Una familia feliz (16 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Una familia feliz
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—¿Cómo has neutralizado la sed de sangre?

Le conté lo de la pastilla de Drácula. Cuando acabé, me preguntó:

—¿Te ha dicho Drácula cuánto dura el efecto del sucedáneo de sangre?

¡Oh, no! ¡En eso no había pensado para nada!

—¿Toda una vida inmortal? —preguntó Max—. ¿Un mes? ¿Un día? ¿Dos horas?

Naturalmente, no sabía la respuesta. Así pues, le contesté confundida:

—Otro consejo que te irá bien en la vida, hijo mío: a nadie le gusta que lo alerten de cosas desagradables.

Para escapar de las ganas de apareamiento de Frank y pasar un tiempo con Ada, distribuí las habitaciones como sigue: Frank / Max, Jacqueline / Cheyenne y Ada / una humilde servidora. Fui con mi hija momia a una habitación equipada con váter autolimpiable, dos mantas carcelarias y un caduco televisor de tubo.

No obstante, me alegraba de poder estar a solas con Ada, aunque la pobre estuviera cansada y nerviosa. Así podría encontrar la primera de las tres llaves que necesitaba para salvar a mi familia.

—Qué bien que tengamos tiempo para estar juntas —le dije para animarla.

Me miró como si hubiera dicho: «Qué bien que las dos tengamos gastroenteritis.»

—Quiero decir... que por fin podemos charlar un rato tranquilamente.

Casi se pudo oír a Ada pensando crispada: «Súuuuper.»

—Una verdadera conversación madre-hija—proseguí de todos modos, contenta. No podía esperar que se abriera a mí enseguida.

—Si vuelves a hablarme de educación, me tiro por la ventana —contestó.

Ese tema me apetecía tan poco como a ella. Las conversaciones sobre educación que le había impuesto a Ada en los últimos años seguramente no se contaban entre los momentos estelares de la historia de la comunicación.

—No —la tranquilicé—, iba a preguntarte si querías alguna cosa.

—¿Además de dejar de ser una momia? —contestó.

—Me refería a alguna cosa de mí... como madre —le aclaré con dulzura.

Me escrutó con la mirada y, cuando le sonreí, me preguntó esperanzada:

—¿Va en serio?

—Sí. Totalmente en serio.

—Bueno —titubeó al principio—, antes que nada, estaría bien que no me gritaras tanto.

Me habría gustado contestarle «Gracias, igualmente», pero repliqué:

—A mí tampoco me divierte pasarme el día vociferando. Dejaré de hacerlo.

—¿Prometido? —preguntó, no muy convencida.

—Prometido. —Incluso lo corroboré levantando los dedos en señal de juramento.

Ada sonrió. Le encantaba lo que le había prometido. Por primera vez en mucho tiempo vi una sonrisa en su cara, y eso me hizo feliz.

—¿Eres feliz con tu trabajo en la librería? —me preguntó entonces de sopetón.

—¿Qué?

—¿Que si eres feliz de verdad con tu trabajo?

—¿Por... por qué lo preguntas?

—Bueno —se sinceró—, yo... estoy reflexionando sobre mi vida y sobre qué hacer con ella..., si algún día salimos de este rollo de los monstruos, claro.

Me sorprendió. Me había formulado una verdadera pregunta de hija a madre. Al parecer, funcionaba, estaba restableciendo el contacto con ella, y esta vez era mejor. Quizás recuperaría la llave de su corazón.

Pero ¿qué podía contestarle? Decidí probar con la sinceridad:

—No me siento muy feliz con la librería.

—Hum —contestó; al parecer, mi respuesta no le había servido de mucha ayuda.

—¿Y en qué piensas? —le pregunté con cautela.

—En esto y en aquello —contestó Ada.

—¿Todavía es poco preciso?

—Bueno, me gustaría encontrar algo que me llenara totalmente, pero...

—... no sabes qué.

Ada asintió con la cabeza.

—Todavía eres muy joven. Concéntrate en los estudios, y luego ya verás.

Las dos nos callamos un momento. Luego, Ada preguntó:

—¿Eso es todo?

—¿Cómo dices?

—Te pido un consejo para saber qué hacer con mi vida, ¿y me dices que me concentre en los estudios? ¿Nada más?

Tenía razón, eso quizás era demasiado pragmático.

—Bueno, cuando acabes el instituto —proseguí—, ya tratarás de encontrar alguna cosa que te guste...

