Las burbujas cesaron. A Baba no le quedaba mucho tiempo. Y yo no tenía realmente ningún problema por dejarla en el fondo. Pero lo tendría mi familia. Ada, igual que yo, no quería que la transformaran de nuevo en sí misma, pero Frank y Max seguramente querían recuperar su antiguo cuerpo.
Lo que Frank pensara me traía sin cuidado; seguía tan enfadada que, si por mí fuera, la bruja podía convertirlo en una pera loca para el club de boxeo de los hermanos Klitschko. Pero Max me importaba. Lo echaba de menos. Y me pregunté si había hecho bien dejándolo con Frank y Ñuleika. Una pregunta que yo misma contesté: «No, idiota, claro que no hiciste bien.»
Levanté a la bruja del fondo, la cogí en brazos, nadé con ella hasta la superficie y la dejé en el borde de la piscina antes de salir yo. Debido a las gotas de agua que se deslizaban por mi piel, el sol me quemaba mucho más. Me eché el albornoz por encima de la ropa interior mojada y arrastré a la inconsciente Baba Yaga hasta debajo de un gran cocotero, donde recobró el conocimiento. Escupió un poco de agua como si fuera una fuente defectuosa y, finalmente, preguntó:
—¿Tú salvado mí?
—Espero no arrepentirme —contesté.
—Una criatura estúpida salvado a mí —señaló perpleja.
—Vale, ya empiezo a arrepentirme —dije ofendida.
Baba se incorporó temblando, se quedó de pie tambaleándose y miró alrededor:
—Está yo en castillo Drácula. Por fin llegado a destino. —Se fijó en que yo iba en ropa interior y me preguntó sin más rodeos—: ¿Tú ama Drácula?
Una pregunta interesante que no me había planteado. ¿Amar? Eso eran palabras mayores. Drácula me fascinaba, y la vida excitante que prometía era más que tentadora. Pero ¿lo amaba? Seguramente era más acertado decir que estaba coladita por él. Pero ya se sabe que de ahí puede surgir el amor. Y si eso ocurría, los dos podríamos formar con Max la familia más extraña de la historia del mundo.
—Eso a ti no te importa —le contesté a la bruja.
—Él no quiere a ti.
—¿Por qué... lo dices? —pregunté molesta.
—Bueno, tú eres tú —dijo con una sonrisa burlona.
—Gracias —repliqué con acritud.
—¿Quién va a querer mujer tan estúpida?
—Gracias otra vez.
Sonrió burlona y quise defenderme:
—Pues según la profecía de Haribo...
—Harboor —me corrigió.
—Como sea... Él dijo que el vampiro con alma amaría a la vampira con alma...
—¿Drácula explica a ti eso?
—Sí.
—Tú más estúpida que estúpida que estúpida. Drácula no tiene alma.
No quise creerla. Alguien que se había portado tan bien conmigo tenía que poseer un alma. Y, ante todo, alguien por el que estaba colada y con quien tal vez incluso fundaría una nueva familia, tenía que poseer un alma.
—Yo enseño a ti.
La bruja se acercó tambaleándose al borde de la piscina, sacó su amuleto, levantó los brazos temblorosos por encima de la cabeza y gritó:
—
Irbraci tempi passanus!
De los diez dedos de sus manos salieron disparados unos rayos negros hacia la piscina. La superficie del agua comenzó a hervir a borbotones.
Me acerqué llena de curiosidad y lo que vi consiguió que me olvidara de que se me estaba achicharrando la piel: en la superficie burbujeante del agua se veían unos neandertales sentados alrededor de una hoguera dentro de una cueva. De pie ante ellos había un hombre viejo y enjuto, con barba blanca. Les contaba algo excitadísimo y gesticulando bestialmente con los brazos. Al parecer, se trataba de una conexión en directo al pasado y el viejo decrépito era el adivino Haribo. Parecía un poco loco, como esos que se pasean por las zonas peatonales con carteles en los que pone «El fin se acerca, ¡arrepentíos!» o como esos que escriben
bestsellers
sobre la amenaza de la extranjerización en nuestra sociedad. Los neandertales temblaban de miedo por lo que Haribo explicaba. Yo no, porque no entendí una palabra de lo que farfullaba en su lenguaje prehistórico.
