8 de enero (O algo así)
Oscuridad y desesperación.
Ya sé por qué
La Charon
no ha llegado. No me cabe la menor duda. El calendario estaba revuelto. Es enero, no octubre. He vivido equivocado con respecto a las fechas durante meses. Incluso he celebrado la fiesta nacional de mi país un día equivocado.
Lo descubrí ayer cuando efectuaba unos ajustes en el anillo. Quería asegurarme de que todo funcionara bien. Para mi relevo.
Sólo que no existe ningún relevo.
La Charon
llegó hace tres meses. La destruí.
Enfermo. Estaba enfermo. Enfermo y loco. Tan pronto como lo hice, tomé conciencia de lo que hice. ¡Oh, Dios! Grité durante horas.
Entonces, barajé las hojas del calendario. Y olvidé. Quizá deliberadamente. Tal vez no soportaba recordar una cosa semejante. No lo sé. Todo lo que sé es que lo olvidé.
Pero ahora recuerdo. Ahora lo recuerdo todo.
Los exploradores me avisaron que
La Charon
se aproximaba. Yo estaba afuera, esperando. Observando. Tratando de que la última visión de las estrellas, de la oscuridad, permaneciera en mi para siempre.
La Charon
vino a través de la oscuridad. Parecía tan lenta comparada con las naves anulares. Y tan pequeña. Era mi salvación, mi relevo; sin embargo, parecía tan frágil, tan tonta y, de alguna manera, tan fea. Escuálida. Me recordó la Tierra.
Se dirigió hacia los muelles, introduciéndose en el anillo, desde arriba, hacia la sección habitable de Cerbero. Tan, tan lentamente. La miré venir. Me pregunté qué dirían la tripulación y mi relevo. Qué pensarían de mí. Me mordía los puños.
Y de repente no soporté más. De repente, la nave me dio miedo. De repente, la odié.
Y desperté al vórtice.
Una llamarada roja, ramificada en lenguas amarillas, creció rápidamente disparando rayos verdeazulados. Uno de ellos pasó cerca
La Charon
. Y la nave se sacudió.
Ahora comprendo que no me di cuenta de lo que hacía. Sabía que
La Charon
no estaba blindada. Sabía que no podría soportar las descargas de energía del vórtice. Lo sabía.
La Charon
era tan lenta, y el vórtice tan veloz. En dos segundos, el remolino envolvió la nave. En tres, la había devorado.
Todo ocurrió muy rápido. No sé si la nave se derritió, o ardió, o estalló. No obstante, sé que no habría podido salvarse. Sin embargo, no hay sangre en el anillo estelar. Los restos están en algún lugar, del otro lado del no-espacio. Si es que quedaron restos.
El anillo y la oscuridad parecen los de siempre.
Por eso lo olvidé tan fácilmente. Y seguramente que deseaba mucho olvidarlo.
¿Y ahora? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Lo descubrirán los de la Tierra? ¿Habrá otro relevo?
Quiero ir a casa.
Karen, yo…
16 de junio
Mi relevo ha partido hoy desde la Tierra.
Por lo menos, es lo que creo, Por alguna razón, se han mezclado las hojas del calendario y no estoy seguro de la fecha. Pero, volveré a ordenarlas.
De todos modos, sólo debe de haberse alterado en uno o dos días, sino me habría dado cuenta. Por consiguiente, mi relevo ya está en camino. Por supuesto, tardará tres meses en llegar.
Pero, ya está en camino.
El crepúsculo caía con suavidad sobre los Altos Lagos mientras Kabaraijian y su cuadrilla regresaban desde las cuevas. Era un crepúsculo calmo y tranquilo. Un crepúsculo de aguas verdes, y suaves brisas nocturnas, y la lenta puesta del delicado sol de Grotto. Desde la parte trasera de su lancha, Kabaraijian la observó, y escuchó los sonidos del atardecer por encima del ronroneo del motor.
Grotto era un mundo sereno; pero los sonidos estaban allí. Sólo era preciso saber oírlos. Kabaraijian sabía cómo hacerlo. Se irguió en la parte trasera de la embarcación.
Una figura delgada de piel morena, con largo cabello negro y ojos castaños que vagaban a la deriva, soñadores. Una mano de dedos afilados descansaba sobre su rodilla; la otra permanecía olvidada sobre el motor. Y sus oídos escuchaban el burbujeo del agua en la estela de la lancha, y el chasquido de las paletas que rompían la superficie, y el viento que hacía ondular las colgantes ramas verdes de los árboles que se alineaban a lo largo de la costa. A su debido tiempo, también oiría los insectos nocturnos que aún no estaban despiertos.
Había cuatro personas; sin embargo, sólo Kabaraijian escuchaba u oía. Los otros, hombres más robustos que él, de rostros pálidos y ojos vacíos, estaban más allá de eso.
Vestían los monos de color gris opaco de los muertos y tenían una placa de acero en la parte posterior de su cabeza. A veces, cuando su controlador de cadáveres estaba en funcionamiento, Kabaraijian podía escuchar con sus oídos y ver con sus ojos. Pero resultaba trabajoso, muy trabajoso, y no valía la pena hacerlo. Las visiones y los sonidos que un jefe de cadáveres recibía de su cuadrilla eran sólo ecos pálidos de las auténticas sensaciones. Rara vez resultaban útiles y nunca agradables.
