Cochran se inclinó hacia adelante.
—¿Quieres decir que has estado escuchándome y reflexionando sobre lo que te he dicho?
—Sí —dijo Kabaraijian—. Pero no me gusta. En primer término, no creo que dé resultado. Los servicios de seguridad de los aeropuertos son rígidos en lo que respecta al contrabando de remolinos, y eso es lo que pretendes hacer. E incluso, si diera resultado, no quiero mezclarme en ello. Lo siento, Ed.
—Creo que puede funcionar —dijo Cochran con terquedad—. El personal de los aeropuertos es humano. Se los puede tentar. ¿Por qué la compañía ha de quedarse con todos los remolinos si somos nosotros quienes efectuamos todo el trabajo?
—Ellos tienen la concesión —dijo Kabaraijian.
Cochran asintió en silencio.
—Sí, claro. ¿Y qué? ¿Con qué derecho? Merecemos algo más, para nosotros, mientras estas condenadas cosas sigan siendo valiosas.
Kabaraijian se sirvió otro vaso de vino y suspiró.
—Mira —dijo llevándose el vaso a los labios—, no quiero discutir al respecto. Tal vez nos paguen más, o nos den un porcentaje sobre las ganancias. El riesgo no vale la pena.
Perderíamos a nuestros hombres si nos descubrieran. Y seríamos expulsados.
—No quiero eso, Ed, y no voy a arriesgarme. Grotto me gusta demasiado y no voy a perderlo. ¿Sabes?, muchos dicen que somos afortunados. Muchos manipuladores de cadáveres jamás han trabajado en un sitio como Grotto. Nos enviarían a Skrakky o a las minas de New Pittsburg. Conozco aquellos lugares. No, gracias. No quiero volver a ese tipo de vida.
Cochran elevó sus ojos implorantes hacia el cielo raso y extendió sus manos en un gesto descorazonado.
—Es inútil —dijo sacudiendo la cabeza—. ¡Es inútil!
Volvió a su cerveza. Kabaraijian sonreía.
Sin embargo, su diversión desapareció unos minutos después, cuando Cochran se puso rígido de repente y murmuró por encima de la mesa:
—¡Maldición! —dijo—. ¡Bartling! ¿Qué demonios quiere aquí?
Kabaraijian se volvió hacia la puerta donde el recién llegado estaba parado y aguardaba a que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz. Era un hombre robusto, con un porte atlético que había ido perdiendo a lo largo de los años. Una barriga considerable delataba este cambio. Tenía el cabello negro surcado por hebras grises y una erizada barba negra. Vestía una moderna túnica multicolor.
Otros cuatro tipos habían entrado con él y ahora se situaban a sus costados. Eran hombres más jóvenes que él, con rostros inexpresivos. El hecho de que llevara guardaespaldas tenía sentido. Lowell Bartling era conocido por su aversión hacia los manipuladores de cadáveres, y la taberna estaba llena de ellos.
Bartling cruzó los brazos y miró lentamente alrededor de la taberna. Sonreía con seguridad. Comenzó a hablar.
Casi antes de que dijera la primera palabra, alguien le interrumpió.
Uno de los hombres que se encontraba en la barra emitió un ruido fuerte y desagradable y rió.
—Eh, Bartling —dijo—, ¿qué haces por aquí? Pensábamos que no te gustaba mezclarte con esta escoria.
El rostro de Bartling se puso tenso; sin embargo, la sonrisa fatua continuó en su sitio.
—Por lo general, no me gusta. No obstante, quería tener el placer de hacerles un anuncio personalmente.
—¿Te vas de Grotto? —gritó alguien.
La risa estalló en todo el bar.
—Bebamos para festejarlo —agregó otra voz.
—No —dijo Bartling—. No, amigo, el que se va eres tú.
Miró a su alrededor saboreando el momento.