—¿Tú oyes que dice cosa terrible? —preguntó Baba sonriendo irónica.
—Sí, lo oigo. Pero sólo entiendo «ositos de goma», marca Haribo, claro.
—Tú perdona —replicó Baba. Disparó otro rayo negro con el dedo índice y gritó—:
Translat
!
Con eso debió de conectar el sistema dual de su televisor mágico, con doblaje al alemán; fuera como fuese, entonces entendí a aquel viejo nervioso:
—... y Drácula contraerá matrimonio con la vampira con alma.
Eso no sonaba terrible.
—Y Drácula tendrá hijos con ella —prosiguió Haribo excitado.
¿Hijos? No sabía si me apetecía. Mis pensamientos no habían llegado tan lejos. Ni mucho menos.
—¡Mil hijos! —exclamó el adivino.
¿Mil?
—¡Y miles y miles!
Mi útero se quedó atónito.
—Y con esos hijos, el vampiro sin alma formará un ejército de criaturas horribles con las que someterá el mundo y exterminará a la humanidad.
En ese instante, podría haberme inquietado saber que Drácula no tenía alma.
O que pretendía reunir un ejército para conquistar el mundo.
Pero mi cerebro conmocionado se había trabado en las palabras «miles y miles de hijos».
El chalado de Haribo siguió comiéndoles el tarro a sus neandertales con otras profecías del terrible futuro: los avisó de las armas de destrucción masiva, de la gripe porcina y de las televisiones privadas. No es de extrañar que los neandertales decidieran extinguirse.
Cuando las imágenes desaparecieron por fin, la bruja me preguntó:
—¿Tú visto qué planea Drácula con ti?
—¡No puede ser verdad! —repliqué—. Quiero decir que Haribo tiene pinta de triturar ositos de goma y fumárselos luego...
No quería creerlo: primero Frank me engañaba, ¿y ahora resultaba que el amor de Drácula por mí también era una simple mentira? ¿Cómo iba a resistirlo? Primero perdía a mi familia, ¿y luego la magnífica alternativa que me había surgido?
—¿Tú necesita más pruebas? —preguntó la bruja.
—No estoy muy segura... —contesté abrumada.
—¡Tú necesita una! —constató la bruja.
Volvió a sacar el amuleto, masculló algo y, en esta ocasión, de sus manos salió disparado un humo que olía a azufre y lo nubló todo. Antes de que la bruma nos rodeara completamente, ya estábamos lejos de la piscina...
... y de repente nos encontramos en una mazmorra de lo más clásico. Se componía de galerías oscuras, tan sólo iluminadas por antorchas y que olían a moho. En esos pasadizos había grutas excavadas en la tierra, cerradas con pesadas rejas de hierro. Detrás de las rejas vegetaban prisioneros nada clásicos. Eran pequeñas criaturas demacradas, algunas no medían ni diez centímetros de altura, que gemían allí dentro.
—¿Qué... son esas criaturas? —inquirí, cuando por fin recuperé el habla.
—Elfos, hadas, ángeles de la guarda... Drácula ha capturado todos —explicó Baba—. Todos seres que ayudan a humanos son enemigos suyos.
Observé con más detalle a aquellas pobres criaturas atormentadas. Efectivamente: eran pequeños ángeles de la guarda consumidos, a los que habían arrancado las alas; elfos con las orejas puntiagudas mutiladas y hadas, antaño preciosas, con señales de quemaduras en todo el cuerpo. Todas nos miraban como si no nos vieran. Hacía mucho que habían quebrantado su voluntad. Aquellas mazmorras eran un museo del horror que le habría quitado el sueño hasta al mismísimo Stephen King. Pero el mayor horror era éste: me había acostado con el hombre que había creado aquello.
