El hecho de que Drácula estuviera desnudo me provocó calor y escalofríos al mismo tiempo, porque volví a recordar el sexo con él, que primero me había parecido tan fantástico y, después, tan repugnante. Me estremecí, Frank lo notó y lo miré avergonzadísima. Y aunque era lento de mollera, no lo era de sentimientos. Se dio perfecta cuenta de que lo había engañado con Drácula. Muy afectado, dejó a Ada en el suelo, pero no dijo nada.
—Hala, ¡menuda cosita tiene el príncipe! —dijo asombrada Jacqueline.
—¡Jacqueline! —aulló contrariado Max.
Frank echó un vistazo a la entrepierna de Drácula y se puso todavía más celoso.
Envidia de pene entre monstruos.
Freud se habría quedado boquiabierto.
—Saltaré sobre el cilindro y verteré el agua bendita dentro —anuncié.
Pero Max me cerró el paso.
—Me parece demasiado fácil.
—¿Demasiado fácil?
No me lo podía creer. Nos habíamos impuesto a la guardia personal de Drácula y a la versión infernal de Jamie Oliver; habíamos dejado atrás a Cheyenne y Ada estaba inconsciente. Si eso era fácil, no quería participar en nada difícil y no quería saber tampoco qué podía ser muy difícil.
—Es el príncipe de los malditos, sería demasiado simple que lo venciéramos así —insistió Max.
Antes de que pudiera contestarle, oí la voz de Drácula a través de unos altavoces supermodernos que estaban instalados en el tanque:
—Vaya, un lobo listo.
Miré espantada a Drácula, que seguía flotando arriba y abajo dentro del cilindro con los ojos cerrados. Todavía estaba dormido, ¿no? Entonces, ¿cómo es que podía hablar? De repente, abrió los ojos. Se me encogió el corazón inexistente. Luego, Drácula sonrió. Y la sangre se me heló en las venas.
—Veo que me has traído algo —dijo sonriendo, y señaló la jarra a través del cristal—. Supongo que será agua bendita improvisada.
—Tienes que tirarla dentro ya —me urgió Jacqueline—. ¡Sólo nos quedan treinta segundos!
—¿En serio creías que no me prepararía para una traición por tu parte? —me preguntó Drácula sonriendo.
—Ya os lo había dicho —gimió Max.
—¡Me da igual! —dije resuelta—, ahora mismo haré lo que he venido a hacer.
Gracias a mis piernas fuertes, salté con la jarra encima del cilindro y me quedé de pie en el borde, que debía de medir unos veinte centímetros. Drácula nadó rápidamente y con elegancia hacia el fondo y abrió la cajita. Pero ¿qué podía sacar de allí dentro? ¿Su Gadafi de goma? Todo lo que pudiera matarme a mí, también lo liquidaría a él.
—¡Se acabaron los masajes! —exclamé furiosa, y me dispuse a tirar la jarra dentro del tanque.
Sin embargo, Drácula sacó entonces del cofrecillo una pequeña píldora de color azul, la lanzó y la pastilla atravesó el líquido como una bala, salió del tanque y fue directa hacia mi boca. Desde allí fue a parar a mi estómago a través de la garganta. Y al instante me atormentó la sed de sangre más terrible que jamás había tenido.
Dentro del tanque, el príncipe de las tinieblas sonreía:
—Todo antídoto tiene su antídoto.
Olvidé por completo lo que me proponía hacer. Sólo quería sangre. ¡Puñetera sangre deliciosa!
Salté del cilindro y tiré la jarra del agua bendita bien lejos, contra una pared donde quedó hecha añicos. Los pedazos cayeron al suelo, el agua impregnó el parqué y el horror se extendió por las caras de los demás.
—¡Mierda! —exclamó Jacqueline.
—«Mierda» es una manera suave de formularlo —dijo Max temblando—. Era... nuestra última posibilidad.
—Eres un lobo listo de verdad —ratificó Drácula.
—Preferiría ser un pingüino —contestó temblando Max—. En el Antártico.
