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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Policiaco

Un inquietante amanecer (28 page)

BOOK: Un inquietante amanecer
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Sintió un golpe abrasador, su cuerpo al rojo vivo, como si hubiera recibido un latigazo en la frente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Él seguía allí hablando con su hijo, sin inmutarse. La miró y sonrió ligeramente. No la había reconocido. En realidad no era tan raro. En absoluto. Habían pasado veinte años desde la última vez que se vieron. Vera había cambiado más que él.

Empezó a sentirse mal, mareada, y le flojeaban las piernas. No podía seguir allí, tenía que salir. Abandonó la cola y consiguió abrirse paso por una de las cajas como pudo. Se sentó en el banco que había fuera del supermercado. Las lágrimas le ardían en el interior de los párpados e hizo cuanto pudo para contenerlas. Respiraba profundamente, a sacudidas. La asustó la presión que sentía en el pecho y tuvo la sensación de que iba a morir. Estaba hiperventilando.

Una mujer joven se acercó a ella y le preguntó qué le pasaba. Haciendo un esfuerzo, consiguió decir que no era nada. La mujer fue a buscar agua y le preguntó si tenía contracciones, si quería que llamara a una ambulancia.

No, no, en absoluto, no tenía contracciones. Solo necesitaba descansar un poco. La mujer se sentó a su lado y le cogió la mano. Qué consideración.

Los pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza. Era él. No cabía ninguna duda. ¿Qué hacía allí?

Aún le costaba respirar y agradeció que aquella mujer desconocida estuviera sentada a su lado. Allí callada, sin hacer preguntas.

De pronto se abrieron las puertas del supermercado y salió. No la vio, pasó por delante con su hijo y las bolsas de la compra. Con ayuda de la mujer que estaba a su lado, se levantó y lo siguió con la mirada mientras se alejaba. El hombre llegó hasta una furgoneta en cuyos rótulos ponía Construcciones Slite y un número de teléfono.

Con eso bastaba.

C
uando Karin recobró el conocimiento, a su alrededor todo estaba en completo silencio. No se oía ningún ruido de motores. Se encontraba en una posición terriblemente incómoda: echada hacia delante con la espalda doblada y la cabeza metida entre las piernas. Los labios, tirantes, los tenía pegados con cinta adhesiva. Le escocía alrededor de las muñecas y los tobillos; estaba atada. La oscuridad era total en el reducido espacio. Le dolía el cuerpo. Tenía un dolor de cabeza brutal; parecía que le iba a estallar, y sabor a sangre en la boca. Tenía que haberle dado un golpe fuerte. Pasó un rato antes de que fuera capaz siquiera de tratar de moverse. Era casi imposible. Estaba sujeta como en un tornillo de banco.

Ahora tranquila, se dijo. Tranquila. Mantén la cabeza fría. Estás encerrada y tienes que encontrar la manera de salir.

Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que la golpeó. ¿Unos minutos, media hora, varias horas?

Se esforzó en tratar de distinguir algo en la oscuridad. Consiguió levantar la cabeza hasta ponerla en posición recta. El dolor era parecido a una jaqueca, casi insoportable. Tocó la pared con un codo. La superficie parecía dura y lisa. Intuyó que aún se encontraba dentro del barco, pero el silencio era tan evidente que ya no debía de haber pasajeros y probablemente habrían llegado al puerto de Fårösund. ¿Cuánto tiempo podría permanecer el barco en el puerto? ¿Veinticuatro horas, quizá? ¿Cuánto tiempo tenía que pasar antes de que Knutas empezara a preguntarse por qué no llamaba y antes de que él o alguien del equipo comprendiera que le había ocurrido algo?

¿Quién era el capitán Stefan Norrström y cuál era su implicación en el caso? ¿Por qué la había golpeado, para luego encerrarla allí? Todas esas preguntas rondaban por su cabeza sin que acertara a comprender la conexión que existía entre ellas.

