—Quiero que te comas una docena de
fish-macs
. Y para beber, batido de fresa.
El agresivo aprendiz de roquero cambió de golpe de cara.
—¡Tengo unas ganas locas de comer pescado! —contestó radiante.
Saltó por encima de la barra y cogió un montón de fish-macs y un batido de fresa gigante. Dos cosas se me pasaron por la cabeza: 1) Esa alimentación no podía ser sana. 2) Dios mío, ¡Ada podía hipnotizar a la gente! Como la momia de las películas antiguas. Eso era lo que había intentado hacerme en casa, pero yo debía de ser inmune porque era un monstruo.
Antes de que pudiera seguir pensando en que, con esa habilidad, podría aprobar la Selectividad sin problemas, el oso pardo me inmovilizó agarrándome por la garganta. Durante un segundo temí que me estrangularía. Pero entonces recordé que no tenía pulmones y que podríamos pasarnos horas así, sin que me asfixiara. También recordé que tenía un cuerpo nuevo más fuerte. Agarré al oso por el brazo y se lo retorcí. Gritó y lo tiré al suelo. ¡Tenía la fuerza de cuatro hombres!
Lástima que en aquel momento se me acercaran cinco.
Dos me agarraron por la izquierda, dos por la derecha y uno me pasó el brazo por el cuello, y así me sujetaron. El oso se me acercó furibundo y dijo:
—Te voy a partir los dientes.
Tomó impulso y me dio mucho miedo que mis dientes no resistieran el golpe. Justo en aquel momento, un roquero que corría delante de Jacqueline gritó:
—¡AHH... La chica me ha arrancado la oreja de un mordisco...! ¡¡¡Es una puta Mike Tyson!!!
—A mí me ha pegado una patada en los huevos —gritó otro, con una voz tan aguda como la de los niños del coro de la catedral de Ratisbona.
Jacqueline estaba a punto de abalanzarse contra el siguiente, uno que acababa de arrearle una patada en el culo a Max. Mi hijo no sabía defenderse, ni siquiera siendo un hombre lobo.
Frank no podía acudir en mi ayuda. Tenía la fuerza de diez hombres, pero eso no servía de nada si se luchaba contra quince. Lo trincaron en el suelo como a Gulliver en Liliput y lo dejaron inconsciente atizándole una cantidad increíble de golpes. Lo último que le oí decir fue:
—Uff...
Las fuerzas no le alcanzaron para el «...ta».
Entretanto, Ada había hipnotizado a dos roqueros más; no cabía otra explicación para que los dos se dieran cabezazos mutuamente con alegría. Sin embargo, antes de que mi hija pudiera salvarnos a Frank o a mí, el roquero de los tatuajes y la flamante voz de pito la dejó inconsciente golpeándola por detrás con una bandeja. Ante esa imagen, olvidé por completo mi miedo. Al ver a mi hija desplomarse de ese modo, enloquecí de preocupación. Quise ir de inmediato hacia ella y luché como una loca para soltarme de los tipos que me agarraban. Pero estaba demasiado débil a causa del hambre, de la sed, de las arcadas. Vi a mi hija tendida inmóvil en el suelo. No pude correr hacia ella, estrecharla en mis brazos..., salvarla. Nunca me había sentido tan impotente.
—¡Dejad en paz a mis hijos! —grité desesperada.
—Con mucho gusto —dijo el oso sonriendo—. Al menos mientras me ocupe de ti.
Casi en ese mismo instante, uno de los roqueros le tiró una silla a la cabeza a Jacqueline, y ella también cayó k.o. al suelo. Max corrió preocupado hacia ella, pero el roquero del coro infantil de Ratisbona trinó:
—¡Esfúmate, chucho!
Max intentó hacer acopio de todo su valor, pero el intento fracasó como de costumbre. Apesadumbrado por su cobardía, se escondió debajo de una mesa con el rabo entre las piernas.
—¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó el oso, que enseguida se contestó a sí mismo—: Ah, sí, iba a hacerte una limpieza de boca profesional.
Sus colegas bramaron, al menos los que no estaban inconscientes, comiendo fish-macs o dándose cabezazos mutuamente.
Sentí un miedo terrible. No sólo por mis dientes. ¿Qué le harían los roqueros a mi familia cuando hubieran acabado conmigo? Antes no se habían cortado a la hora de derribar a las dos chicas. Me pregunté si alguien podría salvarnos en el último momento. ¿Habrían llamado los empleados de McDonald’s a la policía? ¿Podía hacer algo Cheyenne? Pero ¿qué? ¿Matar de aburrimiento a aquellos tipos con un discurso sobre la cría de animales en una época de producción en masa?
El oso levantó el puño. Pronto comprobaría si mi nueva dentadura era resistente. Cerré los ojos y esperé el impacto del puño, pero... no noté nada. Absolutamente nada. En cambio, oí decir al oso:
—¿Qué demonios...?
Entreabrí los ojos con cautela. A través de la ranura vi que el puño del oso se había detenido a medio golpe. Porque se lo habían agarrado con fuerza. Una mano de hombre elegante y delicada, adornada con un sello de oro precioso. ¿Quién llevaba hoy en día esos anillos? ¿Además de los raperos gangsta? ¿O del papa?
Sentí tanta curiosidad por saber a quién pertenecía aquella mano de aspecto aristócrata que me atreví a abrir los ojos del todo. Delante de mí había un hombre increíblemente guapo, de unos treinta y pico años, vestido con un traje elegante hecho a medida. Comparados con él, todos los actores de Hollywood eran pequeños Quasimodos. Parecía un ángel. Aunque, claro, yo sabía perfectamente que no era un ángel. Porque tenía unos excitantes ojos de color escarlata y un rostro tan pálido como el mío.
—¿Emma, supongo? —preguntó educadamente, con una voz suave, muy melodiosa, casi erótica.
—No —contestó el oso, más que desconcertado por la situación—. Me llamo Clemens.
—No nos interrumpas, mortal —exigió el extraño.
Y la forma en que utilizó la palabra «mortal» fue otro indicio de que no se trataba de una persona normal. Igual que el hecho de que lanzara al oso por la ventana con un simple movimiento de la mano. El cristal tintineó, el oso aterrizó encima de una moto, ésta volcó y tiró las demás como si fueran fichas de dominó. Los roqueros que quedaban se miraron atemorizados. Ellos también lo habían comprendido: aquel hombre elegante tenía mucha más fuerza que ellos. Por lo tanto, consideraron que era un momento excelente para salir del restaurante de comida rápida, montarse en sus motos, marcharse de allí y aspirar a hacer carrera como funcionarios.
—Discúlpame, querida Emma —me pidió el hombre cuando los roqueros huyeron; todos menos el oso, que estaba inconsciente, y los que había hipnotizado Ada.
Y me hizo una ligera reverencia. No se inclinó exageradamente, sino justo hasta formar el ángulo que demuestra un buen estilo increíble.
—No me he presentado como es debido —dijo.
Su voz erótica me vibró en el estómago, y me alegré de tener un estómago que pudiera vibrar de una forma tan agradable.
—Me llamo Vlad Tepes.
Nunca había oído ese nombre.
—Vlad Tepes Drácula.
Éste, sí.
Drácula. En circunstancias normales, no me habría creído una palabra de lo que decía aquel hombre increíble. Pero en las últimas horas habían pasado tantas cosas imposibles: una bruja nos había convertido en monstruos, yo había saltado por los tejados de Berlín y mi hija no había enviado ni un solo sms durante todo el viaje por la autopista. Y, ahora, Drácula en persona nos salvaba de los roqueros. ¿Podías estarle agradecida a una criatura tan siniestra?
