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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (7 page)

BOOK: Una tienda en París
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La estancia se congeló como si hubiera llegado el invierno de repente. Aquel edificio antiguo de paredes gruesas, escaleras, muebles anclados a la pared, tresillos tapizados de seda, cristalerías ordenadas como ejércitos y alfombras pesadas se convirtió en un sepulcro. Sobre el escritorio, la copa de coñac de mi tía. Ella de pie, amortajada de cólera. Yo, frente a ella, nívea tras vomitar mi ansiedad. Impasibles las dos como dos esculturas de jardín, enfrentadas y sin nada que ver una con la otra. Sin embargo, había un hilo del que ella necesitó tirar para ganar aquella batalla. Cogió aire para tumbar las paredes de aquel edificio y aflojó, fría:

—Tu Laurent murió.

Lo soltó como quien cierra el ataúd en un golpe violento para que no haya manera de despedirse. La saña en su voz al decir las tres palabras fue masticada con todo el rencor del mundo. No hubo posibilidad de reaccionar a su hachazo. Ni tampoco tuve posibilidad de respirar porque ella siguió ahogándome con su voz.

—Tu Laurent estuvo enviando cartas durante varias semanas, cartas que guardé para que intentaras olvidarle. Ni te convenía, ni era el momento para una relación en plenos estudios. Las estuve guardando todas. Todas. Pero no las busques, ya no están. La última que recibí fue de su padre. Había tenido un accidente de moto. Un accidente en el que murió. Se mató. Ya lo sabes. Está muerto. Las dos nos ahorramos un problema.

CAPÍTULO 7

Subí el volumen de la música y me puse a andar por la casa perseguida por mí misma. La canción de Françoise Hardy inundó cada rincón y fue aliviando poco a poco la tensión en la que me había sumergido voluntaria o involuntariamente. Olvidar Madrid. Dejar la Fundación. Romper. Salir de este ático. Programar el riego para siempre. Buscar un lugar. Dejar de vagar por mi calle. Dejarse llevar. La música me acompañaba para soltar miedos. Para soltar lastre. ¿Dónde voy? Sola. Qué haré. Ahora no es el momento. Estás instalada aquí. Madrid es tu ciudad. La Fundación te necesita. Tus padres depositaron en ti la responsabilidad de llevar a término el proyecto. Mi casa. Mi lugar. Los acordes de la música se colaban por cada rincón de la casa. Yo estaba descontrolada, caminando por el pasillo, girando hacia las habitaciones, encendiendo y apagando las luces como si necesitara encender toda una central eléctrica que me sacara de allí. La corriente de aire se colaba todavía por la cristalera de la cocina moviendo las flores que había puesto en la mesita de la entrada y que extrañamente seguían vivas desde hacía semanas. Me inquietó verlas tan frescas.

Me fui a la cocina para beber un vaso enorme de agua fría y me quedé atrapada en la voz de la canción que irradiaba todo de energía reverdecida. Mi cabeza no estaba embotada, estaba desafiándome por primera vez a mí misma y no sentía ningún latido de misericordia ni arrepentimiento. Pasé al despacho y miré el cartel. Estiré el brazo como queriendo tocar las letras desde la puerta, dibujándolas en el aire,
A-L-I-C-E
, en un intento de romper el siglo que nos separaba a Alice y a mí.

—Creo que tenemos algo en común —dije sin darme cuenta en voz alta.

La música del salón paró. La presencia se hacía evidente. Tragué saliva.

Di unos pasos caminando de espaldas, encendí un cigarrillo y me fui a mi habitación. Cerré la puerta y dejé correr el agua de la bañera. Me hacía falta un baño caliente para buscar algunas respuestas a todo aquello que me estaba rondado por la cabeza. No era un deseo morboso de que apareciera alguien allí. Un fantasma. En absoluto. Tampoco me atraía la idea de que aquello se convirtiera en normal porque no lo era. Tenía el extraño sentimiento de que en el París de Alice Humbert se encontraba mi lugar, de que allí todo iba a ser distinto para bien, de un modo feliz. Fue en ese momento cuando sucedió algo asombroso. Cuando estaba desnudándome para meterme en el agua, un estruendo seco se oyó al final del pasillo.

