Yerma

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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, drama, teatro

BOOK: Yerma
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Yerma
tiene un único proyecto en el que se entremezclan el deseo personal y el mandato social de ser madre, es la tragedia en la que Lorca desarrolló con mayor amplitud y relieve un tema central en su obra: el de la esterilidad y la fecundidad. Sobre la protagonista proyectó, sin duda, un problema personal íntimo. Pero el alcance de la obra rebasa la significación en dos direcciones: la universal mítica, apoyada en la creencia de que la fecundidad es una forma de salvación, y la específicamente española.

Yerma
formaba parte de una «trilogía dramática de la tierra española» y en ella se plantea un proceso crítico a la moral sexual del país.

Federico García Lorca

Yerma

ePUB v1.2

Mística
15.02.12

Yerma

POEMA TRÁGICO EN TRES ACTOS Y SEIS CUADROS

 PERSONAJES

YERMA

MARÍA

VIEJA PAGANA

DOLORES

LAVANDERA 1ª

LAVANDERA 2ª

LAVANDERA 3ª

LAVANDERA 4ª

LAVANDERA 5ª

LAVANDERA 6ª

MUCHACHA 1ª

MUCHACHA 2ª

HEMBRA

CUÑADA 1ª

CUÑADA 2ª

MUJER 1ª

MUJER 2ª

NIÑOS

JUAN

VÍCTOR

MACHO

HOMBRE 1º

HOMBRE 2º

HOMBRE 3º

ACTO PRIMERO
Cuadro Primero

(Al levantarse el telón está YERMA dormida con un tabanque de costura a los pies. La escena tiene una extraña luz de sueño. Un pastor sale de puntillas mirando fijamente a YERMA. Lleva de la mano a un niño vestido de blanco. Suena el reloj. Cuando sale el pastor, la luz se cambia por una alegre luz de mañana de primavera. YERMA se despierta.)

CANTO VOZ DENTRO.—

A la nana, nana, nana,

a la nanita le haremos

una chocita en el campo

y en ella nos meteremos.

YERMA.—Juan, ¿me oyes? Juan.

JUAN.—Voy.

YERMA.—Ya es la hora.

JUAN.—¿Pasaron las yuntas?

YERMA.—Ya pasaron.

JUAN.—Hasta luego.
(Va a salir.)

YERMA.—¿No tomas un vaso de leche?

JUAN.—¿Para qué?

YERMA.—Trabajas mucho y no tienes tú cuerpo para resistir los trabajos.

JUAN.—Cuando los hombres se quedan enjutos se ponen fuertes como el acero.

YERMA.—Pero tú no. Cuando nos casamos eras otro. Ahora tienes la cara blanca como si no te diera en ella el sol. A mí me gustaría que fueras al río y nadaras y que te subieras al tejado cuando la lluvia cala nuestra vivienda. Veinticuatro meses llevamos casados, y tú cada vez más triste, más enjuto, como si crecieras al revés.

JUAN.—¿Has acabado?

YERMA.—
(Levantándose.)
No lo tomes a mal. Si yo estuviera enferma me gustaría que tú me cuidases. "Mi mujer está enferma. Voy a matar ese cordero para hacerle un buen guiso de carne." "Mi mujer está enferma. Voy a guardar esta enjundia de gallina para aliviar su pecho, voy a llevarle esta piel de oveja para guardar sus pies de la nieve." Así soy yo. Por eso te cuido.

JUAN.—Y yo te lo agradezco.

YERMA.—Pero no te dejas cuidar.

JUAN.—Es que no tengo nada. Todas esas cosas son suposiciones tuyas. Trabajo mucho. Cada año seré más viejo.

YERMA.—Cada año... Tú y yo seguiremos aquí cada año...

JUAN.—
(Sonriente.)
Naturalmente. Y bien sosegados. Las cosas de la labor van bien, no tenemos hijos que gasten.

YERMA.—No tenemos hijos... ¡Juan!

JUAN.—Dime.

YERMA.—¿Es que yo no te quiero a ti?

JUAN.—Me quieres.

