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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (19 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—¿No tienes hambre?

Resultó, no obstante, que la elección de hora y lugar no era tan desatinada como habría podido pensarse. Un día laborable, a las once de la mañana, en un club de Pall Mall en franca decadencia resuenan el zumbido de las aspiradoras, el cantarín parloteo de los inmigrantes mal pagados que preparan las mesas para la comida, y poco más. El vestíbulo con columnas estaba vacío salvo por el decrépito conserje en su garita y una mujer negra que fregaba el suelo de mármol. Héctor, sentado con las largas piernas cruzadas en un viejo trono tallado, leía el
Financial Times.

En una Agencia de nómadas comprometidos a guardar sus secretos, siempre era difícil acceder a información sólida sobre un colega. Pero incluso desde esa restringida perspectiva, el otrora subdirector para Europa Occidental, más tarde subdirector para Rusia, más tarde subdirector para África y el sureste asiático y ahora, misteriosamente, director de Proyectos Especiales, era un enigma andante o, como lo habían expresado algunos de sus colegas, un heterodoxo.

Quince años atrás, Luke y Héctor habían compartido durante tres meses un curso de inmersión en el idioma ruso ofrecido por una anciana princesa en su mansión del viejo Hampstead, revestida de hiedra, a menos de diez minutos de donde Luke vivía ahora. Al anochecer, compartían un catártico paseo por el parque. En aquellos tiempos Héctor avanzaba deprisa, física y profesionalmente. Con sus larguísimas piernas, daba tales zancadas que el pequeño Luke a duras penas lograba seguirle el paso. Su conversación, que sazonaba de palabras malsonantes y a menudo, para Luke, era inalcanzable en todos los sentidos, saltaba de los «dos mayores timadores de la historia» —Karl Marx y Sigmund Freud— a la acuciante necesidad de una forma de patriotismo británico acorde con la conciencia contemporánea, y normalmente esto lo remataba con uno de sus característicos giros de ciento ochenta grados, para inquirir qué significaba en todo caso «conciencia».

Después sus caminos se habían cruzado en raras ocasiones. Mientras que la trayectoria de Luke en el extranjero siguió el curso previsible —Moscú, Praga, Amán, otra vez Moscú, con períodos en la Oficina Central entremedias, y finalmente Bogotá—, la rápida ascensión de Héctor a la cuarta planta pareció obedecer a un designio divino, y su distanciamiento, por lo que se refería a Luke, fue absoluto.

Pero con el tiempo el turbulento espíritu de la contradicción que anidaba en Héctor hizo amago de levantar la cabeza. En la Agencia, una nueva hornada de traficantes de influencias empezaba a ejercer presión para hacer oír más su voz en la comunidad de Westminster. Héctor, durante una reunión a puerta cerrada con altos cargos —en la que por lo visto la puerta no estaba tan cerrada como debería—, fustigó a los bufones de la cuarta planta «dispuestos a sacrificar el sagrado deber de la Agencia, esto es, cantar al poder las verdades del barquero».

Cuando apenas se había posado la polvareda, Héctor, a cargo de una borrascosa investigación en torno a una pifia operativa, salió en defensa de los responsables directos de la operación frente a los planificadores de los Servicios Conjuntos, cuya visibilidad, sostuvo, había quedado «anormalmente limitada porque tenían la cabeza metida en el culo americano».

Después, en algún momento de 2003, desapareció, como no era de extrañar. Sin fiesta de despedida, sin necrológica en el boletín mensual, sin condecoración anónima, sin dirección de reenvío. Su firma codificada voló primero de las órdenes operacionales. Luego voló de las listas de distribución. Luego de la libreta de direcciones del circuito cerrado de correo electrónico y, por último, de la guía de teléfonos codificados, lo que equivalía a una esquela mortuoria.