Desesperada, Karin intentó mover los brazos y las piernas, pero estaban fuertemente atados. La cuerda parecía dura como una piedra. Un capitán de barco, claro está, sabía hacer bien los nudos. Le parecía imposible desatarse. Probó a mover el cuerpo. Había un pequeño hueco a su lado, e intentó golpear la pared con el costado, pero apenas sonó.

Para colmo de males, tenía ganas de ir al baño.

Aguzó el oído. Era imposible determinar en qué parte del barco se encontraba.

De pronto, oyó ruidos al otro lado de la pared. Se abrió la puerta y la luz la cegó. Allí estaba Stefan Norrström, delante de ella. La miró fijamente un par de segundos, luego la puerta se volvió a cerrar. Karin oyó que echaba el cerrojo.

¿No pensaba dejarla ni siquiera ir al servicio? ¿O darle algo de beber? Se sentía completamente deshidratada después de su larga caminata por la isla de Gotska Sandön bajo un sol de justicia. Volvió con tanta prisa al campamento que no tuvo tiempo de rellenar sus botellas. Llevaba muchísimo tiempo sin beber, y aún más sin probar bocado. Sentía la cabeza pesada y empezaba a marearse. ¿Iba a dejarla morir allí? Intentó aflojar la cuerda, mover los dedos y los pies, pero fue inútil.

Cuando había pasado un buen rato desde que volvió a encerrarla, Karin se concentró en escuchar. No se oía nada. El silencio era total. La sed y el mareo hacían que se sintiera aturdida. Cerró los ojos y su cuerpo se entumeció.

K
nutas y Kihlgård iban en cabeza, seguidos de cerca por otros coches de policía. Conducían hacia el norte a toda velocidad, en dirección a Kyllaj. A Kihlgård le dio tiempo a coger el informe con lo que había conseguido averiguar hasta ese momento acerca de la investigación policial que se abrió tras el asesinato de Tanja Petrov.

—Cuéntame cuanto sepas —ordenó Knutas resuelto mientras seguía con la vista fija en la carretera.

—Empezaré por el principio —dijo Kihlgård—. Una semana después del asesinato de Tanja, la familia regresó a Hamburgo. Vera interrumpió sus estudios de idiomas en la universidad y empezó a trabajar en una tienda de alimentación. Sus padres, Sabine y Oleg, estaban de baja por enfermedad. Al llegar el otoño, concretamente el 22 de octubre de 1985, Oleg se suicidó. Se lanzó delante de un tren de alta velocidad que entraba en la Estación Central de Hamburgo. Murió en el acto.

—¡Uf, qué muerte!

—Después de aquello, parece que las cosas fueron de mal en peor también para la madre. Empezó a abusar de las pastillas y nunca se reincorporó al trabajo. Le concedieron el subsidio por enfermedad al año siguiente, en febrero de 1986. Se mudó de casa, se instaló en un pequeño apartamento en las afueras de Hamburgo, pero su hija Vera no se fue a vivir con ella. La chica siguió viviendo en la ciudad en diferentes direcciones y trabajando en la tienda de alimentación. Dos años después del asesinato, en agosto de 1987, retomó sus estudios en la universidad y los terminó. Luego trabajó muchos años como profesora de idiomas en una escuela de Hamburgo. Bueno, hasta hace dos años, cuando se vino a vivir a Suecia.

—¿Por qué vino aquí? —preguntó Knutas.

En ese momento estaba tratando de adelantar a un camión que parecía no tener fin, y la visibilidad de la carretera distaba mucho de ser aceptable. A Kihlgård se le escapó una sonora queja, pero continuó:

—Bueno, se mudaría para casarse con Stefan Norrström.

—¿Cómo demonios se conocieron?

—Ni idea. Solo sé que se casaron el verano pasado. Y que, al parecer, están esperando un hijo.

—¿Ah, sí? Ya estamos llegando a Kyllaj.