YERMA.—Yo conozco muchachas que han temblado y que lloraban antes de entrar en la cama con sus maridos. ¿Lloré yo la primera vez que me acosté contigo? ¿No cantaba al levantar los embozos de Holanda? Y no te dije, ¡cómo huelen a manzanas estas ropas!

JUAN.—¡Eso dijiste!

YERMA.—Mi madre lloró porque no sentí separarme de ella. ¡Y era verdad! Nadie se casó con más alegría. Y, sin embargo...

JUAN.—Calla. Demasiado trabajo tengo yo con oír en todo momento...

YERMA.—No. No me repitas lo que dicen. Yo veo por mis ojos que eso no puede ser... A fuerza de caer la lluvia sobre las piedras éstas se ablandan y hacen crecer jaramagos, que las gentes dicen que no sirven para nada. "Los jaramagos no sirven para nada", pero yo bien los veo mover sus flores amarillas en el aire.

JUAN.—¡Hay que esperar!

YERMA.—Sí; queriendo.
(YERMA abraza y besa al marido, tomando ella la iniciativa.)

JUAN.—Si necesitas algo me lo dices y lo traeré. Ya sabes que no me gusta que salgas.

YERMA.—Nunca salgo.

JUAN.—Estás mejor aquí.

YERMA.—Sí.

JUAN.—La calle es para la gente desocupada.

YERMA.—
(Sombría)
Claro.

(El marido sale y YERMA se dirige a la costura, se pasa la mano por el vientre, alza los brazos en un hermoso bostezo y se sienta a coser.)

¿De dónde vienes, amor, mi niño?

De la cresta del duro frío.

¿Qué necesitas, amor, mi niño?

La tibia tela de tu vestido.

(Enhebra la aguja)

¡Que se agiten las ramas al sol

y salten las fuentes alrededor!

(Como si hablara con un niño.)

En el patio ladra el perro,

en los árboles canta el viento.

Los bueyes mugen al boyero

y la luna me riza los cabellos.

¿Qué pides, niño, desde tan lejos?

(Pausa.)

Los blancos montes que hay en tu pecho.

¡Que se agiten las ramas al sol

y salten las fuentes alrededor!

(Cosiendo.)

Te diré, niño mío, que sí.

Tronchada y rota soy para ti.

¡Cómo me duele esta cintura

donde tendrás primera cuna!

Cuándo, mi niño, vas a venir.

(Pausa.)

Cuando tu carne huela a jazmín.

¡Que se agiten las ramas al sol

y salten las fuentes alrededor!

(YERMA queda cantando. Por la puerta entra MARÍA, que viene con un lío de ropa.)

YERMA.—¿De dónde vienes?

MARÍA.—De la tienda.

YERMA.—¿De la tienda tan temprano?

MARÍA.—Por mi gusto hubiera esperado en la puerta a que abrieran; y ¿a que no sabes lo que he comprado?

YERMA.—Habrás comprado café para el desayuno, azúcar, los panes.

MARÍA.—No. He comprado encajes, tres varas de hilo, cintas y lanas de color para hacer madroños. El dinero lo tenía mi marido y me lo ha dado él mismo.

YERMA.—Te vas a hacer una blusa.

MARÍA.—No, es porque... ¿sabes?

YERMA.—¿Qué?

MARÍA.—Porque ¡ya ha llegado!

(Queda con la cabeza baja. YERMA se levanta y queda mirándola con admiración.)

YERMA.—¡A los cinco meses!

MARÍA.—Sí.

YERMA.—¿Te has dado cuenta de ello?

MARÍA.—Naturalmente.

YERMA.—
(Con curiosidad.)
¿Y qué sientes?

MARÍA.—No sé. Angustia.

YERMA.—Angustia.
(Agarrada a ella.)
Pero... ¿cuándo llegó?... Dime. Tú estabas descuidada.

MARÍA.—Sí, descuidada...

YERMA.—Estarías cantando, ¿verdad? Yo canto. Tú... dime...

MARÍA.—No me preguntes. ¿No has tenido nunca un pájaro vivo apretado en la mano?

YERMA.—Sí.

MARÍA.—Pues, lo mismo..., pero por dentro de la sangre.

