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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (19 page)

BOOK: Una tienda en París
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—Usted debe de ser la esperadísima Alice Humbert —dijo mientras me besaba la mano—. La belleza que ha conquistado a mi buen amigo Hessel. Debí tropezarme yo primero con usted, al verla ahora entiendo que la tuviera oculta sin presentármela. ¡Maldito truhán! Es un placer, mademoiselle.

Ërno y Leopold parecían dos gotas de agua, peinados igual y con trajes impecables. Sin embargo, el aire de mujeriego de monsieur Vionnet, así le llamó a Leopold una de las invitadas totalmente entregada y curvando la espalda como una serpiente, era muy descarado; la decisión con la que me presentó zalamero a tres mujeres de la fiesta, que cayeron rendidas a su encanto cosmopolita, fue implacable.

—Si me permiten ustedes… —dijo mientras agarraba por la cintura con calidez y descaro a una de las chicas.

Ellas se acercaron a nosotros con más interés por él que por mí.

—Qué maravillosa noche vamos a tener, me alegra volver a verlas. No puedo soportar el paso de los días sin admirar su belleza. Les presento a mademoiselle Humbert. Alice, le presento: estas bellezas que me tienen abandonado con sus conversaciones de moda son Valentine, Isère y Loulou. Esta última, ¿me equivoco?, trabaja estrechamente para Coco.

Sonrieron. Él era brutalmente agradable, despiadado con las miradas; y ellas se dejaban cortejar seducidas por su aroma y su postura de hombre que lo sabe todo. Ërno lo conocía bien y en segundos marcó territorio acercándose a mí, lo hizo pegando su pecho a mi hombro, tanto que sentí su respiración en mi espalda. En ese momento los dos varones se hicieron un gesto para traer bebidas.

—Creo que lo mejor para antes de la cena es compartir un brindis, les acerco algo de bebida y brindamos los seis —dijo mientras hacía ademán de buscar a uno de los camareros. Ërno se movió hacia él para ayudarle.

—Sí, por favor, sería estupendo —apostilló una de las chicas, animada por las otras dos.

Salieron directos al mueble bar.

Rompió el hielo Isère dirigiéndose a Valentine.

—Pedazo de zorra la que se quede con él.

—El partidazo de París.

—Muerdo.

—Ya ves.

Yo enhebraba mis dedos en un juego nervioso. Bajé los ojos hacia el suelo alfombrado y no acusaron ningún gesto de preocupación.

—Cuanto más me gusta —dijo la de mi izquierda—, más le miro y, cuanto más le miro, más me rehúye. Es terrible.

Resopló.

—Todas han estado tras él. Y él jugando a ser el mejor caballero de toda la ciudad. ¿A ti también te ha llevado en coche?

—Incluso invitado a cenar. Varias veces.

—Y… nada.

—Nada.

—Pues que sepamos, sigue soltero. Acabará eligiendo lo peor.

Hundí mi mirada en mis dedos y la apagué como quien apaga un faro.

—Mira, ese de ahí es Dardel. Debe de haber venido con Thora —soltó con gesto de admiración por él—. Y me cuentan que están tan embelesados que son más que una pareja de recién enamorados. Ella acaba de llegar a París, es estudiante de arte y pertenece a una familia sueca de clase alta. Creo que se han conocido los dos en un viaje en barco.

—Es el hombre más guapo de París. Él y Modigliani.

—Olvídate de él, siente devoción por Jeanne.

—¿Dardel?

—No, Modi. Si no bebiera tanto, sería el hombre perfecto. Siempre pintando, siempre bebiendo… ¡Siempre borracho! Bebe para la tos, dice.

—Le conozco —añadí compinche para unirme al grupo—. Es muy muy amable.

—No calificaría a Modi de «agradable», siempre me lo han presentado apestando a ron, va con las manos manchadas y como si acabara de levantarse. Aunque, tal vez… —pensativa, Isère paró un instante—…, eso es lo que le hace brillante.