Y en sustitución del hombre de carne y hueso surgieron los inevitables rumores:

Había dirigido una sublevación desde las plantas superiores a causa de Irak y, en agradecimiento por sus molestias, lo habían despachado. Falso, dijeron otros. Fue a causa del bombardeo de Afganistán, y no lo despacharon, dimitió.

En una encarnizada discusión, había insultado a la cara al secretario del Gabinete, llamándolo «cabrón embustero». También falso, dijo un bando distinto. Fue al fiscal general, y los epítetos eran «lameculos y blandengue».

Otros con pruebas más consistentes en que apoyarse lo atribuyeron a la tragedia personal que se había abatido sobre Héctor poco antes de abandonar la Agencia, cuando su descarriado hijo único, Adrián, no por primera vez, tuvo un accidente de circulación al volante de un coche robado, a alta velocidad y bajo los efectos de drogas de clase A. Milagrosamente, la única víctima fue el propio Adrián, con lesiones en el pecho y la cara. Pero una joven madre y su bebé se habían librado por centímetros, y no fue agradable leer:

HORROR EN LAS CALLES:
EL HIJO DE UN ALTO FUNCIONARIO SE DA A LA FUGA EN HIGHSTREET

Se tomaron en consideración varios delitos anteriores. Quebrantado por el suceso, según los rumores, Héctor se retiró del mundo secreto para dar apoyo a su hijo durante su estancia en la cárcel.

Pero si bien podía vérsele algún mérito a esta versión —al menos tenía a su favor una parte de información sólida—, eso por sí solo no lo explicaba todo, porque a los pocos meses después de su desaparición fue el rostro del propio Héctor el que asomó a las páginas de la prensa amarilla, no ya como el apenado padre de Adrián, sino como el intrépido guerrero solitario en lucha por salvar a una empresa familiar con mucha solera de las garras de ciertos individuos a quienes tildó de buitres capitalistas, asegurándose así el máximo sensacionalismo en los titulares.

Durante semanas el público de Héctor se vio obsequiado con conmovedoras historias sobre la antedicha empresa de gran solera, un negocio moderadamente próspero, dedicado a la importación de grano, con sede en los muelles, sesenta y cinco empleados con muchos años de antigüedad, todos accionistas, «desconectados a bote pronto de su máquina de respiración asistida», según Héctor, quien, también a bote pronto, había descubierto un don para las relaciones públicas: «Los especuladores y ventajistas están ante nuestras puertas, y sesenta y cinco de los mejores hombres y mujeres de Inglaterra están a punto de verse arrojados al basurero», informó a la prensa. Y cómo no, en menos de un mes, los titulares proclamaron:

MEREDITH AHUYENTA A LOS BUITRES CAPITALISTAS:
LA EMPRESA FAMILIAR SE IMPONE EN LA PUJA POR LA COMPRA.

Y al cabo de un año Héctor ocupaba su antiguo despacho de la cuarta planta, en medio de cierto «follón», como a él le gustaba llamarlo.

Qué argumentos había esgrimido Héctor para conseguir la readmisión, si la Agencia se había postrado de rodillas ante él, y en qué consistían, ya puestos, las funciones de un llamado director de Proyectos Especiales eran misterios que Luke no podía por menos que plantearse mientras ascendía a paso de tortuga detrás de él por la esplendorosa escalera de su casposo club, dejando atrás los retratos descascarillados de sus héroes imperiales, y entraba en la casposa biblioteca llena de libros que nadie leía. Y siguió planteándoselo cuando Héctor cerró la gran puerta de caoba, echó la llave, se la metió en el bolsillo, abrió los broches de un viejo maletín marrón y, después de lanzar a Luke un sobre cerrado de la Agencia, sin sellar, se acercó parsimoniosamente a la ventana de guillotina, alta hasta el techo, con vistas al St. James's Park.

—He pensado que tal vez te convenga más algo así que andar mariconeando en Administración —comentó Héctor despreocupadamente, recortándose su silueta angulosa contra los mugrientos visillos.

