Un millón de muertos (76 page)

Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
7.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Y por qué, de pronto, al atender a los internacionales, acudían a su memoria lecciones de su infancia escolar: «Grecia, capital Atenas; Bulgaria, capital Sofía»? Aquellos hombres no eran ciudades. Eran hombres. Ignacio se inclinaba a veces con extrema humildad sobre ellos, lo que invariablemente le recordaba a mosén Francisco. ¡Ah, las humillantes caídas del viejo Sigfrido! El viejo tenía la manía de arramblar con las pitilleras de los muertos. Ignacio se daba cuenta de ello, pero no decía nada. Sólo, en una ocasión, tuvo que luchar contra la avidez: a la muerte de un muchacho joven, noruego, que tenía en la mesilla de noche un termo reluciente, que parecía de plata.

¡Batalla de Brunete! Un pueblo oscuro, de la provincia de Madrid, recorría inesperadamente las páginas de los periódicos de todo el mundo. ¿Quién vencería a quién? Por descontado, Ignacio no hacía el menor caso de las predicciones optimistas de los comisarios políticos que visitaban el Hospital, en cuya opinión «los fascistas correrían hasta Salamanca». Ignacio, sin razonarlo siquiera, estaba persuadido de que los «nacionales» terminarían ganando la batalla.

Tal convicción lo ayudó mucho a perseverar en su esfuerzo. En cierto modo, se arrogaba la generosidad de quien se sabe ineluctablemente vencedor. Ignacio se multiplicó de tal suerte que el propio doctor Simsley, al cruzarse con él, sonreía con asentimiento. Sigfrido lo llamaba «el catalán», y el apodo hizo fortuna. «El catalán me lo traerá.» «Un momento, que va a venir el catalán.» Lo llamaron catalán con todos los acentos de Europa y hubo quien afirmó que se había diplomado en un hospital de Moscú. Llevaba el pelo sin cortar y sus ojeras hubieran asustado a Carmen Elgazu. Moncho, a quien no pasaba inadvertido el frenesí de su amigo, procuraba calmarlo. A veces le dejaba en la cama un papel escrito, sobre la almohada: «Menos humos, chaval». O le escribía en el espejo: «Cálmate y no seas majareta».

* * *

Los presentimientos de Ignacio se cumplieron. La ofensiva de Brunete se convirtió a la postre en un pavoroso desastre para quienes la concibieron. Correcta desde el punto de vista estratégico, en la práctica el mecanismo quebró. La sangría, horrorosa por ambas partes, fue mayor para el Ejército Popular, según datos objetivos conseguidos por Fanny y Raymond Bolen. Sobre todo, las Brigadas Internacionales recibieron un duro golpe. Tan magno fue el descalabro, que el general Varela creyó llegado el momento de explotar la situación e intentar un nuevo asalto a Madrid; pero, ante la desesperación de Schubert y de los militares alemanes, entre ellos Plabb, una vez más Franco optó por «el ritmo lento» y ordenó el regreso de las tropas al frente Norte para liquidar antes aquella bolsa, que consideraba vital. En Madrid, pues, las líneas volvieron virtualmente a su antigua configuración.

Se inició el inevitable desmenuzamiento de las posibles causas del fracaso. El coronel Muñoz, que antes de incorporarse al frente de Teruel se había trasladado a Madrid, dijo: «Los mandos subalternos, al gozar del privilegio de pedir explicaciones sobre las órdenes que recibían, retrasaron la acción en los momentos claves, Por idéntico motivo fallaron los enlaces». El general Walter achacó el fracaso al jefe de la XV Brigada Internacional, Copik; al comandante Kriege, de la XIII, y sobre todo, a la cobardía y deserción del capitán Alocca, el ex sastre de Lyón, jefe del Escuadrón de Caballería, que debía llegar a Quijorna y que chaqueteó lamentablemente. Otros oficiales, españoles, se limitaban a decir: «Ha sido horrible». Indalecio Prieto, profundamente decepcionado, regresó a Valencia, dispuesto a especular de nuevo sobre la posible extensión del conflicto, y su regreso coincidió con la negativa de los voluntarios de la XIII Brigada a seguir combatiendo, por encontrarse exhaustos.

Las camas del Hospital Pasteur eran insuficientes, por lo que se improvisaron otras en los pasillos. El paro de la ofensiva tranquilizó un poco a los heridos. Los sanitarios les decían: «Bueno, podréis quedaros aquí». ¡Qué suerte de liberación, cuando las armas se callaban después de la orgía! Se hacía el silencio incluso debajo de la ira. Hubiérase dicho que el mundo renacía a una Vida lógica, en la que era lícito soñar, pensar en el futuro, creer que existían verdes valles.