Rieron de forma cómplice.

—No te olvides de Abdul, no existe hombre como él —dijo Valentine, bastante lanzada.

—Oh, por favor, sí. El tunecino Abdul Wahab es lo más atractivo de Montparnasse —contestó Isère en plan sugerente—. Aunque nada que ver con el estilo tan tentador de Leopold, es…

—Es adorable y sabe cómo jugar a todas las bandas.

—No te engañes. Es un experto en el cortejo —dijo Loulou echándose a reír.

—Un encantador arrogante —soltó la tal Valentine, mientras la tercera, Isère, añadía cerrando posibles dudas:

—… pero nos gusta así. Para qué engañarnos. Los exquisitos canallas no dan miedo, se les ve venir desde los bulevares. Los canallas conocidos son menos canallas.

En ese momento percibí que no solo eran bellas chicas de ciudad, sabían dónde se movían. Hice un repaso mental a ver si había quedado como una ñoña. Aquellas tres sabían de la vida tanto como yo. Lo que se dice mujeres de mundo, aunque yo intenté seguir jugando a la sofisticación para mezclarme con sus barajas.

—Bueno, no sé, acabo de conocerle. Es amigo de Ërno. Pero sí, muy exquisito. Acaba de decir que vosotras trabajáis también en la moda, ¿no? Me parece maravilloso.

—Unas estamos con Coco —dijo Loulou adelantándose—, y otras forman parte de un taller de telas que selecciona tejidos y colores para los estampados. Últimamente se han vuelto locos, no hay límites. Aunque las tres hemos pasado por el agotador episodio de los posados.

—Posar para fotógrafos, ¿sabes?

Las miré y tuve la impresión de que intuían algo más de mi subsistencia en París. La vergüenza se apoderó de mí en segundos y apuré de un trago el vaso de ron.

—Me fascina el mundo de las telas, debe de ser muy interesante —respondí para no hablar de mí.

—Eso es que nunca has estado en un taller, luego es como una imprenta. Tijeras, máquinas, rollos de telas…

—No hagas que parezca una fábrica de metal, querida Isère —añadió Valentine en tono más suave—. Querida, es fascinante, asombra ver el colorido y el cuidado con el que se hace todo. Y por allí pasan los modistos. El más particular es Paul Poiret, que no para de crear con esos vestidos tan pesados.

—¡Particular! Qué críptica eres, Valentine. Pero sí, muy particular. Y muy divino.

—Si lo que te apetece es conocerle, podemos quedar una tarde.

—Bueno, me parecería maravilloso —dije tímida.

—… Alice estará encantada de ir —respondió Ërno al acercarse hacia nosotras codo con codo con Leopold con dos copas en las manos y acompañados de un camarero.

—Sí, será estupendo, por supuesto —soltó Loulou cogiendo una de las copas—. Y verás cómo trabajamos en Chanel, Coco es única. Tan masculina y tan fuerte y a la vez tan femenina. Es…, ahora la conocerás.

Por el salón había gente de la casa Chanel y algunas invitadas extranjeras como una recién llegada, Elsa Schiaparelli, un tanto loca, que charlaba con Thora amigablemente. Memoricé y repetí para mis adentros los nombres que me iban diciendo para no parecer la simpática novata que recuerda las caras pero olvida los nombres. No tardó en hacerme falta porque el salón empezó a llenarse de más invitados que se movían entre el humo y las bandejas de los camareros. Aquello no era una cena, sino una fiesta. Uno de ellos me sonrió como si me conociera. El exotismo de las señoras y los caballeros de trajes ceñidos respondía poco a mis orígenes y era muy posible que alguno de ellos se hubiera tropezado conmigo cargada de cestas en los alrededores de la maternidad. Temía no poder disimular ni con el maravilloso vestido de chifón verde que me había regalado Ërno.

—¿Te sientes bien? —me dijo mientras nos acercábamos a una de las ventanas gigantes que daban a la avenida Gabriel.

