—Y los hay valientes —les contó Sigfrido—. Fijaos en ese pedazo de tierra… Corresponde a la esquina de un solar, en el que los legionarios juegan al fútbol. Como veis, el jugador que lanza el
corner
se expone a que desde aquí cualquier centinela lo seque de un disparo. Pues bien, ¡siempre hay voluntarios para lanzar el
corner
!
Moncho se apoderó de los prismáticos y su mirada se hundió en las alambradas y trincheras enemigas. Sigfrido encendió un pitillo y acercándose a una ventana lateral miró hacia su tierra, hacia Segovia.
Ignacio no podía con su emoción. Detrás, sentados en el suelo, dos milicianos jugaban tranquilamente a las damas. Las paredes estaban llenas de inscripciones.
—¿Cuánta gente habrá muerto en este sector?
—¡Huy…!
Un hombre con una estrella roja en el gorro se acercó.
—¿De dónde sois?
—Hospital Pasteur.
—¿Internacionales?
—Eso es.
—Bueno. Marchaos pronto. Salud.
—Salud.
Permanecieron allí un buen rato todavía. Se enteraron de que ambos contendientes se cruzaban propaganda por medio de cohetes. Los «rojos» solían enviar octavillas redactadas por el Gorki del sector, los «nacionales» preferían enviar muestras del rancho, lo cual ponía nerviosos a los comisarios políticos. Ignacio pensó, sonriendo: «¡Si pudiéramos
pasarnos
a caballo de un cohete!»
Dieron la visita por terminada. «Salud.» «Salud.» Bajaron con cuidado la escalera, peligrosa porque el hueco del ascensor estaba al descubierto. De bajada comprobaron hasta qué punto los centinelas y las ametralladoras habían sido emplazados con sabiduría. Llegados a la planta baja, salieron a la calle y tomaron la dirección del centro, silenciosos. De vez en cuando, Sigfrido se detenía y miraba hacia atrás con los prismáticos.
Ignacio se encontraba tan zarandeado que no conseguía coordinar los pensamientos y envidiaba a Moncho, cuyo andar era sereno. «He de ir a ver a José sin falta —se decía Ignacio—. Si José no nos ayuda, no saldremos nunca de aquí.» A medida que se alejaban del frente, esta idea iba apoderándose del muchacho. Hasta tal punto que, llegados al lugar donde antes vieron la sesión de títeres, bruscamente se dirigió a sus compañeros y les dijo:
—Bueno, vais a perdonarme… Tengo algo que hacer. —Moncho lo miró perplejo—. De veras, Moncho. Luego nos veremos y te contaré. —Se dirigió a Sigfrido—. Gracias, Sigfrido.
Ignacio se apartó unos metros, y mirándolos de nuevo, encendió un pitillo y se alejó. Moncho y el veterano enfermero de Segovia se encogieron de hombros y prosiguieron su camino hacia el hospital. Ignacio, sin pérdida de tiempo, se acercó a una mujer que vendía bocadillos y le preguntó por la calle de Alarcón, a la que se dirigió tomando al asalto el tranvía 19. Recordaba las señas de memoria: «Alarcón, 184, tercer piso». El gorrito de soldado le molestaba. Ignacio sabía que lo más personal en él era la frente, y por eso llevaba casi siempre el gorro en la mano.
¡José Alvear! Su primo hermano… El huérfano José Alvear…
Llegado a la calle, comprobó la numeración y entró en el portal requerido. No quería hacerse preguntas para no arrepentirse y volverse atrás. Empezó a subir recordando cosas inconexas.
Y de pronto, se encontró frente por frente con su primo, quien en aquel momento salía del piso dando un portazo y silbando. Los dos muchachos, que se reconocieron al instante, se detuvieron. La mano derecha de Ignacio, que subía, y la mano izquierda de José, que bajaba, se pegaron con fuerza a la viscosa barandilla. Fue una doble aparición. José dejó de silbar e Ignacio tiró la colilla al suelo. Los dos musitaron: «pero…», y permanecieron inmóviles, mirándose.
