Vacaciones con papá (14 page)

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Authors: Dora Heldt

BOOK: Vacaciones con papá
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—Qué bobada. Y, además, a mí ese hippy no tiene que decirme nada.

Pese a todo, mi padre se levantó de prisa y miró por la ventana justo cuando Nils le daba un beso a Dorothea. Heinz contuvo el aliento.

—¿Qué ha sido eso? ¿Tú lo has visto? Kalli, Onno, el tal Nils anda besuqueando a Dorothea. Qué poca vergüenza, no me lo puedo creer. Christine, ¡haz algo!

—Papá, por favor, no seas desagradable.

—Heinz, son jóvenes. —Otto bajó dos peldaños para echar un vistazo fuera.

Kalli se puso de puntillas.

—Hacen una buena pareja, él tan rubio y ella tan morena.

Mi padre dio un paso atrás y les soltó a ambos en tono imperioso:

—No os quedéis ahí mirando como dos pasmarotes. Vaya dos cotillas, es tremendo. Con lo que hay que hacer aquí. —Le cogió el destornillador eléctrico a Onno y lo puso en marcha un instante—. Bueno, ¿dónde van esos listones?

Dorothea le sujetó la puerta a Nils, que iba cargado de cajas y bolsas y no tenía ninguna mano libre.

—Hora de comer. Vaya, ya veo que aquí se trabaja en serio. —Dejó con cuidado las cajas y echó un vistazo—. ¿Y Jan y Lars?

—Ya te lo explico luego, amigo mío. —Dorothea apartó a Nils—. Sí habéis avanzado, sí. Y con todo bien tapadito. ¿Lo ves, Heinz? Esto es otra cosa.

Kalli se miró la punta de los zapatos y mi padre miró a Dorothea.

—A mí no tienes que decirme lo que es o no es. O lo que hay que hacer. Me encargo yo, mi prestigio no se verá menoscabado.

—Papá, por favor.

Dorothea, perpleja, me miró a mí y luego miró a mi padre.

—¿Me he perdido algo?

Mi padre sostenía el destornillador de Onno como si fuera un revólver, lo encendió y lo hizo sonar en el aire.

—Bueno, ¿dónde van esos listones de ahí?

—Papá, apaga ese chisme.

Yo observaba con escepticismo las maniobras de mi malhumorado padre con el destornillador de Onno.

—Déjame —repuso él, enfadado.

Después retrocedió un paso y se dio con la escalera. Onno perdió el equilibrio y se apoyó en el último momento en el hombro de mi padre, la escalera aguantó, el destornillador se cayó y enmudeció en el acto. Y se partió en tres.

Tras un momento de silencio, Kalli dijo en voz queda:

—Probablemente se haya estropeado.

Onno bajó despacio y se agachó delante.

—Ni siquiera tenía seis meses.

Todos miramos a mi padre, que juntó las piezas con cuidado con el pie.

—Eso pasa por estar siempre en medio con la escalera, Onno. Menos mal que me he traído el mío. Está cargado e intacto en la pensión. Christine, ve a buscarlo.

Abrí la boca, y él añadió: «Por favor.»

—Y de paso pregunta si ha llamado alguien.

Dorothea recogió las piezas del destornillador.

—¿Quién tiene que llamar?

—Ines. Por lo de mi madre.

—Es verdad, que la operaban hoy. Pero seguro que te llama a ti o llama a tu padre al móvil.

—Ya.

—Imposible. —Mi padre hizo un gesto impaciente—. He apagado los móviles, no quiero exponerme a tanta radiación.

Me quedé estupefacta.

—¿Me has apagado el móvil? ¿Y esperas una llamada? Dime…

—Se ponen malas las orejas, lo he leído en el periódico, y no quiero correr el riesgo. No pienso sentarme en una habitación donde haya móviles encendidos, no estoy tan loco.

Furiosa, buscaba una respuesta cuando la puerta volvió a abrirse. Y pasó justo lo que faltaba.

—Hola, hola, queríamos ver lo que hacen estos trabajadores tan aplicados.