«Ya está… La señal».

El ruido brusco vino acompañado de un golpeteo de pequeñas cosas que se caían en cascada. Con el corazón en un puño avancé en dirección a la zona donde se había originado el golpe, acercándome al despacho con una sensación tan amenazante como atractiva. No tuve sensación de riesgo, pero…

Un escalofrío me recorrió la espalda. La música había empezado a sonar otra vez. «Alice», murmuré. No obtuve respuesta. O sí.

Al encender la luz del despacho vi que el cartel se había desplomado de la pared y había tirado varios botes de lapiceros y pinturas al suelo. La música invadía el espacio imponiendo sus sensaciones en lo más hondo de mí. Me agaché a recoger el cartel, que se había roto en parte. En la tabla, por la parte trasera, se había descolocado un trozo de madera más nueva que servía de protección al viejo bastidor descubriendo así el tono original de detrás. Se podía leer claramente escrito a mano:

10, rue du Pont Louis-Philippe. París.

Traté de adoptar un aire de seguridad, cuando en realidad me sentía lanzada a un universo completamente extraño para mí. Sin embargo, estaba tranquila, dispuesta al caos o al infinito.

CAPÍTULO 8

—¿Recuerda cuando le hablé de mi aversión al blanco y negro?

Los ojos del viejo pintor se giraron pausadamente hacia la ventana oeste donde estaba poniéndose el sol entre los tejados de Madrid. Era evidente que incluso para él, pintor y profesor de pintura a ratos, aquello no suponía ninguna sorpresa.

—Usted no quiere hablar del blanco y negro. Usted se ha quedado al final de la clase para hablar de otra cosa. Puede estar tranquila, aquí hablamos de pintura o de la vida, si es necesario. Pero sepa que me manejo mejor en la pintura…

Me costó arrancar, sumida como estaba en mis pensamientos.

—Digamos entonces que estoy cansada del color negro. Que ya no puedo más, que llevo mucho tiempo instalada en ese color, que tengo ganas de saber cómo son los colores, de dónde vienen, cómo usarlos, llenar… mi lienzo de color.

—No hace falta que diga lienzo, puede decir «vida» si quiere.

En ese momento sonreí y miles de mariposas empezaron a hacerme aleteos en el estómago.

—He decidido irme a París.

El viejo pintor me miró a la cara y por primera vez el estropeado gris de sus ojos me pareció azul.

Fiel a su costumbre, el viejo pintor daba vueltas lentamente a uno de los pinceles entre sus dedos.

—Nosotros los hombres, hablo en general, somos seres que vivimos paralizados por el miedo. Esa es la principal barrera que nos impide ser felices. Tengo 83 años, mi despertador suena a las siete de la mañana, muy pronto porque quiero que el día sea largo, ya habrá tiempo de dormir. Siento la necesidad de levantarme por las mañanas para ver de qué color está hoy el cielo, azul lino claro, ceniza, cerúleo o provenzal; necesito tomarme un café caliente recién hecho y saborear mi mermelada de melocotón sobre una tostada que yo preparo y sentir que se deshace en mi paladar como si fuera la primera vez que la como; cuando me ducho, con el cuidado que imagina por mi edad, experimento cómo se van por el desagüe todos esos pensamientos negativos que se nos pegan a la piel y me lleno de agua nueva; camino por las calles mirando las cornisas porque muchas veces descubro algún elemento nuevo, incluso perfecto para ser pintado, hoy mismo me fijé en las lagartijas que recorren la fachada de un edificio de Mejía Lequerica, y ¿sabe qué?… Bueno, deberá comprobarlo usted, son verdes, ¿qué tipo de verde? Para eso deberá ir a verlo y buscar en la carta cromática de Charvin. Me gusta hacer una siesta breve, muy breve, por el único placer de tener otro amanecer en el mismo día, volver a tomarme otro café y venirme paseando hasta esta cúpula desde donde tengo la mejor vista de Madrid. Y cuando empiezo a pintar un lienzo vuelvo a tener los nervios del cuadro anterior, y creo que no voy a ser capaz con la perspectiva, que el enjambre de edificios parecerá una masa uniforme y no un precioso puzle de ventanas, tejados, aceras y portales.