La sensación era tan honda que en muchos casos desbordaba, obligando a la confidencia. Ello fue, y no otra cosa, lo que ocurrió en el Hospital Pasteur. En cuanto se supo que Brunete ya no era sino camposanto, los heridos se pusieron a hablar unos con otros, intercambiándose frenéticamente su alegría y su miedo.

Fue entonces cuando Ignacio se subió sin darse cuenta a un pedestal halagador. Apenas el muchacho hubo cumplido la orden que le dio el doctor Simsley de dormir veinticuatro horas seguidos, fue materialmente asaltado por todos aquellos «Voluntarios de la Libertad», de cuarenta y cinco años, que lo llamaban catalán. Moncho, en cambio, fue escasamente requerido. Y es que nadie conocía a Moncho, cuya misión había consistido en introducir éster en la boca y en la nariz de aquellos hombres.

Ignacio accedió a escuchar, a ser útil. El simple hecho de enviar un telegrama a Ana María y otro a su propia casa diciendo: «Estoy bien» —telegrama este último que Matías Alvear captó en la oficina—, situó al muchacho en disposición favorable a la Cordialidad. Por otra parte, mientras su primo José no fuera en su busca para conducirlo a la zona «nacional» —por fortuna, José había salido sano y salvo de la refriega—, no tenía otra cosa que hacer.

Ignacio, pues, se dedicó a escuchar a aquellos seres llegados de quién sabe dónde, muchos de los cuales empezaban a hablar un español pintoresco. Especialmente atendió al número dieciséis, el Negus, quien iba escayolado desde la cintura a los pies, por lo que el escozor no le dejaba vivir. Ignacio, a la vista de aquella funda petrificada y blanca, que el teniente de aspecto etíope enseñaba triunfalmente a todo el mundo, lo llamó «sepulcro blanqueado», con lo que se ganó su cólera. Pero Ignacio se conocía de memoria el sistema para congraciarse con él y con otro cualquiera: interesarse por su vida. El Negus no era excepción. Ignacio sabía ya todo lo referente a los robos que el voluntario internacional había cometido en los Estados Unidos; en aquellas noches desveladas por el recuerdo de Brunete, se interesó por los motivos que lo habían llevado al comunismo.

—No me vengas con teorías —le advirtió Ignacio—. Me interesan los motivos personales, lo de aquí. —E Ignacio se tocó el pecho.

El Negus miró para arriba y se pasó la lengua por el labio superior.

—Escúchame bien, catalán «fascista». Nací en Hungría, en un pueblo llamado Simslovz. Tenía un tío rico, pero mi padre era pobre. Un día pasó por el pueblo un circo. Mi padre me acompañó a ver el circo, en el que salían a la pista dos hermanas siamesas, que cantaban y se reían. Al enterarme de que estaban pegadas por el costado, me horroricé. Mi padre me dijo: «¿Qué quieres? Es así. Cada cual ha de vivir como puede». Entonces soñé en un Estado que se preocupara de esas cosas. Que matara a mi tío rico y ayudara, sin pedirles nada, a las hermanas siamesas.

Ignacio lo miró con fijeza.

—¿Éste es el motivo…?

—Hay otros. ¡Y no pongas esa cara! Bastaría con eso, ¿no? Yo soy un fanático, entiéndeme. Me gustan el zafarrancho y las mujeres y pensar: «Estoy luchando por esto y por nada más». Los burgueses, en cambio, luchan por esto, por aquello y por lo de más allá.
Bref
, no saben por qué luchan.

—¿Ni siquiera los fascistas? Tú estuviste en Abisinia, ¿verdad?

—¿Los fascistas? Me río yo de los fascistas. ¿Quién es su jefe? ¿El Papa? ¿Mussolini? Yo creo que, sin saberlo, luchan por nosotros, que nos están allanando el camino.

Ignacio contuvo la respiración.

—¿Tienes algún hijo, Negus?

—No. Pero si te divierte, te adopto.

Otro confidente de Ignacio fue un venezolano llamado Redondo. Tenía veintiocho años y desde que estaba en España no se había lavado los pies. Una bala le penetró en el pecho y se le balanceaba encima del corazón. Cualquier movimiento brusco o desplazamiento interior, y podía morir en el acto. El doctor Simsley no se atrevía a operarlo. Él ignoraba su estado y se sentía feliz porque la enfermera Germaine le había prometido que se casaría con él. Cuando Sigfrido se quejaba de su asma o Ignacio estornudaba, el venezolano se reía. «Estáis en las últimas», decía.