En su cara de momia se veía que eso tampoco la ayudaba. Ella quería respuestas. Ahora. Ya. Pero yo no podía dárselas.

—Ten paciencia —le dije, sonriendo levemente.

—Estaba cantado —suspiró decepcionada.

—¿Qué estaba cantado? —pregunté.

—Da igual.

—Dímelo... —insistí.

—Estaba cantado que alguien que no ha encontrado nada que valga la pena en toda su vida no podía ayudarme.

No tendría que haber insistido.

Su comentario me hirió. Sobre todo porque yo había encontrado el trabajo de mis sueños, pero luego me había quedado embarazada de ella y había dejado el puesto por ella.

—A mí no me hables así —refunfuñé.

—Hablo como me da la gana —replicó Ada tranquilamente.

—¡NO LO HAGAS!

—Has dicho que no volverías a gritarme —dijo con acritud.

En eso tenía razón.

—Estaba cantado que no mantendrías tu promesa ni un minuto.

—Lo siento —dije, intentando suavizar la situación.

—Vale —replicó, pero me miró con aquella mirada despectiva que tanto me hería y al mismo tiempo me enfurecía. Siempre me transmitía la sensación de que era una madre penosa.

—¿En serio no hay nada que te parezca bien de mí? —le pregunté dolida.

Calló.

—Bueno, seguro que se te ocurren cuatro o cinco cosas, ¿no?

Sin respuesta.

—¿Dos y media? —intenté bromear a duras penas.

—Sabes llevar a la gente a situaciones de mierda.

Eso me tocó, porque era cierto en el caso de los monstruos. Pero no quería reaccionar con rabia y me dije en pensamientos: «No conseguirá hacerte rabiar.»

—Y también eres bastante buena poniendo a la gente de los nervios.

«No conseguirá hacerte rabiar», me repetí como si fuera un mantra.

—Incluso eres muy buena estropeando mi vida como has estropeado la tuya.

Vale, lo consiguió.

—¡A mí también me gustaría tener una hija diferente! —refunfuñé a voz en grito—. Una hija que no lo suspenda todo, que no me grite, que colabore en las tareas de casa y que no me haga sentir que soy un auténtico monstruo.

—Si quieres una hija modélica, te la pintas —replicó Ada muy dolida.

Miré en los ojos negros que asomaban por detrás de las vendas y vi que en ellos brotaban las lágrimas. ¡Idiota de mí! En una situación tan crítica como aquélla, le había hecho aún más daño a mi hija. Ella a mí también, pero yo era la adulta y tendría que haberme controlado. Me habría abofeteado allí mismo, a ser posible con una máquina de abofetear inventada por Ungenio Tarconi y funcionando a la máxima potencia.

—Lo... lo siento, Snufi —dije con voz queda.

Ada calló, triste y herida. Luego encendió el pequeño televisor de tubo, sólo apto para la chatarra, y adoptó su postura patentada de «No le quitaré la vista de encima ni diré nada hasta que desaparezcas».

Me levanté de la cama y salí de la habitación. Triste. Ni siquiera ahora, cuando se trataba de preservar mi familia, encontraba la llave del corazón de mi hija.

Salí de la habitación sintiéndome una fracasada total en cuestiones educativas, y me topé con Max.

—¿Por qué no estás en tu habitación? —le pregunté perpleja.

Aunque fuera un hombre lobo, me preocupaba que rondara a esas horas por un hotel tan siniestro. A saber lo que podía encontrarse.

—Tenía que salir a hacer pipí —dijo.

—¿No hay lavabo en la habitación? —pregunté sorprendida.

—Soy un lobo —replicó Max—. Para mí, los lavabos son un problema logístico complicado.

No había caído en la cuenta.

—Lo he intentado en el que hay en el cuarto —continuó explicando—, pero he resbalado de la taza y he colisionado con el portarrollos de metal.

Me enseñó un pequeño rasguño que le sangraba por encima de uno de sus ojos marrones de lobo. La sangre no me atrajo lo más mínimo. Así pues, la pastilla seguía funcionando. Eso me alivió, y también me alegré de encontrar a Max justo después de la debacle con Ada: seguramente me costaría menos encontrar la llave de su corazón. Al fin y al cabo, nunca había discutido con él. Era más bien una persona silenciosa, demasiado tranquila.