Y ahora, bajo el refrescante crepúsculo de Grotto, no tenía sentido. Por consiguiente, el controlador de cadáveres de Kabaraijian estaba apagado, y su mente, desconectada de los muertos, descansaba plácidamente en su propio cuerpo. La lancha se movió intencionalmente hacia la costa, pero los pensamientos de Kabaraijian vagaban con lasitud, mientras reflexionaba en todo aquello. Lo más que hacía era permanecer sentado, mirar el agua y los árboles, y escuchar. Había trabajado muy duro con su cuadrilla de cadáveres aquel día y ahora se sentía agotado y vacío. Pensar —pensar en algo determinado— significaba un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Era mejor hundirse en el atardecer.
Fue un viaje largo y tranquilo a través de dos grandes lagos y uno pequeño, a través de una cueva, hasta llegar por fin a un estrecho río que corría velozmente. Kabaraijian conectó entonces los controles y la travesía se volvió más ruidosa mientras la lancha abría un sendero a lo largo del flujo del río. La noche había caído antes de que llegaran a la estación, una ondulante estructura de piedra azul construida a orillas del río. Sin embargo, las ventanas de la oficina todavía brillaban con una acogedora luz amarilla.
Un largo muelle construido con madera de plata del lugar bordeaba el río, y una docena de lanchas idénticas a la de Kabaraijian ya estaban estacionadas para permanecer allí durante toda la noche. No obstante, aún quedaban amarraderos vacíos. Kabaraijian eligió uno y enfiló la embarcación hacia él.
Una vez que la lancha estuvo amarrada, colocó la caja de recolección debajo de su brazo y saltó sobre el muelle. La mano libre se dirigió hacia su cinturón y pulsó al controlador de cadáveres. Unas confusas manchas sensibles se formaron en su cerebro pero Kabaraijian las apartó de inmediato y, con un grito sordo, volvió a la vida a los muertos. Uno a uno, los cadáveres se levantaron y comenzaron a salir de la lancha. A continuación, siguieron a Kabaraijian camino a la estación.
Munson le esperaba en la oficina. Se trataba de un hombre grueso, con cabello gris y arrugas alrededor de los ojos, y un aire paternal. Mientras leía una novela, sus pies descansaban sobre el escritorio. Cuando entró Kabaraijian, sonrió, bajó los pies y apoyó el libro sobre la mesa no sin antes marcar la página con un señalador de piel.
—Hola, Matt —dijo—. ¿Por qué eres siempre el último?
—Porque por lo común soy el último en salir —dijo Kabaraijian con una sonrisa.
Se trataba de su respuesta más nueva. Todas las noches Munson le formulaba la misma pregunta y siempre esperaba una contestación original. No pareció muy complacido con ésta.
Kabaraijian colocó la caja de recolección sobre el escritorio de Munson y la abrió.
—No ha sido un mal día —dijo—. Cuatro piedras buenas y doce pequeñas.
Munson cogió un puñado de pequeñas piedras grisáceas del interior de la caja acolchada y las estudió. En realidad no había mucho que mirar. Una vez cortadas y pulidas serían algo más: remolinos. Se tratabas de piedra sin brillo; sin embargo, tenían una auténtica belleza. Las mejores parecían cristales llenos de niebla en movimiento, plenos de colores suaves, de misterios y de sueños más leves aún.
Munson asintió, y volvió las piedras a la caja.
—No está mal —dijo—. Siempre lo haces bien, Matt. Sabes dónde buscar.
—Es el premio de buscar lentamente, sin prisas —dijo Kabaraijian. Miró a todas partes.
Munson guardó la caja debajo de su escritorio y se volvió hacia la consola de computación, un intruso de plástico blanco dentro del cuarto forrado en madera. Colocó los remolinos en los registros y se volvió.
—¿Quieres higienizar a tus cadáveres?
Kabaraijian sacudió la cabeza.
—Esta noche no. Estoy cansado. Sólo les acostaré.
—Claro —dijo Munson. Se levantó y abrió la puerta que se encontraba detrás de su escritorio. Kabaraijian le siguió, y los tres muertos le siguieron a él. Detrás de la oficina se encontraban las barracas, largas y con los techos bajos, con hileras e hileras de simples tarimas de madera. Kabaraijian guió a sus muertos hacia tres de ellas que se encontraban vacías y les hizo entrar. Entonces, pulsó su controlador. Los ecos en su cabeza se desvanecieron y los cadáveres se acostaron pesadamente sobre las tarimas.
Después, durante unos breves minutos, conversó con Munson en la oficina. Por fin, el hombre mayor volvió a su novela y Kabaraijian se sumergió en la fría noche.
Un grupo de patinetes se hallaba en la parte trasera de la estación, pero Kabaraijian no cogió ninguno, prefiriendo la caminata de diez minutos que le separaba del lugar donde se encontraba la colonia. Cubrió la distancia con paso tranquilo y mesurado, deteniéndose aquí y allá para recoger un puñado de hierba o una rama. Era una caminata agradable.
