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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (6 page)

BOOK: Una tienda en París
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Un año más tarde de la exposición en la que nos conocimos, mi vida se detuvo en seco. Y así se quedó durante años. La banda sonora de mi vida se paró. Es como si me hubiesen hecho
off
. Si al menos hubiese guardado alguna foto, si me hubiese quedado con su imagen…, podría haber recordado su cara. En cambio, su ausencia repentina e inexplicable me había dejado a oscuras. Recuerdo una foto, qué pena que la memoria lo guarde todo. Alguien nos tomó una fotografía en una escapada de fin de semana en la que fingí estar con amigas. Ojalá tuviera ahora esa foto, su único recuerdo.

Durante meses seguí yendo a su portal cada día, incluso entré en su casa, que ya estaba habitada por otros estudiantes Erasmus. No quedaba ni rastro de él. Ni sus objetos, ni sus lienzos, ni sus pinturas de colores. Así es cómo pasé al otro lado, al lado del gris. Y ahí me instalé. Ese iba a ser mi lugar de forma masoquista y voluntaria por extraño que pareciera en una chica de veinte y pocos años que acaba de ser abandonada en el mejor momento de su vida. Leí tiempo después, en una revista gastada, en el dentista, que de llorar mucho pueden acabar secándose los ojos. El autor decía que hay circunstancias en las cuales parece que las lágrimas no son suficientes y del exceso de llorar, el ojo se seca de tanta lágrima, es entonces —contaba— cuando el gemido pasa a ser un gemido que golpea el alma en algún lugar del pecho y que duele más que la desesperación en la que uno está inmerso. No sé. El peor sentimiento no es estar solo. Es ser olvidado por alguien que tú nunca vas a olvidar. Fue en ese momento cuando volví a quedarme huérfana y sentí que mi destino era evidente en una vida mediocre.

CAPÍTULO 6

En la Fundación yo no era necesaria y, lo peor, me lo hacían saber cuando entraba un día a la semana, preferiblemente los viernes, en el edificio para la reunión con el consejo. Las miradas de rechazo que debería recibir tía Brígida las cosechaba yo. Imaginaban que yo era la prolongación de su mal. A pesar de los muchos claroscuros, los recuerdos que tenía esa familia de trabajadores estaban ligados a mis padres.

—Buenos días, señorita Espinosa —la secretaria.

—Buenos días, señorita Espinosa —el más antiguo de administración.

—Buenos días, señorita Espinosa —los del despacho del salón de actos.

—Buenos días, señorita Espinosa, ¿desea algo? —el director financiero.

—Sí. He dicho que me llamo Teresa. ¿Hay alguna manera de que lo intenten?

—Claro, señorita… Teresa.

La orden era de ella. Que no me llamaran por mi nombre. «El trato debe ser distante, que sepan quién es el pilar de esta institución», gruñía a modo de enseñanza victoriana. Por eso yo firmaba siempre como Teresa, que era el nombre de mi madre. Era el único lugar en el que podía llevarle la contraria.

El hombre tragaba saliva acostumbrado a lidiar con la tía. De vez en cuando bajaban la cabeza haciendo mutis para disimular. Aquella tarde también. Firmé varios documentos y me senté a pensar en el sofá de la sala de reuniones. Me quedé un rato muy a gusto con la cabeza escondida en el respaldo, que olía a piel rancia. Empecé a recordarme de niña escondida detrás para que no me encontraran. Volví la cabeza y acerté a ver todavía los rayajos de mi nombre en la piel de detrás. Mi firma era necesaria para todos los documentos protocolarios con los que se cerraban actas, en los agradecimientos al ministerio, cartas cordiales a otras fundaciones y en la felicitación de Navidad que elegía tía Brígida de los cuadros más aciagos de la Natividad. Nada más. Formaba parte de la estructura de la Fundación como anécdota de un árbol genealógico que mezcló construcción y actos benéficos a partes iguales. Así, la gestión del palacete, la constructora y los alquileres estaban centralizados en el mismo edificio y yo pasaba —según mi tía— a que vieran el peso de la familia. Ese peso que a mí me estaba matando.