K
yllaj estaba a solo diez kilómetros de Slite, pero era un pueblo perdido en la costa. Hoy día, la mayoría de su población estaba compuesta de veraneantes, pero durante siglos había sido un enclave importante para la industria de la piedra y la navegación. Abajo, en el puerto, se veía una larga hilera de casetas de pesca y embarcaderos. Por encima de las casas, construidas en la costanera que bajaba hasta el puerto y la bahía de Valleviken, se extendía un acantilado pedregoso y yermo con una fascinante vista sobre el mar y los islotes de Klausen, Fjögen y Lörgeholm. En el siglo
XVII
ya se calcinaban allí las rocas calizas en hornos de los cuales aún quedaban restos.

Los coches de la policía llamaron la atención cuando entraron en el pueblo y perturbaron la tranquilidad de aquel lugar idílico.

La casa en la que vivían Stefan Norrström y su mujer se elevaba solitaria en un alto, y estaba rodeada de un precioso y gigantesco terreno que descendía suavemente hacia el mar. Una gran superficie de césped, salpicada de árboles y arbustos cuidadosamente plantados, rodeaba la enorme casa blanca hecha de piedra caliza. «Tiene que ser heredada», pensó Knutas. Parecía demasiado ostentosa para pertenecer a un simple capitán de barco.

Tras aparcar a la distancia debida, se dispersaron y rodearon la casa. Se enfrentaban a un doble asesino y no podían saber qué se iban a encontrar.

Knutas y Kihlgård iban a la cabeza del grupo. Al llegar a la entrada, Knutas llamó al timbre. Esperó. No hubo reacción. Llamó otra vez.

Aguardaron un momento. Knutas estaba sudando por el calor. La tensión también ayudaba lo suyo. Como no pasaba nada, dio la orden de entrar.

Uno de los agentes forzó la puerta y la policía irrumpió en la casa.

K
arin empezaba a desesperarse. Se había adormecido un momento, de lo agotada que estaba, sobre todo por la falta de agua. No podía cambiar de posición más que moviéndose unos centímetros de lado. Y eso hacía de vez en cuando, para que no se le entumeciera el cuerpo completamente. Se preguntaba cuánto tiempo podría resistir. Empezaba a perder la esperanza de que la encontraran. El barco seguía amarrado y no se oía ningún ruido fuera. Había perdido la noción del tiempo, no sabía cuánto llevaba amordazada y atada como si fuera un paquete.

Pensó en Knutas. ¿Por qué no hacía nada? Ya debería haber comprendido que se encontraba a bordo, ¿acaso no le había dicho ella misma que le llamaría desde el barco? Quizá el capitán le había contado algún cuento para evitar que vinieran a rescatarla.

Curiosamente, ya no tenía ganas de ir al servicio. Como si el cuerpo se hubiera adormecido, reducido sus funciones, bajado las revoluciones para poco a poco detenerse del todo. No, no podía pensar así.

El espacio en el que se encontraba estaba en total oscuridad y ella permanecía con las piernas encogidas, los brazos pegados e inclinada hacia delante, como si estuviera rezando.

De pronto se escuchó un ruido sordo. Al principio, creyó que eran imaginaciones suyas. Luego se oyó otro ruido, y a continuación otro más. Voces que gritaban. Intentó lanzarse contra la pared varias veces para que la oyeran, y empujó la puerta con los pies todo lo que pudo.

Como si fuera un milagro, oyó que alguien manipulaba la cerradura. Cuando se abrió la puerta, la luz la obligó a cerrar los ojos.

L
a casa de Kyllaj estaba vacía. Registraron también el jardín y los cobertizos pero, evidentemente, los Norrström habían huido. Knutas buscó el teléfono para dar la voz de alarma. Antes de que lo encontrase, sonó su móvil.