Ignacio pensó que la ferocidad se le había quedado a su primo grabada en el rostro. Una linfática relajación en las ojeras y un brillo agitanado en los ojos. Los dientes también le brillaban, y por su situación a mayor altura y por la mecha amarilla que le cruzaba el pecho, su aspecto infundía pavor. Parecida impresión tuvo José respecto de Ignacio. Éste le clavó la mirada con rara intensidad y, pese a que el uniforme caqui, excesivamente nuevo y acartonado, le achicaba el cuerpo, el paso del tiempo había conferido al muchacho decisión y hombría.
—Pero… ¡tú aquí!
Ignacio no intentó siquiera sonreír.
—He de hablar contigo.
La voz de Ignacio había salido como del fondo de un pozo. José dudó entre prolongar la timidez del encuentro o hacerse el desentendido y bajar y ofrecerle a su primo un leal abrazo. La actitud de Ignacio lo desanimó.
—Ya… Anda, sube. —José se tocó la nariz con los dedos en pinza y dando media vuelta desanduvo lo andado e introdujo el llavín en la puerta.
Ignacio subió rápido y alcanzó el vestíbulo en el momento en que la puerta se abría y José decía:
—Entra…
Un momento de indecisión. ¿Qué había en José que le predisponía a la cordialidad? Ignacio entró, pasando junto a su primo sin rozarlo, y en seguida advirtió que el piso era anárquico como su dueño, pero que sin duda éste lo compartía con una mujer.
José cerró la puerta.
—Adelante —dijo.
Pronto Ignacio se encontró en el comedor. José se dirigió a un gran ventanal y abrió los postigos iluminando la estancia.
—Siéntate.
Ignacio eligió una silla próxima al pasillo. José volvió a mirarlo y súbitamente sintió toda la incomodidad de la situación. Con desgana se sacó por la cabeza la mecha de dinamitero, y luego soltó el cinturón con la pistola. Y al tomar asiento a su vez, en un camastro desvencijado, vio la cruz roja que destacaba en el brazal de Ignacio.
Ello lo estimuló a hacer una última tentativa.
—¿Quieres fumar?
—Ignacio tenía ya un pitillo en la boca y negó con la cabeza.
—Bien… Pues dime lo que se te ofrece.
En aquel momento, Ignacio pensó en su tío Santiago, el padre de José, al que no había conocido. El padre de José había muerto. Ello introdujo en el ánimo de Ignacio un agente contemporizador.
—Me gustaría —dijo Ignacio— llegar a un acuerdo contigo. —José guardó silencio—. No es fácil, claro, pero… Estoy pensando que, en cierto sentido, lo que decías en tu carta es cierto: estamos en paz.
José echó una bocanada de humo.
—Yo lamento mucho lo de César.
Ignacio precisó:
—Y a mí me duele mucho lo de tu padre.
José cabeceó e Ignacio optó por abreviar.
—Puesto que estarnos en paz, he venido a pedirte que me ayudes.
—¿En qué?
Ignacio miró a su primo con fijeza.
—Quiero pasarme.
La dentadura de José dejó de brillar.
—¡Hombre!
Ignacio no se inmutó y no añadió nada. José hizo un esfuerzo, miró al suelo un momento.
—¿Estás en peligro?
—Desde luego.
José tocó con la mano izquierda la mecha amarilla que había dejado en el sofá.
—¿Cuándo llegaste a Madrid?
—Esta mañana. He venido destinado al Hospital Pasteur.
—¿El de los Internacionales?
—Sí.
José respiró hondo. Recordó a Ignacio en Gerona, cuando lo acompañó a la taberna «El Cocodrilo» y a la catedral y al mitin de la CEDA. Intentó no distraerse y fijó la mirada en el papel matamoscas que colgaba de la lámpara.