Mi visita fue como siempre. Rutinaria, casi telegráfica, porque yo no hacía falta; de hecho, todo iba sobre las ruedas de un engranaje viejo y fluido como todas las empresas que han nacido alrededor de un núcleo familiar. Mi tía, la que me había criado, con genio de mujer que ha pasado la infancia bajo la tutela de un colegio de monjas, sí que entró con toda la pompa de quien disfruta siendo líder. La vi desde el ventanal de la gran sala. Vestía con abrigo de cuello de pieles, lo que no indicaba que hiciera frío esa tarde de primavera, ella siempre estaba «destemplada», subiendo los escalones de la entrada con ceremonia, dando tiempo a que el bedel se acercara a abrirle el portón que dirigía a la escalera de mármol en la que yo recibí mis primeros bofetones por deslizarme con la falda arremangada por la amplia y sinuosa barandilla. «Estás enseñando todo, Teresa, ¡estás enseñando todo, compórtate!», me gritaba enfurecida preparando la mano abierta en palma con la que me iba a regalar un guantazo. «Así no vamos bien», sentenciaba tras el revés de sonido hueco porque yo abría la boca. Ella era rígida y el golpe me lo daba más para que los demás vieran la educación estricta que estaba recibiendo la pequeña Teresa ante la ausencia de padres que para corregir mis juegos. Necesitaba rematar la faena y esa era su forma. El manotazo era real como la vida misma, era su forma de dar cariño familiar mientras yo crecía y ella iba envejeciendo. Creo que me hice fuerte, la prueba es que nunca enfermé por nada. «Sin faltas hay futuro —recitaba mi tía—, porque el futuro está hecho sin faltas». Y mis faltas eran las de una niña sin dificultad alguna en los estudios e incapaz únicamente para tomar decisiones porque siempre las tomaba ella. Por eso sentía accesos de ansiedad cuando me tocaba batallar por mí misma. En mi habitación yo era la reina en compañía de mi perro, escudero de mimos.

La ropa que ya no usaba la enviaban a colegios de monjas y a Cáritas Diocesanas, donde «harían más falta», palabras textuales. Yo, que me encariñaba con todo lo que tocaba, tuve que aprender a desprenderme de los objetos, abrigos y vestidos que entregábamos en bolsas para los demás. Nunca supe quiénes eran los demás, pero por aquella época de colegio es cuando nació mi obsesiva y cuidada colección de recortes de trocitos de tela que mitigaban la entrega de ropa casi nueva y casi sin puestas para los de Cáritas. Tuve que cercenar vestidos de los que era imposible amputar un pedazo sin que se notara, pero lo hacía. Como una funámbula nocturna, esforzándome en disimular, me aferraba a mis recuerdos seccionando cachitos de mi vida. Lo llamé «Mi colección de vida» de la manera más cursi y conmovedora que puede tener una niña que no quiere deshacerse de su ropa.

—Tía, ¿este me lo puedo quedar?

—No. Ni este ni ese.

—Apenas me lo he puesto, tía.

—No seas ingrata.

—Es que me gusta mucho —lloriqueaba con las orejas gachas para reblandecerla, sin éxito.

—Te he dicho mil veces que cuando entra un vestido nuevo en el armario tiene que salir otro del mismo. Esto es así y ha sido así.

Ella era una sentencias. Y yo una romántica susceptible a todo gesto de cariño.

—Supongo que ya habrás firmado los documentos de las dos carpetas —dijo nada más entrar en la sala y despojarse del abrigo—. Llego agotada. Y me he dado cuenta nada más entrar de que siguen sin haber pintado la verja. Dijeron que en primavera, y a qué esperan. ¡A qué esperan! ¿Tengo que estar pendiente de todo? Fuencisla parece que está para alguna cosa, diría yo. Y tú también, ¿no? Ahora mismo hablo con José Manuel y que la enderece. Es el colmo.

