El interior de Bilbao era una amalgama de entusiasmo y de dudas.
Gudaris
dispuestos a dar la vida, otros estimando que resistir era suicida, sugerencias para entregar bonitamente la ciudad a Inglaterra, ancianos resistiéndose a abandonar su hogar. Entre los primeros se encontraba Jaime Elgazu,
croupier
, herma no de Carmen Elgazu. Era separatista y estaba dispuesto a dar la vida. Entre los últimos se encontraba la «abuela», la madre de Carmen Elgazu, la de las cartas en tinta violeta, que finalmente se había instalado en Bilbao con sus dos hijas solteras, Joséfa y Mirentchu, en un confortable piso de la calle Donostia. No quiso marcharse. «¿Adónde iremos? Pase lo que pase.» La abuela juzgaba la situación muy embarullada y, aun doliéndole todo cuanto ocurría, deseaba que entraran los «nacionales» para «por lo menos oír misa en paz». Su hijo Jaime, al despedirse de ella con un beso, sentenció: «No hables de paz, madre. Si es preciso, arrasarán el mundo».
La operación empezó bajo el signo de la lluvia torrencial y de la niebla. La lluvia atemorizaba a los italianos, de nuevo alinea dos en gran número a las órdenes del general Roatta, quien quería desquitarse de Guadalajara. «Aquí, en el Norte —les decían los requetés a los camisas negras—, la lluvia y la niebla son lo normal.» De ahí que los verdes fuesen profundos, grandes las cocinas y largos los apellidos. Sin embargo, los prismáticos se empañaban, los pies de los soldados se entumecían como los de los detenidos en la celda «del palmo de agua» y los artilleros maldecían su perra suerte.
A consecuencia de la niebla murió, ¡quién hubiera podido predecirlo!, el propio general Mola, jefe supremo de las operaciones del Norte. Su avión se estrelló cerca del pueblo de Pedroes, contra una montaña. El piloto perdió toda visibilidad y se estrelló. La noticia se divulgó con rapidez, produciendo estupor y miedo. Aquel que conminó al puedo vasco a la rendición, hombre alto y testarudo, se había rendido para siempre en un paraje yermo entre Vitoria y Burgos. Era una muerte extraña, de mal agüero.
El Diluvio
escribió: «Escupimos sobre el cadáver del Verdugo navarro.» Por el contrario, don Anselmo Ichaso le dedicó, en el periódico carlista, una inmensa cruz. Por su parte, Montesinos, que seguía en la cárcel pendiente de juicio, sentenció: «Primero, Sanjurjo; luego, José Antonio; ahora, Mola. Franco se ha quedado solo, amo absoluto de la situación».
Desde el frente de Huesca, Gorki mandó a
El Proletario
un inesperado artículo necrológico, pues por aquellos días murió también, en Moscú, María Ilinicha Dulianova, hermana de Lenin. Gorki trazó un paralelismo entre Lenin y Mola, ambos jugadores de ajedrez y muertos a la misma edad. «Pero los ojos de Lenin eran más potentes que los de Mola. Y además, Lenin amaba a los hombres y hasta a los gatos, y Mola sólo amaba a los cochinos requetés.»
El asalto definitivo tuvo lugar al mando del general Dávila y estaba escrito que nada podría contenerlo: ni el fanatismo heroico de los
gudaris
, ni las arengas del ministro del Ejército, el bilbaíno Indalecio Prieto, ni la sustitución del general defensor Martínez Cabrera por el general Gamir Ulibarri. Oleadas de trimotores cubrieron el cielo, despejando la tierra para que avanzaran por ella los tanques y la infantería. Se tomó el Monte Sabigán y fue arrasada Guernica, la ciudad del árbol legendario, símbolo del nacionalismo vasco, en la que estaban guardadas la espada de Zumalacárregui, la guitarra del trovador regional Iparraguirre y los escapularios de Íñigo de Loyola. La versión común atribuía el hecho a la aviación alemana, la Legión Cóndor; no obstante, la emisora de Salamanca culpó de la destrucción a los mineros vascos. Era obvio que éstos, con el cinturón de hierro, en el que de noche se veían muchas luces indicando que el trabajo febril no cejaba, pretendían que Bilbao emulara la gesta de Madrid, pero tal pretensión se evidenció desorbitada. Proyectiles de toda suerte, perforantes, rompedores, incendiarios; estallando a percusión, a tiempo y a doble efecto; cañones, obuses y morteros cayeron torrencialmente sobre los defensores. El mar se convirtió en camino de huida, lo mismo que la carretera que conducía a Santander. El Cantábrico se pobló de barcos y barquichuelos de toda índole y tonelaje que tomaban la dirección de Francia, muchos de los cuales eran apresados por las unidades «nacionales» que patrullaban por las cercanías de la costa. La fuga a través de la noche y el agua era dolorosa. La ola próxima podría traer consigo un barco «fascista» armado de fusiles. El mar podía ser Cementerio.
