Claro que saberlo no tranquilizaba demasiado. Al contrario.
—¿Qué sabes de Imhotep? —le pregunté a Suleika.
El gordo apestoso de Klaus, que se había quedado sin habla, lógicamente, y yo cabalgábamos en nuestro camello junto a ella.
—Yo... pensaba que sólo era una leyenda —contestó, volviéndose hacia mí.
—¡Pues está claro que no lo es! —repliqué con demasiada acritud, fruto de mi temor por Ada—. ¿Dónde vive Imhotep según la leyenda?
—En la pirámide del faraón Seti.
—¿Está lejos de aquí?
Antes de que Suleika pudiera contestar, una de las Barbaras se quejó:
—Quita, quita, necesito una ducha urgente, tengo arena hasta en la raja del culo.
Suleika me miró y afirmó decidida:
—Ahora llevaremos a los turistas al hotel. Esta noche van todos al circo que se ha instalado cerca del complejo hotelero. Entonces tendré tiempo para acompañaros a la pirámide.
Aquella mujer no sólo era preciosa, también era valiente. Quería ayudarnos, a nosotros, unos monstruos. En su lugar, la mayoría habría procurado librarse de nosotros lo antes posible, aunque fuera cruzando el Egeo en una patera abarrotada. Pero ella no.
Titubeé antes de aceptar su propuesta, porque yo quería ir directamente a buscar a Ada. Suleika se dio cuenta y argumentó:
—En el hotel también hay una enfermería y os podré curar las heridas.
Contemplé los pies lastimados de Max, miré hacia el cielo y constaté que el sol no tardaría en ponerse y que, hasta que fuera de noche, yo no recuperaría las fuerzas necesarias para tener una posibilidad frente a Imhotep. Eso si era posible vencer a una tormenta de arena sin contar con un aspirador gigantesco. Así pues, acepté la propuesta de Suleika y seguimos cabalgando hacia el hotel. Frank se me acercó a lomos de un camello que resollaba y, con una mirada que te rompía el corazón, me preguntó:
—¿Affda?
—¡La encontraremos! —proclamé audaz.
Mi audacia se le contagió, y asintió con determinación.
Entretanto, Suleika lo había estado observando y, finalmente, comentó titubeando:
—Yo... te conozco de algo...
—Fsoy fyo, ¡Pffrank! —contestó él.
—¿Cómo? —preguntó ella.
Eso mismo estuve a punto de preguntar yo. ¿Volvía a acordarse por fin de su nombre?
—¡Pffrank! —repitió, esforzándose inútilmente por pronunciar mejor su nombre.
Suleika lo miró entonces a los ojos y vio algo en ellos: seguramente, su alma.
—¿¡¿Frank von Kieren?!? —exclamó sorprendida.
Frank asintió moviendo enérgicamente la cabeza. Por lo visto, también se acordaba de su apellido. Eso debería haberme alegrado, pero no me gustó nada que lo hubiera recordado gracias a Suleika. Aunque mis temores por Ada solapaban los demás sentimientos, noté algo parecido a una chispa de celos.
—¿Qué... te ha pasado? —le preguntó Suleika.
—Fbrufja, fmafgia, fprayos...
Suleika no entendió ni fpafpa.
Le conté lo que nos había ocurrido y eso me distrajo un poco de mi preocupación por Ada. Al terminar, Suleika estaba asombradísima. Sin embargo, en vez de preguntar «¿Cómo es posible que ocurra algo tan fantástico?», «¿Sois peligrosos para la gente normal?» o simplemente «¿El perro lobo no lo pone todo perdido en casa?», se interesó por una única cosa:
—Entonces... ¿Tú eres la mujer de Frank?
Asentí.
—Tienes que ser una mujer muy feliz —contestó.
Yo no me recordaba muy feliz.
—Frank es un hombre valiente y noble —dijo.
¿Hablábamos del mismo Frank?
—Sacó a mi hermano Mohamed de la cárcel.
Suleika contó entonces que habían acusado de robo a su hermano pequeño, que era menor de edad y trabajaba de botones en el Pyramid. Lo habían arrestado sin pruebas y únicamente lo habían soltado porque Frank, en vez de hacer vacaciones, se había empleado a fondo, día y noche, con sus conocimientos jurídicos y no se había dejado amedrentar por la brutal policía egipcia.
—¡Luchó como un jabato! —comentó Suleika llena de admiración.
Frank siempre había querido ayudar a los pobres y había hecho realidad ese sueño durante unos días, precisamente durante unas vacaciones. Además, incluso se había ganado la admiración de una mujer como Suleika. Pero ¿por qué no me había explicado nada? ¿Tal vez porque, en el día a día, yo no lo admiraba tanto? ¿O porque se había ganado algo más que la simple admiración de Suleika?
Llegamos al complejo turístico, construido en la década de los ochenta y que probablemente no habían renovado desde entonces. A unos cincuenta metros de distancia, un circo ambulante había instalado su carpa. Para los turistas, seguro que sería una buena alternativa al programa de animación típico, con representaciones de pacotilla del musical
El rey león
.
suabos desaparecieron hacia sus habitaciones. Todavía oí decir a uno de los Klaus:
—Quita, quita, que la próxima vez me voy de vacaciones directo a Quito.