Se dirigió al mueble bar y se puso una copa con su coñac.

—Sí. Los he firmado —respondí.

—¿Los has leído?

—Pues no. No creo que haga falta que los lea.

—¡Ja!

Me miró. No creo que hubiera más menosprecio en su forma de levantar las cejas mientras observaba mi indiferencia por los papeles. Me encogí de hombros.

—¿Pero quieres empezar a coger las riendas alguna vez?

Hubo un silencio.

—Te estoy hablando, Teresa. Creo que deberías tomarte las cosas en serio, esto no es una broma. ¿Me entiendes? Creí que ya lo sabías, creí que habías empezado a ser una Espinosa. Pero has salido a…

Enmudeció.

—¿A mi madre? ¿Ibas a decir a mi madre?

Torció la cabeza como una grulla en busca de su copa, que había dejado apoyada en la estantería. El desaire fue acompañado de un crujir de dedos que a mí me daba dentera porque sonaban sus huesos y sus anillos de forma repugnante. Bebió y repitió el gesto ajustándose después los pendientes. Apuró la copa y dijo:

—Eres igual que ella. La misma fantasía, la misma manera de soñar tonterías. Toda la vida juntas y tan diferentes. No lo puedo entender. Y tú… No sé, no sé qué vas a tardar en crecer. Pensaba que al independizarte en el ático atornillarías tu autoestima y te tomarías todo en serio. ¡Ja! A lo mejor necesitas que yo me muera para empezar a tomarte la vida en serio.

Me encogí de hombros. Se enfureció más.

—Ojalá me muriera, ¿verdad? —dijo como si estuviera retándome a decirle la verdad—. Pues no.

«No creo que te mueras nunca», pensé.

Mi aversión a aquel mundo era manifiesta, llevaba toda la vida ajustándome a los dictados de la tía y de la Fundación, pero había olvidado los míos y supongo que era lo que ella notaba. Porque una cosa es querer dirigir el cauce de un río, y otra es que el río quiera. Le pedí que se tranquilizara, que había firmado los papeles tal y como tocaba. Me aparté hacia la ventana buscando salir de aquella presión. Ella estaba erguida al otro lado de la mesa de reuniones con las dos manos apoyadas como si fuera a empezar a vomitar una retahíla de improperios. Mirándome cómo yo huía hacia los cristales.

—Oye, ¿te parece bien que aún no te tomes esto en serio?

—¿Por qué quieres discutir, tía?

—Porque hoy tengo la sensación de que te burlas de mí. Te lo noto en la cara. Y no puede haber nada que me desagrade más que verte estar aquí como si esto fuera un regalo. Esto es serio. ¿Sabes?

—Yo también.

—Tú también, ¿qué?

—Que yo también necesito tomarme algo en serio.

—¿De qué hablas?

—Hablo de mí.

—¿Cuándo no te he tomado en serio? Eh, ¿cuándo no te he tomado en serio? Llevo toda la vida educándote.

—Sí. Educándome. Es fácil de decir.

—¿Me lo explicas tú?

—Déjalo —le dije apartándome hacia la puerta.

—¡Te he dado todo! ¿Qué me puedes reprochar? Tienes lo que muchas desearían haber tenido, has estudiado en los mejores sitios, has vivido en la mejor casa, has tenido cuidados, idiomas, clases particulares, todo. ¡Más de lo que muchas querrían!

—Precisamente por eso, porque me has dado todo no sé quién soy. Ese «todo» ha sido muy poco. No estoy reprochando ninguna de esas cosas. Hablo de otras. Hablo de cariño, hablo de amor.

—¡Ahora vienes con esas! Es como estar escuchando a tu madre.

—¡Quieres dejar de nombrar a mi madre! Podrías tener un poco de respeto.