—Esto tiene… intríngulis. —El tono de su voz se normalizó—. ¿Qué te ha hecho suponer que accedería a ayudarte?
Ignacio sonrió como si de antemano supiese lo que había de contestar, y no era así. Sin embargo, al momento recordó que en la cartera llevaba algo que podía muy bien servir como respuesta.
—Esto —dijo. Y sacando la cartera tomó de ella una cartulina de tamaño postal. Era una antigua fotografía donde se veía a Matías y a Carmen Elgazu sentados en la barandilla de una fuente. Ambos eran jóvenes.
José cogió la cartulina y la miró. Al cabo de un segundo volvió a afilarse la nariz con los dedos en pinza.
—Gente buena… —dijo Ignacio.
—Ya…
José le devolvió la fotografía.
—Me crees sentimental, ¿verdad?
—Capaz de serlo.
José estaba a punto de pegarse un puñetazo en el muslo y gritar: «¡Pues tienes razón!» Pero se contuvo. El amor propio le levantó y pareció altísimo. Se acercó al abierto ventanal. De un clavo colgaba una gorra con visera de charol, gorra con tres barras y la estrella. «Capitán», pensó Ignacio con tristeza, como si las tres barras significasen que iba a perder el pleito.
José reflexionaba, e Ignacio se preguntó cuál sería la mujer que compartía con él el piso.
—Mañana te daré la respuesta —decidió José, volviéndose—. Iré a verte al Hospital.
Ignacio hizo un mohín.
—Si no me das tu palabra ahora, ahora mismo, llevo las de perder.
—No te entiendo.
—Si me voy, he perdido. Mañana tú dirás: «Al cuerno ese fascista!». Y se acabó.
José sonrió inesperadamente.
—Eres más listo que Canela —soltó.
—¿Canela?
José no hizo caso, pero Ignacio giró automáticamente la vista en torno.
—Escucha una cosa —agregó José, en tono que revelaba la mayor formalidad—. De veras que lo que voy a decirte no es una excusa. Hasta mañana no puedo contestarte.
—¿Por qué? —Ignacio se golpeó con el gorrito la palma de la mano izquierda.
—No puedo decírtelo… —José carraspeó y añadió—: ¡Haz el favor de no hacerme más preguntas! ¿No ves que lo que quiero es ayudarte?
Ignacio se levantó. No estaba seguro de ser oportuno, pero tenía la obligación de hablar de Moncho.
—Oye una cosa, José… Confío en que no te molestará lo que voy a decirte.
—¿Qué es?
—No voy solo.
—¿Cómo…?
—He venido a Madrid con un amigo. —Ignacio teatralizó—. Le debo la vida y he de corresponder.
José aspiró aire como si fuera a dar un salto de trampolín o embestir a alguien.
—¡Eso ya no, Ignacio! Ni una palabra más. Por ahí, ni hablar. Ignacio se dio cuenta de que no cabía insistir, de que esto lo tenia perdido. Estaba confuso y vacilaba.
—Hemos terminado, ¿no? —concluyó José—. Mañana a primera hora paso por el Hospital y te digo lo que hay.
Ignacio asintió con la cabeza y echó a andar por el pasillo.
José lo acompañó, rezagándose a propósito para no pisarle los talones.
—Otra cosa —añadió el capitán anarquista—. Es una locura que te pases. Vais a perder, ¿sabes?
Ignacio abrió por sí mismo la puerta y se petrificó unos segundos.
—Eso habrá que verlo.
* * *
Ignacio llegó al Hospital Pasteur muy preocupado y decidido, por supuesto, a contarle a Moncho de pe a pa el desarrollo de su entrevista con José. Entre los muchos interrogantes que bailaban en su cabeza destacaba éste: «¿Era de verdad Canela la
compañera
de José?» En el caso de que lo fuera, ¿qué actitud tomaría la muchacha? Ignacio intuía que se pondría a su favor. «¿Por qué no? —le diría a José—. Ignacio es un buen chico. Anda, que con ello no haces daño a nadie.»