Unas horas antes habría sido incapaz de imaginar que me enfrentaría a semejante dilema moral. Y todavía se me planteó otra pregunta: ¿por qué me había salvado Drácula?
—Estimada Emma, ¿me concederías el honor de comer conmigo?
¿Por eso? ¿Porque quería comer conmigo?
—Sería un placer para mí que aceptaras —dijo el atractivo hombre pálido. Y viendo cómo sonreía su boca sensual y cómo brillaban sus fascinantes ojos escarlata, incluso creí que realmente sería un placer para él.
Alucinante, el último hombre para el que había sido un placer ir a comer conmigo había sido Frank. Hacía eones. En cambio, cuando cenábamos juntos en los últimos años, solía tener problemas para no darse de cabeza contra la mesa por culpa del cansancio.
—Mamá... —imploró Max debajo de la mesa—, no... irás con Drá... Drá... Drá... —no se atrevía a pronunciar su nombre—, ¿no irás a COMER con él?
No me pasó por alto su manera de pronunciar la palabra «comer». ¡Oh, oh! Si Drácula invitaba a un vampiro a comer, seguro que no pensaba en espaguetis a la boloñesa.
Drácula miró a Max. No le extrañó lo más mínimo ver a un hombre lobo parlante. A mí tampoco me extrañó que no le extrañara; al fin y al cabo, esas criaturas seguramente formaban parte de la fauna de su mundo. Sonrió a Max. Amablemente. Pero detrás de esa sonrisa afable había algo a todas luces amenazador. Max se metió todavía más debajo de la mesa.
—¿Me acompañas, Emma? —preguntó de nuevo Drácula, mirándome fascinado.
Era agradable que un hombre... un vampiro... tanto daba... te mirara así. En aquel momento recordé lo que me había dicho la bruja: «Le gustarás al príncipe de los malditos.»
—¿Me escuchas, Emma?
Me sonrió con mucho sentimiento. Madre mía, cómo sonreía. De un modo peligrosamente seductor. Al mareo, el ansia de sangre y a las arcadas, se les añadió entonces un cosquilleo en el estómago por culpa de esa sonrisa. ¡Menuda mezcla!
Me habría lanzado a sus brazos, pero no podía pensar en algo así. Después de todo, estaba casada. Tenía familia. Y él era Drácula. ¡Drácula! Ya me figuraba cómo sería ir a comer con él: perseguiríamos a un par de personas y luego, cuando las hubiéramos acorralado en una callejuela solitaria, les clavaríamos los colmillos en el cuello...
¡Oh, Dios mío! ¡Qué idea más tentadora!
¿Eso me parecía una idea tentadora?
¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Aunque, ¿acaso tenía Dios algo que ver con los vampiros? ¿O con las brujas? ¿O (y eso me devolvió a la duda que siempre tenía frente a toda la magia de Dios) con la pubertad? Si la respuesta era afirmativa, ¿qué tenía pensado el Todopoderoso? ¿El octavo día te recochinearás?
Daba igual; era evidente que Dios no me estaba ayudando. Tenía que tomar las riendas yo misma. «Contrólate», pensé.
—¡Control, control, control!
—¿Te apetece comer col? —preguntó confuso Drácula.
Mierda, había pensado demasiado alto.
—No comeremos col —anunció.
Me lo temía.
—Pero tampoco chuparemos sangre.
—¿No? —pregunté sorprendida.
—Me he modernizado —dijo Drácula cortésmente—. Chupar sangre es muy estresante y poco apetitoso. Hay que perseguir a la víctima y, cuando finalmente cae en tus garras, hay que morderle el cuello...
Desgraciadamente, a mí no me sonaba en absoluto poco apetitoso.
—La sangre salpica por todas partes y la ropa se mancha de sangre pegajosa...
Vale, eso ya no sonaba tan bien. Por lo visto, un vampiro gastaba en tintorería mucho más que la mayoría.