—Bartling y Asociados ha adquirido la concesión de los remolinos. Me alegra comunicároslo. Me haré cargo de la estación del río a finales de mes. Y por supuesto, mi primer acto será cancelar los contratos de todos los manipuladores de cadáveres.
De repente, el cuarto se quedó en silencio. Las implicaciones de lo dicho hicieron mella en los presentes. En la parte más alejada del bar, Cochran se puso lentamente de pie.
Kabaraijian, asombrado, permaneció en su silla.
—No puedes hacerlo —dijo Cochran—. Estamos bajo contrato.
Bartling se volvió para replicarle.
—Los contratos pueden ser cancelados —dijo—, y lo serán.
—Eres un hijo de puta —dijo alguien.
Los guardaespaldas se pusieron tensos.
—¡Quién se atreve a insultar! ¡Mentes podridas! —dijo uno de ellos.
En todo el bar, los hombres comenzaron a ponerse de pie.
Cochran estaba lívido a causa de la rabia.
—Maldito seas, Bartling —dijo—. ¿Quién diablos te crees que eres? No tienes derecho a echarnos del planeta.
—Sí, tengo derecho —dijo Bartling—. Grotto es un planeta hermoso y limpio. No hay lugar para vuestra especie. Fue un error traeros, siempre lo dije. Esas cosas con las que trabajáis contaminan el aire. Y vosotros sois aún peores. Trabajáis con esas cosas, con esos cadáveres, voluntariamente, por dinero. Me dais asco. No pertenecéis a Grotto. Y ahora estoy en condiciones de echaros de aquí.
Hizo una pausa y sonrió.
—Mentes podridas —agregó—, escupiendo las palabras.
—Bartling, voy a romperte la cabeza —amenazó uno de los manipuladores. Hubo un rugido de asentimiento. Varios hombres se adelantaron al mismo tiempo.
Y se detuvieron al unísono cuando Kabaraijian musitó un suave: «Un momento», por encima del murmullo general. Apenas elevó su voz; sin embargo, concitó la atención de todos los hombres que gritaban dentro del bar.
Caminó a través de la multitud y se enfrentó a Bartling. Parecía más tranquilo de lo que en realidad estaba.
—¿Te das cuenta de que sin el trabajo de los cadáveres los costos subirán considerablemente? —dijo con una voz firme y persuasiva—. ¿Y que las ganancias bajarán?
Bartling asintió.
—Por supuesto que me doy cuenta. Estoy dispuesto a asumir las pérdidas.
Emplearemos hombres para buscar los remolinos. De todos modos, son demasiado hermosos para los cadáveres.
—Perderás dinero por nada —dijo Kabaraijian.
—Apenas. Me libraré de vuestros nauseabundos cadáveres.
Kabaraijian esbozó una sonrisa truncada.
—Es posible. Pero no te librarás de nosotros, Barling. Puedes quitarnos el trabajo; pero no puedes echarnos a todos de Grotto. Yo, por ejemplo, me niego a irme.
—Entonces, te morirás de hambre.
—No seas tan melodramático. Encontraré algo para hacer. No eres el dueño de todo Grotto. Y conservaré mis cadáveres. Se puede usar a los muertos para muchas cosas. Lo que ocurre es que hasta el momento no habíamos contemplado esa posibilidad.
La sonrisa de Bartling se desvaneció de repente.
—Si te quedas aquí —dijo mirando fijamente a Kabaraijian— te prometo que lo lamentarás mucho. Muchísimo.
Kabaraijian se rió.
—¿De verdad? Bueno, personalmente te prometo que todas las noches enviaré a tu casa a uno de mis muertos para que te haga caras horribles y muecas por la ventana. —Se rió otra vez, más fuerte. Cochran se le unió y lo mismo hicieron los otros. Pronto, todo el bar reía.
Bartling se puso rojo de indignación. Había venido a burlarse de sus enemigos, a disfrutar de su triunfo, y ahora ellos se estaban riendo de él. Riendo frente al rostro de la victoria. Burlándose de él. Aguardó un largo minuto; entonces se dio la vuelta y caminó con furia hacia la puerta. Sus guardaespaldas le siguieron.