Al entrar en el Hospital, la muchacha de la centralita lo saludó con palmaria cordialidad. Ignacio correspondió y subió al primer piso, preguntándose si, al igual que la telefonista de Sanidad, en Barcelona, la chica había adivinado su filiación y había querido indicarle que estaba a sus órdenes. «¡Caramba con las telefonistas!», rezongó.
Arriba vio pasar a la enfermera Germaine con un ramillete de termómetros en la mano. A los pocos minutos localizó a Moncho, el cual salía del quirófano con aire fatigado. Ignacio iba a contarle lo ocurrido, pero Moncho se le anticipó.
—Pasado mañana empieza una ofensiva terrible —dijo quitándose los guantes.
—¿Ofensiva? —Ignacio se llevó un dedo a los dientes e hizo chascar la uña—. ¿Quién ataca, dónde?
Moncho bajó el tono de la voz.
—Atacarán los Internacionales, aquí, en Madrid.
Ignacio abrió los ojos de par en par. Y en el acto, la conducta de su primo José le pareció diáfana. «Ahora comprendo.» Ignacio se mordió los labios y se dijo a sí mismo que no había tenido suerte.
Moncho le preguntó:
—¿Qué estás pensando? ¿Qué ocurre?
Ignacio disimuló. Acababa de decidir no comunicarle nada a Moncho, pues era obvio que José al día siguiente le diría: «No puedo hacer nada, ya lo ves. Has de esperar».
Moncho insistió:
—¿Dónde estuviste si se puede saber?
Ignacio lo miró.
—He intentado ver a mi primo, pero no había nadie en la casa.
Moncho hizo un gesto.
—Mala suerte… —Luego añadió—: La ofensiva nos perjudica. Ignacio fingió confianza.
—A lo mejor es un bulo.
—¿Un bulo? Fíjate… —Moncho invitó a Ignacio a mirar el patio que había en la parte trasera del Hospital. Por una puerta que el doctor Simsley había mandado abrir en la tapia, entraban en fila una docena de camiones repletos de camillas y medicamentos. Al mismo tiempo se veían tres ambulancias dispuestas a partir.
Moncho añadió:
—El doctor Simsley me ha recomendado que fuéramos a dormir, que descansáramos lo más posible.
Pasó Sigfrido.
—¿Qué? ¿Os ha gustado la excursión?
El rumor se convirtió en realidad. Aquella misma noche se supo con toda certeza que antes de las cuarenta y ocho horas el Mando «rojo» desencadenaría una operación gigante, precisamente en el frente de Madrid. Tratábase de un ataque ambicioso, cuyo objetivo inmediato era empujar las lineas «nacionales» hasta más allá del pueblo de Brunete. El ataque se iniciaría más o menos en el sector que Moncho e Ignacio, acompañados por Sigfrido, , habían visitado aquella misma tarde. Los preparativos se llevaban a cabo con el mayor disimulo, evitando la aparatosidad en la concentración de tropas y desorientando en lo posible a las propias fuerzas que iban a protagonizar la batalla. El Hospital Pasteur, lo mismo que el instalado en el Ritz, eran centros neurálgicos y allí no cabían disimulos. Las dos bases del proyecto serían la importancia de efectivos y la sorpresa.
La noche transcurrió con zozobra y a primera hora de la mañana siguiente José Alvear, cumpliendo su palabra, se personó en el Hospital y solicitó ser llevado en presencia de Ignacio. Éste miró a su primo con la mayor ansiedad. Y tal como sospechaba, José le dijo que, pese a sus buenos deseos, no podía ayudarlo en tanto la ofensiva no hubiese finalizado, victoriosamente o no. Cada hora que pasaba, el trasiego de hombres y material era mayor.