Vacaciones con papá (13 page)

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Authors: Dora Heldt

BOOK: Vacaciones con papá
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—Y a Christine también se le da bien pintar. El año pasado le echó a Ines una mano cuando reformaba su casa y lo hizo estupendamente. Puede empezar cuando haya terminado con los desayunos. No os preocupéis, ya nos arreglaremos.

Me levanté y fui hacia la puerta. Marleen apartó la mirada de desconcierto de mi satisfecho padre.

—Christine, ¿adónde vas?

—Voy por el arroz con leche. Para Heinz.

Sálvame

—No te has intoxicado.

La voz de Dorothea me despertó a la mañana siguiente. Mantuve los ojos cerrados e intenté pasar por alto las señales de alarma. No se refería a mí; por una parte su voz sonaba demasiado baja a través de la puerta cerrada, por otra no había ningún motivo por el que tuviera que sentirme intoxicada. Luego reconocí la voz de mi padre, que respondió algo que no entendí.

—Heinz, no me marees, anda. Dentro de media hora tenemos que ponernos a pintar el bar… ¿Qué? No, eso me da lo mismo. Tú mira a ver si vas arrancando.

Se oyó un portazo, y me cubrí la cabeza con la colcha. Dorothea y yo éramos amigas desde hacía mucho, compartíamos infinidad de cosas, ¿por qué no iba a ser así con mi padre? En mi opinión, ahora le tocaba a ella. Mi puerta se abrió de sopetón.

—¿Estás despierta? Heinz se está haciendo el muerto. No sé qué dice de intoxicación y de que se está muriendo. ¿Te importaría ir a verlo?

Dorothea se sentó en el borde de mi cama.

—No, quiero recordarlo tal y como era. Y ¿quién lo ha envenenado?

—En caso de duda, tú. —Dorothea profirió un suspiro—. Con el arroz con leche. Lo que pasa es que no tiene ganas de ayudarme a pintar, pero me da lo mismo. Todavía hay que tapar con cinta carrocera las ventanas y el suelo. Primero despide a los muchachos y luego se queda en la cama. No me lo puedo creer. —Se levantó y abrió la puerta—. ¡Heinz! Nos vamos dentro de diez minutos. Aunque tengas que ir sin duchar y sin afeitar. ¡Date prisa! —Volvió a sentarse—. No sé cómo puedes quedarte ahí tan tranquila. Hoy es que me está sacando de quicio.

Le sonreí, la entendía.

—Cariño, a mí me lleva sacando de quicio desde el sábado. Ahora que lo pienso, la verdad es que me lleva sacando de quicio desde hace cuarenta años. Pero se aprende a vivir con ello.

Mi padre salió al pasillo en pijama. Hizo como que tosía y entró en la habitación con las dos manos en el estómago y cara de sufrimiento.

—Hola —saludó en un susurro apenas inteligible—. ¿Y si vuelvo a vomitar? Quizá después me sienta un poco mejor.

—Claro. —Dorothea le dirigió una mirada penetrante—. Todas las veces que quieras, pero espabila.

Él soltó un «ay» y se fue al baño arrastrando los pies. Yo me incorporé y me froté los ojos.

—Espero que no esté mal de verdad.

—Qué va. —Dorothea se puso en pie de nuevo y fue a la terraza—. Y no se te ocurra ir detrás a ponerle la mano en la frente. ¿Qué está haciendo ahí?

—¿Qué? ¿Ha tenido que…? —Salí de la cama de un salto.

—No, no Heinz, el huésped ese de Marleen. Está fotografiando la pensión. Y eso que en la isla hay cosas más interesantes. En fin. ¿Cuándo vas a ir para allá?

Me había unido a ella, y vi que Johann Thiess se dirigía al paseo marítimo. Se metió la cámara en el bolsillo de la chaqueta. Dorothea me observaba.

—Parece un buen tío.

—A Marleen le resulta raro. Porque escribió mal su nombre dos veces en el registro.

