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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (39 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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Tamara retrocede aún más en la penumbra. Suena el móvil de Perry. Luke, tenso y muy reservado.

—¿Todo bien? —pregunta Luke.

—De momento sí. ¿Cómo está tu amigo? —pregunta Perry, refiriéndose a Dima.

—Contento y sentado aquí en el coche, a mi lado. Te envía recuerdos.

—Lo mismo digo —responde Perry con cautela.

—A partir de ahora, siempre que sea posible, iremos en grupos pequeños. Son más fáciles de trasladar y más difíciles de identificar. ¿Pueden vestirse los chicos de otra manera?

—¿Cómo?

—Basta con que se los vea distintos el uno del otro. Para que no parezcan gemelos idénticos.

—De acuerdo.

—Y coged un tren que vaya lleno. Podéis dispersaros. Un chico en cada vagón, tú y las niñas en otro. Dile a Harry que os compre los billetes en Interlaken para no tener que hacer cola todos en la misma ventanilla. ¿Entendido?

—Entendido.

—¿Se sabe algo de Doolittle?

—Aún es pronto. Acaba de marcharse.

Era la primera vez que hablaban claramente de la espantada de Gail.

—En fin, está haciendo lo que debe. Procura que no vaya a pensar lo contrario. Díselo.

—Eso haré.

—Esa mujer es una bendición del cielo y nos conviene que la maniobra le salga bien. —Luke hablando mediante acertijos. No le queda más remedio. Dima está sentado «aquí en el coche, a mi lado».

Pasando con dificultad junto a las niñas, Perry da unas palmadas en el hombro a Ollie y le grita al oído.

Katia e Irina han encontrado sus rollitos de queso y sus patatas fritas. Cabeza con cabeza, mastican y tararean. De vez en cuando se vuelven para mirar el sombrero de Ollie y se echan a reír. En una ocasión Katia alarga el brazo para tocarlo, pero le falta valor. Los gemelos han optado por el tablero de ajedrez de bolsillo y los plátanos.

—¡Siguiente parada, Interlaken, niños y niñas! —grita Ollie por encima del hombro—. Aparcaré en la estación y cogeré el primer tren con madame y el equipaje. Mientras tanto vosotros, ricuras, os dais un buen paseo, os coméis unas salchichas, por decir algo, y ya subiréis a la montaña cuando os venga en gana. ¿Contentos con el arreglo, Catedrático?

—Contentos —confirma Perry después de consultar con las niñas.

—¡Pues nosotros no estamos nada contentos! —exclama Alexei en un gañido de protesta, y se reclina en los cojines con los brazos extendidos—. ¡Estamos deprimidos… palabrota!

—¿Por alguna razón en particular? —pregunta Perry.

—¡Por todas las razones en particular! ¡Vamos a Kandersteg, lo sé! ¡No pienso volver a Kandersteg nunca! ¡No pienso escalar, no soy una puta mosca, tengo vértigo y no me gusta la compañía de Max!

—Te equivocas en todo —dice Perry.

—¿Quieres decir que no vamos a Kandersteg?

—Exacto.

Pero Gail sí, piensa otra vez, consultando su reloj.

A las tres, gracias a un oportuno enlace ferroviario en Spiez, Gail había encontrado la casa. No fue difícil. Preguntó en la oficina de correos: ¿alguien conoce a un profesor de esquí llamado Max, un monitor privado, no de la Escuela de Esquí Suiza oficial? Los padres tienen un hotel. Como la corpulenta mujer del
guichet
no estaba muy segura, consultó con el hombre flaco sentado tras la mesa de clasificación, que creía conocerlo pero, por si acaso, consultó con el chico que cargaba los paquetes en un carrito amarillo, y la respuesta volvió siguiendo el camino inverso: el hotel Róssli, en la calle mayor, a la derecha, su hermana trabaja allí.