Oh, Dios mío, cuánto ansiaba una ducha.
Durante toda la mañana tuve que andar a la caza de pulgas, chinches y otros bichos parasitarios en la piel del gorila Gorr. Sin embargo, comparado con lo que tuve que aguantar por la tarde en el circo de los anormales, aquella limpieza fue una experiencia verdaderamente euforizante. El liliputiense, vestido con un sombrero y una gabardina no muy compatibles con aquel calor, me condujo a la carpa, que estaba plagada de remiendos provisionales, y me dijo:
—Bueno, Rexi, ahora ensayaremos tu número.
A esas alturas, tendría que haberme inquietado que las gemelas siamesas, que se columpiaban en lo alto del trapecio, sonrieran maliciosas e ilusionadas. Pero yo aún creía firmemente que las funciones del circo, en las que actuaría como lobo parlante, se contarían entre los momentos brillantes de mi futura vida artística.
—Hopalong Cassidy, ¡ven aquí! —gritó Maximus al grupo, y un viejo vestido con ropa del Salvaje Oeste salió de las filas superiores.
—¿Quién es? —le pregunté al director del circo.
—Tu nueva pareja.
—¿Y... qué hace mi nuevo compañero? —pregunté sin mucho aplomo.
—Es el lanzador de cuchillos.
—¿LANZADOR DE CUCHILLOS?
—Has oído bien, Rexi.
—¿No ira a lanzármelos a mí? —pregunté despavorido.
—A mí, seguro que no —contestó Maximus sonriendo.
—¡Y a nosotras, tampoco! —exclamaron contentas y a coro las hermanas siamesas, que entonces colgaban cabeza abajo del trapecio.
Miré a Cassidy, que bajaba lentamente las escaleras palpando el camino. No hacía falta vivir en Baker Street, 221 B, ni llamarse Holmes para llegar a la conclusión de que era ciego.
—Pero... si no ve nada... —protesté.
—No te preocupes, lanza de oído.
—¿DE OÍDO?
—Bueno, lanzar de olfato es demasiado difícil hasta para él.
Las hermanas siamesas soltaron una carcajada, igual que el gorila Gorr y la mujer barbuda, que también había entrado en la carpa.
—Pero... pero... —balbuceé—, yo pensaba que haríamos un espectáculo en el que yo hablaría.
—¡Un espectáculo de circo auténtico ha de tener dramatismo! —dijo Maximus, con un énfasis que permitía deducir que creía profundamente en ese tipo de dramaturgia. Luego se volvió hacia el
cowboy
y le anunció—: Bueno, Cassidy, hemos encontrado a un sustituto para tu indio Tanitou.
—Desde nuestra última actuación, Tanitou ya no se llama así —contestó el lanzador de cuchillos, y su voz sonó triste, tristísima.
—¿Cómo se llama ahora? —pregunté, aun estando seguro de que no me gustaría la respuesta.
—Tanitou,
el Eunuco
.
Aquél fue el momento en el que decidí huir.
A aquel momento le siguió el momento en el que Gorr me agarró por el cuello.
Me arrastró sonriendo hasta una gran diana y me ató con la ayuda de la mujer barbuda, que era casi más fuerte que el gorila. Me quedé con las muñecas y los tobillos bien sujetos en unas lazadas fuertes, y las cuatro extremidades estiradas.
—Y ahora, Cassidy, ¡lanza! —exigió Maximus.
—Soy demasiado viejo para esta mierda —contestó el lanzador, pero cogió un cuchillo y lo lanzó. Pasó volando junto a mi oreja y se clavó en la madera de la diana.
—¡AHHHH! —grité.
—No grites todavía —comentó Maximus.
—Entonces... ¿cuándo? —inquirí, con los dientes castañeteando a un compás de tres por cuatro.