Menos mal que ni la señora Weidemann-Zapek ni la señora Klüppersberg se habían puesto un mono azul. Kalli se quedó horrorizado, y mi padre lo miró en el acto con severidad. El primero en reaccionar fue Onno.

—Buenos días. Está cerrado, por reformas.

Las señoras soltaron una risita y se dieron unos golpecitos mutuos.

—Qué encanto. Pensamos que quizá podríamos secuestrar a uno de los señores para hacer un descansito.

La mirada amenazadora de Dorothea descansó en mi padre, que sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—Ya basta, esto no es un sitio de contactos. Kalli, hay que seguir trabajando, nada de descansos, la faena es la faena, y esto va para todo el mundo. Señoras, estoy seguro de que nos veremos, la isla no es tan grande. Christine, mi destornillador, por favor.

Me ahorré la salida ofendida de las señoras y un ataque de risa, cogí el móvil de la repisa de la ventana y salí antes que ellas.

Encendí el móvil e introduje el PIN mientras me dirigía despacio a casa. Segundos después empezó a sonar, lo cogí y a punto estuve de chocarme con Johann Thiess.

«Buzón de voz T-Mobile. Tiene cinco mensajes nuevos, para escuchar sus mensajes, pulse 1.»

Nos vimos frente a frente, los dos con el móvil pegado a la oreja, los dos espantados. Lo oí decir en voz baja:

—Escucha, tengo que dejarte, te llamo más tarde, ¿de acuerdo?

Su voz era dulce, cálida y afectuosa. No creo que hablara con el taller mecánico.

Pulsé 1.

«Hoy ha recibido una llamada sin mensaje. Llamada recibida a las 10 horas, 30 minutos desde el número 0171… Si desea responder con una llamada, pulse 7.»

No lo deseaba. Johann se detuvo y me miró con aire pensativo.

«Hoy ha recibido una llamada sin mensaje. Llamada recibida a las 10 horas, 45 minutos desde el número 0171… Si desea responder con una llamada, pulse 7.»

No. Siguiente. El móvil de Johann sonó.

—¿Sí?… Hola, cuqui.

Tenía unos ojos tan dulces… ¿Cuqui?…

—No, ahora no puedo. … No, todavía no hay nada concreto. … Escucha, te llamo luego. Adiós, adiós.

Por lo visto, lo de la voz sexy por teléfono era algo innato. Yo miraba con indiferencia.

«Tiene un mensaje nuevo. Mensaje recibido a las 11 horas, 10 minutos. (Pitido.) “No para de saltarme el puñetero buzón de voz. No lo entiendo.” (Pitido.) Si desea responder con una llamada, pulse 7.»

Pulsé 7 esperando oír a mi hermana, pero en su lugar oí de nuevo una voz informatizada: «El teléfono al que llama está ocupado.» Colgué.

—Odio el buzón de voz.

Johann Thiess me sonrió y asintió.

—Yo lo he desactivado. O estoy disponible o que me vuelvan a llamar.

Las cuquis de este mundo, me piqué.

El buzón me saltó de nuevo.

«Tiene un mensaje nuevo. Mensaje recibido a las 11 horas, 30 minutos. (Pitido.) “Hola, soy Ines, ¿por qué tenéis los móviles apagados? Me estoy volviendo loca llamando. Bueno, da lo mismo. Mamá ha salido bien de la operación, ya está en planta. He hablado con el médico y lo he visto satisfecho. Y no estaría de más que encendierais un teléfono, no tengo ganas de seguir probando. Hasta luego.” (Pitido.) Si desea…» Colgué.

—¿Y bien? —Los ojos marrones de Johann se me volvieron a clavar en el corazón—. ¿Problemas?

—A mi cuqui…, a mi madre la han…

Volvió a sonar el teléfono, de nuevo el maldito buzón.

