Un millón de muertos (68 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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En Albacete se reunió con Raymond Bolen. Encontró a éste desconcertado, pese a que acostumbraba a ser dueño de sí. El organizador de las brigadas, André Marty, había cometido allí tales hazañas que era llamado «El carnicero de Albacete». Hazañas no sólo en el cuerpo y en el espíritu de la población española, sino de los propios voluntarios internacionales. La heterogeneidad de éstos reclamaba, por descontado, una mano dura. Pero ¡todo tenía un límite! André Marty, con su inmensa boina alpina francesa y su pánico ante los periódicos informes que le reclamaba Stalin, había llegado a dejar seco de un tiro a un luxemburgués que se lamentó del rancho y a dos rumanos que una mañana se negaban a levantarse. «Disparó así, delante de la tropa, y moviendo sólo sus bigotazos y las comisuras de los labios.» Varios oficiales de profesión imitaron su conducta. Había familias en Albacete y de la comarca que no conseguían reaccionar, que vivían enloquecidas.

Fanny y Raymond Bolen partieron hacia Madrid en el coche de éste. La máquina de escribir de Raymond Bolen, mayor que la de la periodista inglesa, llevaba funda blanca y daba saltitos en la parte trasera del coche, escoltada por tres máquinas fotográficas propiedad de Bolen. Sí, Raymond Bolen era un corresponsal importante. Sus crónicas eran leídas en Bélgica y Francia y las reproducían periódicos de Suiza, del Canadá y de las colonias. «Mis crónicas tienen éxito porque en ellas no hablo de los muertos, sino de los vivos.» Era su lema. Raymond Bolen, devoto de Chesterton, creía como éste que lo que fascina en el circo a los espectadores no es el hecho consumado sino su posibilidad; no es la caída del
trapecista
, sino el
peligro
de que se caiga. A Fanny le hubiera gustado que Raymond, en el coche, le diera un beso. O tantos besos como máquinas fotográficas llevaba. Bolen era un hombre alto y rubio, de asombrosa expresividad en la sonrisa. Podía sonreír de mil maneras distintas, con mil matices. En el coche llevaba varias mascotas, y conducía con guantes. Su abuelo había sido de la guardia real. Era muy supersticioso. Creía en los horóscopos. Estaba convencido de que el hombre es una mera partícula de algo grande, una minúscula parte de un Todo imprecisable. «Todo nos influye, Fanny. Las manchas del sol, el cultivo del azafrán.» No tenía facilidad de palabra, pero todo cuanto decía era sin duda fruto de meditación. «La guerra rejuvenece, Fanny, aunque creas lo contrario. Excita el interés por algo y ello rejuvenece. La guerra tiene argumento y por eso mientras las fuerzas están igualadas no hay suicidios.» Los letreros se sucedían unos a otros. «No pasarán», «Muera el fascismo». Cabalgaban por la Mancha y Fanny hubiera preferido un coche descapotable. Raymond le dijo: «Anda, sé buena chica y enciéndeme un pitillo».

Llegaron a Madrid al mediodía y se instalaron en el Hotel Princesa, aquel en que José Alvear y Canela escamoteaban bebidas y tabaco. Allí estaba, en el
hall
, el escritor ruso Ilia Ehrenburg. Raymond Bolen conocía a Ehrenburg y lamentaba que estuviese entregado a Moscú: «Sería un escritor fenomenal, pero se cree en la obligación de demostrar en cada página que los curas tienen queridas». Salieron a dar un paseo. Hubo alarma aérea y se refugiaron en la estación del Metro de Goya. Luego siguieron andando y Raymond compró a un vendedor ambulante seis distintivos sindicales, pues hacía colección de ellos, y a otro vendedor pepitas de soja que fueron masticando. Se oía el cañoneo de la Ciudad Universitaria y alguien les dijo que los cañones «fas215 cistas» se oían menos que los «rojos», pues el sonido de aquéllos se prolongaba hasta perderse por la llanura de Madrid, en tanto que el sonido de los cañones rojos rebotaba, con maravilloso efecto acústico, contra el paredón de la Sierra. Adquirieron un arsenal de periódicos, muchos de los cuales aparecían censurados, con grandes espacios blancos. Fanny no acertaba a explicarse la animación de las calles ¡y de los cafés! Con el frente a escasos metros, con la ciudad sitiada. «Los españoles son tipos raros.» Raymond Bolen comentó: «Dicen que se parecen a los rusos, pero yo he estado en Rusia y no veo que sea así». Fanny hubiera querido llegar aquella misma tarde a las trincheras, a la línea de fuego, pero Raymond se opuso: «No seas impaciente».