Las noches eran serenas; la brisa, sazonada con el aroma espeso de los árboles y cargada con el canto de los insectos nocturnos. La colonia era más grande, más brillante y más ruidosa que la estación del río; un gran coágulo de casas, bares y comercios construidos a la vera del aeropuerto espacial. Había unas pocas estructuras de piedra y madera; sin embargo, la mayoría de los colonos se sentían satisfechos con las casas prefabricadas de plástico que, gratuitamente, les había suministrado la compañía.
Kabaraijian se deslizó sobre las calles recientemente pavimentadas hacia una de las construcciones de madera. Había un pesado cartel de madera con un signo en la puerta de la taberna, pero no había luces. Dentro encontró velas, pesadas sillas acolchadas y un fuego de leños auténticos. El bar más antiguo de Grotto era un lugar cómodo. Y seguía siendo el agujero favorito de los manipuladores de cadáveres, de los cazadores y del resto del personal de la estación.
Al entrar, oyó un fuerte grito de saludo.
—Eh, Matt, ¡aquí!
Kabaraijian descubrió la voz y la siguió hasta una mesa que se encontraba en un rincón. Allí, Ed Cochran acunaba una jarra de cerveza. Cochran, al igual que Kabaraijian, vestía la túnica azul y blanca de los manipuladores de cadáveres. Era alto y delgado, con un rostro alargado y sonriente y una enorme masa de cabello rojo ensortijado.
Kabaraijian se hundió cómodamente en la silla opuesta a la de Ed. Éste sonrió.
—¿Cerveza? —preguntó—. Podríamos compartir un jarro.
—No, gracias. Prefiero vino esta noche. Algo sabroso; denso y suave a la vez.
—¿Cómo te fue? —preguntó Cochran.
Kabaraijian se encogió de hombros.
—Bien —dijo—. Cuatro piedras buenas y una docena de pequeñas. Munson estaba satisfecho. Encontré un lugar nuevo que está bastante bien.
Se volvió hacia el bar e hizo un gesto. El hombre de la barra asintió y, a los pocos minutos, aparecieron el vino y los vasos.
Kabaraijian vertió el líquido y bebió mientras Cochran le contaba sus actividades del día. No había marchado muy bien; sólo seis piedras, ninguna de ellas demasiado grande.
—Tienes que ir más lejos —le dijo Kabaraijian—. Las cuevas que se hallan por aquí ya han sido explotadas. Sin embargo, los Altos Lagos se extienden más y más allá. Busca algún lugar nuevo.
—¿Para qué molestarse? —dijo Cochran frunciendo el ceño—. No ganas nada con alejarte. ¿Cuál es el porcentaje que te dan si produces más?
Kabaraijian hizo girar el vaso con una de sus delgadas manos y observó las lágrimas rojas que el vino dejaba sobre el cristal.
—Pobre Ed —dijo con una voz que era mitad triste y mitad burlona—. Sólo te interesa el trabajo. Grotto es un planeta muy bello. No me importan las millas de más, Ed; me gustan. Con toda seguridad, viajaría en mi tiempo libre si no me pagaran por hacerlo. El hecho es que obtengo mejores remolinos y mi cotización aumenta… y bueno, es una recompensa extra.
Cochran sonrió y sacudió su cabeza.
—Estás loco, Matt —dijo con afecto—. El único manipulador de cadáveres del universo que se conforma con que le paguen con escenografías.
Kabaraijian también sonrió, levantando levemente las comisuras de sus labios.
—Filisteo —dijo acusadoramente.
Cochran ordenó otra cerveza.
—Mira, Matt, debes ser práctico. De acuerdo, Grotto está muy bien, pero no vas a quedarte aquí el resto de tus días.
Dejó la jarra de cerveza sobre la mesa y se levantó la manga de la túnica. Un pesado brazalete quedó al descubierto. El oro brilló suavemente a la luz de las velas, y los zafiros danzaron con una llama azul oscura.
—Basura como ésta fue valiosa alguna vez —dijo Cochran—, antes de que aprendiéramos a sintetizarla. También acabarán con los remolinos, Matt. Sabes bien que lo harán. Ya hay gente trabajando en ello. Por lo tanto, tal vez estemos aquí dos años más, o tres a lo sumo. Y entonces, ¿qué? No necesitarán más manipuladores de cadáveres. Entonces tendrás que irte; y no estará mejor que cuando llegaste.
—No es así realmente —dijo Kabaraijian—. La estación paga bastante bien, y mi cotización no es mala. Tengo algunos ahorros. Además, tal vez no me vaya de aquí. Me gusta Grotto. Tal vez me quede y logre que otros colonos hagan lo mismo, o algo así.
—¿Haciendo qué? ¿Cultivando la tierra y criando animales? ¿Trabajando en una oficina? No seas absurdo, Matt. Eres un manipulador de cadáveres y siempre lo serás. Y en un par de años, Grotto no necesitará cadáveres.
—¿Estás seguro? —suspiró Kabaraijian—. ¿Entonces?