En la calle mayor, el temprano sol impropio de la temporada deslumbraba y la bruma envolvía las montañas a ambos lados. Una familia de perros de color miel reposaba en la acera disfrutando del calor o se resguardaba bajo los toldos de los comercios. Los excursionistas, con bastones y gorras, ojeaban los escaparates de las tiendas de souvenirs, y en la terraza del hotel Róssli unos cuantos, sentados en torno a las mesas, comían trozos de pastel bañado en nata y bebían café con hielo en vasos altos mediante pajitas.

Solo atendía una joven pelirroja con el traje típico suizo, desbordada por el trabajo, y cuando Gail le dirigió la palabra, la interrumpió para decirle que se sentara y esperara su turno, así que ella en lugar de marcharse en el acto, que habría sido su reacción normal, se sentó dócilmente, y cuando la muchacha se acercó, primero le pidió un café que no quería y luego le preguntó si por casualidad era hermana de Max, el gran guía de montaña, ante lo cual la chica desplegó una radiante sonrisa y dispuso de todo el tiempo del mundo.

—Bueno, aún no es guía, en realidad, no oficialmente, y en cuanto a «gran», no sabría qué decir. Primero tiene que pasar el examen, que es muy difícil —explicó, orgullosa de su inglés y complacida de practicarlo—. Por desgracia, Max empezó un poco tarde. Antes quería ser arquitecto, pero no le gustaba la idea de marcharse del valle. De hecho, es todo un soñador, pero ahora, crucemos los dedos, parece que por fin ha sentado la cabeza, y el año que viene tendrá el título. ¡Esperemos! Es posible que hoy esté en la montaña. ¿Quieres que llame a Barbara?

—¿Barbara?

—Es una chica muy agradable. Todos opinamos que lo ha transformado por completo. ¡Y ya era hora, te diré!

«Blüemli» anotó la hermana de Max para Gail en una doble página arrancada de su bloc de notas.

—En alemán suizo significa «florecilla», pero también puede significar «flor grande», porque a los suizos les gusta llamar «pequeño» a todo aquello que aprecian. Es el último chalet nuevo a la izquierda pasado el colegio. El padre de Barbara lo construyó para ellos. La verdad es que creo que Max ha tenido mucha suerte.

Blüemli era la casa idílica para una joven pareja, flamante, de madera de pino, con flores rojas en macetas decorando las ventanas, cortinas rojas de guinga y un sombrerete rojo a juego en la chimenea, y una inscripción labrada a mano en letra gótica bajo el tejado dando gracias a Dios por sus dones. Césped recién cortado cubría el jardín delantero, donde se veía un balancín nuevo, una barbacoa nueva y una piscina hinchable novísima, y leña bien cortada e impecablemente apilada junto a una puerta que bien podría haber sido la de los siete enanitos.

Si hubiese sido una casa virtual en lugar de real, Gail no se habría sorprendido, pero en realidad no se sorprendía. La situación no se había alterado radicalmente; solo se había agravado, pero no era peor que las muchas situaciones que había imaginado durante el viaje hasta allí en tren, y que imaginaba ahora mientras tocaba el timbre y oía a una mujer contestar alegremente:
«En Momant bitte, d'Barbara chunt grad!»,
lo que, si bien no sabía ni alemán ni alemán suizo, le indicaba que Barbara la atendería enseguida. Y Barbara cumplió su palabra: una mujer alta, arreglada, en forma, atractiva, muy agradable, solo un poco mayor que Gail.

—Grüessech
—dijo, y viendo la sonrisa de disculpa de Gail, pasó a un inglés un tanto entrecortado—: ¡Hola! ¿Puedo ayudarte en algo?

Por la puerta abierta, Gail oyó el lloriqueo quejumbroso de un bebé. Tomó aire y sonrió.

—Eso espero. Me llamo Gail. ¿Eres Barbara?

—Sí, soy yo.

—Busco a una chica alta, con el pelo negro, que se llama Natasha, rusa.

—¿Es rusa? No lo sabía. A lo mejor eso explica algunas cosas. ¿No serás médico?

—Pues no. ¿Por qué?