En algunos barrios vieron colas larguísimas debido a la progresiva escasez de muchos artículos. En dichas colas abundaban los ancianos y las mujeres, siendo frecuente que éstas se pincharan con alfileres para provocar alborotos y ganar unos puestos. Cuando sonaban las sirenas de alarma, podía ocurrir cualquier cosa. O bien que la calle quedara desierta en un segundo, o bien que las mujeres continuaran estoicamente haciendo cola. Ancianos paralíticos estaban allí con el sillón de ruedas e iban avanzando penosamente, la cabeza gacha y una manta en las rodillas.

A la noche, Fanny se llevó la gran sorpresa. ¡Raymond escribió de un tirón una espléndida crónica contando con todo detalle cómo vivían los voluntarios belgas en los parapetos de Madrid! «Seguro que será mucho más real que las que escriba luego, cuando haya visto el tema con mis propios ojos.» Era una de las tea rías de Bolen. «Tan cierto es lo que se imagina como lo que se ve.»

Después de cenar, Fanny y Bolen permanecieron en el bar del hotel fumando y mirando al techo. Hemingway bebía a su lado, mientras charlaba con Ilia Ehrenburg. Hablaban de poesía inglesa. Raymond pensaba en el «carnicero de Albacete», en la radio emisora que los rusos habían instalado en «El Vadat», entre naranjales, cerca de Valencia, y en lo que les dijo un capitán francés: «Malraux se ha largado. Los rusos exigen el control absoluto de la aviación.» Por su parte, Fanny contemplaba a un botones del hotel que, escondido detrás de una columna jugaba al «yoyo», y a intervalos pensaba en la guerra y en que le gustaría visitar luego la España «nacional».

—No cruces los pulgares así, Fanny, que trae mala suerte.

* * *

El doctor Relken vivió una endiablada peripecia. En Albacete se descubrió que andaba comprando imágenes y joyas, y huyó antes de que le echaran mano. Pasó por Alicante, donde descargaba un barco ruso, cuyos marinos eran agasajados por la población Como si fueran zares. Los marinos rusos efectuaban grandes compras, sobre todo en las tiendas de zapatos y en las relojerías. El doctor Relken siguió hasta Valencia y en Valencia compró más joyas, esta ve a unos anarquistas que se disponían a huir a Francia. El doctor Relken tuvo mala suerte. Una patrulla comunista sorprendió la maniobra y los detuvieron a todos. Los anarquistas desaparecieron en lo alto de un camión y el doctor Relken fue llevado a Barcelona e ingresado en una cárcel del Partido, situada en un convento de monjas de la calle de Vallmajor. El doctor facilitó varios nombres que podían responder por él, entre ellos el de Julio García. Pero de momento quedó a buen recauda y todo el botín, que en honor a la verdad cabía en una maleta, le fue confiscado. A los tres días de estar encerrado en la celda número 7, oscura y maloliente, el doctor Relken empezó a temer que aquello tuviera un fin sangriento. Se dio cuenta de que aquella cárcel no era cárcel común, como la Modelo, sino que pertenecía al Partido Comunista. El doctor se miró las manos. «He de hacer algo.» Se tocó la frente. «He de inventar algo.» No oía sino los intermitentes pasos de los centinelas, y los suspiros procedentes de las celdas vecinas.

El doctor Relken imaginó convertir la cárcel en la checa más eficiente de la ciudad. Por ahí presintió la salvación… ¿Acaso no era ingeniero? ¿Por qué no tentar la suerte? En el corto diálogo que al entrar sostuvo con el jefe del establecimiento, el camarada Eroles, hombre jorobado y sin alegría, el doctor sacó la impresión de que se las había con un miliciano ignorante, obcecado y ambicioso. ¿Qué más podía desear?