Las risas se mantuvieron durante unos momentos después de la salida y varios manipuladores palmearon a Kabaraijian en la espalda en su camino de regreso a la mesa.
Cochran se mostraba contento.
—En verdad, le arruinaste la fiesta —dijo cuando llegaron a la mesa del rincón.
Sin embargo, Kabaraijian ya no sonreía. Se dejó caer y en la silla y se sirvió vino en el vaso.
—Sí que lo hice —dijo lentamente entre trago y trago—. Desde luego que sí.
Cochran le miró con curiosidad.
—No pareces feliz.
—No —dijo Kabaraijian. Estudió su vino.
—Estoy preocupado. Ese fanático me sacó de las casillas, me obligó a intervenir. Sólo me pregunto si podremos hacerlo. ¿Qué podrían hacer los cadáveres en Grotto?
Sus ojos vagaron por el bar, que repentinamente se había vuelto muy sombrío.
—Esto se va a pique —dijo Cochran—. Apuesto a que están hablando acerca de la partida…
Cochran ya no sonreía.
—Algunos nos quedaremos —afirmó con seguridad—. Podemos cultivar la tierra con los cadáveres, o hacer alguna otra cosa.
Kabaraijian le miró.
—Hummm. Las máquinas resultan más eficientes. Y los muertos son demasiado torpes para hacer cualquier cosa, excepto los trabajos rudos. Además, son demasiado lentos para cazar.
—Sirven para los trabajos sencillos de una fábrica, o para conducir un autotopo en una mina. Pero Grotto no tiene nada de eso. Sólo son capaces de extraer remolinos con un taladro vibrátil. Y Bartling está por impedirlo.
Sacudió la cabeza.
—No sé, Ed —continuó—. No resultará fácil. Y tal vez sea imposible. Con la concesión de los remolinos en la manga, Bartling es ahora más fuerte que toda la colonia.
—Ésa era la idea. La compañía nos trajo aquí para que creciéramos y pudiéramos comprarla.
—Cierto. Pero Bartling creció más rápidamente. De verdad, puede echarnos si se le antoja. No me sorprendería que enmendara los estatutos para sacarnos de aquí. Si lo hiciera, tendríamos que irnos.
—¿Crees que lo haría? —la voz de Cochran sonaba enfadada mientras se elevaba cada vez más.
—Tal vez —dijo Kabaraijian—, si se lo permitimos. Me pregunto…
Bebió su vino en actitud pensativa.
—¿Piensas que ya ha cerrado el trato?
Cochran lo miró asombrado.
—Dijo que ya lo había hecho.
—Sí, no creo que se mostrara tan petulante si no lo tuviera en el bolsillo. Sin embargo, me pregunto qué haría la compañía si alguien le hiciera una oferta mejor.
—¿Quién?
—¿Nosotros, quizá? —Kabaraijian sorbió el vino y consideró aquello.
—Une a los manipuladores y que todos pongan lo que tienen. Juntaríamos una bonita suma. Tal vez podamos comprar la estación del río. O algo más, si Bartling tiene todos los remolinos adquiridos.
—No, jamás funcionaría —dijo Cochran—. Tal vez tú tengas algo de dinero, Matt; pero estoy tan seguro como que me llamo Ed de que no tengo un cobre. Además, aunque algunos de los chicos tengan ahorros, nunca lograrás unirles.
—Quizá no —dijo Kabaraijian—. Pero vale la pena intentarlo. El único modo de quedarnos en Grotto es organizamos en contra de Bartling.
Cochran vació su jarra y pidió otra.
—No —dijo—. Bartling es demasiado fuerte. Te destruirá si te atreves a tanto. Tengo una idea mejor.
—Contrabando de remolinos —dijo Kabaraijian con una sonrisa.