—Bah, Marleen… Trabaja demasiado y se divierte demasiado poco. No, seguro que no hay nada raro, tú sigue a lo tuyo. Hay pasatiempos más perversos que fotografiar pensiones. Lo haga por lo que lo haga. Pregúntale cuando cenes con él.

—Eso ha estado a punto de pasar. —Le hice un resumen del café que tomamos el día anterior en el jardín. Dorothea estaba entusiasmada.

—¿Lo ves? Es el vestido negro. Nunca falla. Pues a moverte, Christine. Yo te quito de encima a Heinz y a Marleen y tú entras en acción. Haremos que sea un verano estupendo para las dos.

—Está nublado —anunció mi padre aún en voz queda, aunque ya se había vestido—. Y todavía me siento mal, por si le interesa a alguien.

—Buenos días, papá.

—Aún no te has duchado. Creía que querías pintar.

Puse voz melosa.

—Papá, no quiero pintar,
tengo
que hacerlo, que es muy diferente. Porque echaste a esos dos chicos…

—Santo cielo, otra vez con lo mismo, Dorothea. ¿Qué? ¿Nos vamos? Yo estoy listo.

Por lo visto estaba de pésimo humor. Además de intoxicado.

Cuando llegué a la pensión media hora después, Heinz y Dorothea ya se habían ido al bar. Marleen, que se encontraba en la cocina, me ofreció una taza de café.

—Buenos días. ¿Habéis tenido bronca?

—No. —Removí el café—. Es sólo que Dorothea estaba mosqueada por lo de los chicos a los que echó Heinz, y Heinz está convencido de que lo han envenenado. Probablemente pensara que los enfermos y los niños se librarían, pero le ha salido el tiro por la culata. Y la culpa de todo la tengo yo. Además, hoy operan a mi madre, y eso lo tiene preocupado.

—Podría decirlo.

—Marleen, mi padre es un hombre: prefiere fingirse envenenado a mostrar sus sentimientos. —Apuré el café y dejé la taza en el fregadero—. ¿Te hago falta aquí o me voy a pintar?

—Se van cuatro huéspedes, ocúpate de los desayunos. En el bar aún están poniendo cinta, que es un buen tostón.

—Vale. —Recordé los ojos marrones y se me aceleró el corazón. Ojalá Johann Thiess pudiera cenar al día siguiente—. Después iré a ver lo que hay que hacer.

—¡Yuju! —La señora Weidemann-Zapek llevaba un chaleco de plumas que la hacía parecer un muñeco Michelin—. Ahí está la hija.

Me dirigió una sonrisa radiante mientras llevaba el plato en equilibrio hasta la mesa. La señora Klüppersberg, en esa ocasión vestida con prendas de punto azul, asintió, masticó y tragó.

—¿Qué?, ¿cómo va eso?, como dicen por aquí.

—Bien, gracias. —Sonreí educadamente y retiré aliviada una fuente de queso medio vacía del bufet—. Hay que reponer, y de prisa.

Los tres cuartos de hora siguientes los pasé preparando café, té y cacao, y cada vez que entraba en el comedor miraba la mesa solitaria que había junto a la ventana. Ni rastro de Johann Thiess. Y en breve estaría horas dando una primera mano de pintura a las paredes. Cuando le llevé la tercera tetera a la señora Klüppersberg, su amiga me cogió por el brazo.

—Su padre nos tiene preocupadas, no hemos vuelto a verlo. No pasará nada, ¿verdad?

—Claro que no. Lo he enterrado bajo el cemento, mi infancia no fue muy buena.

Por su reacción me di cuenta de que en lugar de pensar había hablado en voz alta. Las dos mujeres me miraron horrorizadas, y yo me puse a buscar desesperadamente algo que decir. El timbre de la bicicleta de Kalli me salvó.

—Ah, ahí viene Kalli, el amigo de mi padre, pueden preguntarle a él.

Aún desconcertada, la señora Klüppersberg apartó la cortina y vio a Kalli, que bajaba ceremoniosamente de la bici y le ponía el candado.

—Ah. —Frunció la boca y recuperó la compostura—. Mira, Mechthild, si es el señor con el que nos cruzamos ayer por la tarde. El que nos saludó tan amablemente.

