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Authors: Helena Nieto

Tags: #Romántico

Un punto y aparte (32 page)

BOOK: Un punto y aparte
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El enfriamiento ha ido apoderándose de todo mi ser hasta el punto de que el domingo ya no pude levantarme de la cama. Estaba ardiendo de fiebre. Me vendría bien para descansar, para pasar unos días sin pisar la oficina, taparme con las mantas hasta la nariz y dormir, dormir las veinticuatro horas del día.

Me ha dado un apuro tremendo que Álvaro haya traído a su padre para que me diagnostique lo que ya suponía: una fuerte bronquitis.

—No tenías que haberte molestado, Álvaro.

—No es molestia. Después de todo vamos a acabar siendo consuegros —dijo sonriendo.

Su hijo y Vicky se miraron sonrientes, entusiasmados, supongo, ante el pronóstico tan evidente de su futuro.

Álvaro me recetó antibióticos para ocho días.

—Enseguida estarás como nueva —afirmó desde la puerta de la habitación.

Sonreí y volví a darle las gracias.

Es una persona encantadora. No sé cómo congenia con lidia.

—No come nada —oí decir a mi madre—, nada de nada…

Metí la cabeza debajo de la almohada. ¡Qué manera de exagerar! Y luego Vicky habla de mi…

—¿Ves, mamá? ¿A qué no ha sido para tanto?

Abrí los ojos y vi a mi hija al lado de la cama. Me incorporé y miré alrededor para asegurarme de que Álvaro, su novio, no estaba. Se dio cuenta.

—Tranquila, mamá. Se ha ido con su padre.

—Os dije que no lo avisarais… —le reproché—. ¿Cómo se te ocurre?

—¿Eh?

—No quiero deberles nada —aclaré.

—Vaya, mamá. Que no estés con Sergio no quiere decir que no puedas tratar con el resto de la familia.

—Ahora te caen genial, ¿verdad? Pues te recuerdo que hasta hace poco no los podías ni ver…

—A Álvaro sí, mamá, siempre me ha caído muy bien. Igual que Sergio…

No dije nada. Prefería no sacar a relucir detalles del pasado. Me tapé con las mantas y le di la espalda.

—Voy a la farmacia a comprarte esto —la oí decir—, ¿te parece bien? —añadió con retintín.

No contesté.

—Mamá…

—Sí, sí, vete.

Yo sería el centro de comentarios en casa de los Lambert. Podía imaginarme la escena. Álvaro padre hablaría de mi bronquitis y de cómo había hecho el favor de hacerme una visita médica por petición de Álvaro hijo y de Vicky. Podía ver la escena como si fuera una película. Su esposa Lidia, siempre tan estirada, lanzaría un suspiro ambiguo. Félix sonreiría perversamente pensando si su cuñado, en su condición de médico, habría auscultado mi piel desnuda. Mercedes pondría de verdad gesto de preocupación y preguntaría por mi estado de salud. Y Sergio… ¿Le importaría? ¿Se preocuparía? ¿Intentaría llamarme? Cogí el móvil que estaba sobre la mesita y lo encendí. Lo volví a colocar en el mismo sitio y me acurruqué bajo las sábanas. Me quedé mirando hacia la ventana. El teléfono no sonó y acabé durmiéndome a causa de la fiebre.

Estuve horas y horas bajo un letargo casi comatoso hasta que los antibióticos me hicieron el suficiente efecto como para hacer desaparecer el dolor de garganta, la tos, el frío y la fiebre, pero no consiguieron que me volviera el apetito. Todo lo contrario.

El primer día en que el termómetro no pasó de treinta y seis y medio me levanté escuchando las protestas de mi madre y me pasé más horas en el sofá que en la cama. El segundo día me sentí con más fuerzas y con más ánimo como para empezar a comer algo, y el tercer día no aguanté más acostada y me levanté para desayunar ya en la cocina. Era sábado. Mis hijos irían a comer con su padre, que pasaría a recogerlos a las doce y media.

Menos mal que no subió. Los esperó en el portal. No tenía ninguna gana de verlo, y mucho menos de hablar con él.

A las cuatro y media mi madre me dijo que, si no me importaba, deseaba ir a visitar a una amiga suya que estaba en el hospital.

—Puedes irte tranquila, mamá. Estoy bien —aseguré—. Estoy muchísimo mejor, ya son tres días sin fiebre. El lunes volveré a trabajar.

—Pero si te encuentras mal, me llamas.

—Que sí, mamá. No te preocupes.

Me dejó sola, algo que agradecí. Me metí en la ducha, me lavé el pelo, desterré el pijama y busqué ropa en el armario. Me vestí con unos vaqueros desteñidos de hace mil años con los que me siento muy cómoda y el jersey azul de Sergio, que sigue en mi poder. Me queda enorme pero me gusta ponérmelo, me hace recordarle y puedo percibir hasta su aroma. Puede que sea masoquista, empiezo a creerlo. Cada vez que Vicky me lo veía encima me miraba espantada, lo mismo que mi madre, pero ninguna de las dos decía nada.

Estuve entretenida escribiendo en el ordenador y revisando el correo electrónico hasta que empezó a dolerme otra vez la cabeza y decidí acostarme en el sofá. Me cubrí con una manta de cuadros que mi madre había sacado del trastero o sabe Dios de dónde porque ni recordaba que fuera mía, y encendí la tele. No había mucho que ver. Bajé el volumen y al final me quedé dormida sin darme cuenta.

El teléfono me despertó de la medio siesta. Estiré el brazo por encima de la manta para coger el móvil y respondí sin pararme a mirar quién llamaba.

—Paula —dijo—, necesito verte.

—Se… Sergio —titubeé al pronunciar su nombre mientras me despojaba de la manta y me ponía en pie—.Pero… ¿ahora?

—¿Es un mal momento? Estoy muy cerca…

—Eh… no… bueno… no sé… yo…

—Por favor, Paula. No puedo seguir así, tenemos que hablar.

—Sí… sí, de acuerdo —dije al fin.

Fui al baño a lavarme la cara y despejarme un poco, mi aspecto era horrible.

La fiebre de los días anteriores había dejado huella en mi rostro, pálido y ojeroso. Sonó el timbre de la puerta. ¿Pero ya estaba aquí? Había dicho cerca. «Y tan cerca», pensé. ¿En el portal, quizá? ¿En el vestíbulo? ¿En el ascensor? Ni siquiera me daba tiempo a cambiarme de ropa. Suspiré. «No puede ser él», murmuré dirigiéndome al hall. Observé por la mirilla. Sí, sí, era él… El corazón empezó a latirme con fuerza. Y qué guapo estaba… podría haber estado contemplándolo durante horas. Parecía inquieto, mirando a todos lados, ansioso porque apareciera de una vez. Nerviosa, abrí. Vi una mirada melancólica y una expresión de asombro en sus ojos azules clavados en los míos. No sé si fue mi aspecto lo que le dio lástima o la nostalgia de reconocer su jersey, pero parecía que estaba a punto de echarse a llorar.

—Paula, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —susurró.

Asentí con la cabeza y le indiqué que entrara.

—He estado con bronquitis, pero ya estoy mejor… Y sí, estoy bien —contesté sin mirarlo—, solo resfriada. ¿No lo sabías?

—No… yo…

«Vaya», pensé. «O su cuñado ha sido muy discreto o él no ha aparecido por casa de su madre en la última semana».

Lo conduje hasta el salón.

—¿Quie… quieres un café?

—No, gracias. No te preocupes. ¿Estás sola?

—Sí. Sola…

Nos quedamos en silencio y me di cuenta de que se sentía incómodo.

—¿De verdad que no quieres café? —pregunté nerviosa—. Lo acabo de hacer y…

No era cierto. Llevaba horas hecho, no sé por qué tuve que mentir en algo tan estúpido.

—Está bien, como quieras.

Me siguió hasta la cocina. El café estaba aún caliente, ya que no había apagado la cafetera. Bien podía pasar por recién hecho. Abrí el armario para coger una taza y saqué la leche de la nevera mientras él me observaba. Esa actitud suya me estaba poniendo más nerviosa aún, tanto que casi se me cae el azucarero al suelo. Sabía que no le gustaba la leche fría como a mi, así que la templé en el microondas.

—¿Te ayudo? —sugirió.

—No, no, gracias. Tú ponte cómodo —dije por decir algo.

Así lo hizo. Se sentó en una de las sillas y seguimos en silencio durante un minuto, lo que tardé en poner la taza sobre la mesa. Luego me volví para coger la jarra de la cafetera y le serví.

—¿Tú no quieres? —preguntó al ver que no me había puesto ni una gota.

—Es muy tarde. Ya sabes que no me deja dormir. ¿Quieres un poco de bizcocho? mi madre lo ha hecho esta mañana…

—No, no te molestes.

Me quedé mirando cómo echaba el azúcar en la taza y sonreí. Se me llenaron los ojos de lágrimas porque vino a mi mente el recuerdo de la primera vez que habíamos estado juntos compartiendo un poco de nuestro tiempo, sentados en aquella mesa de mármol junto a la ventana en el antiguo café del centro.

Él también me miró.

—¿Estás llorando? —preguntó preocupado.

—Oh, no… claro que no… es el catarro —dije como excusa.

Me levanté, cogí un clínex del paquete que había dejado sobre la encimera de granito y me sequé los ojos. Me volví. Estaba de pie, a mi lado.

—Paula… —dijo.

Se acercó a mí e intentó abrazarme, pero lo aparté.

—No, por favor, Sergio. Déjame…

Se apartó. Vi su gesto contrariado.

—Te preguntarás por qué…

Lo interrumpí.

—¿Preguntarme? —exclamé irritada.

—Sí… bueno… no te di ninguna razón. No sé qué estarás pensando…

—Dijiste, esta relación no funciona —pronuncié con énfasis y soniquete burlón.

—Sí, lo sé. Eso no significa nada.

—Exacto, Sergio. No significa nada —repetí. —Lo siento.

Le miré a los ojos. Su mirada era triste. Tan triste como la mía. Tal vez se merecía que le hiciera reproches, uno detrás de otro, pero no fui capaz. Solo deseaba entender, así que confesé:

—Llevo más de tres meses torturándome, Sergio. Intentado averiguar qué hice mal, qué fue lo que te apartó de mí, en qué me equivoqué esta vez… No me diste ni un motivo, ni una palabra. ¿Fueron los niños? ¿Pasó algo de lo que yo no me haya enterado?

—No, no, ellos no tuvieron nada que ver, te lo aseguro.

—¿Entonces? ¿Fue de un día para otro? ¿Decidiste alejarte sin más, sin explicaciones? —Tragué saliva—. ¿Por aquel baile con el dichoso francés?

—No. Claro que no…

Se quedó callado. Me armé de valor y me atreví a preguntarle.

—¿Estás con otra?

Me miró extrañado.

—Por Dios, Paula, no.

Aunque fue un alivio escuchar sus palabras, no pude contener las lágrimas.

—Paula, no llores.

—No, perdona. No sé qué me pasa, lloro por cualquier cosa.

Quiso abrazarme de nuevo pero volví a apartarlo.

—Miguel… —me dijo.

Lo miré sin comprender.

—¿Miguel?

—Miguel siempre se ha interpuesto entre los dos. Decías que no te importaba, pero nunca hiciste nada para que se alejara…

—¿Alejarlo? Pero… ¿qué estás diciendo? Miguel es el padre de mis hijos.

Sonrió, creo que irónicamente.

—La excusa perfecta…

—¿Eh? —le miré atónita—. ¿De qué hablas?

—El padre de tus hijos, de acuerdo. Pero ha hecho lo imposible por entrometerse. Te lo dije, no quisiste hacerme caso… Al final él ha salido ganando…

No entendía nada de lo que me estaba diciendo. ¿Ganando? ¿Ganando qué? Estaba aturdida, ya no sé si por el catarro, los antibióticos o sus palabras.

—Sergio, no entiendo nada de lo que me dices.

Volvió a sonreír.

—Es igual. Déjalo —dijo moviendo una mano en el aire.

—No, no lo es. ¿Quieres hablar claro? —mi tono fue algo brusco, lo reconozco, pero me atormentaba el no saber qué pasaba por su mente.

Quería saber qué le confundía y le hacía ver o imaginar cosas incomprensibles para mí.

—Bien. Te lo diré. Me estuviste utilizando para darle celos a tu exmarido. Al final, como te dije antes, él salió ganando. Pues bien, lo acepto, pero tenía que decírtelo, por eso he venido…

Creí que todo me daba vueltas y que la voz salía de un sueño, de mi imaginación… Era tan absurdo, tan irreal…

—¿Có… cómo puedes decir eso, Sergio? No, no te reconozco… tú… tú no eres así… No puedo crees que te hayas montado esa película tú solo.

—¿Yo solo? —repitió burlándose—. Vamos, Paula. Lo vi con mis propios ojos, vi cómo te besaba y tú no hiciste nada por apartarlo… no lo niegues.

Ahora sí que estaba atónita. Rebobiné en mi cabeza e intenté hacer memoria. Sí, me había besado, mejor dicho, había intentado besarme en más de una ocasión, pero siempre lo había apartado bruscamente, perpleja y ofendida, enfadada… ¿Y Sergio me había visto? ¿Cuándo?

—Y luego, todo el juego que te traías con él.

—¿Quééééé?

—Fuisteis a comer los dos solos. Cuando Sandra me dijo que estabais en el bar, quise darte una sorpresa, pero la sorpresa me la llevé yo. Estabais junto al coche, despidiéndoos, creo, no lo sé… pero vi cómo te besaba y tú no hiciste nada. ¿Qué querías que pensara? «Está conmigo pero se besa por los rincones con su ex marido, qué bien, brindemos por ello» —dijo sarcástico.

Negué con la cabeza de un lado a otro.

—No fue así —murmuré.

—¿No es verdad? Dime que no es verdad, que me lo estoy inventando.

Me enfurecí.

—Sí, sí es verdad. Me besó, me aprisionó contra el coche. Me cogió de improviso y no me dio tiempo a reaccionar… así que sacaste conclusiones. ¡Perfecto, Sergio! Tal vez si te hubieras fijado y no te hubieras dejado llevar por tus celos estúpidos, podrías haber visto el empujón que le di cuando me soltó, y lo mucho que me enfurecí con él. Pero claro, era mucho mejor pensar que te estaba siendo infiel o te estaba utilizando… ¡Tanto orgullo! —le grité—. Fui a comer con él porque teníamos que hablar de Dani, de su hijo… por eso. Pero si te lo dije, Sergio… ¡Oh, Dios!… te lo dije —repetí—, te dije que necesitaba hablar con él, que no podía pasar de esa semana. Dani iba fatal en el colegio, andaba con aquella chica…

—Pero…

Lo miré. Estaba petrificado y yo rompí a llorar sin consuelo.

—Nunca te utilicé para dar celos a Miguel —continué entre lágrimas—. Me sorprende que digas algo así. Intentó besarme muchas veces, y llegó a hacerlo, aquella no fue la primera, no lo niego. Pero de lo que tú hayas podido ver a lo que fue en realidad, hay un abismo,

Sergio. No tengo nada con él ni nunca lo tendré.

Caminé hacia el salón y me dejé caer sobre la butaca. Me incliné sobre las rodillas al tiempo que me cubría la cara con las manos.

«No, no puede ser…», susurré casi para mi. «Esto es una pesadilla». Me temblaban los dedos por la angustia.

Sentí cómo él me cogía las manos y me las apartaba del rostro. Alcé la barbilla y lo miré. Estaba de rodillas observándome con tristeza. Negué con la cabeza.

—No, Sergio —dije—, aquí nadie ha ganado nada. En tal caso, yo he perdido… porque te he perdido a ti.

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