Una familia feliz (24 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Una familia feliz
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—¿No es maravillosa? —Imhotep la contemplaba enamoradísimo.

Es terrible que los chicos mayores miren babeando a tu hija. Todavía es peor cuando lo hacen los viejos. Pero ese individuo tenía tres mil años y prestaba una nueva dimensión al concepto de «viejo verde».

—¿Has hipnotizado a mi hija? —volví a preguntarle al del taparrabos.

—No, no se puede hipnotizar a las personas que tienen mucha voluntad —dijo.

Así pues, ése era el secreto. Eso significaba que Ada no había podido hipnotizar a Baba Yaga porque tenía mucha voluntad, ni tampoco a mí. Y, por lo visto, mi hija también tenía una voluntad inquebrantable. Podría haberme sentido realmente orgullosa, de no ser porque su voluntad siempre estaba al servicio de su cabezonería.

—Entonces, yo no soy fuerte de espíritu —dijo Max con tristeza, al deducir por qué Ada había podido hipnotizarlo en la noria gigante.

En ese momento, sentí lástima por él y procuré animarlo:

—Tú también acabarás teniendo una voluntad de hierro...

—Ah, déjate de mentiras retóricas —me espetó Max—. Por culpa de tus peroratas, ¡mi vida es muchísimo más desastrosa que antes!

¿Por culpa de mis peroratas? ¿Qué le había dicho? ¿Y cuándo? No tenía ni idea de a qué se refería ni sabía por qué su vida era peor que una hora antes. Por un breve instante pensé si no debería preguntárselo. Pero decidí que primero tenía que encarrilar a Ada. La cogí del brazo y le dije:

—¡Ahora mismo te vienes con nosotros!

—¿Adónde pretendes llevártela? —preguntó Imhotep, visiblemente disgustado porque la hubiera agarrado.

—A Transilvania.

—¿Y cómo pretendes llegar, necia? —preguntó sarcástico.

—¿Sabes qué? —lo increpé—. ¡Lo último que me faltaba era un viejo sabelotodo de tres mil años con taparrabos!

La risa desapareció de su rostro de golpe.

—¡Nos vamos! —le ordené a Ada, y tiré con fuerza de ella. Pero no se movió del sitio.

—Me quedo con Immo —contestó tranquilísima.

—¿Qué?

—Me quedo con Immo.

—¡Sólo he entendido «Me quedo con Immo»! —dije perpleja.

—Pues has entendido bien.

—¡Pero a ti no te entiendo!

—¿Qué es lo que no se entiende? —preguntó Ada.

—¡Nada!

—¿Por qué no quiero volver a transformarme en persona?

—Creía que odiabas ese cuerpo de momia.

—Entonces no sabía todo lo que puedo hacer con él. Puedo hipnotizar a la gente. Puedo transformarme en tormentas, incluso puedo desatar plagas bíblicas...

—Y no hay que olvidar —completó el del taparrabos— que dominas la terrible maldición de la momia.

—El último recurso —asintió Ada—. Porque esa arma puede ser letal.

—No quiero saber en qué consiste esa maldición que dominas —la interrumpí—. No puedes quedarte.

—¿Por qué no? No quiero volver al cole. Piensa en todo lo que puedo conseguir con mis poderes. Alentar revoluciones. Derrocar dictadores. Ayudar a la gente. A los pobres. A los oprimidos.

Me dejó asombrada. Por sus ideas. Pero también porque las expuso radiante. La chica aletargada por fin tenía un proyecto. Un plan por el que incluso pensaba renunciar a su cuerpo adolescente y seguir siendo una momia eternamente.

Eso podría parecer fascinante, porque era idealista, valiente y altruista. Y seguro que me habría impresionado en cualquier otra persona. Si esa persona no hubiera sido casualmente mi hija. Pero no podía permitir que arrojara por la ventana su vida humana y siguiera siendo una momia para siempre.

—¿Por qué pones esa cara? —me preguntó—. Tú siempre has querido que pensara en mi futuro. Y ahora he encontrado algo con lo que realmente puedo cambiar el mundo.

—¿No es maravillosa? —dijo Imhotep radiante—. Como mi Anck. Quiere salvar a la gente.

Aquel tío empezaba a crisparme los nervios.

—Ada, no puedes ser siempre una momia... —intenté apelar a su conciencia.

—Claro que puedo.

—Puede que Ada —intervino Max a favor de su hermana, dando rienda suelta a la imaginación— sea una especie de elegida, como en las grandes historias, como Luke Skywalker o Frodo Bolsón... Puede que incluso tenga que salvar a...

—¿Max? —dije.

—¿Sí?

—¡Siéntate!

Se sentó y se calló.