Hizo una pausa. Un silencio denso mientras giraba otra vez el pincel entre sus dedos.

—Está pensando que todo lo hago como si fuera la última vez porque tengo muchos años. Y se equivoca, Teresa, se equivoca. Lo hago como si fuera la primera vez porque quiero seguir manteniendo viva la capacidad de sorpresa. Hace mucho me preguntaron en una exposición por qué mantenía una atmósfera en mis cuadros tan perfeccionista y a la vez tan infantil, ya ve, ¡infantil! Y les dije que quería seguir siendo niño hasta que me sorprendiera la vejez. ¿Se lo repito? Quiero ser niño hasta que llegue la vejez. Cuando ya no tenemos ganas de evolucionar, empezamos a morir lentamente. Se nos escapa el niño. Usted ve a un viejo, yo sigo siendo un crío. Solo he cambiado la carcasa.

Me observó con una mirada penetrante mientras yo me hacía pequeña frente a él.

—Usted, ¿qué quiere? ¿Color?

—Sí —balbuceé.

—Y bien… ¿Qué se lo impide? —preguntó con voz meliflua—. Los únicos límites que uno tiene son aquellos que uno se impone a sí mismo. ¿Quiere que le repita mi edad?

Yo alcé la mirada hacia uno de los ventanales. Se veía todo Madrid atardeciendo: giré a mi derecha, la luz anaranjada estaba brillando en las azoteas, me volví a mi izquierda, donde los árboles del Retiro parecían moverse en masa por el reflejo del sol de media tarde. Imaginé que detrás de mí el crepúsculo también empezaba a asomarse. Era el ocaso de un día, pero sentí que era también el de una época. Nada me retenía, me había deshecho de una parte de mi lastre, el viejo pintor cortó el último amarre inútil.

—Nadie va a caminar por usted. Deje de dar rodeos a su vida y trepe allí donde quiera subir. Teresa…, ¡márchese! ¡Vuele!

CAPÍTULO 9

El taxi me dejó en la esquina de la rue de l’Hôtel de Ville junto a una vieja tienda de licores ahora transformada en
brasserie
, coincidía con mi fecha de nacimiento, me hizo gracia. «¡Qué cosas!», me dije. Miré por enésima vez mi papel: 10, rue du Pont Louis-Philippe. Presentí que en ese mismo momento estaba empezando todo. Bajé con mi maleta, el cartel empaquetado en cartones y un abrigo de paño verde con el que había decidido colorear mi vida a partir de ese momento. Miré alrededor y vi que la calle de la anotación era justo la que se abría frente al puente de Louis-Philippe. Caminé por el bordillo de la acera en un ejercicio absurdo de funambulismo nervioso como a él le gustaba y a punto estuve de salpicarme con el agua que escupen las alcantarillas de París. Absorbida por la esencia de una ciudad en la que con solo pisar los adoquines la hacen a una inmensamente feliz.

Allí estaba. Feliz. Puedo repetirlo: enormemente feliz y confiada. Extraño porque la bienvenida fue espantosa, desde la agencia inmobiliaria me habían pedido mil y un papeles que estuvieron a punto de hacerme desistir de mi empresa. Papeles, papeles, papeles, papeles, avales, más avales, cuentas corrientes, cheques… y ese fondo de indiferencia gestora que acaba matando la ilusión. Pero, a pesar de todo, no me derrumbaba por un mal gesto de una oficinista burócrata, los he recibido desde niña de todos los colores en casa.