«Tiene un mensaje nuevo. Mensaje recibido a las 11 horas, 40 minutos. (Pitido.) “Soy yo otra vez. No me llames hasta dentro de una hora, voy a apagar el móvil porque voy a la habitación con mamá. Aún está bastante cansada, hablamos esta tarde, para que papá pueda hablar también con ella. Hasta luego.” No hay más mensajes. Para salir…»

Me metí el teléfono en el bolsillo del pantalón. Johann seguía mirándome, expectante.

—No, no hay ningún problema, ya ha terminado todo. ¿Qué vas a hacer?

Él se encogió de hombros.

—Pensaba coger una bicicleta e ir a la playa. ¿Quieres venir?

Dos personas con poca ropa, arena caliente, piel suave, mar salado, unas gaviotas, sus ojos marrones… Alejé las imágenes de mi cabeza y busqué algo que decir que, a pesar de lo de «cuqui», sonara amable pero distante. Mi padre dio con ello:

—¡Christiiiiine! —Sacó la cabeza por la ventana del bar—. ¿Por qué tardas tanto? Así no podemos avanzar.

—Ya voy. —Sonreí a Johann—. En fin, lo siento, como ves, tengo que irme. Tal vez en otro momento.

Él revolvió los ojos, pero sonriendo.

—Para quedar contigo probablemente haga falta una acción más enérgica, ¿no? A ver, lo haremos espontáneo. Tú me das tu teléfono y yo te llamo. Hasta que lo consigamos. ¿Qué te parece?

Yo tenía el corazón desbocado.

—¡Christiiiiine!

—Sí, papá, un momento. —Respiré profundamente y le di mi número a Johann. Estaba dispuesta a olvidar a cuqui si al menos podíamos tomarnos una cerveza cuando fuera.

Cuando salí de la casa con el destornillador, lo vi por detrás. Iba en bicicleta en dirección a la playa. Hablando por teléfono.

Mi humor no mejoró cuando mi padre me quitó el destornillador y me dijo:

—¿Con quién andabas cotorreando otra vez?

—No cotorreaba con nadie —respondí, ofendida.

—Sí que lo hacías, lo he visto. Con ese huésped raro que llegó ayer.

Kalli me hizo una seña con la cabeza para tranquilizarme.

—¿Por qué es raro?

—¡Por el amor de Dios! —resopló mi padre—. Como si no conociéramos a los hombres que viajan solos. Ése seguro que quiere pescar a una mujer aquí y en casa tiene a cuatro hijos llorones.

Dorothea lo oyó.

—Y ¿tú cómo sabes que tiene cuatro hijos?

—Puede que sólo sean tres, o dos o uno, o incluso ninguno, lo mismo da. A Marleen tampoco le hace gracia, oí cómo se lo decía a Gesa. Y mira mal.

Era la gota que colmaba el vaso.

—Tú a veces desvarías. Que mira mal, ¿qué se supone que significa eso?

—Que mira mal, con esos ojos marrones ya se sabe. Y, por cierto, jovencita, no me hables en ese tono.

Dorothea soltó una risita, Nils sonrió, Kalli se miró los zapatos, Onno se puso a cantar
Rote Rosen, rote Lippen, roter Wein
, «Rosas rojas, labios rojos, vino tinto», y ninguno salió en mi ayuda. Yo estaba que trinaba y, pese a todo, no me atreví a cometer parricidio delante de testigos. Preferí lanzarle una mirada larga y ponzoñosa y volví con mi pared.

—Y no creas que no he visto que revolvías los ojos, Christine Schmidt. Ya hablaremos de eso. Ahora voy a ponerme algo más ligero. Tengo calor.

Dio un portazo.

Yo tiré el rodillo en el cubo de la pintura y me volví hacia aquel grupo de cobardes.

—Muchas gracias. Espero que hagáis lo mismo cuando lo estrangule con la cinta de carrocero.

Nils miró la pintura y después me sonrió.

—Te traeré otro rodillo, ése ya no sirve. Tengo otro en el coche.

Dorothea mezclaba colores.

—Yo es que no puedo decir nada de las relaciones padre-hija. Es una cuestión extremadamente compleja, a los terapeutas les lleva años. Señorita. —Se rió tontamente de su propia gracia.