Mechthild Weidemann-Zapek se inclinó sobre la mesa, el pecho rozando un instante el atestado plato.

—Sí, es él. Muy simpático. —Se enderezó y me dirigió una mirada reprobadora—. Ya nos presentamos nosotras. Gracias, no necesitamos nada más.

Del chaleco se le cayó un trocito de embutido.

Cuando Gesa entró en la cocina para decirme que podía ocuparse del comedor y yo podía irme a pintar cuando quisiera, Johann Thiess aún no se había presentado. Y eso que yo contaba con que lo hiciera.

—Vete tranquilamente. —Gesa se sirvió un café y se apoyó en la nevera—. Casi todos los huéspedes han terminado, del resto me encargo yo.

Sin embargo, a mí ese resto me acelera el corazón, pensé, y tiré la bayeta a la pila con frustración. Gesa lo entendió mal.

—A mí tampoco me haría gracia pintar. Lo que te pasa es que no sabes manejar a tu padre. —Se rió—. Marleen me lo ha contado. Así que Heinz es rarito.

—Muy graciosa, Gesa, espero que tu padre te pille fumando. Me voy. Por cierto, las dos Gracias han vuelto a poner la mesa perdida. Que te diviertas. Y no me pongas esa sonrisa tan tonta, tú ocúpate de tus padres.

Salí de la cocina con la espalda bien recta y soltando tacos por dentro y, ya en el patio, vi que Kalli corría peligro. Se encontraba entre la señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg con cara de desesperación, las dos hablándole a voz en grito. Yo ni siquiera aminoré la marcha, a fin de cuentas era un hombre hecho y derecho. Su voz sonó lastimera.

—Christine, hola. Espera, voy contigo.

Kalli dejó allí plantadas a las dos mujeres y se acercó a mí.

—Socorro. ¿Qué ha sido eso? —musitó, y me cogió del brazo en busca de protección.

Echamos a andar despacio, y yo sentí unas miradas que me atravesaban la espalda.

—Eso, Kalli, han sido las mayores fans de mi padre. El muñeco Michelin se llama Mechthild Weidemann-Zapek, y la visión azul es la señora Klüppersberg, por desgracia no sé su nombre de pila.

—Hannelore. Se llama Hannelore Klüppersberg, pero quiere que la llame Hanne. ¿Desde cuándo las conoce Heinz? ¿Sabe algo de esto tu madre? Y ¿qué es esa historia del cemento?

—Conocieron a Heinz en el ferry, todo esto es muy reciente. No hace falta que preocupemos a mi madre. Lo del cemento ya te lo contaré tranquilamente, puede que necesite tu ayuda.

Inquieto, Kalli sacudió la cabeza.

—Cuenta con ella. Este Heinz sigue teniendo tirón con las mujeres. Como antes. Pero cuando la cosa se complicaba, él siempre escurría el bulto. Y yo tenía que llevar a las señoras a casa, no estaba bien. Y eso sí que ahora ya no me apetece, soy demasiado viejo.

—Pues dile algo. —Abrí la puerta y vi a mi padre sentado en una caja puesta del revés con cara de pena—. Ahí está el valiente. Déjaselo bien claro.

Nos detuvimos ante la caja y lo miramos. Heinz levantó la cabeza, y Kalli se arrodilló.

—¿Qué?

—¿Qué? —Mi padre movía la mano, en la que aún tenía restos de cinta—. Odio que se me quede pegada en los dedos. —La sacudió con más fuerza—. Es asqueroso.

—Heinz, acabo de conocer a dos señoras en el patio que…

—Kalli, por favor. Tienes setenta y cuatro años y estás casado. Además, ahora no tengo tiempo de escuchar tu vida amorosa. Y no quiero hablar de esas cosas delante de las chicas.

Kalli se puso rojo.

—Pero Heinz…

Mi padre le dirigió una mirada de reproche.

—Kalli, ahora no. Ya hablaremos más tarde.

Dorothea se había acercado, muerta de curiosidad.