El doctor puso en orden sus conocimientos y solicitó audiencia con el camarada Eroles. ¡Coser y cantar! El miliciano jorobado, al escuchar las explicaciones del doctor Relken, quien extremó su acento checo-alemán, movilizó espasmódicamente sus ojos de rana. El doctor se dio cuenta de ello y le describió a su interlocutor, con lenguaje plástico, la celda llamada del «huevo», la del «frío y el calor», la de «la campana», la de los «ladrillos cruzados». Eroles pareció subir al sexto paraíso. Tal vez pensara en algún camarada a quien deslumbrar. El resultado fue inmediato: el doctor Relken sería dotado, en el primer piso, de un tablero enorme de delineante, parecido al utilizado por don Anselmo Ichaso para hacer corretear sus trenes eléctricos. Se le ahorraría el corte de pelo, tendría comida aparte, le serían devueltas las imágenes —no, en cambio, las joyas—, y finalizado su trabajo recibiría en premio la libertad.

El doctor Relken puso manos a la obra. Lo primero que pidió fue un plano de la conducción de aguas del edificio, de la instalación eléctrica e incluso de la instalación del gas. Luego pidió una campana, tres relojes de pared iguales, y una gama de colorantes. Recorrió con lentitud los sótanos y el jardín del convento y acto seguido se puso a trabajar, a diseñar las celdas. Trabajaba en mangas de camisa, sudando por la frente y las axilas y bebiendo vasos de agua. El camarada Eroles le visitaba constantemente y con frecuencia asentía con la cabeza y le dedicaba al doctor una sonrisa de complicidad satisfecha. «Sabes tú mucho, doctor.» «¡Bah! Prefiero que me lo digas cuando haya terminado.»

Finalizada su tarea cotidiana, el doctor Relken era devuelto a su celda, si bien se le entregaban dos periódicos del día. Terminada la lectura, cuando la oscuridad entraba por el ventanal, el hombre reflexionaba. Pensaba que, de hecho, la guerra no le había cambiado la piel. Seguía obrando por cuenta propia, seguía viviendo en soledad, con cíclicos estados de depresión, de los que se recobraba fácilmente.

Su gran temor era que Eroles no cumpliera con su palabra, que una vez terminado el trabajo la experiencia de las celdas se volviera contra él. Confiaba que el temor sería infundado. ¡Eroles era tan ignorante! Tal vez consiguiera tentarlo para realizar en otras cárceles instalaciones similares.

De vez en cuando recorría los pasillos y aplicaba el ojo a cada una de las mirillas. Un día, en una de las celdas, ante su asombro, reconoció a un ciudadano gerundense: don Emilio Santos, padre del falangista que lo agredió en el Hotel Peninsular. Don Emilio estaba sentado en un rincón, contemplándose el dorso de las manos, separadas éstas como si las ofreciera a dos manicuras.

* * *

Murillo desapareció. Dejó de dormir en la cama que había sido de Mateo, dejó de ir al Neutral, dejó de perseguir por la calle a Pilar y de silbar cuando la muchacha pasaba por su lado. La gente supuso que, avergonzado por la revelación de Julio García respecto a la autoherida, había decidido regresar al frente.

La verdad era muy otra. Murillo había sido detenido por una patrulla comunista, por orden de Cosme Vila. La sentencia dictada contra el POUM empezaba a cumplirse. Los periódicos afirmaron que el POUM había gestionado con «los fascistas» una paz por separado; en Gerona,
El Proletario
aseguró que las pruebas de dicha traición eran concluyentes y que en el momento oportuno se harían públicas para vergüenza de los interesados.

Murillo fue llevado a la checa comunista, en la que, ante su desesperación, el catedrático Morales lo acusó de espía. En vano el muchacho se defendió. El catedrático Morales le instaba una y otra vez: «Confiesa ya, canalla».

La checa comunista gerundense era singular, y respondía al temperamento del catedrático Morales. Sin duda el doctor Relken superaba a éste en conocimientos técnicos, pero no en imaginación. La celda en que Murillo fue encerrado, en compañía del suegro de los hermanos Costa —detenido en represalia por la huida de los dos diputados—, y de Salvio, el lugarteniente de Murillo en el POUM, no presentaba otro elemento de tortura que unas cuantas siluetas de mujeres desnudas, pintarrajeadas en la pared. Al verlas, a Murillo se le secó la boca. Se dispuso a borrarlas, pero Salvio lo desanimó: «Lo hemos probado todo. No lo conseguirás».