—¡Cuando hagamos girar la rueda! —dijo Maximus riendo a carcajadas, y le dio impulso a la diana.
La rueda dio vueltas en círculo conmigo y entonces grité de verdad:
—¡AHHHHHHHHH!
Cassidy cogió el segundo cuchillo, lo lanzó hacia la diana giratoria y me afeitó unos cuantos pelos de la cabeza. Estaba tan espantado que dejé de gritar.
—Lo ves, Cassidy, ¡todavía puedes! —Maximus alabó a su lanzador, y luego le ordenó—: Ahora coge el arco con la flecha en llamas.
Gracias a la circulación rápida de la rueda, sólo vi vagamente cómo el liliputiense le ponía al
cowboy
una flecha encendida en la mano. Cassidy la colocó en el arco, lo tensó con manos temblorosas y me apuntó. Enseguida dispararía la flecha y, con un poco de mala suerte, yo me convertiría en «Rexi,
el Eunuco
» o, con muy mala suerte, en «Rexi, el que aquí descansa en paz». Y en la lápida, debajo de esas líneas, figuraría un apéndice: «... sin haber besado a Jacqueline».
Cerré los ojos, esperé la flecha final y entonces oí un «¡URGHHH!».
¡Era la voz de papá!
Abrí los ojos y, rotando, vi que agarraba a Cassidy del brazo y la flecha salía volando hacia el techo de la carpa. Para mí, que la lona comenzara a arder tuvo una importancia marginal. ¡Mi padre había venido a salvarme!
—¡Cogedlo! —gritó Maximus.
—¡Ya le enseñaré yo lo que aprendí cuando era mercenario! —chilló el gorila Gorr.
—Y yo lo que aprendí en el equipo de lucha libre soviético —gritó la mujer barbuda con acento ruso.
Se abalanzaron sobre papá mientras la diana giratoria perdía lentamente velocidad de rotación. La gente del circo tenía dificultades para agarrar a papá. Pero sólo hasta que las gemelas siamesas cayeron sobre él desde el trapecio. Se sentaron a horcajadas encima, le apretujaron el torso con las piernas y le taparon los ojos con sus cuatro manos, mientras el gorila Gorr y la gorda le pegaban.
Entretanto, la rueda se detuvo en horizontal, de manera que quedé colgado en un ángulo de noventa grados respecto al suelo, y tuve que seguir la pelea desde esa perspectiva.
—¡Mierda! —exclamó Cassidy de repente.
—¿Qué pasa? —gritó Maximus.
—¡La carpa está ardiendo!
Miré hacia arriba desde mi posición horizontal; mis ojos aún no focalizaban con mucha agudeza, pero el hombre tenía razón: ¡la lona ardía!
Los frikis del circo soltaron a papá y huyeron de la carpa incendiada. Papá corrió hacia mí, despedazó furioso la diana y yo pude liberarme de las ataduras. Corrimos juntos por la pista en dirección a la salida mientras la lona ardiendo nos llovía encima, a izquierda y derecha. Cuando por fin dejamos atrás aquel infierno en llamas, todavía no estuvimos a salvo. Porque volvíamos a estar frente a la jauría del circo, y Maximus se dirigió furioso a papá:
—¡Has destrozado mi circo!
—¡Me imfporta ufna fmierfda! —contestó papá.
Cogió a Maximus y lo lanzó hacia el desierto describiendo un gran arco, al menos a cien metros de distancia. El liliputiense aterrizó de mala manera en una duna de arena. La gente del circo se quedó perpleja.
—Como una lanzadora de martillo china —murmuró la mujer barbuda.
Antes de que se dieran cuenta, papá agarró a la barbuda y a Gorr y los hizo chocar de cabeza con tanta fuerza que los dos bellacos cayeron inconscientes en el suelo al instante. Hopalong Cassidy y las siamesas miraban a papá aterrorizados. Él se agachó amenazador hacia ellos y murmuró: