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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (43 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—¿Estás bien, Tom?

—Lo hojeo, ¿sabes? En momentos deprimentes. A Kolakowski. Me sorprende que nunca te hayas tropezado con él. Tenía una ley. Bastante válida en estas circunstancias.

—¿Qué tiene de deprimente este momento?

—La Ley de la Cornucopia Infinita, la llamaba. No es que los polacos tengan artículo determinado. Ni indeterminado, lo cual es revelador, pero así es la cosa. En esencia, la ley afirma que existe un número infinito de explicaciones para cualquier suceso. Ilimitado. O dicho en un lenguaje que tú y yo entendemos, nunca sabrás qué capullo te la jugó ni por qué. Unas palabras reconfortantes, he pensado, en las actuales circunstancias, ¿no crees?

Gail había regresado y estaba de pie en el umbral de la puerta, escuchando.

—Si conociera las circunstancias, probablemente podría formarme una opinión más fundada —dijo Perry, ahora hablando también a Gail—. ¿Puedo ayudarte en algo, Tom? Te noto un poco hundido.

—Hundido… Creo que esa es la solución, Milton, muchacho. Gracias por el consejo. Mañana nos vemos.

¿Nos vemos?

—¿Había alguien con él? —preguntó Gail mientras se metía otra vez en la cama.

—No lo ha mencionado.

Según Ollie, la esposa de Héctor, Emily, no vivía con él en Londres desde el accidente de Adrián. Prefería el chalet gélido en Norfolk, que estaba más cerca de la cárcel.

Luke permanece de pie junto a su cama, rígido, con el móvil al oído, conectado improvisadamente por Ollie a la grabadora colocada a un lado del lavabo. Son las cuatro y media de la tarde. Héctor no ha llamado en todo el día y los mensajes de Luke han quedado sin respuesta. Ollie ha salido a comprar truchas frescas, y milanesas para Katia, a quien no le gusta el pescado. Y patatas fritas caseras para todos. La alimentación se ha convertido en un tema importante. Las comidas han adquirido un cariz ceremonioso, porque cada una podría ser la última de todos ellos juntos. Algunas empiezan con una larga bendición en ruso, musitada por Tamara con muchas señales de la cruz en el pecho. Otras veces, cuando la miran para que inicie su número, ella rehúsa el ofrecimiento, por lo visto para indicar que la compañía no goza del favor divino. Esta tarde, para llenar las horas vacías antes de la cena, Gail ha decidido llevar a las niñas a Trümmelbach para ver las aterradoras cascadas en el interior de la montaña. Perry no está muy contento con el plan. Sí, de acuerdo, se llevará el móvil, pero en lo hondo de la montaña, ¿qué cobertura va a tener?

A Gail le trae sin cuidado. Irán de todos modos. En el prado campanillean los cencerros. Natasha lee bajo el arce.

Capítulo 17

Pues hela aquí, joder —dice Héctor con voz férrea—: la patética historia, de pe a pa. ¿Me escuchas? Luke escucha. Media hora se convierte en cuarenta minutos. La patética historia, de pe a pa, en efecto.

Luego, como no tiene sentido andarse con prisas, vuelve a escuchar, durante otros cuarenta minutos, tendido en la cama: A las ocho de esa mañana, Héctor Meredith y Billy Matlock comparecieron ante un tribunal improvisado compuesto por sus iguales en las oficinas del Subjefe en la cuarta planta.

Allí les leyeron los cargos formulados contra ellos. Héctor los parafraseó, sazonados con sus propias palabras malsonantes:

—El Subjefe ha dicho que el secretario del Gabinete lo había convocado y le había hecho cierta propuesta: a saber, un tal Billy Matlock y un tal Héctor Meredith conspiraban conjuntamente para empañar el buen nombre de un tal Aubrey Longrigg, parlamentario, magnate de la City y lameculos de los oligarcas de Surrey, en respuesta a los agravios percibidos que el antedicho Longrigg había infligido a los acusados: esto es, Billy en venganza por toda la mierda que Aubrey lo obligó a comer cuando estaban de uñas y dientes en la cuarta planta; yo por los intentos de Aubrey de llevar a la quiebra a la puta empresa de mi familia para comprarla luego por un beso con lengua. El secretario del Gabinete tenía la impresión de que nuestra «implicación personal nublaba nuestro criterio operacional». ¿Sigues escuchando?

Luke escucha. Y para escuchar aún mejor, se sienta en el borde de la cama con la cabeza apoyada en las manos y la grabadora en el edredón a su lado. E igual que cuando hablaban cara a cara, se pregunta si está volviéndose loco.

—Entonces, como principal instigador de la conspiración para dar por el saco a Aubrey, me invitan a explicar mi postura.

—¿Tom?

—¿Dick?

—¿Qué demonios tiene que ver dar por el saco a Aubrey, aun si eso era lo que os traíais entre manos, con trasladar a Londres a nuestro muchacho y su familia?

—Buena pregunta. La contestaré con el mismo ánimo.

Luke nunca lo había visto tan furioso.

—Según el Subjefe, corre la voz de que nuestra Agencia se propone sacar a la luz una supertrama a fin de desacreditar de manera contundente las aspiraciones bancarias del Consorcio La Arena. ¿Necesito explayarme sobre lo que el Subjefe se ha complacido en llamar el «enlace»? ¿Un banco ruso, un resplandeciente caballero blanco, miles de millones de dólares en la mesa y muchos más allí de donde salieron los primeros, con una promesa no solo de poner en circulación miles de millones en un mercado monetario muy corto de liquidez, sino de invertir en algunos de los grandes dinosaurios de la industria británica? Y justo cuando su buena voluntad está a punto de cristalizar, aparecemos nosotros, los capullos del servicio de inteligencia, con la intención de poner la casa patas arriba echando algodón de azúcar moralista en torno a los beneficios de la delincuencia.

—Has dicho que te han invitado a explicar tu postura —se oye Luke recordar a Héctor.

—Como así he hecho. Y bastante bien, debo decir. He arremetido contra él con todo lo que tenía. Y a donde no he llegado yo, ha llegado Billy. Y poco a poco… no te lo vas a creer… el Subjefe ha empezado a interesarse. No es un papel fácil para alguien cuando su jefe está hundiéndole la cabeza en la arena, pero al final ha actuado como una dama. Ha echado a todo el mundo salvo a nosotros dos y ha vuelto a escucharnos de principio a fin.

—¿A ti y a Billy?

—Billy ya estaba dentro de nuestra tienda y meaba fuera vigorosamente. Una conversión paulina, más vale tarde que nunca.

Luke tiene sus dudas al respecto, pero en un gesto de generosidad decide no expresarlas.

—¿Y en qué situación estamos ahora?

—Otra vez en el punto de partida —contesta Héctor brutalmente—. Oficial pero oficioso, con Billy subido al carro y las riendas en mi poder. ¿Tienes un lápiz a punto?

—¡Claro que no!

—Pues atiende. Esto es lo que haremos de aquí en adelante, sin volver la vista atrás.

Sigue escuchando la grabadora durante otros diez minutos; por fin se da cuenta de que espera a reunir valor para telefonear a Eloise, y eso hace. Da la impresión de que volveré a casa pronto, incluso mañana tal vez, a última hora, dice. Eloise contesta que Luke debe hacer lo que considere correcto. Luke pregunta por Ben. Eloise dice que Ben está perfectamente, gracias. Luke descubre que le sangra la nariz y vuelve a tenderse en la cama hasta la hora de la cena, y una conversación tranquila con Perry, que está en la solana practicando nudos de escalada con Alexei y Viktor.

—¿Tienes un momento?

Luke lleva a Perry a la cocina, donde Ollie está peleándose con una obstinada freidora que se niega a alcanzar la temperatura deseable para las patatas fritas caseras.

—¿Te importa dejarnos solos un minuto, Harry?

—No hay inconveniente, Dick.

—Por fin buenas noticias, a Dios gracias —empezó a explicar Luke cuando Ollie se marchó—. Héctor tendrá una avioneta en espera en Belp mañana a partir de las once de la noche, hora de Greenwich, de Belp a Northolt. Con permiso para despegar y aterrizar y paso libre en los dos extremos. Sabe Dios cómo lo ha conseguido, pero así es. Llevaremos a Dima a Grund, al otro lado de la montaña, en jeep, y luego derecho a Belp. Tan pronto como tome tierra en Northolt, lo trasladarán a lugar seguro, y si proporciona lo que dice que proporcionará, su llegada se hará oficial y lo seguirá el resto de la familia.

—¿Si proporciona…? —repitió Perry, ladeando la alargada cabeza en actitud socarrona de un modo que resultó especialmente molesto a Luke.

—Bueno, lo proporcionará, ¿no? Eso ya lo sabemos. Es el único trato sobre la mesa —prosiguió Luke al ver que Perry permanecía callado—. Nuestros superiores en Whitehall no cargarán con la familia hasta constatar que Dima lo vale. —Y como Perry tampoco respondió, añadió—: Es lo máximo que Héctor ha podido sacarles saltándonos el procedimiento debido. Así que mucho me temo que eso es lo que hay —concluyó con un asomo de irritación.

—El procedimiento debido —repitió Perry por fin.

—De eso se trata, me temo.

—Creía que se trataba de personas.

—Y así es —replicó Luke, sulfurándose—. Por eso Héctor quiere que seas tú quien se lo diga a Dima. Cree que es mejor que salga de ti que de mí. Yo estoy totalmente de acuerdo. Opino que es mejor que no lo hagas ahora. Basta con que sea mañana por la tarde. No nos conviene que esté dándole vueltas toda la noche. A eso de las seis, pongamos, así tendrá tiempo para sus preparativos.

¿Es que este hombre no sabe qué es flexibilidad?, se preguntó Luke. ¿Cuánto tiempo tengo que aguantar esa mirada ladeada?

—¿Y si no lo proporciona? —preguntó Perry.

—Eso no se lo ha planteado nadie todavía. Aquí vamos paso a paso. Así funcionan estas cosas, me temo. Nunca hay líneas rectas. —Y permitiéndose un desliz del que se arrepintió en el acto—: Nosotros no somos académicos, somos gente de acción.

—Tengo que hablar con Héctor.

—Eso ha dicho que dirías. Está esperando tu llamada.

Solo, Perry ascendió por el sendero hacia el bosque donde había paseado con Dima. Al llegar a un banco donde a veces se sentaban, se enjugó el relente vespertino con la palma de la mano, tomó asiento y aguardó a que se le despejara la cabeza. Desde su banco, veía a Gail, los cuatro niños y Natasha sentados en círculo en el suelo de la solana en torno al tablero del Monopoly. Oyó un chillido de indignación de Katia, seguido de un gruñido de protesta de Alexei. Sacó el móvil del bolsillo y lo contempló en el crepúsculo antes de pulsar el botón prea— signado a Héctor y oír al instante su voz.

—¿Quieres que te dore la píldora, Milton, o prefieres oír la verdad pura y dura?

Ese era el Héctor de siempre, el que a él le gustaba, el que lo había reprendido en la casa franca de Bloomsbury.

—La verdad ya me sirve.

—Pues hela aquí: si trasladamos a nuestro muchacho, lo escucharán y se formarán una opinión. Es lo máximo que he podido sacarles. Ayer aún no estaban dispuestos siquiera a llegar hasta ahí.

—¿Quiénes?

—Las autoridades, los de siempre. ¿Quién coño va a ser? Si no da la talla, volverán a tirarlo al agua.

—¿A qué agua?

—Aguas rusas probablemente. ¿Qué más da? La cuestión es que dará la talla. Yo sé que la dará, tú sabes que la dará. En cuanto hayan decidido quedárselo, cosa que no les llevará más de un día o dos, se tragarán la catástrofe entera: su mujer, sus hijos, las hijas de su compinche… y su perro, si lo tiene.

—No lo tiene.

—El quid de la cuestión es que en principio han aceptado el paquete completo, y eso desde mi posición es un triunfo de cagarse. Quizá no desde la tuya.

—¿Cómo que «en principio»?

—¿Eso tiene mucha importancia para ti? Llevo toda la mañana escuchando a gilipollas hipercorrectos de Whitehall hilando fino y no necesito a otro más. Hemos llegado a un acuerdo. Siempre y cuando nuestro muchacho traiga la mercancía, los demás lo seguirán con la debida presteza. Eso han prometido y yo tengo que creerles.

Perry cerró los ojos y aspiró el aire de la montaña.

—¿Qué me estás pidiendo?

—Solo lo que vienes haciendo desde el primer día: que pongas en peligro tu alma inmortal a cambio de un bien superior. Dale jabón. Si le dices que es un «tal vez», no vendrá. Si le dices que aceptamos sus condiciones sin reservas, vendrá. ¿Sigues ahí?

—En parte.

—Dile la verdad, pero dísela selectivamente. Si le das la menor ocasión de pensar que estamos jugando sucio con él, la aprovechará. Puede que seamos caballeros ingleses de juego limpio, pero también somos unos mierdas de la pérfida Albión. ¿Me has oído o sigo hablando con la pared?

—Te he oído.

—Entonces dime que me equivoco. Dime que no lo interpreto bien. Dime que conoces un plan mejor. Eres tú o nadie, Perry. Esta es tu mejor hora. Si no te cree a ti, no creerá a nadie.

Estaban en la cama. Gail, medio dormida, apenas había hablado.

—En cierto modo se lo han quitado de las manos —observó Perry.

—¿A Héctor?

—Esa es la impresión que da.

—Tal vez nunca ha estado en sus manos —sugirió Gail. Y poco después—: ¿Has tomado ya una decisión?

—No.

—Entonces creo que la has tomado. Creo que no decidirse es tomar una decisión. Creo que la has tomado, y por eso no puedes dormir.

Ya habían disfrutado de la fondue de Ollie y recogido la mesa. Dima y Perry seguían en el comedor, solos, de pie frente a frente bajo una araña de luces de aleación multicolor. Luke, muy discreto, se había ido a dar un paseo por el pueblo. Las niñas, a instancias de Gail, veían
Mary Poppins
otra vez. Tamara se había retirado al salón.

—Es lo único que pueden ofrecer los
apparatchiks
—explicó Perry—. Primero viajará usted a Londres, esta noche; su familia lo seguirá dentro de un par de días. Los
apparatchiks
insisten en eso. Tienen que obedecer las normas. Hay normas para todo. Incluso para esto.

Empleaba frases cortas, como disparos de tanteo, atento al menor cambio en las facciones de Dima, cualquier asomo de ablandamiento, o amago de comprensión, siquiera de resistencia, pero su rostro era inescrutable.

—¿Quieren que vaya yo solo?

—Solo no. Dick viajará a Londres con usted. En cuanto se completen los formalismos en Londres, y los
apparatchiks
hayan cumplido sus normas, viajaremos todos a Inglaterra. Y Gail cuidará de Natasha —añadió con la esperanza de disipar lo que, imaginaba, sería la mayor preocupación de Dima.

—¿Está enferma, mi Natasha?

—No, por Dios. ¡No está enferma! Es joven. Es hermosa. Temperamental. Pura. Solo que necesitará muchas atenciones en un país extranjero.

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