Kalli fue el único que se compadeció.

—Mira, yo creo que los padres a veces son raros. Yo también soy padre. Cuanto mayor seas, más lo entenderás.

—Muchas gracias, Kalli. Y ahora me voy a echar un cigarro. Y me da lo mismo que te chives.

Por si acaso, me fui a la trasera de la casa; tampoco tenía por qué ponerme a tiro. El sol me daba en la cara, me imaginé a Johann Thiess en la playa y me paré a pensar cómo podía encontrármelo. Por más vueltas que le daba no entendía qué le pasaba a Marleen; en el caso de mi padre no eran más que prejuicios. De mi ex marido, que acabó cayéndole bien, le llamaron la atención las manos: «Menudas manazas. Ya puedes tener cuidado. Con esas garras se mata a gente. Para un cuello le basta con una mano.»

Mi madre rara vez se tomaba en serio sus historias. Las últimas Navidades que pasamos juntos le regaló a su yerno unos guantes, y eran de la misma talla que los de mi padre.

¡Mi madre! Todavía no le había dicho nada a mi padre, seguro que seguía preocupado. Aunque también podría haberme preguntado amablemente con quién hablaba por teléfono, en lugar de criticarme. La culpa era suya.

Cuando regresé al bar, mi padre volvía a estar en la caja del revés, con el rostro enterrado en las manos. Onno, Kalli, Nils y Dorothea lo rodeaban, con las caras serias. Mi padre levantó la cabeza. Tenía una palidez cadavérica y me miraba con desesperación.

—Ay, Christine. Tenemos que irnos ahora mismo.

—¿Qué pasa?

—Yo os llevo. —Dorothea se inclinó y le apretó el brazo con suavidad. Luego se volvió hacia mí—. Tal vez suene peor de lo que es.

Yo no entendía ni papa.

—¿Podrías explicarme qué está pasando aquí?

Kalli y Onno se llevaron el índice a los labios a la vez.

—Su mujer —susurró Onno.

—¿Qué? ¿Qué tal si hacemos frases enteras? Su mujer, dicho sea de paso, es mi madre.

Mi padre sacudió despacio la cabeza gacha.

Yo subí la voz.

—Dorothea, dime ahora mismo qué ha pasado.

—Heinz acaba de llamar al hospital.

Mi padre volvió a alzar la cabeza.

—Debe de haber pasado algo malo. Tan malo que ni siquiera nos lo pueden decir.

Me entró el pánico.

—¿Y eso? ¿Has hablado con Ines?

—¿Con Ines? No, ¿por qué? Con el hospital.

—Ya, ¿y?

Mi padre se restregó los ojos.

—Han dicho que no pueden facilitarme información por teléfono.

Poco a poco lo fui entendiendo todo; me agaché delante de él.

—¿Has llamado a la centralita del hospital y les has preguntado cómo está mamá? Y ¿no te han dicho nada?

—Exactamente.

—Y ¿has pedido que te pasaran con la planta?

—No sé cuál es la planta.

—Y ¿no has llamado a Ines?

—No me sé su número de memoria. Pero los del hospital sonaban muy raro, con eso de que no podían decir nada. Rarísimo.

Me levanté y respiré profundamente, aliviada.

—Papá, no tienes por qué preocuparte, todo ha ido bien. Ha llamado Ines, la operación ha salido bien, pero a las once mamá estaba cansada, aunque ya la habían llevado a la habitación, así que puedes llamarla a eso de las tres.

Mi padre me miró con escepticismo.

—Lo dices para que me tranquilice. ¿Cómo es que Ines está más enterada que la gente del hospital?

—Porque Ines ha hablado con el médico y ha visto a mamá. A ti se te pondría un conserje al teléfono.

—No, ha sido una mujer, seguro que era médica o algo por el estilo. Y, si todo ha ido bien, ¿por qué no ha llamado Ines?

—Sí que ha llamado, te lo acabo de decir. Me dejó varios mensajes en el buzón de voz porque tú apagaste los teléfonos.

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