Nosotros fuimos a la enfermería del hotel y Suleika nos curó las heridas. Le vendó los pies a Max y a mí me puso pomada en las quemaduras de la piel. Entretanto, no paró de lanzar miradas furtivas a Frank. A pesar de su aspecto monstruoso, ella parecía seguir viendo algo en él que yo no veía desde hacía años: un hombre admirable. Un héroe brillante.
Si Frank hubiera sucumbido a esas miradas de una mujer tan hermosa, valiente y joven..., lo habría comprendido. Perdonado, no. Pero sí comprendido.
Estuve a punto de pedirles cuentas, de preguntarles si había habido algo entre ellos. Pero la respuesta me dio miedo. Y necesitaba toda mi energía mental para salvarle la vida a Ada.
Nunca me habían devorado. Y puedo asegurar que fue más asqueroso de lo que pueda parecer. Como mínimo, tan asqueroso como toda la arena que me entró por la boca, los ojos y la nariz. Volé por el cielo dentro del remolino negro, dando vueltas sobre mi propio eje. A veces cabeza abajo. A veces de lado. Y todo el rato volando arriba y abajo. Mi último pensamiento antes de quedarme k.o. fue: «Suerte que no he desayunado.»
Me desperté tumbada sobre un suelo frío de piedra, en una gran sala con paredes de piedra decoradas con mogollón de jeroglíficos egipcios. Delante de las paredes había estatuas de hombres con cabeza de animal: chacales, halcones, gatos, ratas, incluso una vaca. Los cuerpos estaban desnudos, pero gracias a Dios llevaban taparrabos. No me hizo falta ser egiptóloga para darme cuenta de que me encontraba en el interior de una pirámide y de que ése debía de ser el cuarto del bueno de Imhotep.
Así pues, yo también recorría el mundo como Cheyenne, tal como había deseado desde que me había caído del tejado del hotel. Sin embargo, ese plan de vida de repente no me pareció tan atractivo.
—¡Ahora conocerás la venganza de Imhotep! —oí decir a una voz detrás de mí.
No era tan atronadora como en la tormenta de arena y sonaba mucho más humana. Aun así, me volví con miedo y vi a un egipcio alto y cachas, con calva y una musculatura increíble, que una persona normal sólo conseguiría con muchas horas de entrenamiento y muchísimas sustancias cancerígenas.
Era bastante viejo, fijo que pasaba de los treinta. Iba desnudo como las estatuas, pero él también tenía el detalle de llevar taparrabos. Me habría gustado preguntarle si no le tiraba a lo bestia por debajo, pero seguro que no era buena idea mencionárselo si quería salir con vida de aquella pirámide.
—¡Soy Imhotep! —proclamó.
No pude evitarlo, se me escapó una risita.
—¿De qué te ríes? —preguntó.
No quise contestarle: «Es que suena a “impotente”.»
—¡Soy Imhotep! —repitió.
Estuve a punto de replicar: «Dicen que el Viagra hace milagros.»
Se me acercó enfurecido.
—¡Hace tres mil años que vago por el mundo!
—No es extraño que a esa edad seas Imhotep —dije entonces con una risita.
—¡Te burlas de mí! —atronó.
No podía negarlo. Seguramente, tendría que haberme jiñado delante de un viejo de 3.000 años, con taparrabos y capaz de transformarse en tormenta de arena, pero me costaba creer que quisiera hacerme daño, tal vez porque, a pesar de su rabia, me miraba fascinado todo el rato.
—Te pareces tanto a ella —dijo, entre melancólico y furioso.
—Pues sea quien sea «ella», no debe de ser muy guapa —repliqué.
—
¡No te burles de ella!
—gritó Imhotep, y su cara se transformó de nuevo en una enorme mueca de arena negra.
—Vale, vale, lo que tú digas... —lo calmé. El numerito de la arena era bastante intimidador y, además, de repente me dio la impresión de que sí me haría daño.
Su rostro volvió a la normalidad y, temblando de ira, preguntó:
—¿Por qué la mancillas?
—Pero si no sé quién es.
—¡No mientas! —gritó, me cogió de la barbilla y me miró a los ojos con ansia asesina.
Aquel tío estaba tan desequilibrado como la mayoría de los profesores después de diez años dedicándose a la enseñanza.
—No miento —contesté aterrorizada.
—¿Insinúas que no has oído hablar nunca de mi gran amor, Anck-Su-Namun?
—De verdad, ¡palabra de momia! —contesté.
Immo examinó mi mirada durante una eternidad y luego me soltó, confundido. Se hizo un minuto de silencio. Finalmente, comenzó a hablar con voz triste, melancólica. Sus ojos miraban en mi dirección, pero no parecían verme a mí, sino los acontecimientos del pasado.
—Anck-Su-Namun era la mujer del faraón Seti, y yo era el mago de la corte. Pero Anck-Su-Namun me amaba a mí, y yo la amaba a ella. Nuestro amor era más grande que el de Isis y Osiris.