—Y para que no te persiga todo el pueblo tienes que deshacerte del cadáver en alguna charca, en el río o en una pocilga...
—Por favor, no sigas —le pedí—, se me revuelve el estómago.
—Pues acompáñame y enseguida te sentirás mucho mejor —se ofreció Drácula amablemente.
No podía irme con el príncipe de los malditos. Pero ¿qué excusa podía darle? ¿Que tenía que depilarme las cejas? No colaría.
Mientras pensaba desesperadamente, oí gemir a Max. Entonces supe qué tenía que decir:
—Mi familia... No puedo dejarlos solos...
—Emma, confía en mí —me pidió Drácula, y su voz sonó sincera y seductora al mismo tiempo.
Miré a Max. Sacudía la cabeza con fuerza debajo de la mesa, indicándome de la mejor manera posible: «No lo hagas.» Drácula le sonrió de nuevo. Esta vez, aún pareció más amenazador. Tanto que Max sólo vio una salida posible: se hizo el muerto. Se tumbó de espaldas y estiró las cuatro patas.
Seguro que ningún hombre lobo se había hecho el muerto de esa manera en toda la historia de nuestro planeta; probablemente, eso sólo lo hacían los escarabajos (aunque no tenía ni idea de qué pretendían con ello, aparte de dejar fuera de combate al enemigo por un ataque de risa).
a artimaña biológica de hacerse el muerto le trajo sin cuidado a Drácula, que aceptó el gesto de sometimiento de Max y volvió a dirigirse a mí, esta vez con más insistencia:
—Tendrías que venir conmigo. Será mejor para ti.
¿Me amenazaba? Si era así, funcionó.
—¿Por... por qué mejor? —murmuré casi sin despegar los labios.
—Porque de lo contrario tendrás que perseguir a alguien y matarlo para alimentarte, y supongo que no quieres.
—Supones bien... —contesté quedamente.
—Te prometo que podrás volver con los tuyos —afirmó Drácula.
Con su hermosa voz, aquello sonó de lo más creíble. Quizás no era muy astuto confiar en Drácula. Pero ¿tenía elección? Estaba a punto de desmayarme. Si no quería morir, tendría que matar a alguien, lo notaba. Hablando en plata: se trataba de morir o matar. O de ir con Drácula. Me dio la impresión de que tenía que elegir entre la peste, el cólera y Drácula.
Volví a mirar a mi familia: Frank y Ada seguían inconscientes. Max continuaba debajo de la mesa con las patas estiradas hacia arriba, aunque empezaban a temblarle debido a la tensión muscular. Jacqueline era la única que ya intentaba levantarse jadeando; sin ser un monstruo de verdad, era la que tenía la constitución más fuerte.
Me prometí que volvería con mi marido y mis hijos. Entonces partiríamos hacia Transilvania, encontraríamos a la bruja y acabaríamos con aquella pesadilla.
Con el corazón encogido, seguí a Drácula, y de repente oí una voz que decía con asombro:
—¿Vlad?
Era la voz de Cheyenne, que estaba fuera de la furgoneta en el aparcamiento. Al parecer, había observado desde lejos la pelea con los roqueros sin saber qué hacer, puesto que no tenía ninguna posibilidad de intervenir. No habría podido enfrentarse a los roqueros y, si hubiera llamado a la policía, nos habrían metido en chirona a nosotros, unos monstruos.
—¡Vlad Tepes! —dijo más alto, y muy confusa—. No... no has envejecido nada...
—Tú tampoco, Cheyenne —contestó él, encantador.
A pesar del cumplido, que le arrancó una sonrisa por el halago, Cheyenne seguía desconcertada.
—¿Os conocéis? —pregunté, y me dio la impresión de que Cheyenne no sabía que aquel hombre era Drácula, porque lo llamaba sólo Vlad y le extrañaba que no hubiera envejecido.
—Pasamos una noche juntos —explicó Cheyenne perpleja—, pero fue... en los sesenta.