—Hola, soy Thomas —se oyó la voz alterada de Wittberg al otro lado—. Acabamos de encontrar a Karin. Estaba atada y encerrada en una pequeña bodega de carga en el
M/S Gotska Sandön
. Fue Stefan Norrström quien la golpeó y la encerró.

—¡Qué cabrón! ¿Qué tal está? —preguntó Knutas preocupado.

—Está agotada, pero parece que no es nada grave. Bastante deshidratada, solo eso. Ahora vamos en el coche de camino al hospital. ¿Qué hacéis vosotros?

—Estamos en la casa de Kyllaj, pero aquí no hay nadie. Supongo que estarán tratando de abandonar la isla, así que tengo que llamar para activar los controles. Luego hablamos.

—Está bien, te llamo cuando haya dejado a Karin.

K
nutas empezó a repartir órdenes entre sus colegas. Había que avisar al aeropuerto y el puerto. De pronto descubrió que Kihlgård había desaparecido, pero enseguida vio que venía de la cocina con un teléfono inalámbrico en la mano.

—Creo que podemos olvidarnos del aeropuerto. Acabo de comprobar el último número marcado desde este teléfono y es el de la empresa naviera Destination Gotland. El próximo barco zarpa a las ocho; es decir, dentro de veinte minutos.

A
fortunadamente, el barco hacia la Península aún no había partido, pero los quinientos pasajeros ya estaban a bordo. Para evitar que cundiera el pánico, les habían informado de que el retraso se debía a un pequeño problema técnico que pronto iba a ser reparado. Los policías que subieron a bordo iban vestidos de paisano. El barco tenía dos cubiertas, además de la bodega, y los agentes se dividieron.

Knutas y Kihlgård estaban en la recepción pidiendo ayuda para poder registrar los camarotes. La azafata que estaba detrás del mostrador sacó cuatro llaves maestras.

Al mismo tiempo, Knutas observó por el rabillo del ojo a un par de personas que se acercaban apresuradamente. Se volvió y se quedó de una pieza al ver que eran Wittberg y Karin.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó—. ¿No deberíais estar en el hospital?

Karin parecía agotada, pero no se había quedado muda.

—¿Acaso crees que quiero perderme la parte divertida? Solo estaba un poco deshidratada. Me he bebido un litro de agua y otro tanto de zumo en el coche de camino hacia aquí. Es más que suficiente.

Wittberg se encogió de hombros.

—Se ha negado a ir al hospital. ¿Qué hacemos ahora?

—Está bien, nos hemos dividido. Sabemos que están a bordo. Toda la terminal está acordonada, así que no tienen ninguna posibilidad de escapar. Solo hay que encontrarlos. Martin y yo íbamos a empezar ahora a registrar los camarotes.

Cogieron cada uno una llave maestra y se separaron. Karin empezó por los camarotes de babor, escaleras arriba. No se molestó en llamar primero a las puertas sino que abrió de un portazo.

—¡Policía! —gritaba empuñando el arma.

El primer camarote estaba vacío, el segundo también y en el tercero había un señor mayor durmiendo. En el cuarto, un grupo de jóvenes estaban ocupados bebiendo cerveza y jugando a las cartas. Contemplaron sorprendidos la aparición de Karin en el vano de la puerta. Después, abrió una larga fila de camarotes que, según comprobó, estaban vacíos.

Había llegado hasta el fondo del pasillo. Solo le quedaban dos camarotes por registrar. Se encontraba sin aliento tras el esfuerzo. Le zumbaba la cabeza. Cuando fue a introducir la llave maestra, no funcionaba la cerradura; probó con la tarjeta. Lo intentó varias veces, pero no consiguió abrir.

De pronto oyó un ruido procedente del interior del camarote, como un sollozo. Se oían gritos medio ahogados, como si alguien tuviera puesta una mordaza. ¡Joder, qué mierda!, pensó. Se encontraba sola en aquella planta, sus colegas estaban en la de abajo. Sacó el móvil para llamar a Knutas. No, diablos, pero si tenía la batería descargada.

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