Ignacio le preguntó también por qué era comunista. Se lo preguntó una noche bochornosa, en la que los toxicómanos del segundo piso parecían doblemente excitados. El venezolano Redondo dijo:

—Si me das un pitillo te lo cuento, catalán.

—Ahí lo tienes.

Redondo se explicó. Le gustaba pelear y el comunismo le aseguraba pelea, hoy aquí, mañana en otro lado. Después de España, iría a China, luego a Sudamérica, empezando por Méjico. El gusto de pelear era innato en él. De niño, cuando en el colegio tumbaba a un compañero, le escupía al lado y le decía:
merci
. Ahora, en Brunete, se cargó un moro y le dijo también:
merci
. La gran suerte que había era que Germaine compartía sus teorías y le seguiría a todas partes. El día de la boda «se lavaría los pies».

Ignacio le sirvió un vaso de agua mineral. Redondo tenía siempre sed.

—Lo importante no es luchar sino saber por qué se lucha. ¿No lo crees así, Redondo?

—No lo sé. ¡He visto tantas cosas en Venezuela! Allí necesitan una mano fuerte. Aquello es una mezcla, hazte cargo. Prefiero que la mano fuerte sea Rusia a que sea un general llamado Carrasco o Gutiérrez. Rusia tiene experiencia. Los rusos son tristes. Nos Comprenderán. ¿Por qué me preguntas todo esto?

—Me intereso por ti, Redondo.

—No sé si eres frío o caliente.

—Soy «el catalán».

—Eso es verdad.

Otro confidente fue Polo Norte, el sueco nombrado sargento en Albacete y al que Julio García y Fanny conocieron en París. Polo Norte se había hecho voluntario porque quería conocer a España, país con formidables montañas, garantía, según él, de variedad. Una bomba de mano le había desgarrado la espalda, pero curaría. «Soy idealista y quiero aprender», le repitió a Ignacio. Ignacio sentía simpatía por él, porque el pelo blanco de Polo Norte tenía el mismo matiz que las sienes plateadas de Matías Alvear.

—¿Qué opinas de nuestra guerra?

Polo Norte se ruborizó. Con frecuencia le ocurría eso, se ruborizaba sin motivo para ello.

—Una calamidad. He sacado la impresión de que los españoles…, ¡qué sé yo! Nada os servirá de lección. Gritáis «viva esto», Como podríais gritar «muera». Y ponéis unas caras… En Albacete, un miliciano quería matarme porque al pasar por la acera pisé a su madre, que estaba sentada a la puerta de su casa. No pude convencerle de que lo hice sin querer.

Ignacio se quedó reflexionando.

—¿Crees en Dios, Polo Norte?

El sueco se quitó el termómetro que Thérèse le había colocado en la axila. Lo miró a contraluz.

—Treinta y siete y medio.

Ignacio repitió la pregunta:

—Contéstame.

Polo Norte cerró los ojos, concentrándose.

—Algo debe de haber, pero…

—Pero ¿qué?

—Me gustaría… ¡Podría aprender tantas cosas con Dios! —De pronto agregó—: Pero si Dios existiera, no habríamos perdido la batalla de Brunete.

Ignacio se levantó y se fue a su cuarto. Moncho dormía con admirable tranquilidad. La sábana se hinchaba con dulzura al ritmo de su respiración. Moncho tenía la cabellera dorada y el mentón enérgico. Era un amigo. ¿Por qué dijo que el protestantismo entendía que vivir valía la pena? ¿Acaso el catolicismo no lo creía así? El reloj de arena seguía a su lado, en la mesilla de noche. Moncho olía a éter, como el Negus olía a escozor, Redondo a Sudamérica y Polo Norte a nostalgia de una verdad absoluta. Cuando Ignacio le dijo a Moncho: «Mi primo se ha negado a pasarte a ti», Moncho le puso a Ignacio la mano en el hombro. «No te preocupes. Mira esto.» Y le enseñó una brújula que llevaba consigo.

Ignacio leyó en el espejo la última advertencia escrita con tiza por la mano de Moncho: «Cuidado con esa gente».

¿Por qué? Aquella humanidad disparaba la imaginación de Ignacio. Y el muchacho sabía que si había hablado de Dios a los «Voluntarios de la Libertad» ello se debía a que en Barcelona, en la pensión de la calle Tallers, sucumbió al pecado, sin confesarse luego con mosén Francisco. Extraña reacción… Pensaba más en Dios cuando había sucumbido, lo cual indicaba que en su corazón el Dios-castigo estaba instalado con más potencia que el Dios-amor.