La propiedad que había decidido comprar no tenía nombre. Prácticamente ninguna tienda de alrededor —menos esa, la mía— estaba deshabitada, no estaba muy estropeada exteriormente y se podía comparar con la típica postal del viejo París de Atget. Construida en madera toda la fachada de la tienda, puerta central y escaparates de cristales cuadrados a los dos lados, rotos en su mayoría y ennegrecidos el resto, y sobre ella cinco pisos de edificación que terminaba en buhardillas apenas visibles desde la calle. Mi nuevo negocio estaba entre una selecta papelería que llamaba la atención y una tienda de litografías y enmarcados muy refinada. En la puerta estaba esperándome la borde de Sophie Charagnac, de la agencia con la que había cerrado el contrato, con las llaves en la mano y una sonrisa de oreja a oreja, excesiva, como si se desprendiera por fin de ese inmueble que yo compraba. Hubo un intercambio de saludos. Y yo, con la cara velada por todo lo que me apetecía decirle, quise reaccionar y mostrarme alegre.

—¿Thérèse? ¿Es usted?

—Sí, soy yo. Teresa Espinosa. Encantada.

—Encantada —repitió marcando la ce a la española y separando las sílabas como un dictado—. Por fin ha llegado el día. Después de tanto
mail
y tanta foto es el momento de verlo. ¿Ha tenido buen viaje?

Sacó dos llaves marcadas de rojo y las metió en una anilla para entregármelas.

—¿Quiere abrir usted? Digamos que ya estamos en su preciosa «tienda», es suya —me dijo alargando la mano y esforzándose en ser tan simpática como ceros valía mi nuevo local—. Creo que ha hecho una buena compra, es un lugar ideal, esta es una calle —me explicó— bellísima, tranquila como puede ver, luminosa y todos los comercios son… bueno, tendrá tiempo de verlos. Maravillosos. Es un lugar muy especial de París.

—Lo sé. Estoy muy ilusionada. Aunque no lo parezca, estoy algo cansada.

—La entiendo —dijo como coletilla.

Era imposible que me comprendiera. Ella estaba cerrando un negocio con prisas, yo estaba abriendo mi vida de par en par con la calma de la felicidad. Mi mirada ansiosa iba de la puerta de la tienda a los cristales del escaparate, intentando adivinar algo nerviosa el interior. Sophie Charagnac buscó su móvil, que vibraba chirriando en su bolso Vuitton entrechocando con todo y me evitó seguir con la conversación.

—Un momento, tome —yo me quedé con las llaves en la mano.

—¿Sí? Ya estoy, estoy en la puerta, acaba de llegar. Ahora mismo iré… Bien, bien, en metro llegaré antes, no te preocupes… Lo sé perfectamente, es en la otra punta de París y… dame media hora.

Debí hacer como que no estaba escuchando, pero me anticipé.

—No hay problema —le hice señas con las manos para que se desentendiera por completo de mí—. Ya está todo. Me quedo con las llaves, si hay algún problema la llamo.

—¿De verdad? —sin soltar el teléfono—. Si quiere le explico dentro…

—No, váyase. Todo bien. Muchísimas gracias.

—Gracias, adiós. Disfrute de…

—… mi tienda en París.

Empujé la llave y contuve la respiración. La imagen de aquella niña que se deslizaba feliz por la barandilla de mármol de la Fundación cruzó rápidamente por mi cabeza. «Volver a empezar. Romper la hoja. Vuele». Había llegado el momento.

La sala era simple y anticuada, saltaba de inmediato a la vista que la habían limpiado para la venta, a pesar de que flotaba en el aire un intenso olor a cerrado. El interior estaba conformado por una amplia habitación igual de amplia que la fachada, toda una estancia con un muro de carga a la izquierda que «no se podía tocar», una única columna de hierro fundido en el centro de la pieza, no muy ancha, techo de traviesas muy pegadas unas a otras, una escalera al aire de once escalones de madera estrechos y empinados que se apoyaban en dos desgastados puntales, y arriba una sala de suelo inclinado, no mucho, por el castigo de los años, que hice patente cuando intenté acercarme a la ventana y sentí que me empujaban. Bajo la escalera, disimulado entre polvo y cajas podridas por la humedad, había un sótano. Según el plano que me habían enviado, era el mismo espacio que la planta baja pero sin iluminación exterior y mal acceso; según las escrituras era «una zona cegada que pertenece al inmueble pero inutilizada y sin electricidad». Añadía la chica en sus
mails
: «Usted misma podrá comprobarlo».

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