En el ala de la checa destinada a las mujeres, el catedrático Morales tenía a su disposición a la criada Orencia, novia de Salvio, que se había dedicado a denunciar curas «a cien pesetas cabeza»; la suegra de los Costa y a varias esposas de guardias civiles. Orencia era la única mujer inscrita en el POUM y el catedrático Morales la obligó a comerse a pedacitos el carnet del partido trotskista. En la paredes de la celda, habían sido dibujadas y coloreadas con sanguina varias siluetas de hombres desnudos.

El catedrático Morales, cuya intención era acabar pronto con todas las mujeres pertenecientes al Socorro Blanco de Gerona, se había encariñado con la checa por espíritu de venganza y para liberarse de una profunda herida recibida en su amor propio. En efecto, el catedrático se había forjado la ilusión de acompañar hasta Moscú a la expedición de niños que desde Gerona fueron enviados a Rusia. Y llegado el momento, por orden de Axelrod, fue suplantado por seis maestros de escuela que habían huido de Asturias. Cosme Vila intercedió en su favor, pero fue inútil. Axelrod sonrió y dijo algo extraño. «¡No, no…, el camarada Morales es demasiado listo para ejercer de niñera!»

Antes que el sol de verano cayera mortífero sobre Gerona, el piso que perteneció al POUM y anteriormente a Mateo fue requisado y sellado.
El Proletario
seguía anunciando que en fecha próxima haría públicas las pruebas de la traición de Andrés Nin, en Barcelona, y de Murillo, en Gerona. Entretanto, Pilar le rezaba padrenuestros a César para que la Delegación de Abastos, que buscaba un local para ampliar sus oficinas, se fijara en aquel de la plaza de la Estación. De esa manera podría visitar a placer el piso en que vivió Mateo y, con un poco de suerte, tal vez pudiera trabajar en su mismísimo despacho.

Capítulo XXIX

En el mes de julio se produjeron importantes acontecimientos, entre ellos el ataque a Bilbao. Las acciones preparatorias habían empezado el 31 de marzo, tres días antes de que en Madrid el escultor Benlliure empezara a moldear un busto del general Miaja y de que la Sociedad Londinense de Librería vendiera por quinientas libras esterlinas el último pasaporte que utilizó Mussolini antes de asaltar el poder.

La operación no era un secreto para nadie. El propio general Mola, que había alineado cincuenta mil hombre, entre los que figuraban Germán Ichaso, el primogénito de don Anselmo, y Salvatore, ascendido a cabo en «Flechas Azules», conminó al pueblo vasco a la rendición diciendo; «Estamos en condiciones de arrasar a Vizcaya». Pero la rendición no había de tener lugar, pese a la intervención diplomática italiana y a los esfuerzos de Inglaterra. Bilbao evacuó por tierra y por mar a parte de la población civil y se dispuso a la defensa creando alrededor de la capital un cinturón de hierro, que los periódicos declaraban inexpugnable. Ingentes cantidades de hierro y de hormigón, galerías y mano de obra experta fueron suministradas por aquella zona industrial. Sin embargo, en este cinturón faltaban, según los técnicos, observatorios adecuados y el todo exigía un número de defensores demasiado crecido, no inferior a los sesenta mil. Por si fuera poco, la noticia según la cual el ingeniero constructor de dicho cinturón, Goicoechea de nombre, se había pasado con todos los planos, resultó cierta, arrancando de «La Voz de Alerta» un expresivo: «¡Eureka!» No obstante, Javier Ichaso estaba inquieto, pues comprendía que la operación era difícil y que en ella el mando se jugaba muchas cosas. Su padre le había dicho muchas veces que los carlistas habían perdido sus dos guerras civiles precisamente porque no habían conseguido entrar en Bilbao. ¿Serían suficientes cincuenta mil hombres? El general Mola había transportado a aquella zona más de cuarenta baterías artilleras, muchos tanques y toda la aviación alemana e italiana disponible. Un alarde. Allí estaba el comandante Plabb observando el cielo, que amenazaba lluvia, y afirmando que, si las cosas no cambiaban, el dominio del aire estaba asegurado. El comandante Plabb no comprendía por qué razón los rusos no transportaban al Norte todos sus aparatos. «No hay quien entienda a esa gentuza.»

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