—Si lo que querías era impresionarme, lo estoy.

—Pero ¿feliz? —repitió desconcertado.

—Muy feliz —dije acercándome la mano al pecho para sentir el calor de la esmeralda.

Coco pidió que esa noche la sacaran de esas paredes porque «la casa se le caía encima» mucho más que otras noches. Imaginé a mi madre cerca de la leña, con el olor a cebolla caliente. Suspiré y bebí más ron. Una de las cosas que más me chocaba aquellos días era la mezcla de tristeza y alegría de la gente, tenían de todo, elegancia, coches caros, perfumes… y muchos andaban afligidos. «Es el éter —me dijo Ërno—, muchos artistas se drogan para crear, para salir, para beber».

—Esta ansiedad me va a matar —dijo Coco—. Mejor cenar fuera.

—Entonces salgamos de aquí —le contestó Ërno—. Bajemos a Chez Maxim’s.

Coco agarró un abrigo del armario de cristales y se lo echó por los hombros.

—Por cierto, ¿sabes con quién he estado esta mañana? —dijo cariñoso mientras la ayudaba.

—Sorpréndeme.

—Con Beaux, me ha dicho que está a tus órdenes metido entre jazmines yendo y viniendo a Grasse. Sorpréndeme tú ahora.

—Un perfume —contestó lacónica—. He decidido lanzar una fragancia, hemos quedado la próxima semana para valorar las muestras. No quiero que se parezca a nada de lo que llevan todas estas desmayadas. Debe ser algo rotundo, lo tengo en mente y debe respirar sexo.

Ërno pasó por alto el tono con el que Coco había pronunciado la última palabra.

—¿Te sienta mal que hable de sexo? Es algo normal, yo también creía que podía vivir sin un hombre, pero no puedo. No sé.

No pestañeé ni para interrumpirla. Disimulé como pude, pero ella siguió tan deslenguada como las chicas de Le Dôme.

—Ponte perfume donde quieras que te besen —bromeó dirigiéndose a mí.

Ërno preguntó, fingiendo entusiasmo, qué nombre le iba a poner al perfume y Coco musitó algo como «es lo último en lo que he pensado, en el nombre». Por supuesto, no hice ningún comentario y sonreí a las señoras que se acercaban a nosotros buscando la atención de la diseñadora.

—¿Has oído hablar de Maggy Rouff? Está haciendo cosas preciosas.

Treize comenzó a reírse a carcajadas, mostrando sus dientes a toda la sala.

—Esa mujer está equivocada. Debería fijarse más en Paul Poiret y menos en Lanvin. La guerra los ha distraído a todos estos nuevos —contestó Paulette, una gorda de mi edad que se parecía a la frutera de mi calle si no fuera por sus brillos del vestido y de los carrillos.

—Tienes razón, ninguno será como «le Magnifique». Los pioneros son los pioneros.

—¡Qué verdad!

—Habrá que innovar. Dejemos hueco, ¿no?

—A las pirañas no.

—¡Qué mala eres! —replicó Coco a la de los cachetes rojos.

—¿Conoces a Jean Patou y al tal Molyneux?

—Querida, claro. Por supuesto.

—Hacen cosas bonitas.

—En algunas están poniendo todavía demasiado adorno…

—… demasiado lazo, diría yo.

—¡La comodidad! Por el amor de Dios, el corsé es cosa de otro siglo. Hay que tener mucho cuidado con los sombreros, no se nos puede ir la cabeza con el exceso.

—A mí me gustan.

—Vamos, vamos —exclamó irguiéndose una que bebía apoyada en la cómoda de las botellas—. Si siguiéramos con los perifollos de 1900 en la cabeza, en los hombros, en las caderas y ¡en los culos!, no habría manera de distinguir a una mujer de una carroza.