Hospital Pasteur… Había momentos en que Ignacio se olvidaba de que estaban en guerra y de que aquellos hombres eran sus adversarios. ¿Cómo sería el pueblo húngaro en que el Negus nació Simslovz? Los urinarios del piso de los toxicómanos estaban siempre ocupados. ¿Seguro que todo aquello no serviría para nada? Pensaba en las dos hermanas siamesas que cantaban y reían en un circo. Burdos argumentos comunistas, como el de que las lagartijas se comen a los insectos. ¿Acaso Axelrod no se comía a Cosme Vila? ¿Eran realmente burdos tales argumentos?

Dudas en la mente… Le pareció ver a Canela por la calle. ¿Cuándo llegaría José, cuándo le diría: «¡Hale, vamos!»? Marta lo estaría esperando en Valladolid. ¿Y Ana María? Ignacio no quería marcharse del Hospital Pasteur sin que el doctor Simsley le contara lo que era la «Christian Science» y en qué clase de Dios él creía.

Moncho abrió los ojos.

—A dormir, muchacho. No seas majareta.

Capítulo XXXIII

El primero de agosto, con un calor sofocante, Gorki y Teo llegaron a Gerona con permiso.
El Proletario
les dio la bienvenida y en el Ayuntamiento, y luego en el local del Partido, se celebraron sendas recepciones. Teo había envejecido mucho en el frente. «Aragón no me sienta bien», decía. Por el contrario, Gorki apareció radiante, menos gordo, con más autoridad. El ambiente de la retaguardia les chocó mucho. Todo les parecía frívolo y un atentado a su condición de combatientes. ¡En Gerona había baile! En un local que fue garaje… y que se llenaba de bote en bote. En los restaurantes colgaban letreros que decían: «Prohibido servir pollo y otras aves de corral». ¡Prohibido servir pollo! Cosme Vila les informó, además, de que a partir de aquel mes los locales de los Partidos y Sindicatos tendrían que pagar alquiler. «Alquiler, camarada Gorki. Como los inquilinos que tenia don Jorge.» Se había creado —idea de Axelrod— un Tribunal Especial para juzgar los delitos de espionaje, y el catedrático Morales asumió la presidencia. «Pero me han obligado a dar entrada a David y a Casal.» Menos mal que, por otro lado, el Partido consiguió que se anulasen las vacaciones anuales. «Si no, tendríais a mucha gente remojándose en la Costa Brava.» Asimismo se habían organizado unas brigadas de trabajadores que los domingos se iban al campo a ayudar en las faenas agrícolas. «Claro que aprovechan para saquear lo que pueden.» Gorki y Teo escuchaban todo aquello con estupor. ¡Qué minucias! «Frivolidad, Cosme. Mucha frivolidad. Y tú mismo nos enseñaste que es el microbio burgués por excelencia.» Gorki y Teo, que en el frente se habían ido distanciando, ahora en Gerona se sentían unidos. Se dirigían miradas de complicidad. Se paseaban por las calles con aire un poco irónico. No les faltaba sino la varita con que en la España «nacional» algunos oficiales jóvenes se golpeaban en las rodillas. Gorki, en el sillón de alcalde, se sintió incómodo, cumpliéndose con ello el pronóstico de David y Olga. Teo, sin la Valenciana, se sentía desamparado y se pasaba aquellos días de permiso en casa de la Andaluza. Además, el catedrático Morales los sacaba de quicio. Por lo visto, el comunista por esencia era él. Por lo visto tenía más importancia hablar por la radio que ocupar un puesto en la trinchera con barro y piojos. «Anda, no te desesperes —le decía Cosme Vila a Gorki—. Te publicaremos en
El Proletario
ese librito que has escrito.» En efecto, entre crónica y crónica, Gorki había escrito un librito que tituló
Milagrito en Lourdes
y que hizo las delicias de Cosme Vila. En él se relataba la peregrinación de un muchacho que se fue a Lourdes para curarse de una bagatela y que en el momento de bañarse en la piscina del Santuario contrajo una horrible infección. También arrancó Gorki la promesa de ver recopiladas en libro sus crónicas. A Gorki y a Teo les ocurrió que a la semana justa de estar en Gerona añoraban el frente de Huesca y que a veces, simbólicamente, para huir de la frivolidad, de todo lo que significaba retaguardia, bajaban a los refugios antiaéreos y allí, apartados de todos, liaban un pitillo.

Other books

Time for a Duke by Ruth J. Hartman
Lady Alexandra's Lover by Helen Hardt
Jingle of Coins by C D Ledbetter
Something Wholesale by Eric Newby
Samantha's Gift by Valerie Hansen
The Five Gold Bands by Jack Vance
Plum Island by Nelson DeMille
The Eager Elephant by Amelia Cobb