No conocía a ninguno de los dos, pero, tal como lo dijo, debió de ser un amor mogollón de grande.
—Pensábamos huir de la corte del faraón la noche en que Seti se proponía engendrar un sucesor con Anck-SuNamun. Anck tenía un corazón tan puro y tanto entusiasmo que quería tramar una revolución para derrocar después al faraón y ofrecer a la gente una vida justa y pacífica. Incluso había convocado ya clandestinamente a algunos aliados y hombres justos.
Al parecer, era una mujer realmente valiente. Una mujer que sabía qué quería de la vida y que estaba dispuesta a darlo todo. ¿Por qué nos fastidiaban en clase con medusas, logaritmos y la edificación de castillos en la Edad Media, en vez de hablarnos de las mujeres extraordinarias que había habido en el mundo? Así me habrían transmitido alguna que otra idea brillante y, para variar, habría aprendido algo útil para la vida.
—Pero aquella noche —prosiguió Imhotep con su historia—, la doncella de Anck nos traicionó. Los guardias nos apresaron cuando aún estábamos en los aposentos de mi amada. El faraón dictó su terrible sentencia allí mismo. Ordenó que nos arrastraran a esta cámara, que nos momificaran vivos y que nos enterraran vivos en esos sarcófagos.
Señaló dos sarcófagos. Uno estaba abierto y vacío. El otro, cerrado. Seguramente, Anck aún yacía dentro. Era espeluznante.
Tragué saliva.
—Ese faraón no tenía muy buen carácter... —solté.
Imhotep rió con amargura.
—Ni que lo digas.
Su risa por mi comentario estaba llena de dolor. Por lo visto, no era divertido ser el héroe de una gran historia de amor tan dramática.
—Poco antes de que los guardias de Seti cerraran los sarcófagos, nos protegí con un hechizo que haría que viviéramos hasta que alguien nos liberara. Yacimos aquí durante tres mil años, hasta que hace unas décadas unos ladrones de tumbas abrieron el sepulcro...
No prosiguió. Las lágrimas le anegaron los ojos y no me hizo falta una imaginación desbordante para figurarme que el hechizo sólo había funcionado con él. Y que se sentía culpable de la muerte de Anck.
—Maté a los ladrones aquí mismo. —Señaló un montón de huesos en un rincón de la cámara funeraria, y un escalofrío me recorrió la espalda—. Desde entonces —prosiguió—, custodio el sarcófago de Anck.
Lleno de tristeza y amor, acarició la tapa del sarcófago. Aquello no era una muestra de buena salud mental.
Al notar mi mirada de escepticismo, se controló. Volvió a cogerme de la barbilla y atronó:
—La mancillas, ¡y morirás por ello!
Me miró profundamente a los ojos y susurró con voz profunda:
—¡Quiero que te ejecutes tú misma!
Imhotep quería hipnotizarme, claro. Pero aguanté la mirada, se la devolví y susurré:
—¡Y yo quiero que bailes breakdance!
—No tengo ni idea de qué significa eso —replicó, poco impresionado por mi hipnosis, pero muy impresionado porque yo fuera inmune a la suya.
—Eso significa que no podemos hipnotizarnos mutuamente —le expliqué.
Me soltó y preguntó:
—¿Tienes... los mismos poderes que yo?
—Bueno, yo no puedo transformarme en tormenta de arena.
Imhotep me miró con curiosidad, su ira comenzó a transformarse en un gran interés.
—¿Lo has intentado alguna vez?
—No —contesté insegura.
De pronto, sonrió cordialmente y me propuso:
—¡Pues tienes que probarlo!
Lo miré, luego desvié la mirada hacia el sarcófago de Anck-Su-Namun, y de pronto sentí algo instintivamente: yo podía ser muchísimo más que una simple trotamundos como Cheyenne.
Habían secuestrado a mi hermana, tenía quemaduras de grado infinito en las patas y, aun así, sólo podía pensar en una cosa: en Jacqueline. La echaba tanto de menos. Un sentimiento que antes, en la época en que me remojaba en el váter, jamás habría pensado que me embargaría.
Quería saber a toda costa cómo estaba Jacqueline, si todavía seguía en Viena. Pero, sobre todo, quería estar con ella, y sufría de un modo desorbitado porque no lo estaba. Si eso era amor, ¿quién necesita algo tan insuperable en cuanto a absurdidad? ¿Qué pretendía la evolución? ¿Todo eso con el único fin de la procreación? Seguro que para todos los implicados sería más relajado procrear por división celular.
Quería oír a toda costa la voz de Jacqueline, con ese tono ronco que tenía algo de lobo de mar, aunque de uno menos cariñoso que el oso marinero sonámbulo de los cuentos de Petzi. (Mi cuento preferido de la serie fue
El osito Petzi conoce a mamá mero
hasta que Ada, que tenía cuatro años más que yo, me aconsejó que tachara la erre. Y como en aquel entonces yo ya sabía leer y escribir, no pude volver a mirar nunca más con la misma inocencia a la afable mamá mero.)