El 17 de junio, día en que el Gobierno de Valencia adelantó de una hora los relojes —horario de verano—, el
croupier
Elgazu cayó prisionero de los italianos. Había luchado como un jabato en el campo fortificado de Monte Calamúa. Tuvo que rendirse, junto con quinientos hombres, los cuales se juramentaron para no hablar sino en vascuence. Los italianos, al pronto, los trataron con cortesía, pero ante la provocación, un comandante gritó: «Si no contestáis en castellano, os mando fusilar». El
croupier
Elgazu pasó entonces por la vergüenza de cuadrarse ante un oficial nacido en Ancona, que intentaba sonsacarle «datos de interés militar». El
croupier
se encogía de hombros de un modo que recordaba a Ignacio y pensaba en su madre, la abuela Matilde, a la que toda la familia llamaba Mati. «Ya lo ves, madre —pensaba—. Esta es la paz.» Paz de italianos, que al oír la palabra Guadalajara pronunciada por los
gudaris
, se volvían con los ojos airados. Paz de moros que brincaban por las colinas de Vizcaya y que ocupaban el pueblo de Somorrostro, en el que vivía el marido de la Pasionaria, bautizado «el Pasionario». Paz de brigadas navarras, de legionarios, de Núñez Maza y de don Anselmo Ichaso, cuya red de ferrocarriles se llenó nuevamente de banderitas bicolor.
Se entró en Bilbao el 19 de junio. Años antes, por aquellas fechas, Mateo e Ignacio habían aprobado los exámenes y Pilar le decía a Carmen Elgazu: «Madre, pronto se bañaran en el Ter los atletas del pañuelo en la cabeza, que tanto te gustan». Salvatore fue uno de los primeros soldados que entraron en la capital, resintiéndose de la herida a causa de la humedad, y apenas se encontró en la plaza del Arenal rompió a llorar de emoción. Desde niño había oído hablar de la ciudad vasca, de sus Altos Hornos, de sus minas, de sus astilleros y de sus ciclistas, «mejores trepadores que los ciclistas italianos», en opinión de Marta y de María Victoria. Los defensores, antes de marchar, volaron los puentes sobre el Nervión, incluso el levadizo, si bien pronto pudo cruzarse el río gracias a una pasarela levantada sobre barcazas por los ingenieros pontoneros. Salvatore, al llegar a los puentes, caídos como toboganes, contempló la ría, turbulenta y sucia. El espectáculo era grandioso y le retrotrajo a la memoria sueños antiguos. Localizó a un cameraman alemán plantado en lo alto de un vehículo, con trípode y un maletín extraño. Pasó delante de él airosamente, con la esperanza de ser filmado. Delante de un edificio de planta baja encontró desparramados por el suelo un montón de cuadernos escolares y volvió a emocionarse. Contenían trabajos infantiles, las firmas de los niños, la puntuación del profesor. También se encontraban aquí y allá sobres y cartas. Ello le recordó la promesa hecha a Marta: «Te escribiré desde Bilbao». Rellenó la postal que llevaba previsoramente y poco después descubrió asombrado que el general Roatta se había ya ocupado en montar
Postas
para sus comunicativos soldados.
