Un rey golpe a golpe (22 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Aparte de los artículos específicos sobre la Corona, la Constitución de 1978 recogió el espíritu de la letra de los principios establecidos en el informe de 1975 sobre la «democracia» elaborado por la Comisión Trilateral: un sistema electoral proporcional (artículo 68), para poder limitar el acceso al gobierno por la vía electoral-parlamentaria de grupos políticos indeseables; descentralización de la Administración pública, pero sin dar poder político real a las comunidades autónomas (capítulo Tercero del Título VIII), cosa que convierte a los parlamentos en órganos más técnicos y menos políticos; supresión de las leyes que prohibían la financiación de los partidos por parte de las grandes empresas, que se sumaría a la financiación con fondos públicos; exaltación de los mitos de la «libertad de empresa» y la «economía de mercado», elevándolos a rango constitucional (artículo 38), etc. Pero lo más importante era establecer que la forma política del Estado español sería la monarquía parlamentaria (artículo 2), en un orden político que sería protegido por el Ejército (artículo 8), cuyo mando supremo correspondería al rey (artículo 62).

Aunque el PSOE y el PCE, entre otros, habían engañado al pueblo haciéndole creer que defendían el sistema republicano, todo estaba pactado de antemano, sin dejar cabos sueltos. Atendiendo a lo que habían dicho en la campaña electoral, lo que hicieron después fue un fraude, pero sólo se preocuparon de camuflarlo un poco. La Comisión Ejecutiva socialista decidió que el voto republicano se mantuviera hasta el debate de la Comisión Constitucional del Congreso, el 11 de mayo de 1977, para que lo defendiera Luis Gómez Llorente en rueda de prensa. El PSOE quiso aparentar que no abjuraba de su ideología, sino que había sido derrotado ante una mayoría constituida por la UCD, AP y los nacionalistas de derechas. Gómez Llorente lo dijo así en su discurso: «Nosotros aceptaremos como válido lo que resultó en este punto del Parlamento constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de la Constitución por esto. Acatamos democráticamente la ley de la mayoría. Si democráticamente se establece la monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideraremos compatibles con ella». Después, en el referéndum, pidieron abiertamente el sí a la Constitución. El 6 de diciembre de 1978, el Estado planteó a los españoles una elección entre lo malo o lo peor. O monarquía o nada. Y, mayoritariamente, la Constitución fue aprobada. En opinión de quienes estaban en el poder, la victoria ya valía como si el pueblo hubiera dado un sí rotundo a Juan Carlos.

El final de una etapa

El período constituyente, de 1977 a 1979, fue glorioso para Adolfo Suárez. El rey estaba absolutamente deslumbrado: «¡Es un fenómeno!», comentó un día en La Zarzuela, «mirad qué artículo segundo de la Constitución ha hecho para solucionar la grave cuestión de las autonomías y, al mismo tiempo, manteniendo la unidad de España». Pero el encantamiento estaba a punto de empezar a deshacerse. Los problemas llegaron, sencillamente, porque Suárez se había quemado. Su tarea había terminado y lo cierto es que al rey Juan Carlos nunca le preocupó demasiado tener que echar, de golpe, a quien le había servido bien, tan pronto como hubiera acabado su misión. Lo mismo que ya había sucedido con Torcuato Fernández Miranda pasaba ahora con Suárez y después con Sabino Fernández Campo, el sustituto en el corazón del monarca. El general Fernández Campo acababa de entrar en La Zarzuela para ocupar el sitio que había dejado vacante Alfonso Armada y rápidamente se convirtió en mucho más que un secretario: en un consejero que el mismo rey acabó nombrando «jefe». El PSOE, que tanta carne había puesto en el asador de la Transición, quería cobrar accediendo a la presidencia. Lo intentó en las primeras elecciones generales tras la Constitución, las de 1979. Pero era demasiado pronto. No conseguiría vencer a la UCD de Suárez, muy de mal grado, mientras esta formación continuara contando con todo el apoyo de la banca y de la Casa Real. Y en aquel momento todavía tenía a los dos de su lado. Se la ayudaba en todo, incluso haciendo coincidir la investidura de Suárez, el 30 de marzo, con la campaña de las elecciones municipales, previstas para el 3 de abril de 1979, para que la UCD se pudiera beneficiar de la atención que habían prestado al presidente los medios de comunicación. En el siguiente congreso del PSOE, al cabo de unos meses, en mayo, Felipe González decidió, por una inspiración cuyo origen es deducible, que el partido dejaría de ser marxista. Se tenía que ganar la confianza de la banca como fuera, y si lo que querían los banqueros y los yanquis era esto, pues se tenía que hacer.

No querían más cartas del monarca en las que hablara de la amenaza marxista como argumento para apoyar a Suárez. «Hay que ser socialista, antes que marxista», dijo Felipe al congreso, con una frase que recordaba los trabalenguas de la Transición: la reforma sin reformar lo que era inmutable, que, sin embargo, no era irreformable. Dejó desconcertado a su partido, que le tomó por loco y se negó a acatarlo. Pero González estaba dispuesto a ir hasta el final. Presentó la dimisión, una dimisión táctica para ejercer presión. Y en septiembre volvió, cosa que consolidó su autoridad personal.

Quedaba convencer a la banca de que lo decía en serio.

Aparte del PSOE, AP también deseaba desligarse de la UCD, que le había quitado el sitio que le correspondía. Fraga, convertido en «demócrata de toda la vida», creía que lo natural sería que los partidos mayoritarios fueran el suyo y el de los socialistas, un bipartidismo perfecto. Y los mismos varones de la UCD se sumaron a la campaña de demolición de Suárez, acercándose unos a AP y otros al PSOE. Joaquín Garrigues Walker, Francisco Fernández Ordóñez y Landelino Lavilla conspiraron con ellos para apoyar una moción de censura contra el presidente, presentada por el PSOE en mayo de 1980, que no prosperó. Otro factor que es necesario tener en cuenta era el «malestar» de las Fuerzas Armadas. Suárez, impulsado por el mismo monarca a imprimir ritmo a las reformas, aunque asumiendo él toda la responsabilidad, se había convertido en el enemigo número uno del Ejército. Era como el juego del policía bueno y el policía malo. Primero Suárez actuaba de malo y, después, los militares pasaban por La Zarzuela a quejarse al rey, que era el bueno. El 28 de noviembre de 1979 Milans del Bosch fue recibido en audiencia privada y, poco después, también acudiría al palacio una amplia representación de la División Acorazada, presidida por el general Torres Rojas. Lo que les más les enojaba era la política de depuración del Gobierno, que había enviado a destinos alejados de los centros de poder a los más adeptos al antiguo Régimen, para poner a mandos nuevos e ir lavando la cara de las Fuerzas Armadas. Y, desde luego, el tema de las autonomías, con aquel famoso «café para todos», que veían como una desmembración de facto de la sagrada unidad de la patria. Con todos estos factores de por medio, las relaciones del monarca con Adolfo Suárez comenzaron a ponerse tensas hasta llegar a un punto sin retorno.

Juan Carlos escuchaba a Felipe, Fraga, Armada, Milans… en su papel de «árbitro» de España, para intermediar entre ellos y el presidente. Y acabó con un impulso que le dieron desde el exterior (como en prácticamente todas sus decisiones políticas importantes), que inclinó la balanza a favor de los primeros. Juntos comenzaron a elucubrar posibles soluciones al problema, a hacer planes que acabaron cristalizando el 23 de febrero de 1981. Suárez solía decir en privado: «El rey a mí no me borbonea». Y prefirió presentar él mismo la dimisión cuando lo creyó oportuno, para que Juan Carlos no tuviera la oportunidad de utilizarlo cuando más le conviniera. Pero todo esto no se podría entender fuera del contexto de la preparación del golpe del 23-F. Sólo hace falta decir, por el momento, que su salida de la Moncloa fue dura, aparte de los 200 millones de pesetas que le dio el Estado, a propuesta del mismo Juan Carlos, para paliar su delicada situación económica. Cuando Suárez presentó su dimisión, en algún momento de la conversación que mantuvieron, de la cual se desconocen bastantes detalles, el rey le prometió además un ducado. Después, lo consideró excesivo y quiso volverse atrás, pero Suárez insistió y evitó que pudiera retirar la oferta. A diferencia de otros (como Arias Navarro o, posteriormente, Sabino Fernández Campo), lo utilizó profusamente, e incluso se hizo bordar en las camisas una corona ducal. Suárez también quería el Toisón, que pensaba que se merecía por lo menos tanto como Torcuato Fernández Miranda, pero no se lo dieron. Quizás para humillarlo, Juan Carlos le otorgó, en cambio, el penoso José María Pemán (el 20 de mayo de 1981), por los servicios prestados y la lealtad a la institución monárquica. Suárez desapareció del mapa político, pese a los vanos intentos por volver a la cumbre con un partido nuevo, el Centro Democrático y Social (CDS), que hoy en día lidera otro fracasado con respecto a las relaciones con el monarca, Mario Conde. Pero Suárez, desde 1981 hasta ahora, ha seguido cumpliendo un papel de mediador, de hombre con influencia en las altas esferas, gracias al poder que dan años de secretos compartidos. Cuando se fue, el rey le escribió una carta de despedida: «Para Adolfo, Amparo y sus hijos, y para la Historia…», en la que se justificaba por el hecho de haberlo abandonado. Unos años más tarde, cuando Suárez negociaba con una editorial la publicación de sus memorias, el rey le telefoneó: «¡A ver lo que vas a escribir!». No se volvió a hablar de las memorias nunca más. Al parecer, Suárez tiene todos sus documentos microfilmados y depositados en la caja fuerte de un banco suizo.

CAPÍTULO 11

TURISTA ACCIDENTAL EN GERNIKA

Una, «grande» y monárquica

Poco antes del golpe de Estado del 23-F, los reyes hicieron su primera visita oficial a Euskadi. Y esto es de lo que, cronológicamente, toca tratar ahora, aunque sea brevemente. Pero antes tenemos que retroceder un poco en el tiempo, para entender lo que aquel viaje significó en su momento. La obsesión de Franco por la sagrada «unidad de la patria» («una, grande y libre», lema acuñado en cada una de las pesetas que pasaban por las manos de los españoles) fue traspasada intacta al monarca. El dictador asumió, aparentemente sin más problemas, que tras morirse se llevarían a cabo reformas que tenderían a una democracia formal, tal como quedó demostrado, por ejemplo, cuando consintió la entrevista a
Cambio 16
de su sobrino Nicolás Franco, colaborador del entonces príncipe, en la que hablaba del tema y se declaraba a sí mismo «demócrata». En cambio, se esforzó al máximo, en los últimos tiempos de vida, ya moribundo, en recordar a su sucesor una sola razón de Estado que tenía que ser básica y guiar sus pasos en el futuro. De hecho, las últimas palabras «coherentes» que Juan Carlos recuerda haber oido de él fueron: «Alteza, la única cosa que os pido es que mantengáis la unidad de España». En esencia, a nivel simbólico, éste es el pretexto de la monarquía como sistema político: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia», como se recogió en la Constitución de 1978 (primer artículo referido a la Corona, número 56). El tópico de la unidad territorial es el que más se ha repetido en sus discursos a lo largo de sus ya 25 años de reinado, sobre todo en los mensajes navideños retransmitidos por televisión, en los que no faltó ni un solo año, casi siempre acompañando las críticas a los «nacionalistas exacerbados». A veces, con párrafos— quién sabe quién los escribía —dignos de ser recogidos en la antología «nacional» del disparate. Como este del discurso del día de la Hispanidad de 1983, repleto de contradicciones: «Los Reyes Católicos crearon un Estado moderno, fundamentado en las ideas de unidad y de libertad, es decir, del derecho a la diversidad. Para ello no dudaron en reducir a los que alzaban sobre los intereses nacionales sus egoísmos y sus pequeños intereses de campanario derribando, cuando fuera preciso, sus castillos».

En la intimidad, las conversaciones de los reyes con sus colaboradores sobre la cuestión todavía debían ser peores, por lo que sabemos. Un día de 1976 en que los miembros de la Casa discutían en el comedor de la Zarzuela si era conveniente o no hacer de inmediato una visita oficial al País Vasco, alguien opinó que quizás sería mejor dejar pasar el tiempo hasta que mejorara la situación.

Entonces Mondéjar dijo: «Si no, se les da la independencia y ya está». Aunque naturalmente, era una broma, la reina, que solía participar activamente en aquellas reuniones políticas, replicó alarmada que esta solución era impensable. Mondéjar continuó la broma añadiendo: «Se les da la independencia, después se les declara la guerra y, finalmente, se les conquista». Y todos se rieron mucho. Al margen de las elucubraciones más o menos graciosas, nadie sabe a ciencia cierta todo lo que hubo —o se discutió que podía haber— en los primeros pasos de la monarquía para solucionar un tema que se planteaba difícil, muy especialmente en Euskadi. El «GODSA político-militar» (del que ya se ha hablado en el capítulo 9), el Gabinete de Orientación y Documentación creado por Manuel Fraga en su etapa de ministro de la Gobernación, estrechamente vinculado con el CESID, aparte de «orientar» y «documentar» para ir en la dirección adecuada, pasaba una parte del tiempo elaborando planes que para ser ejecutados requerían algo más que unos artículos en la prensa. Jorge Vestrynge, el cachorro de Fraga (a quien años más tarde se le destiñó el azul y se volvió de izquierdas como quien se hace un vestido), forjó su carrera política en el GODSA, donde se enteró de algunos de aquellos proyectos. Una vez, en los primeros años de la monarquía, Antonio Cortina (el militar que, destinado más tarde en el CESID, participó en el golpe del 23-F) le sondeó respecto a una posible intervención militar. Cortina quería saber si la reciente Alianza Popular podría colocar a 30.000 personas en Burgos (AP tenía entonces unos 20.000 afiliados). El plan que estaban estudiando en el GODSA era concentrarlas en la ciudad castellana, y desde allí hacerlas avanzar a pie en una columna, con Fraga al frente, hasta el País Vasco. Preveían que, cuando pasaran, saldrían a recibirles contramanifestantes, conforme se acercaran a Gasteiz, y entonces —según lo que le explicó Cortina— un helicóptero del Ejército trasladaría a Fraga a Madrid para que no estuviera en peligro. El plan reproducía el golpe de la Rue de Isly durante la Batalla de Argel. En aquella operación, los extremistas del OAS organizaron una manifestación multitudinaria profrancesa que avanzó por aquella calle hacia un barrio musulmán controlado por los independentistas del Frente de Liberación Nacional argelino. Después de que el Ejército francés se interpusiera, algunos francotiradores escondidos dispararon contra los musulmanes para que éstos respondieran del mismo modo, con lo cual querían provocar a las tropas de interposición. Aun así, los militares franceses no cayeron en la trampa y acabaron disolviendo a los suyos a tiros. Cuando Vestrynge, que siempre fue una persona muy excéntrica políticamente, se dio cuenta de lo que le estaba diciendo Cortina, se lo explicó a Fraga un poco alarmado, y éste dijo que él mismo sería el único que contactaría con Cortina a partir de entonces. Por la manera como se desarrolló la historia, sólo fue un proyecto que no se llevó a término. Pero no dejan de llamar la atención las coincidencias del plan con lo que pasó —o estuvo a punto de pasar— hace unos pocos años en Madrid. Con motivo de la muerte del concejal Miguel Ángel Blanco, asesinado por ETA, el CESID convocó en la capital una manifestación «espontánea» multitudinaria, con una nueva consigna que había creado para la ocasión: «ETA no, vascos sí». Durante todo el día los canales de televisión modificaron las programaciones habituales para dedicar todo el espacio a retransmitir los acontecimientos conforme se producían, hecho que provocó una catarsis colectiva sin precedentes. Telemadrid, en concreto, hizo llamamientos para que la gente fuera a la manifestación y siguió, minuto a minuto, cómo iba creciendo el número de gente que se convocaba en la Plaza de Colón. Los locutores de telenoticias llegaron al extremo de llorar en directo, mientras daban la noticia de la muerte del concejal. Cuando la manifestación terminó, en la Puerta del Sol, todavía había de llegar uno de los platos fuertes, con la periodista Victoria Prego ensalzando a las masas desde un podio con su famoso «¡A por ellos!»

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