Observé a Ada y vi una mirada decidida en sus ojos, no supe qué decir, me volví indefensa hacia Frank y le pedí:

—¡Haz el favor de decirle algo!

—Ufta —rugió con fuerza y determinación.

—Vaya —dije suspirando—. Eres de gran ayuda.

—¡UFTA, UFTA, UFTA!

Eso tampoco sirvió de mucho.

Así pues, volví a dirigirme a Ada:

—Por favor..., ven con nosotros..., sé razonable...

—Soy más razonable que nunca.

—Déjame que te diga...

—Tú no puedes decirme nada —replicó Ada—. Siempre has querido tener una hija diferente; ahora ya la tienes.

—No quería decir eso.

—Oh, sí, lo dijiste —replicó, y sus ojos brillaron de tristeza y furia.

Eso me dolió terriblemente porque no era justo. Y me enfureció.

—Deja de hablarme así o... —la amenacé desvalida.

—Deja ya de darme órdenes sólo porque eres una frustrada —objetó, plantándome cara.

—¿Qué has dicho que soy?

—Una frustrada total, porque no has logrado nada en la vida.

Cuando acabó de pronunciar esas palabras, levanté instintivamente la mano. No quería pegarle. Claro que no. Sólo amenazarla. Tenía que dejar de hablarme así de una vez por todas.

—¿Vas a pegarme? —me preguntó sobrecogida.

—No... Sólo quiero hacerte entrar en razón —balbuceé.

—Desaparece de mi vida —dijo en voz baja.

—Pero...

—No quiero volver a verte nunca más —murmuró, y el desprecio que vi en sus ojos me resultó insoportable.

Me aparté. Me faltaron las fuerzas para objetar nada. Y me sentía muy avergonzada por haberle levantado la mano.

Miré a los demás, triste y desesperada. A Max, que clavaba turbado la vista en el suelo.A los camellos, que seguían sin atreverse a salir de la trastienda. A Frank y a Suleika, de los que pensaba que quizás había habido algo entre ellos. Una sospecha que me dolía tanto como el desprecio de Ada. No podía seguir viviendo con esa sospecha, me corroía. Necesitaba certezas. ¡En una o en otra dirección!

Alterada y sin pensarlo demasiado, me dirigí hacia Frank y le pregunté:

—Vosotros dos, alguna vez...

—¿Ufta?

No había entendido mi pregunta cargada de insinuaciones.

Suleika, sí; desvió la mirada y dijo:

—Voy... a echar un vistazo a los camellos.

Eso fue tanto como una respuesta.

Suleika desapareció en el interior de la tienda y yo volví a preguntarle a Frank, esta vez con más claridad:

—¿Os acostasteis juntos alguna vez?

Frank negó meneando la cabeza.

Unas piedras enormes de alivio se desprendieron estrepitosamente de mi corazón inexistente. Mi sospecha había resultado ser una simple tontería de celos. ¡Gracias a Dios!

Quise abrazar a Frank, pero él se agachó y escribió algo en la arena con su enorme y macizo dedo índice:

Al principio no entendí nada. Pero luego me sentí terriblemente mal.

—¿Ocho?

Frank asintió avergonzado.

—¡¿¡OCHO!?!

Frank asintió aún más avergonzado.

—¿No te acostaste con ella una vez, sino ocho?

Frank dejó de asentir de tanto que se avergonzaba.

Oh, Dios mío, aquello era peor, mucho peor de lo que había pensado.

No me había engañado sólo una vez en un arrebato. Lo había hecho continua y gustosamente. Eso no se hace cuando se ama a alguien.

Por lo tanto, no me amaba.

Quizás desde hacía mucho tiempo.

Todavía me sentí peor. Como si alguien me arrancara las entrañas. Miré alrededor. Había sido totalmente absurdo buscar las llaves de los corazones de mi familia. Sus corazones estaban cerrados a cal y canto.

—Ya sé que no soy perfecta. No soy una madre fantástica y no soy una esposa fantástica... —dije con la voz rota.

Me interrumpí un momento y proseguí:

—Soy como soy... no hay más...

Todos callaron, turbados.

Incluso Imhotep.

Y los camellos.

—Y si eso no basta para estar conmigo...

Miré a Ada.

—... y si eso no basta para hacer que vuestra vida sea mejor...

Miré a Max.

—... y, sobre todo, si eso no basta para serme fiel...

Miré a Frank.

—... será mejor que me vaya.

Llena de tristeza, me dirigí a la tienda y le cogí a Suleika las riendas de un camello de la mano. Saqué fuera el animal, pasé por delante de mi familia y monté. Luego le di al camello la orden de marcha.

Y mientras abandonaba a mi familia, comprobé que los vampiros también lloran.

ADA (9)

—¡¿¡No te da vergüenza engañar a mamá!?! —increpé a papá cuando mamá ya se había ido.