—Respeto sería que empezaras a tomarte un poco en serio tu vida y este lugar. Ya que nombras tanto a tu madre, quiero que sepas que todo esto que ves forma parte de ella, de tu padre, de tus abuelos, de…

—¡Quieres dejar a los muertos!

Bailaban los muebles y mi cabeza a mil kilómetros por hora. Todo empezaba a estallarme dentro de mi garganta como si me estuviera rompiendo. Descorrí las cortinas granates buscando más luz, más aire. Me sequé las lágrimas y me giré hacia ella, que venía despacio hacia mí rumiando palabras.

—¿Amor? ¿No te he dado amor?

La miré con asco.

—Me espanta que me preguntes eso. El amor no es una clase particular que se pague para que vengan de cuatro a seis.

—¿Cuánto tiempo llevas esperando para despreciarme así?

—No lo sé. Yo solo había venido hoy a firmar tus papeles. De hecho, ya debería irme —me giré decidida—. No tengo nada más que hacer aquí.

—¿De qué amor hablas? ¿De aquel que se fue?

Me giré hacia ella irritada hasta el infinito.

—¡Cállate!

—¿Llamas amor a aquel muchacho que venía a por ti? ¿Eh? Crees que no me acuerdo, pero ni soy tonta ahora ni era tonta entonces. Fingías que estudiabas fuera de casa, incluso él fingía cuando te recogía cuatro calles más allá. Iba en moto, ¿me equivoco? No olvido una cara nunca y vi cada tarde la suya girándose a los ventanales de tu habitación. Enseguida bajabas por las escaleras gritando: «Me voy, no tardo». Y sí tardabas. Tal vez no sea tu madre, pero no estaba ajena a la preocupación… Y dejé que pasara porque sabía que era algo de verano. Te crees que he sido imbécil. No te lo estoy preguntando.

Las lágrimas me impidieron ver cómo mi tía volvía hacia la estantería y se rellenaba la copa otra vez. Laurent era solo un recuerdo doloroso de juventud y estaba haciéndome daño como si acabara de desaparecer de mi vida otra vez. Mi tía siguió. No me dio tiempo a derrumbarme en el sofá porque cambió de tono.

—Pues que sepas que te he protegido por amor durante toda tu vida.

—¡Qué sabrás tú de amor! —dije entre lágrimas.

—Sí. Está todo muy bien. Di lo que quieras. Te has propuesto humillarme a mi edad. Tengo setenta y cinco años.

—No. Te equivocas. Te has propuesto hacerlo tú una vez más… Humillarme. Lo haces muy bien —le dije—. Nadie sabe hacerlo mejor.

—¿Una vez más? ¿De qué estás hablando? ¡Eh! ¿De qué estás hablando?

La ira se le salía de las órbitas de los ojos.

—No debería ni responderte, pero lo voy a hacer.

Respiré hondo agarrándome las manos congeladas en ese momento y crucé el despacho en diagonal sin quitar la vista de su mirada, que ya era un espectro de ella misma. Tuve miedo de que se pusiera agresiva conmigo como cuando daba golpes en las puertas para que llegaran los del servicio a su llamada. Me vacié.

—Me he pasado la vida dirigida por ti, haciendo todo lo que has dicho, asumiendo tus cosas como si fueran mías, caminando por las vías que tocaba rodar, callando, hablando, vistiendo… Todo como tú has querido. Y mírame. ¡Mírame! Has conseguido que no sea ni tu imitación. Cada día, desde hace años, a diario, haciendo todo con tus horarios, con tu disciplina, con la cabeza fría para no equivocarme, para no manchar la reputación de no sé qué apellido que no es ni tuyo porque es el de mi padre… Oh, los Espinosa. No sé ni qué día dejé de ser yo para ser solamente tu prolongación. «Debes hacer…» o «es mejor que…», «lo que deberías es». Así ha ido todo, a tu dictado y con buena letra. Y siempre la misma inseguridad temblorosa: yo. Estoy cansada. Esa es mi única certeza, que estoy cansada.

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