Me uní a la conversación de las chicas con una sonrisa, que era mi única forma de intervenir. La señora Pozzati, la que se acababa de incorporar, me miró para darme pie a hablar y la tal Paulette hizo el mismo gesto. Sabían que me intimidaban. Hasta que hablé.

—Hay una tela específica para cada mujer. Igual que hay un hombre especial para cada una de nosotras. Es el valor de la tela, el precio de la piel.

Es lo único que dije. Las dos más viejas, con cara de cadáver, me observaron estupefactas arrugando el morro, pero Coco se giró como un ave y me aplaudió en medio de una carcajada.


Elle a du chien!
[3]

Me ardía la cara, le di un trago a la copa y luego intenté disimular mi bochorno con una sonrisa como si esperase una complicidad de mujer a mujer.

—Hay que echarle valor para hablarles así a estas «siesas» —me dijo, por fin, llevándome hacia donde estaba Ërno—. No saben ni de hombres ni de telas —concluyó, mirando mi vestido.

—Eso quería, sí.

—¿De dónde la has sacado, Ërno? —preguntó mademoiselle Chanel sin quitarme ojo de encima.

—Es la mujer más maravillosa de París, Alice. ¿Verdad? Os presenté al llegar, pero…

—No me habré dado ni cuenta. Sabes cómo soy —dijo afectada ofreciéndome la mano—. Discúlpame… ¿Alice?

—Sí —respondí.

—¿Qué te dije? ¿Eh? Estoy extraña últimamente.

—Ya te hablé de ella —dijo Ërno.

Cuando pensé que iba a explicar más sobre mi procedencia, temblé. Coco asintió con la cabeza, yo me mordí el labio y me miré las manos. Fue algo mecánico que solucionó el trago que di al vaso para apurarlo, debí de parecer una cabaretera pero me dio fuerza para salir.

—De modo que te gustan… las telas.

Asentí con la cabeza.

—El tejido es importantísimo, un buen vestido con una mala tela es basura, y una buena tela puede hacer precioso un mal corte.

—La de su vestido es muy suave —le dije.

—Seda.

—¿Puedo?

—Claro.

Acerqué mi mano a uno de los pliegues que volaban sobre su cadera como hojas de un árbol. Era tan delicado su vestido que me parecía estar mancillando a una de esas ricas que bailaban el 14 de julio y a quienes a mí tanto me gustaba mirar de pequeña.

—Sabes apreciar el tejido, se nota por tu forma de coger la tela. Podrías trabajar en mi taller. ¿Te gustaría?

Me quedé muda sin poder articular palabra, quizá porque Ërno se quedó mirándome.

—Piénsatelo. La moda es lo que pasa de moda, el estilo, jamás. Tú lo tienes. Y eres bella. Las mujeres necesitamos la belleza para que los hombres nos amen…

—Claro —bromeó Ërno, adulador.

—… y la estupidez para que nosotras amemos a los hombres —contestó con una carcajada Coco.

Y tras dar un respingo miró a Ërno fijamente.

—Cuida a esta chica —espetó antes de girarse hacia otros invitados para salir de casa.

Después de agradecer sus palabras me quedé junto a él. Afortunadamente, el salón estaba relativamente lleno de gente y pasábamos más desapercibidos. Me acarició el hombro para conducirme hacia la puerta. Me vi reflejada en el espejo gigante de la entrada. Me quedé ensimismada unos segundos. Había pasado la prueba de la alta sociedad parisina y me gustó cómo se había desarrollado todo. Ahí estaba yo, vestida de verde y chifón. Me encogí por la vergüenza, me sentía una recién llegada que estaba tomándose su tiempo para hablar, para caminar, para beber, para imitar los gestos y para olvidar los míos. Las damas, las conversaciones, los lujos y el hedonismo de sus actitudes, todos tenían la vida solucionada y la vida giraba en torno a los vestidos. También yo. Me ajusté los hombros y enderecé el colgante que iluminaba mi pecho. Empezaba a contagiarme de una vida que jamás hubiera imaginado junto a la chimenea de mamá.

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