A mí, en cambio, me daba igual haber destruido la única opción de eliminar a Drácula. Quería sangre... no la de un lobo ni la de una momia inconsciente, tampoco la de una adolescente cervecera; quería la sangre de la criatura que atesoraba más cantidad de aquel néctar vital maravilloso.
Me abalancé sobre Frank, lo empujé al suelo y me tiré encima. Me dispuse a clavarle vorazmente los colmillos en el cuello. Si acaso esperaba algo en pleno delirio, era que se defendiera con toda su fuerza sobrehumana. Pero no lo hizo. Al contrario. Se quedó inmóvil y no luchó. Sólo susurró:
—Te quiero.
No dijo «Tfe qfiero» ni «Fte fquierfo» ni nada semejante; no, aunque le costó un esfuerzo de concentración enorme y sobrehumano, por primera vez pronunció una frase correctamente. La mejor frase de todas: «Te quiero.»
El ansia vertiginosa de sangre aún bullía en mi interior, pero aparté los colmillos de su cuello. No obstante, continué encima de él y, por lo tanto, podía morderle la yugular en cualquier momento.
Frank siguió hablando, le costaba mucho esfuerzo pronunciar las palabras correctamente. Y no consiguió articular más de tres palabras seguidas. Pero bueno. Con tres palabras se pueden decir muchas cosas. Y dijo:
—Trabajo muy importante... Ahora ya no... Sólo importamos nosotros... Suleika fue error...
Al recordar a aquella mujer, estuve a punto de hincarle los colmillos otra vez.
—Pero eso acabó... Tenemos futuro juntos...
Esa idea hizo que olvidara el hambre por un momento.
—Futuro estupendo —ratificó Frank.
Eso eran sólo dos palabras, pero maravillosas.
Dentro del cilindro, Drácula se dio cuenta de que yo dudaba y de que Frank tal vez lograría despertar nuestro amor hasta tal punto que yo me olvidaría del hambre. Por eso gritó:
—¡Me he acostado con tu mujer!
Frank se quedó conmocionado. Aunque lo había sospechado, la confirmación supuso un duro golpe para él. Seguro que se enfurecería, gruñiría y me apartaría de su lado. Entonces yo volvería a sentir el delirio de la sangre y lo despedazaría como un animal salvaje.
—¡Y es muy buena en la cama! —añadió Drácula metiendo cizaña.
Frank tendría que haber descargado su furia entonces, como muy tarde, pero no hizo nada parecido. Ni siquiera gruñó. Lo miré a los ojos, y esto es lo que vi:
Frank me sonrió cariñosamente.
—Fue culpa mía... Te perdono...
Su amor era tan grande que podía perdonarme. Y ese gran amor atravesó mi delirio y me llegó al alma.
—¡Muérdele de una vez! —gritó Drácula.
Aún tenía sed, pero no escuché a Drácula. Y Frank consiguió entonces pronunciar incluso más de tres palabras seguidas:
—Yo siempre te querré.
Después de que lo dijera, no sólo me olvidé del hambre, sino que la superé. La sed de sangre había desaparecido. Vencida definitivamente por el amor que Frank sentía por mí.
El amor es más grande que cualquier delirio.
El amor convierte a los monstruos en personas.
Tenía la cabeza despejada. Y también el corazón. Frank perdonaba mi engaño y, gracias a ello, yo el suyo con Suleika. Su ejemplo me había enseñado que el amor es perdón.
Seguía encima de él, en una posición ideal: lo besé en su boca metálica y él besó mis labios fríos de vampiro. A pesar de todo, ese beso reconfortó mi corazón, orgánicamente inexistente. Fue el mejor beso que jamás nos habíamos dado. Incluso mejor que el primero. Y, a su manera, ése también fue un primer beso. El primero de un amor reavivado.
—Humanos... —oímos suspirar a Drácula—, sois insoportables.
La voz ya no salía de los altavoces. Miramos asustados hacia el tanque, y el príncipe de las tinieblas estaba en el borde del cilindro.
Oh, oh, seguro que el sol ya se había puesto.
—¡Hala otra vez! —dijo asombrada Jacqueline—. Pensaba que las cositas se encogían en el agua, pero si ésa está encogida... ¿cómo es cuando está normal?
—¡Jacqueline! —exclamó contrariado Max.
