunto, le dijeron; pero él se negó. Entonces lo juzgaron por insumiso, lo ingresaron en un psiquiátrico y borraron todo vestigio de su paso por el Ejército. Cuando nos lo contó, mi madre y yo le creímos, pero mi padre, que de cosas del Ejército entendía más que nosotras, dijo que era mentira, y dio un puñetazo tan fuerte en la mesa, que la partió en dos. Toda la comida salió por los aires, y una croqueta le dio en la frente a mi hermano, que indignado cogió la puerta y se marchó por donde había venido. Desde entonces no hubo día que mi madre y yo no lo pasáramos llorando y afeándole la reacción a mi padre, quien, por su parte, se encerró en un mutismo absoluto y consagró su vida a mirar por la ventana o a sentarse en el patio frontal, a ver pasar la gente los días de toros, en los que nuestra calle se animaba un poco más. No hizo otra cosa el hombre hasta que la muerte se lo llevó una tarde, después de merendar, en plena actividad observadora. Mi madre y yo tratamos de ponernos en contacto con mi hermano dando aviso al servicio de socorro de Radio Nacional de España, pero no hubo manera de localizarlo; llegamos a pedirle perdón públicamente en un conocido programa de televisión, pero él no dio señales de vida. Resignada a no volverlo a ver nunca más, mi madre murió de pena a los pocos meses, sin que mi hermano apareciera.

Justa o injustamente, mi hermano ha cumplido su condena, pero ni siquiera ahora le permiten rehacer su vida, y los servicios secretos de inteligencia quieren aniquilarlo, darle muerte civil, y van por ahí diciendo que si está loco, y que si va por la vida convenciendo a la gente para que se tire al camión de la basura. No tengo más que decir. Suya atentamente Amelia Urales de Úbeda.

Le sorprenderá que me la sepa de memoria, ¿verdad? Es que la leí muchas veces y además he desarrollado una gran capacidad de retentiva. A lo que vamos: la carta sonaba rara, pero era difícil saber a ciencia cierta si aquella mujer mentía o decía la verdad. Lo que sí hice fue averiguar dónde vivía. Lo deduje de sus palabras: «Mi padre por su parte se encerró en un mutismo absoluto y se dedicó a sentarse en el patio frontal, a ver pasar la gente los días de toros, en los que nuestra calle se animaba un poco más, hasta que se murió». Llegué a la conclusión de que esta mujer vivía en una casita baja, con patio, en las inmediaciones de la plaza de toros de Las Ventas. Como no tenía nada mejor que hacer, en un plano de Madrid tracé una circunferencia con centro en Las Ventas y radio de un kilómetro, que abarcara todas las casitas de la zona con patio frontal, ubicadas en calles y callejuelas cuyo tráfico y afluencia de transeúntes pudieran verse afectados por la celebración de corridas. Es cierto que todo aquello podía ser un cuento, palabras, pero es que si nos ponemos así, no hacemos nada en la vida; siempre nos sucederá lo mismo; que lo único que tenemos son palabras. Por eso es tan difícil averiguar la verdad algunas veces. No es que yo sea un nihilista, nada de eso; me limito a constatar un hecho. Lo único que dejamos las personas cuando nos esfumamos es un puñado de palabras. Pero una cosa son las palabras y otra muy distinta la verdad. Algunas veces coinciden y otras no. Las palabras están ahí, las podemos leer y escuchar, aunque muchas veces tampoco sepamos qué significan exactamente; pero la verdad es muy difícil señalarla con el dedo. Lo cual, para mí, dicho sea de paso, tampoco es muy grave; al fin y al cabo nos pasamos la vida buscando personas que no existen, lugares y estados mentales imaginarios que nos han dicho que son reales, pero que jamás hemos experimentado por nosotros mismos. Fíjese, mucha gente se muda de ciudad y de pareja mil veces y a continuación otras mil, y en ninguno de esos cambios encuentra el estado literario de la felicidad, sino que topa siempre con su propia melancolía. Así es que, como comprenderá, no me asustaba pasarme dos o tres días buscando la casa inexistente de Amelia Urales de Úbeda. Pero el caso es que sí existía. Una tarde, perdida ya toda esperanza, como suele decirse, di con un viejo y descuidado chalet de inquietante aspecto, por cuyas paredes, húmedas y desconchadas, trepaban enjutas parras como nervios momificados. No sé por qué, pero al verlo supe que había llegado, que había encontrado la casa de los Urales. Tenía los postigos echados, parecía deshabitada y sobre todo parecía milagroso que hubiera sobrevivido entre los modernos bloques de pisos. Todavía está en pie, si quiere verla, en la calle Martínez Izquierdo, en el número veintiuno, creo, no me invento nada. Yo había pasado por allí en varias ocasiones y no había reparado jamás en ella; era como si hubiese aparecido de repente, por arte de magia. Abrí la cancela, que estaba comida por la herrumbre; atravesé el patio, que había sido conquistado por toda clase de hierbas silvestres, y llamé a la puerta. Tras un largo intervalo de tiempo, en el que estuve a punto de marcharme, pensando que no había nadie, me abrieron, y en el umbral apareció una mujer de mediana edad, más bien madura; pero muy atractiva. Se quedó pasmada cuando le dije quién era yo; no podía entender que me hubiera tomado la molestia de localizarla. Le digo:

—Necesito hablar con su hermano.

Me dice:

—Ahora mismo no está en casa; pero si quiere pasar, adelante.

Le digo:

—Bueno.

Total, que entré, y casi me caigo de espaldas; había una peste insoportable, como si la casa no se hubiera ventilado durante siglos. Debí de poner una cara muy rara, porque me dice:

—Lo que huele son las tuberías, que hay que sanearlas; estas casas viejas, ya se sabe, muy bonitas y todo lo que usted quiera, pero son muy caras de mantener; habría que vaciarlas por dentro y volverlas a construir con instalaciones nuevas.

Digo:

—Ya.

Me condujo por un pasillo muy angosto hasta el salón. Y entre que estaba anocheciendo y que, como le digo, tenía todos los postigos echados, a duras penas podía verse; se adivinaban sombras, muebles viejos, todo era como de otra época. Y, además, había algo espeso, no supe al principio identificar si en el ambiente o en su propia figura, porque ya le digo, no se veía bien. Me ofreció una cerveza y se sentó frente a mí. Dice:

—Perdone que no encienda la luz, pero es que se me acaba de ir. Mi hermano igual tarda un poco.

Digo:

—No importa, no tengo prisa.

Dice:

—Mejor.

Digo:

—Así que es usted Amelia Urales de Úbeda.

Dice:

—La misma.

Digo:

—He leído su carta muchas veces. Me la sé de memoria.

Dice:

—¿Y qué le ha parecido?

Digo:

—Intrigante.

Me señala un sillón y me dice:

—En aquella butaca leía yo las cartas de mi hermano.

Digo:

—Ah.

Dice:

—Mi padre, en cambio, las leía bajo esa ventana, sentado en esa silla de ruedas.

Digo:

—Ah.

Dice:

—Por la puerta por la que hemos entrado apareció mi hermano vestido de teniente para alegría de los suyos.

Digo:

—Claro, por la puerta.

Me enseña media docena de copas que tenía guardadas en una vitrina, y dice:

—Esas son las copas con las que brindamos el día que lo aceptaron en la Academia de San Javier, Murcia; cuando él simulaba para nosotros ser el hombre más dichoso de la tierra.

Digo:

—Ah, qué bonitas.

Dice:

—Mire, ésta es la mesa que rompió mi padre cuando expulsaron a mi hermano del Ejército; mire qué raja, completamente astillada la dejó; no tengo dinero para arreglarla y, fíjese, es preciosa.

Digo:

—Sí que es bonita, sí.

Dice:

—Aunque tuviera dinero, no la arreglaría; es una manera de recordar a mi padre, ¿no le parece?; de conservar su vida y su vitalidad; yo pienso que como la energía no se crea ni se destruye, la suya se conserva en la cicatriz de esta mesa. ¿Le parece una tontería?

Digo:

—No, no; es muy lógico.

Me señala una pecera que estaba encima de una televisión gigantesca, y dice:

—Mire, eso que hay allí, en aquella urna, es la croqueta que le dio a mi hermano en la cabeza, cuando mi padre se enfadó, y toda la comida salió por los aires.

Digo:

—Ah; debe de estar muy seca.

Dice:

—No importa. Yo es que soy muy fetichista.

Digo:

—Ya veo, ya.