—Sí —dijo Cochran asintiendo—. Tal vez ahora reconsideres mi propuesta. Si Bartling nos arroja del planeta, no nos vendría mal llevarnos algunas piedras adonde vayamos.
—Eres incorregible —dijo Kabaraijian—. Sin embargo, apuesto a que la mitad de los manipuladores de Grotto están pensando en lo mismo en este instante. Los controladores de los aeropuertos ejercerán una vigilancia especial cuando llegue el momento de la partida. Te pescarán, Ed. Y perderás a tus muertos, o peor. Bartling puede transgredir las leyes para los cadáveres y comenzará a exportar muertos.
Cochran se mostró incómodo ante esta idea. Los manipuladores de cadáveres habían visto la suficiente cantidad de cadáveres como para gustarles la idea de convertirse en uno de ellos. Preferían vivir en planetas que carecieran de la legislación para cadáveres y en los cuales los crímenes importantes se castigaban con la prisión o con ejecuciones «limpias». Grotto era, por el momento, un planeta limpio. No obstante, las leyes podían cambiar.
—De todas maneras, perderé a mi cuadrilla, Matt —dijo Cochran—. Si Bartling nos echa, tendré que vender alguno de mis cadáveres para pagarme el pasaje.
Kabaraijian sonrió.
—Aún te queda un mes, si es que ocurre lo peor. Y existen muchos remolinos por allí que esperan ser hallados. —Levantó su vaso—. Vamos. Por Grotto. Es un planeta encantador, y debemos permanecer aquí.
Cochran se encogió de hombros y levantó su jarro.
—Sí —dijo; sin embargo, su sonrisa no lograba ocultar la preocupación que sentía.
Kabaraijian se presentó muy temprano en la estación, a la mañana siguiente, cuando el sol de Grotto luchaba por dispersar las neblinas del río. La hilera de lanchas permanecía atada en el muelle, ondulando hacia arriba y hacia abajo entre la niebla.
Como siempre, Munson se encontraba en su oficina. Increíblemente, también se encontraba Cochran allí. Ambos miraron hacia la puerta cuando entró Kabaraijian.
—Buen día, Matt —dijo Munson con gravedad—. Ed me ha estado contando lo que ocurrió anoche.
Por alguna razón, aquella mañana el hombre representaba la edad que tenía.
—Lo siento, Matt. No sabía nada del asunto.
Kabaraijian sonrió.
—Nunca pensé que lo supieras. No obstante, si te enteras de algo, no dejes de decírmelo. No pensamos irnos sin luchar.
Echó una mirada hacia Cochran.
—¿Qué estás haciendo aquí, tan temprano? Por lo general, no te levantas hasta mediodía.
Cochran esbozó una sonrisa.
—Sí. Bueno, pensé que tenía que levantarme temprano. Si pretendo salvar mi cuadrilla, tendré que trabajar duro este mes.
Munson había sacado dos cajas de recolección de debajo de su escritorio. Se las tendió a los dos manipuladores de cadáveres y asintió.
—La puerta trasera está abierta —dijo—. Podéis levantar vuestros cadáveres cuando queráis.
Kabaraijian comenzó a bordear la mesa para salir, pero Cochran le cogió de un brazo.
—Creo que lo intentaré por el este —dijo—. Algunas cavernas no han sido exploradas por aquella zona. ¿Adónde vas tú?
—Hacia el oeste —dijo Kabaraijian—. He encontrado un buen lugar, como ya te he dicho.
Cochran asintió. Juntos se dirigieron al cuarto de atrás y pulsaron sus controladores.
Cinco muertos se levantaron de sus tarimas y les siguieron arrastrándose. Kabaraijian le dio las gracias a Munson antes de salir. El anciano había limpiado los cadáveres y los había alimentado.
Cuando llegaron al muelle, la neblina se había desvanecido. Kabaraijian guió su cuadrilla hasta el bote y se dispuso a partir. Pero Cochran le detuvo con un gesto de preocupación en el rostro.