—¿Y qué haces tú en el pasillo? —preguntó.

—He discutido con Ada —confesé.

—Estaba cantado —dijo molesto, ofendido de verdad, como si me hubiera enfadado con él y no con su hermana. Su conducta era un tanto extraña.

—¿Cómo estás? —intenté desviar la conversación hacia él.

—Eso a ti no te importa, a ti sólo te importa Ada —me espetó, y me dejó totalmente perpleja.

—Ejem, ¿de dónde sacas eso?

—¡Te gusta discutir con ella! —refunfuñó.

—Sí, claro —me eché a reír—, me gusta tanto como hacerme un empaste.

—Yo también sé —dijo—, ¿lo pruebo?

—No, gracias —contesté. A esas alturas, ya estaba del todo estupefacta.

¿Qué ejército de moscas le había picado?

—Tú... eres... eres un residuo de ectoplasma —intentó ofenderme. Con bastante poca gracia, pues su intelecto le ponía trabas. En tanto que Ada sabía maldecir como un marinero con gonorrea, Max parecía una ricura cuando ponía el grito en el cielo. Tuve que reprimirme para no sonreír, porque si le daba la sensación de que no me lo tomaba en serio, seguramente lo heriría.

—Eres... ¡eres un cromañón! —continuó intentándolo.

Me costaba de verdad no sonreír.

—Eres... eres... una vil... una vil... —balbuceó.

—¿Qué? —pregunté divertida, puesto que no se le ocurría nada y respiraba nervioso.

—... ¡vileza!

No pude evitarlo, se me escapó la risa.

—¡Yo no le veo la gracia! —me increpó furioso, y su voz de lobo casi se volvió chillona.

—Te quiero tantísimo —dije—, que no puedes molestarme con nada.

—¡Vaya si puedo! —contestó.

Cinco segundos después, tenía una pernera empapada de líquido caliente.

La última vez que Max se me había orinado encima había sido hacía diez años, cuando le cambiaba los pañales. Entonces aún fui capaz de reírme y amenacé al bebé en broma: «Cuando me presentes a tu primera novia, se lo contaré.»

Pero mi hijo era ahora un hombre lobo, y aquello no había tenido tanta gracia. Max me miró triunfal y salió corriendo. Era evidente que tampoco había encontrado la llave de su corazón. ¿Qué había hecho mal para que mis hijos me odiaran tanto? A lo mejor era realmente una mala madre. A lo mejor, pensé con tristeza, a lo mejor estarían mejor si me hubiera ido con Drácula.

Y yo también.

En medio de mis tristes pensamientos, oí decir:

—¿Efma?

Me volví y ahí estaba Frank, en la puerta de su habitación. Sonreía afablemente. Bueno, tan afablemente como puede sonreír el monstruo de Frankenstein. Me acarició la mejilla cariñosamente. Bueno, tan cariñosamente como puede acariciar el monstruo de Frankenstein: pareció un cachete. Luego hizo un gesto torpe con la mano pidiéndome que entrara en su habitación. Dudé un poco, pero repitió mis palabras de antes, con voz de carraca:

—No pfolfo.

Sonreí con satisfacción y entré con él. Quizás podría encontrar al menos la tercera llave, la de su corazón. Nos sentamos sobre la cama, que se encorvó tanto con el peso de Frank que casi tocamos al suelo. Después de un breve silencio, le pregunté si recordaba la vida antes de la transformación.

Frank se concentró en la búsqueda de una respuesta. Casi podía verse cómo se movían lentamente las ruedas dentadas del engranaje mal engrasado de su cerebro. Al final de un proceso mental muy, pero que muy lento, contestó:

—Un pfofco.

Bueno, eso era mejor que nada.

Estuvimos callados un rato más, luego hice acopio de valor y le pregunté:

—¿Todavía sientes algo por mí?

En vez de gruñir algo, cogió el bloc de dibujo que se había llevado de la furgoneta, y dibujó. Cuando acabó el primer dibujo, me lo enseñó:

Me conmovió. Era una monada. Y Frank también lo era en aquel momento.

—¿Qué habrías hecho si Drácula y yo realmente...? —No completé la pregunta, pero estaba claro a qué me refería.

Frank volvió a coger el bloc y se puso a garabatear alterado:

Al ver el dibujo, me eché a reír a carcajadas. Me sentó bien. Era la primera vez que me reía desde que nos habían transformado en monstruos.

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