—En fin, la chica está aquí. No sé por qué. ¿Quieres pasar, por favor? Tengo que ocuparme de Anni. Está saliéndole el primer diente.

Entrando con paso enérgico en la casa detrás de ella, Gail percibió el aroma dulce y limpio del bebé recién empolvado. Una hilera de zapatillas de fieltro con ojos de conejo, suspendidas de ganchos de latón, la invitó a quitarse los zapatos sucios. Mientras esperaba a Barbara, se puso un par.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Gail.

—Una hora. Quizá más.

Gail la siguió a un salón espacioso y bien ventilado con puertas halconeras que daban a un segundo jardín, no tan grande. En medio del salón había un parque, y sentada en el parque, una niña muy pequeña con rizos dorados y un chupete en la boca, rodeada de un amplio despliegue de juguetes nuevos. Y contra la pared, en un taburete bajo, estaba Natasha, con las manos entrelazadas, la cabeza gacha y la cara oculta entre el pelo.

—¿Natasha?

Gail se arrodilló junto a ella y puso una mano ahuecada en su nuca. Natasha dio un respingo, pero no le apartó la mano. Gail volvió a pronunciar su nombre. Sin resultado alguno.

—Menos mal que has venido, te diré —comentó Barbara con un cantarín dejo suizo, y cogiendo a Anni en brazos, se la apoyó en el hombro para que eructase—. Iba a avisar al doctor Stettler. O puede que a la policía, no sé. Era un problema. De verdad.

Gail acariciaba el pelo a Natasha.

—Va y llama al timbre cuando estaba dando de comer a Anni, no con biberón, sino como ha de ser. En la puerta tenemos una mirilla porque hoy día nunca se sabe. He mirado, con Anni en el pecho, y me he dicho: ah, bueno, hay una chica normal y corriente ante mi puerta, y muy guapa, debo decir, quiere entrar, no sé por qué, a lo mejor para concertar una cita con Max, él tiene muchos clientes, sobre todo jóvenes, por esa manera de ser suya tan interesante. Así que va y entra, mira, ve a Anni, me pregunta en inglés… yo no sabía que era rusa, eso ni se te pasa por la cabeza, aunque de un tiempo a esta parte es desde luego una posibilidad. Más bien he pensado que era judía o italiana… «¿Es usted la hermana de Max?» Y le he dicho que no, no soy su hermana, soy Barbara, su mujer, ¿y tú quién eres, y puedo ayudarte en algo? Soy una madre ocupada, como puedes ver. ¿Quieres organizar algo con Max? ¿Eres montañera?

¿Cómo te llamas? Y me dice que se llama Natasha, pero la verdad es que yo ya empezaba a mosquearme.

—A mosquearte ¿por qué?

Gail acercó otro taburete y se sentó al lado de Natasha. Echándole un brazo al hombro, atrajo su cabeza hacia sí con delicadeza hasta que las sienes de ambas quedaron en contacto.

—Bueno, por las drogas. Los jóvenes de hoy día… la verdad es que nunca se sabe —dijo Barbara con cierto tono de indignación, como una mujer del doble de su edad—. Y con los extranjeros, sobre todo con los ingleses, pues… francamente, las drogas están a la orden del día, o pregúntaselo al doctor Stettler. —La niña lanzó un chillido y ella la tranquilizó—. Y también los que van con Max, los jóvenes. Dios mío, incluso en los refugios de montaña se drogan. O sea, con alcohol, por lo que tengo entendido. Con tabaco no, claro. Le he ofrecido café, té, agua mineral. Quizá no me ha oído, no lo sé. Quizá tiene un «mal viaje», como dicen los hippies. Pero con la niña aquí, sinceramente, no me gusta decirlo, pero incluso me ha dado un poco de miedo.

—Pero ¿no has llamado a Max?

—¿A la montaña? ¿Cuando tiene clientes? Eso sería un desastre para él. Se pensaría que está enferma, vendría inmediatamente.

—¿Pensaría que Anni está enferma?