—Emma sabe cómo es —dijo sonriendo el príncipe desnudo.
Frank y yo nos levantamos deprisa. Pero ya no teníamos agua bendita para destruir a Drácula. ¿Podríamos los Von Kieren vencerlo igualmente? Sin ajo, agua bendita ni estacas de madera, Drácula era inmortal. Y tenía miles de años de experiencia en matar. Nosotros sólo llevábamos tres días siendo monstruos. Se acercaba nuestro final definitivo.
Pero a mí no podía matarme, por la profecía de Haribo. Quizás aún me quedaba una posibilidad de salvar a mi familia, aunque con ello me viera obligada a soportar una vida inmortal de tormento al lado de Drácula.
—Salva a mi familia y me quedaré voluntariamente contigo —dije.
—¡Emma! —exclamó Frank.
—Sé lo que hago —dije valerosa.
—¡No! —exclamó mi marido. Gracias a su amor por mí, había recuperado el habla.
—Tranquilo —se burló Drácula—, ya no quiero a Emma.
¿Ya no me quería? Eso no fue muy halagador que dijéramos.
—Me resultaría demasiado tedioso tenerte para siempre a mi lado y engendrar hijos contigo.
Rotundamente, nada halagador.
—He tenido innumerables mujeres a lo largo de mi vida inmortal, y debo decir que estás por debajo de la media.
Si hubiera dibujado como Frank, en aquel momento habría garabateado esto:
—Al intentarlo contigo —dijo Drácula, ahora con voz queda—, realmente tenía la esperanza de que podría sentir algo parecido al amor... Pero no ocurrió nada.
Por un momento pareció desilusionado, o sea que no había mentido cuando me habló de su nostalgia por el amor. Pero, por lo visto, era incapaz de amar.
—¿Y qué pasa con la profecía? —pregunté, albergando la esperanza de que al menos la humanidad quedara a salvo si no podíamos engendrar una horda de vampiros.
—Hay otras formas de exterminar a la humanidad.
—¿Como cuál? —preguntó Jacqueline.
—Creo que no queremos saberlo —dijo Max tragando saliva.
—Os lo contaré sin rodeos —replicó Drácula, cuya sonrisa maníaca había perdido todo el encanto—. En mi consorcio informático hemos desarrollado un virus extraordinario y, con su ayuda, esta noche me haré con el control del arsenal atómico ruso.
—¿Iniciarás la tercera guerra mundial? —pregunté con espanto.
—Yo la llamo la «última guerra mundial» —dijo sonriendo con sarcasmo, y de un salto se plantó en el suelo.
—Este hombre ha visto demasiadas películas de James Bond —comentó Max tragando saliva.
—Si contaminas el planeta con radioactividad —intenté argumentar—, morirá todo el mundo, pero también tu fuente de alimentación.
—Tengo suficientes píldora rojas para una vida eterna. Y por fin me liberaré de los insoportables humanos.
Le brillaron los ojos ante esa idea. Todos teníamos en algún momento el deseo de estar solos, por ejemplo, en reuniones de trabajo, fiestas familiares o veladas con los padres... pero aquello... Aquello era la perversión máxima de las ganas de estar solo.
Drácula se dirigió a una cómoda de madera de roble maciza y sacó una máscara de gas de uno de los cajones.
—¿A qué viene eso? —preguntó Jacqueline.
—Creo que tampoco queremos saberlo —contesté.
—No, más bien queremos echar a correr —coincidió Max.
—Demasiado tarde —oímos resollar a Drácula a través de la máscara.
—Y encima con efectos de sonido a lo Darth Vader —se lamentó Max.
Entonces supimos por qué era demasiado tarde para echar a correr: el príncipe pulsó un botón poco llamativo que había en la pared. Del suelo surgió un centro de mando supermoderno, con pantallas, ordenadores y consolas. Mientras lo mirábamos boquiabiertos, Drácula accionó otro botón en una de las consolas. De las paredes de la sala salieron boquillas por todas partes, y esas boquillas pulverizaron gas. Frank, Max y Jacqueline comenzaron a toser enseguida, se retorcieron y se desplomaron uno tras otro en el suelo.