Germán, el hermano de Javier Ichaso, murió en la toma de Bilbao, aunque su familia no se enteraría de ello hasta unos días después. Javier Ichaso, como si desde San Sebastián presintiera que algo ocurriría, pidió permiso a «La Voz de Alerta» para visitar a Bilbao, y «La Voz de Alerta» se lo concedió. El muchacho, en una de las ambulancias enviadas a Vizcaya desde Guipúzcoa, llegó a la ciudad conquistada, desquiciados sus nervios por no haber podido coadyuvar a aquella victoria antiseparatista. Montado materialmente sobre sus muletas se paseó por Bilbao, arrancando carteles que decían: «No pasarán», o escribiendo debajo: «Hemos pasado». Tan pronto pisoteaba con un solo pie, frenéticamente, los escombros, como sus dos ojos, muy juntos, se licuaban y le obligaban a pararse, con un nudo en la garganta, delante de un edificio destruido. Los moros pasaban disimulando el botín que acababan de cobrar en cualquier piso y los camiones sonaban sus impacientes bocinas para que el mutilado muchacho se apartara y les dejara libre la calle. Inesperadamente, se encontró no lejos del campo de fútbol, del estadio de San Mamés, adonde había ido varias veces acompañando al Osasuna, el equipo de Pamplona. ¡La lucha no era ahora para meter gales, sino para salvar la Patria! El estadio le inspiró un respeto inexplicable, más que el Ayuntamiento y que la Diputación e incluso, ¡válgame Dios!, que tu iglesia de Nuestra Señora de Begoña. ¿Por qué le ocurrían tales cosas? Se sentó, agotado, contemplando el paso de los incontables prisioneros, cuyo aspecto recordaba el de los hombres que había fusilado en Pamplona. Sintió lástima; o tal vez fueran el cansacio y la sed. Hasta que se acordó de un consejo de su jefe «La Voz de Alerta»: «Nada de sentimentalismos, Javier. La guerra es la guerra».
Pese a todo, había en Bilbao ventanas y galerías intactas y por una de ellas asomaba con frecuencia la blanca cabeza de la Vieja Mati, la madre de Carmen Elgazu. La abuela, apoyada en su bastón, vio a los que huían y a los que llegaban. Vio a Salvatore, al cameraman alemán y a Javier Ichaso. Sus dos hijas solteras, Joséfa y Mirentchu, estaban en la calle aclamando a los vencedores. Ella agitaba también su bandera de papel y rezaba un rosario emocionado, si bien cada vez que aparecía un tanque cerraba el mirador. La abuela Mati, de ojos chispeantes y enérgicos, era vasca hasta la médula. El texto del
Guernicaco Arbola
la había conmovido desde niña: «Pido a Dios que me conceda la gracia de terminar mi vida en este suelo tan amado». Pero no estaba tranquila, pues se rumoreaba que los «nacionales», al ocupar Málaga, habían tomado represalias espantosas. «Si hacen aquí lo mismo, que Dios los maldiga.» La abuela era insobornable. Y además, eficaz. El mismo día 19 escribió ¡en tinta violeta! una larguísima carta a Gerona —«a ver si a través de Francia la carta les llega»—, y se empeñó inútilmente en conseguir comunicación telefónica con Pamplona, para hablar con su hija monja, sor Teresa.
Las consecuencias de la toma de Bilbao eran obvias. El nacionalismo vasco quedaba relegado al exilio, desterrado, pese a contar con tres ministros en el Gobierno de Valencia. Los «nacionales» ganaban el puerto más importante del Cantábrico y se aseguraba para fecha próxima la liquidación de todo el frente Norte, la toma de Santander y Asturias. Por otra parte, la zona conquistada era vital y las pérdidas del ejército vencido se elevaban a unos treinta y dos mil combatientes, según confesión del propio general defensor, Gamir Ulibarri. Pese a lo cual y a la Cuantía del botín —sobre todo en buques, fondeados en la ría o en reparación en los astilleros—,
El Proletario
gerundense insertó una audaz interpretación de la pérdida de Bilbao que decía así: «Ahora podremos centrar más libremente nuestra atención en los otros sectores de la lucha». Cosme Vila, al leer esto se indignó y Julio García soltó una carcajada que asustó a doña Amparo. En cuanto a David, escribió en
El Demócrata
: «Ahora Inglaterra coqueteará más aún con los militares, tratando de salvar sus intereses en las minas y en las industrias de Vizcaya».