—¿Qué es eso de la vida amorosa de Kalli?

—¡Lo ves! —Mi padre estaba tan indignado que se levantó de un salto—. Digo yo que se puede ser más discreto. Nada, Dorothea, Kalli no tiene vida amorosa, tiene setenta y cuatro años. ¿Qué?, ¿seguimos?

Dorothea echó un vistazo a la habitación.

—Eso espero. Todavía no has terminado con la cinta, aún falta ese rincón de ahí delante. Kalli y Christine, podéis empezar por el fondo, allí tenéis la pintura.

Mi padre se sentó de nuevo y siguió quitándose la cinta de los dedos.

—Es que no hay quien la despegue. Ya no tengo ganas de nada. Pero vosotros podríais hacer un esfuerzo: si pintáis como es debido, no hará falta taparlo todo.

—¡Heinz! Tú despediste a los dos chicos, así que ahora, a poner cinta. No pienso discutir más; además, me voy al ferry ahora mismo a buscar a Nils. Que te diviertas.

Heinz esperó a que se hubiese ido del bar.

—Christine, no me gusta el tono de tu amiga Dorothea. Me habla como si fuera su lacayo.

—Papá, haberlo pensado antes…

—¿Sabéis qué? —Tomó impulso y lanzó la cinta al otro lado de la habitación—. Que os zurzan a todos. Y ahora me voy a comprar el periódico, hombre. Ni se os ocurra impedírmelo.

Salió dando un portazo. Onno, algo inestable en la escalera, se frotó el brazo allí donde le dio el rollo de cinta.

—Madre, ¿qué mosca le ha picado?

—Ni idea. —Kalli parecía desesperado—. Yo no he dicho ni pío. Ni siquiera sabía que estaba de tan mal humor. Y ¿qué hago yo ahora?

—Pintar, Kalli, ya se tranquilizará papá. A mi madre la operan hoy de la rodilla, probablemente por eso esté de tan mal humor.

Onno se bajó de la escalera.

—La gente no se muere de eso. Y, además, lo paga todo el seguro, ¿no? En fin, voy a poner algo de música.

Encendió una radio portátil y buscó una emisora. En cuanto Karel Gott se puso a cantar
Babutschka
, Onno se subió a la escalera de nuevo, silbando, y se centró en la luz del techo. Kalli se agachó a coger la cinta.

—¿Sabes qué? Creo que terminaré de poner la cinta yo. La verdad es que es una jugarreta tener que andar con esto siendo alérgico.

—Papá no es alérgico, es sólo que no le apetece.

—Da lo mismo. Lo haré en un pispás. Que él se ocupe de otra cosa después, aquí hay trabajo para dar y regalar.

Mi padre se salía con la suya incluso estando de ese humor de perros, yo no podía entenderlo. Me planté delante de la pared y me entraron ganas de darle una patada. Con eso no cambiaría nada, así que destapé la pintura y hundí el rodillo en la pasta roja oscura con resolución.

Yo había pintado ya casi la mitad de la pared y Kalli lo había recubierto todo de cinta y pintado los cantos cuando la puerta se abrió y mi padre anunció con voz de ultratumba:

—Y encima pierde el HSV. Uno a tres, cuatro tarjetas amarillas, una roja y Mehdi ha sufrido un desgarro muscular. Anda, que vaya unas vacaciones.

Kalli lo miró compasivo.

—Lo siento, pero ya vendrán tiempos mejores. ¿Qué tal jugó el Dortmund? ¿Y el Werder?

—Ni idea. —Mi padre se sentó de nuevo en la caja puesta del revés—. Que cada cual se ocupe de su club.

Seguí pintando concentrada, seguro que mi padre se sabía los resultados. El aire fresco no había servido de nada.

—Christine, ¿ha llamado alguien?

—No.

—Pero ya es mediodía.

—Lo sé. Pero no ha llamado nadie.

Miré hacia la ventana y vi que Dorothea estaba aparcando.

—Ha llegado la jefa con el interiorista, así que será mejor que te levantes. No vaya a pensar que te has pasado la mañana entera en esa caja.

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