—¡Pues claro! —Guardó silencio por un momento y se replanteó la pregunta, cosa, sospechó Gail, poco habitual en ella—. ¿Has pensado que Max vendría por Natasha? ¡Pero qué absurdo!

Cogiendo a Natasha del brazo, Gail la obligó a ponerse en pie con suavidad. Cuando estuvo del todo erguida, la abrazó. Luego la condujo hasta la puerta, la ayudó a ponerse los zapatos, se cambió los suyos y la guió a través de aquel césped perfecto. En cuanto cruzaron la verja, telefoneó a Perry.

Lo había llamado una vez desde el tren, otra al llegar al pueblo. Había prometido llamarlo casi minuto a minuto, porque Luke no podía hablar con ella personalmente, con Dima pegado a él en algún sitio, así que por favor utiliza a Perry como intermediario. Y ella supo que la situación era tensa, lo percibió en la voz de Perry. Cuanto más sereno se mostraba, tanto mayor era la tensión, como ella sabía, y dio por supuesto que había surgido alguna complicación. Así que ella también habló con serenidad, y probablemente transmitió a Perry la misma señal a la inversa.

—Ella está bien. Perfectamente, ¿vale? La tengo aquí conmigo, sana y salva, y vamos para allá. Ahora mismo nos dirigimos a la estación. Necesitamos un poco de tiempo, solo eso.

—¿Cuánto?

Ahora era Gail quien debía vigilar lo que decía, porque llevaba a Natasha cogida del brazo.

—Lo justo para repararnos el alma y empolvarnos la nariz. Ah, otra cosa.

—¿Qué?

—No debe preguntarse a nadie dónde ha estado, ¿de acuerdo? Hemos tenido una pequeña crisis, pero ya ha pasado. La vida continúa. Esto vale no solo para cuando lleguemos. A partir de ese momento, en adelante: ni una pregunta a la parte afectada. Las niñas no pondrán ningún problema. En cuanto a los chicos, no sabría decirte.

—Ellos tampoco. Ya me encargaré yo. Dick dará saltos de alegría. Voy a decírselo ahora mismo. No tardéis.

—Lo intentaremos.

En el tren abarrotado de regreso al valle no tuvieron oportunidad de hablar, y no importaba porque Natasha tampoco se mostraba muy predispuesta; estaba conmocionada, y a veces daba la impresión de que no advertía la existencia de Gail. Pero en el tren desde Spiez, por efecto de las tiernas y persuasivas palabras de Gail, empezó a despertar. Iban sentadas una al lado de la otra en un vagón de primera clase, con la vista al frente, igual que en Las Tres Chimeneas bajo la improvisada tienda de campaña. Anochecía deprisa y eran las únicas pasajeras.

—Me siento tan… —prorrumpió Natasha, cogiéndole la mano, pero no pudo terminar la frase.

—Esperaremos —dijo Gail con firmeza, hablándole a la cabeza agachada de Natasha—. Tenemos tiempo. Dejemos los sentimientos aparcados, disfrutemos de la vida y esperemos. No tenemos que hacer nada más, ni tú ni yo. ¿Me oyes?

Un gesto de asentimiento.

—Pues siéntate erguida. No hace falta que me sueltes la mano, solo atiéndeme. Dentro de unos días estaréis en Inglaterra. No estoy muy segura de si tus hermanos lo saben, pero saben que es un viaje sorpresa, y empezará cualquier día de estos. Antes haréis un breve alto en Wengen. Y en Inglaterra te llevaremos a una doctora muy buena, la mía, y veremos cómo estás, y entonces decidirás tú misma. ¿Vale?

Un gesto de asentimiento.

—Entretanto, ni siquiera pensaremos en eso. Sencillamente nos lo quitaremos de la cabeza. Deshazte de ese absurdo blusón que llevas —tirándole afectuosamente de la manga—. Vístete con ropa ajustada y preciosa. No se te nota nada, te lo prometo. ¿Lo harás?

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