—Uff —contestó, y lo hizo realmente avergonzado.

Pero en aquel momento me dio igual. Por eso seguí recriminándolo:

—¡Y encima lo haces con una pobre conejita del Tercer Mundo!

—¡Un momento! —protestó la conejita del Tercer Mundo.

—Nada de momentos. Te fuiste a la cama con un hombre casado. Si quieres conseguir la carta verde para Alemania, búscate un turista soltero.

—En Alemania no hay carta verde —me corrigió.

—¡Me importa una mierda el proceso que siguen los inmigrantes en la República Federal de Alemania!

Suleika cerró el pico.

—Mira que irte a la cama con un viejo decrépito por una cosa así —dije con desprecio—. Con esa carne fofa.

—¡Ufta! —protestó entonces papá.

—¡Deja ya de decir siempre «ufta»!

—¿Iffta? —contestó desvalido.

—Esa versión no es mejor, ¡viejo verde!

—¡Ufta! —volvió a protestar al estilo normal.

—Yo... amo a tu padre —dijo Suleika. Y tal como lo miraba, incluso podías creértelo. Aunque no pudieras comprenderlo.

—Si eso es verdad, ¿no hay que ser muy tonta para enamorarse de un tío tan repugnante que incluso engaña a su mujer? —pregunté.

Suleika miró al suelo.

—¿Y tú? —le pregunté a papá—. ¿No hay que ser muy tonto para engañar a tu mujer si tienes hijos?

Él también miró al suelo.

—En el suelo no encontraréis ninguna respuesta.

Desviaron la mirada a un lado.

—Ahí tampoco.

Los dos siguieron callados. Y, sinceramente, no pude soportar verlos por más tiempo. Por eso dije:

—Venga, Immo, nos vamos.

—¡Nadie le dice a Imhotep lo que tiene que hacer! —protestó Immo.

—No te alteres —contesté, y comencé a transformarme en tormenta de arena.

Primero se me descompuso el brazo izquierdo en un remolino de arena. Eso picaba bestialmente. Como cuando un brazo se te empieza a despertar y te da la impresión de que miles de hormigas se arrastran por él.

—¿Qué haces? —preguntó Max, inseguro.

—¿A ti qué te parece? —contesté mientras el otro brazo también se transformaba en un remolino de arena.

—Que huyes —constató Max con tristeza.

Por un momento, eso me afectó. Pero luego me enfureció aún más: si estaba permitido huir de alguna situación, seguramente era de aquélla. Además, por fin tenía un plan, sabía qué quería hacer con mi vida y ardía en deseos de llevarlo a la práctica de una vez.

El resto de mi cuerpo se convirtió en un remolino de arena, me picaba por todas partes, sólo dejé que la boca mantuviera su forma real. Flotaba en el aire como única parte existente del cuerpo, sostenida por el impulso ascendente del remolino de arena, y pregunté:

—¿Qué, Immo? ¿Vienes?

—Nadie le da órdenes a...

—Ah, ¡no me llores! —dije, cortándole la palabra.

Luego, mi boca también se transformó en arena y ascendí por el cielo como un remolino. ¡Qué sensación más guay! Arremolinarse así. Volar así. Subir por el cielo. ¡Ser una fuerza de la naturaleza!

Miré hacia abajo: todos se iban haciendo pequeños, salvo Immo, que por fin se había puesto las pilas y también se transformaba en tormenta de arena. Vaya, vaya: nadie le dice a Imhotep lo que tiene que hacer.

A través del aire que yo misma levantaba, oí gritar abajo a papá:

—¡Affda!

Formé una boca enorme de arena (cosa que, dicho sea de paso, era como bostezar, pero picaba más) y le grité con mi voz de torbellino:

—¡Nada de «Affda»! Ya no soy vuestra pequeña Ada, ¡ahora soy para siempre Felicitas!

Me alejé de allí soplando como el viento y pensando a qué dictador idiota iba a demostrarle lo bien que la nueva Felicitas podía darle una patada en el culo.

MAX (7)

La situación era deplorable. Y «deplorable» era una manera suave de formularlo. En cierto modo era tan deplorable como las habilidades náuticas del capitán del
Titanic
. O que la situación de los soldados alemanes en Stalingrado. O la moralidad de Silvio Berlusconi. O lo que yo sabía de chicas.

Mamá se había ido. Ada también. Y estaba a punto de convertirse en una versión exaltada de Nelson Mandela. Para colmo de males, papá había engañado a mamá. Y ahora yo los odiaba a los tres.

Cuánto deseaba estar con Jacqueline. En todo caso, con una Jacqueline que no se riera de mí cuando le confesaba mi amor. Pero, por desgracia, esa Jacqueline no existía. Por lo tanto, no deseaba estar con Jacqueline.

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