YERMA.—¡Qué hermosura!

(La mira extraviada.)

MARÍA.—Estoy aturdida. No sé nada.

YERMA.—¿De qué?

MARÍA.—De lo que tengo que hacer. Le preguntaré a mi madre.

YERMA.—¿Para qué? Ya está vieja y habrá olvidado estas cosas. No andes mucho y cuando respires respira tan suave como si tuvieras una rosa entre los dientes.

MARÍA.—Oye, dicen que más adelante te empuja suavemente con las piernecitas.

YERMA.—Y entonces es cuando se le quiere más, cuando se dice ya: ¡mi hijo!

MARÍA.—En medio de todo tengo vergüenza.

YERMA.—¿Qué ha dicho tu marido?

MARÍA.—Nada.

YERMA.—¿Te quiere mucho?

MARÍA.—No me lo dice, pero se pone junto a mí y sus ojos tiemblan como dos hojas verdes.

YERMA.—¿Sabía él que tú...?

MARÍA.—Sí.

YERMA.—¿Y por qué lo sabía?

MARÍA.—No sé. Pero la noche que nos casamos me lo decía constantemente con su boca puesta en mi mejilla, tanto que a mí me parece que mi niño es un palomo de lumbre que él me deslizó por la oreja.

YERMA.—¡Dichosa!

MARÍA.—Pero tú estás más enterada de esto que yo.

YERMA.—¿De qué me sirve?

MARÍA.—¡Es verdad! ¿Por qué será eso? De todas las novias de tu tiempo tú eres la única...

YERMA.—Es así. Claro que todavía es tiempo. Elena tardó tres años y otras antiguas del tiempo de mi madre mucho más, pero dos años y veinte días, como yo, es demasiada espera. Pienso que no es justo que yo me consuma así. Muchas noches salgo descalza al patio para pisar la tierra, no sé por qué. Si sigo así, acabaré volviéndome mala.

MARÍA.—Pero ven acá, criatura; hablas como si fueras una vieja. ¡Qué digo! Nadie puede quejarse de estas cosas. Una hermana de mi madre lo tuvo a los catorce años, ¡y si vieras qué hermosura de niño!

YERMA.—
(Con ansiedad.)
¿Qué hacía?

MARÍA.—Lloraba como un torito, con la fuerza de mil cigarras cantando a la vez y nos orinaba y nos tiraba de las trenzas, y cuando tuvo cuatro meses nos llenaba la cara de arañazos.

YERMA.—
(Riendo.)
Pero esas cosas no duelen.

MARÍA.—Te diré...

YERMA.—¡Bah! Yo he visto a mi hermana dar de mamar a su niño con el pecho lleno de grietas y le producía un gran dolor, pero era un dolor fresco, bueno, necesario para la salud.

MARÍA.—Dicen que con los hijos se sufre mucho.

YERMA.—Mentira. Eso lo dicen las madres débiles, las quejumbrosas. ¿Para qué los tienen? Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso. Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos y cuando no los tiene se le vuelve veneno, como me va a pasar a mí.

MARÍA.—No sé lo que tengo.

YERMA.—Siempre oí decir que las primerizas tienen susto.

MARÍA.—
(Tímida.)
Veremos... Como tú coses tan bien...

YERMA.—
(Cogiendo el lío.)
Trae. Te cortaré dos trajecitos. ¿Y esto?

MARÍA.—Son los pañales.

YERMA.—Bien.

(Se sienta.)

MARÍA.—Entonces... Hasta luego.

(Se acerca y YERMA le coge amorosamente el vientre con las manos.)

YERMA.—No corras por las piedras de la calle.

MARÍA.—Adiós.
(La besa y sale.)

YERMA.—Vuelve pronto. (
YERMA queda en la misma actitud que al principio. Coge las tijeras y empieza a cortar. Sale VÍCTOR.)
Adiós, Víctor.

VÍCTOR.—
(Es profundo y lleva firme gravedad.)
¿Y Juan?

YERMA.—En el campo.

VÍCTOR.—¿Qué coses?

YERMA.—Corto unos pañales.

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