El sobre de la Agencia contenía una carta, impresa, de la Reina de Recursos Humanos, la misma que hacía solo dos meses había dictado sentencia contra Luke. En una prosa enerve, lo trasladaba con efecto inmediato y sin explicaciones al puesto de coordinador de un organismo embrionario que se conocería como Grupo de Sondeo de Contraprestaciones, bajo la responsabilidad del director de Proyectos Especiales. Sus atribuciones consistirían en «analizar de manera proactiva qué costes operacionales pueden recuperarse de los departamentos que se han beneficiado sustancialmente del producto de las operaciones de la Agencia». El nombramiento incluía una ampliación de contrato de dieciocho meses, que se sumarían a sus años de servicio con vistas a los derechos de jubilación. Para cualquier duda, escribir a esta dirección de correo electrónico.

—¿Te parece razonable? —preguntó Héctor, aún ante la ventana de guillotina.

Atónito, Luke respondió que lo ayudaría a pagar la hipoteca o algo a este tenor.

—¿Te gusta lo de «proactivo»? ¿Lo de «proactivo» te atrae?

—No mucho —contestó Luke, y se echó a reír, desconcertado.

—A la Reina Humana le encanta eso de «proactivo» —afirmó Héctor—. Solo de oírlo se pone como una moto. Añádele «Sondeo», y la tienes en el bote.

¿Debía Luke seguirle la corriente? ¿Qué demonios se proponía, haciéndolo ir a su espantoso club a las once de la mañana, entregándole una carta que ni siquiera le correspondía a él entregarle, y dejando caer chistes impertinentes sobre el léxico de la Reina Humana?

—He oído que pasaste algún que otro mal rato en Bogotá —dijo Héctor.

—Bueno, tuve mis vaivenes —contestó Luke a la defensiva.

—¿Como follarte a la mujer de tu número dos? ¿Te refieres a esa clase de vaivén?

Luke fijó la mirada en la carta, todavía en su mano, y vio que empezaba a temblar pero, en una demostración de dominio de sí mismo, logró permanecer en silencio.

—¿O hablas de la clase de vaivén que se deriva de ser secuestrado a punta de metralleta por un capo de la droga, un mierda que teóricamente era tu topo? —prosiguió Héctor—. ¿Es esa clase de vaivén?

—Diría que los dos —respondió Luke, tenso.

—Dime una cosa, si no te importa: ¿qué fue primero, el secuestro o el folleteo?

—El folleteo, lamentablemente.

—Lamentablemente ¿por qué? ¿Porque mientras estabas a merced de ese capo de la droga tuyo en su reducto de la selva, la buena de tu mujer, allá en Bogotá, se enteró de que habías estado follándote a la vecina?

—Sí, por eso. Se enteró.

—Con lo que cuando huiste de la hospitalidad de ese capo de la droga tuyo y conseguiste volver a casa después de unos días de estrecho contacto con la naturaleza en estado puro, ¿no te recibieron como a un héroe, que era lo que esperabas?

—No, exacto.

—¿Lo contaste todo?

—¿Al capo de la droga?

—A Eloise.

—Bueno, todo, no —contestó Luke, sin saber muy bien por qué le seguía el juego.

—Admitiste todo lo que ella ya sabía, o iba a averiguar con toda seguridad —apuntó Héctor con tono de aprobación—. La declaración parcial presentada como la confesión plena y sincera. ¿Lo he interpretado bien?

—Supongo.

—No estoy hurgando en tu vida, Luke, muchacho. No te juzgo. Solo quiero tener las cosas claras. Cuando corrían tiempos mejores, robamos unos cuantos buenos caballos juntos. Desde mi óptica, eres un buen funcionario y por eso estás aquí. ¿Qué te parece? En conjunto. La carta que tienes en la mano. ¿Y por lo demás?

—¿Por lo demás? Bueno, supongo que estoy un poco perplejo.

—Perplejo ¿por qué exactamente?

—A ver, para empezar, ¿a qué viene tanta urgencia? Sí, bien, es con efecto inmediato, pero el puesto no existe.

—No tiene por qué existir. La narración es de una claridad diáfana: la despensa está en las últimas, así que el Jefe va al Tesoro con el platillo de las limosnas y pide más dinero. El Tesoro no da su brazo a torcer. Estamos a dos velas. Sácaselo a todos esos mamones que han recurrido de balde a tus servicios. A mí me pareció que cuadraba bastante bien, teniendo en cuenta los tiempos que corren.

—No dudo que sea una buena idea —dijo Luke con toda seriedad, a esas alturas más desorientado que nunca desde su regreso no demasiado triunfal a Inglaterra.

—En fin, si a ti no te cuadra, este es el momento de hablar claro, caramba. En esta situación no hay segundas oportunidades, créeme.

—Me cuadra, claro que sí. Y te estoy muy agradecido, Héctor. Gracias por pensar en mí. Gracias por echarme un cable.

—La idea de la Reina Humana, bendita sea, es que tengas tu propia mesa. Unas pocas puertas más allá de Recursos Financieros. En fin, ahí no voy a poner pegas. Además, sería una descortesía por mi parte. Pero mi consejo es que huyas de Recursos Financieros como de la peste. Ellos no quieren que tú curiosees en sus asuntos, y nosotros no queremos que ellos curioseen en los nuestros. ¿Verdad que no queremos?

—Me imagino que no.

—Aunque tampoco pasarás mucho tiempo en la oficina. Andarás de aquí para allá, removiendo cielo y tierra en White— hall, dando la vara en los ministerios con pasta. Te dejas ver un par de veces por semana, me informas sobre tus avances, te sacas de la manga algún que otro gasto de representación, y a eso se reducirá tu tarea. ¿Sigues interesado?

—La verdad es que no.

—¿Por qué no?

—Veamos, para empezar, ¿por qué aquí? ¿Por qué no mandarme un e-mail a la planta baja o llamarme por la línea interna?

Héctor nunca había aceptado bien las críticas, recordó Luke, y no las aceptó en ese momento.

—De acuerdo, maldita sea. ¡Qué coño! Supón, pues, que antes te he mandado un e-mail. O que te he llamado. ¿Entonces sí te interesaría? ¿La oferta de la Reina Humana tal cual la ves ahí, caramba?

Con cierto retraso, un panorama distinto y más alentador empezaba a cobrar forma en la imaginación de Luke.

—Si la pregunta… una pregunta hipotética… es si aceptaría la oferta de la Reina Humana tal como me la presenta en la carta, mi respuesta es sí. Si la pregunta… también hipotética… es si esto me olería a cuerno quemado en caso de encontrar la carta encima de mi mesa en la oficina, o en mi pantalla, la respuesta es no.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

Los interrumpieron unas vehementes sacudidas en el picaporte, seguidas de un airado aporreo. Con un hastiado «¡Ya podrían irse a la mierda!», Héctor indicó a Luke que se perdiera de vista entre las estanterías, descorrió el pestillo y asomó la cabeza por la puerta.

—Perdona, muchacho, pero hoy no, sintiéndolo mucho —lo oyó decir Luke—. Estamos haciendo inventario, extraoficialmente. La putada de siempre. Los socios se llevan libros sin firmar en la ficha. Espero que no seas tú uno de ellos. Prueba el viernes. Diría que es la primera vez en la vida que me alegro de ser el puto bibliotecario honorario —prosiguió, sin molestarse mucho en bajar la voz cuando cerró la puerta y volvió a echar el pestillo—. Ya puedes salir. Y por si acaso piensas que soy el cabecilla de una conspiración septembrista, mejor será que leas también esta otra carta; luego devuélvemela y me la tragaré.

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