Carmen Elgazu se enteró por dos conductos de la toma de Bilbao, su ciudad natal. Primero por una nota que, desde la oficina de Abastos, le envió Pilar: «Mamá, estoy muy contenta. Me he comprado una blusa amarilla». Era la contraseña. Luego se enteró por otra nota, escrita de su puño y letra de Matías en un impreso de telegrama que le llevó, en persona, el poeta Jaime. «Ignacio llegado bien». Era también la contraseña. La reacción de Carmen Elgazu fue jubilosa. Levantó los brazos y agitó en el aire el papel azul. Luego, al quedarse sola, se dirigió a la cajita de corcho en la que guardaba todavía el belén y, arrodillándose, rezó, en vascuence, la oración de gracias ante las diminutas figuras de papel que Ignacio y Pilar confeccionaron la víspera de Navidad. Por último, se arregló el moño, se lavó las manos en la cocina y cruzando el pasillo salió al balcón que daba a la Rambla, dispuesta a saludar triunfalmente a cuantas personas conocidas y afines pasaran por la calle.
* * *
Aprovechando la llegada a Gerona del doctor Rosselló, la Logia Ovidio se reunió en Trabajo extraordinario, como en sus mejores tiempos. La calle del Pavo vio pasar una vez más la sombra de los Hermanos masones gerundenses, incluyendo al director del Banco Arús, con su pipa humeante. Y es que había novedades. El coronel Muñoz debía incorporarse al frente de Teruel, donde lo esperaba ¡desde hacía meses! el comandante Campos, quien continuaba presintiendo que moriría en la guerra. Los arquitectos Massana y Ribas lban a ser nombrados jefes del Comisariado de Inmigración, organismo de creación indispensable, visto el movimiento de refugiados que llegaban de todas partes. El doctor Rosselló fue invitado a recuperar su puesto de Director del Hospital de Gerona, el cual, por su situación en la retaguardia, se estaba convirtiendo en importante centro de readaptación. El doctor Rosselló manifestó que prefería regresar a Madrid y el H… Julián Cervera, que presidía el Trabajo, dijo: «Lo dejo a su elección». Antonio Casal recibió la orden de informarse de un modo completo y veraz de todo cuanto el Partido Comunista proyectase y realizase en las minas de talco de La Bajol. También Julio García recibió instrucciones: Julio proseguiría con sus viajes al extranjero, en los que, aparte su misión como delegado de la Generalidad, conectaría como siempre con los H… franceses e ingleses que más se interesaban por la guerra de España y, desde luego, rectificaría sin excusa ni dilación la actitud derrotista que adoptaba habitualmente en sus tertulias en el café Neutral.
El Trabajo de la Logia se desarrolló bajo el signo de la inquietud, debido a la marcha de los acontecimientos. Todos los H… estaban nerviosos, sobre todo Antonio Casal. A la caída de Bilbao, que fue calificada de desastre, cabía añadir los criminales bombardeos fascistas sobre Valencia y el fracaso del ministro del Ejército, Indalecio Prieto, en su intencionado proyecto de convertir el conflicto español en conflicto mundial. El H… Julián Cervera informó con detalle sobre el particular. Indalecio Prieto, H… grado 33, compartiendo el sentir de muchas Logias, estaba convencido de que lo único que podía salvar la situación era la extensión del conflicto. Para ello, aprovechando que la escuadra alemana había bombardeado por mar, ferozmente, la población de Almería —en represalia por los diversos ataques de la aviación «gubernamental» contra el crucero italiano
Baltesta
y el alemán
Deutschland
—, se le ocurrió que podía perseguirse a los navíos alemanes por el Mediterráneo y hundirlos, provocando con ello el estallido. La idea era soberbia —opinó el H… Julián Cervera—. Por desgracia, el Presidente del Gobierno, señor Negrín, quiso consultar a Moscú y Moscú opuso su veto. «Naturalmente —terminó el H… Julián Cervera—, a Rusia no le interesa que la guerra se acerque a su suelo.»