Dice:

—¿Quiere otra cerveza?

Digo:

—Bueno.

Dice:

—¿Le gusta?

Digo:

—¿El qué?

Dice:

—La cerveza.

Digo:

—Sí.

Dice:

—La hago yo misma.

Digo:

—Ah, pues está muy buena.

Dice:

—Pues tengo un puré y una longaniza que aún están mejor. También los hago yo. Le invito a cenar. Así se entretiene mientras espera a mi hermano. Además, tengo que contarle algo.

Digo:

—Muy bien.

Total, que me quedé a cenar. El puré estaba muy bueno y la longaniza deliciosa. Luego hizo café reciclado y me sirvió un orujo, que también hacía ella, fortísimo. En fin, que entre las cervezas y el orujo, y entre que yo soy como soy, ya lo ha visto, que hablo mucho de todo, le dije lo que le he dicho a usted, que era psiquiatra, y que me dedicaba a estudiar las relaciones entre los discursos y las patologías. Ella en seguida se interesó por el asunto, y estuvimos hablando de psiquiatría, y me sorprendió que tuviera tantos conocimientos sobre la esquizofrenia. El caso es que entre la cerveza, el orujo, y la conversación, pues, qué quiere, me sugestioné, la abracé fraternalmente y, sin comerlo ni beberlo, los abrazos nos llevaron a los besos. Besaba muy bien, todo hay que decirlo. De repente me dice:

—Te he mentido.

Digo:

—Ah, ¿sí?

Dice:

—Sí. O por lo menos no te he dicho toda la verdad.

Digo:

—¿Y cuál es la verdad?

Dice:

—La verdad es que mi hermano nunca ha sido militar. No es que yo te haya engañado; es que él nos ha estado engañando a todos durante mucho tiempo y todavía no me hago a la idea. De todo lo que te he dicho, la única verdad es que es manco. Su vida se precipitó cuesta abajo el día que rechazaron su ingreso en la Academia de San Javier, Murcia. No quiso decírselo a mi padre para evitarle un disgusto. Él entonces pensó que había sido un simple traspiés, que su vida se suspendía por unos meses, que al año siguiente aprobaría el examen y sería todo un señor alférez. Encontró trabajo de basurero, y creyó que congelaba su vida, como dice él, y que más que mentir
adelantaba
acontecimientos cuando redactaba para nosotros aquellas cartas describiendo la vida del cuartel, que tanto hacían disfrutar a mi padre bajo la ventana del salón. Pero resulta que al año siguiente volvió a suspender, y al siguiente también, y al otro, y entonces se dio cuenta de que su vida no estaba congelada, o que se había descongelado por un fallo en la refrigeración, y que se había echado a perder; que se había convertido para siempre en un señor basurero con sus trienios y todo. De alférez sólo tenía las ínfulas. Mientras, en su casa, los tres, mi padre, mi madre y yo, le creíamos un gran capitán. Ahora pienso que tal vez el asunto fuera más terrible, y que mi hermano no percibía el fuerte olor que estaba despidiendo su vida; tal vez no se daba cuenta, y pensaba, cuando venía a Madrid vestido de militar y compartía con nosotros sus proyectos y sus posibles destinos, que seguía
adelantándonos
acontecimientos y no forjándose, irremediablemente, una portentosa vida de ficción que devoraba su vida real de basurero. Lo que empezó siendo una mentira piadosa, un aplazamiento, fue en realidad una decisión. Una mentirijilla le llevó a otra y todas las mentirijillas juntas le obligaron en un momento dado a desalojar su verdadera vida y a adoptar los ropajes de una vida fingida, que acabó resultando más densa que la real. Aunque me pregunto qué era para él más real, si la recogida de vertidos en Murcia capital o la formidable impostura que aquella congelación defectuosa y falaz le obligaba a adoptar no bien se despojaba del mono con el escudo del ayuntamiento y venía a Madrid. Tuvo que realizar un gran esfuerzo de autosugestión, en su interior tuvo que ser el alférez o el capitán que nosotros esperábamos que fuera. Si no, no se explica la profusión de anécdotas, las rápidas respuestas que daba a nuestras preguntas, la coherencia de todo cuanto nos confiaba, y los personajes que inventó, que es que yo casi los veía entrar por la puerta de nuestra casa. En ningún momento observamos nada sospechoso ni detectamos reacción extraña; fue verdaderamente un prodigio de simulación que todavía me tiene maravillada. Tan alférez debía de sentirse, incluso a bordo del camión de la basura, que no estaba a lo que estaba; y una noche, al meter un contenedor, las fauces de la trituradora engulleron su mano izquierda. Le dieron la baja por incapacidad. Se puede imaginar la pensión que le queda a un basurero. Deprimido, buscó en el mapa un punto al azar, lo más lejano posible de nuestra casita de Ventas, y se marchó nada menos que a Angola con la intención de sepultarse para siempre en el corazón de África, trabajando con una organización no gubernamental. Allí conoció a una médica sevillana de la que se enamoró. Con ella, o tras ella, no lo sé, se marchó a la antigua Yugoslavia, donde la ayudó a construir un hospital infantil. Desde todos aquellos lugares nos escribía cartas y nos llamaba por teléfono haciéndonos creer que estaba al mando de un contingente de paz. Rompió con la médica sevillana, creo que por celos; y a lo mejor fue entonces cuando cobró conciencia de su tragedia. El caso fue que tomó la decisión de urdir la última mentira, precisamente para acabar con la farsa de su vida. Se presentó en casa y fue entonces cuando dijo que lo habían expulsado del Ejército. Ya le he contado lo mal que reaccionó mi padre, no lo soportó; dio un puñetazo en la mesa del comedor y la partió en dos; y debió de malgastar en aquel gesto toda la energía que le quedaba para vivir, porque, como ya le he dicho, no duró ni una semana. Mi hermano piensa que si hubiera prolongado la ficción, mi padre hoy viviría todavía, pero esas cosas no pueden saberse. Desde entonces hasta hoy mi hermano no ha hecho otra cosa que malvivir. Se marchó a Marruecos y compró un poquito de hachís para venderlo en España e ir tirando, sin saber que las mafias de la droga están perfectamente organizadas y que la policía no permite que ningún traficante de poca monta les haga la competencia. No faltó quien se chivara y lo pillaron. Pagó en El Acebuche, la cárcel de Almería, cuatro de los seis años a los que fue condenado, y cuando salió era un ex presidiario cuarentón y manco con escasas posibilidades de encontrar un puesto de trabajo. Consiguió, sin embargo, colocarse de comercial para la zona oriental de Andalucía en una empresa líder del sector editorial. Se hacía cuatrocientos kilómetros diarios, de lunes a sábado, y recorría a continuación todos los barrios de la localidad correspondiente. Trabajaba a comisión, sin fijos; cuantas más enciclopedias del mundo natural vendiera, más cobraba. Al cabo del primer mes estaba ya reventado. Su jefe de zona, al que tenía que rendir cuentas mensualmente, debió de verle tan extenuado que le regaló un gramo de cocaína y un complejo vitamínico. Ese mes dobló las ventas, y cuando volvió a ver a su jefe le pidió que le consiguiera un poquito más de cocaína y menos complejos vitamínicos. Vale, pero esta vez te lo pagas tú, le dijo el jefe de zona, que a partir de entonces le remuneraba en especie una parte de su sueldo mensual. Y mi hermano tan contento, sin darse cuenta de que cada mes cobraba más en polvo y menos en metálico. Y el jefe tan contento. Hubo un momento en que ni la cocaína le tenía en pie; y fue entonces cuando le ascendieron a jefe de zona, al mando de un grupo de vendedores a los que tenía que distribuir por Andalucía. Se acabó lo de ir de puerta en puerta, le dijo su antiguo jefe de zona convertido en jefe de sección: cuanto más vendieran sus vendedores más cobraría él. Te recomiendo que les des cocaína en polvo, como hacía yo contigo; yo te puedo vender un kilo a muy buen precio y tú se lo administras y adulteras como quieras. Tu meta comercial debe ser que trabajen a cambio de la droga; si lo consigues, serás rico, Martín. A partir de entonces empezó a tener un poco más de dinero y de tranquilidad; pero no le duró mucho, y en cuanto tuvo la oportunidad dejó la empresa no sin antes quedarse, según me ha dicho, con algo de dinero que había sisado. La empresa no puede denunciarle, pero le está buscando; por eso se ha venido a Madrid y se ha escondido en nuestra casa. Esta es la verdad.

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