Pero cuando nos acercamos al gran parche de luz se hizo más evidente cada vez que el río había salido de su oscura caverna para alcanzar la luz diurna y al llegar a la poderosa arcada vimos una escena que hinchó nuestros corazones con calor y agrado, porque allí, ante nosotros, se extendía un valle —un valle pequeño, ciertamente—, encerrado entre acantilados altísimos, pero un valle, al fin, de vida, fertilidad y belleza bañado por la cálida luz del sol.
—No es el suelo de Barsoom —dijo Nur An—, pero es el mejor sustituto.
—Y tiene que haber una salida —dije—. Tiene que haberla y, si no la hay, abriremos una.
—Tienes razón, Hadron de Hastor —gritó—. Nos abriremos camino, ¡Ven!
Ante nosotros aparecieron las orillas del estruendoso río llenas de lujuriosa vegetación; grandes árboles que alzaban sus ramas llenas de hojas por encima del agua; el brillante césped escarlata estaba bañado por la ondulación del agua y por todas partes surgían preciosas flores y arbustos de todos los tonos y formas. Nunca antes había visto en la superficie de Barsoom la vegetación que se ofrecía ante nosotros. Había formas similares a aquellas con las que estaba familiarizado y otras totalmente desconocidas para mí, pero todas ellas hermosas, aunque algunas eran rarísimas.
Al salir de las oscuras y deprimentes entrañas de la tierra, la escena que veíamos era de una belleza abrumadora y, aunque sin duda mejorada por el contraste, tenía un aspecto que rara vez pueden presenciar los ojos de un barsoomiano. A mí me parecía un pequeño jardín en un mundo agonizante conservado desde los antiguos tiempos en que Barssom era joven y las condiciones meteorológicas favorecían el crecimiento de la vegetación, algo que ya prácticamente se ha extinguido en la práctica totalidad de la superficie del planeta. En este profundo valle, rodeado de altas crestas la atmósfera era, sin lugar a dudas, considerablemente más densa que en la superficie del planeta. Los rayos del sol se reflejaban en las escarpadas cimas que debían retener el calor durante los períodos nocturnos más fríos y, por añadidura, había agua abundante para el riego, que la naturaleza podía haber recibido fácilmente mediante filtración de las del río a través y por debajo del suelo del valle.
Durante varios minutos, Nur An y yo permanecimos de pie, hechizados por aquella encantadora visión y luego, al ver la jugosa fruta que colgaba en grandes racimos de algunos árboles y los arbustos cargados de bayas, subordinamos lo estético a lo corpóreo y nos dispusimos a completar nuestro almuerzo de pescado crudo con las tentadoras y exquisitas ofertas que se nos ofrecían.
Al empezar a movernos por entre la vegetación nos dimos cuenta de que unas finas hebras de una sustancia que parecía tela de araña festoneaba los árboles pasando de uno a otro y de un arbusto al siguiente. Era tan fina que resultaba casi invisible, pero tan fuerte como para impedir nuestro avance. Resultaba sorprendentemente difícil romperla y cuando las que se interponían en nuestro camino eran una docena o más, tuvimos que recurrir a nuestras dagas para abrirnos camino.
Sólo habíamos avanzado unos pasos penetrando en la vegetación, cortando los hilos de telaraña, cuando nos encontramos con un nuevo y sorprendente obstáculo que impedía nuestro avance: una araña enorme, de aspecto venenoso, que se deslizaba hacia nosotros en posición invertida, aferrándose con una docena de patas a los hilos que le servían tanto de apoyo como de camino. Si su aspecto indicaba el veneno que llevaba dentro, no cabía duda de que era un insecto mortal.
Al avanzar hacia nosotros, al parecer con las más siniestras intenciones, me apresuré a meter la daga en su vaina y sacar mi espada corta, con la que ataqué a la aterradora criatura. Cuando descendía el golpe, se retiró presurosa, con lo que la punta de la espada sólo le produjo un ligero arañazo; al recibirlo, abrió su espantosa boca y lanzó un grito terrorífico, tan desproporcionado para el tamaño y la naturaleza de insectos semejantes con los que yo estaba familiarizado que produjo un efecto de lo más aterrador sobre mis nervios. Al momento, el grito fue secundado por un coro infernal de aullidos semejantes que nos rodearon, e inmediatamente una oleada de horribles insectos se lanzó a la carrera sobre nosotros por los hilos de telaraña. Era evidente que aquella constituía su única posición de desplazamiento y sus redes la única vía para hacerlo ya que sus doce patas salían de sus espaldas, lo que les daba un aspecto de lo más grotesco.
Temiendo que las bestias pudieran ser venenosas, Nur An y yo nos retiramos rápidamente de la boca de la caverna, por lo que las arañas no pudieron proseguir su avance más allá del final de los hilos, con lo que pronto estuvimos a cubierto de ellas; los frutos se nos antojaban ahora más apetitosos que nunca, toda vez que nos habían sido negados.
—El camino río abajo está bien guardado —dijo Nur An con una sonrisa triste—, lo que podría indicar una meta de lo más deseable.
—Por el momento, esa fruta es la cosa más deseable del mundo para mí —contesté— y voy a ver si encuentro el medio de hacerme con ella.
Desplazándome a la derecha, alejándome del río, busqué una entrada a la foresta que estuviera desprovista de los hilos de telaraña, hasta que llegué a un punto del que partía un sendero bien marcado de un metro o metro y medio de ancho, aparentemente obra del hombre. En su entrada, sin embargo, colgaban miles de hilos y tocarlos, lo sabíamos bien, sería la señal para atraer miríadas de airadas arañas que nos rodearían. Aunque nuestro mayor temor era, naturalmente, que los insectos pudieran ser venenosos, sus bocas, dotadas de crueles colmillos, también sugerían que, venenosos o no, en gran número podían constituir una auténtica amenaza.
—¿Te das cuenta —dije a Nor An— de que esos hilos parecen estirados en la entrada al sendero solamente? Más allá no veo ninguno aunque, naturalmente, son tan tenues que pueden desafiar nuestra visión, incluso de cerca.
—No veo arañas por aquí —dijo Nur An—. Quizá podamos abrirnos camino sin riesgos en ese lugar.
—Hagamos la prueba —dije, sacando mi espada larga.
Avancé cortando algunos hilos, e inmediatamente surgieron de los árboles y arbustos a cada lado un número incalculable de insectos, cada uno de ellos deslizándose por su propio hilo. Allí donde estaban intactos, las bestias cruzaban el sendero una y otra vez, en uno y otro sentido, mirándonos con sus
ojos
perlados, aterradores y sus poderosos y deslumbrantes colmillos amenazadoramente adelantados hacia nosotros.
Los hilos cortados flotaban en el aire hasta que los aplastaba el peso de las arañas que avanzaban llegando hasta los extremos cortados, pero no más adelante. Aquí se detenían, con la vista fija en nosotros, o trepaban y descendían excitadas, pero ni una sola se aventuró más allá de su hilo.
Mientras les observaba, sus modales me sugirieron un plan.
—Cuando se les corta el hilo se encuentran desvalidas —dije a Nur An—. Por tanto, si cortamos sus redes no pueden alcanzarnos.
Así dije y, avanzando, agité mi espada larga por encima de la cabeza y corté lo hilos restantes. Las bestias aquellas iniciaron instantáneamente un infernal coro de aullidos. Algunas de ellas, arrancadas de sus hilos por el golpe de mi espada, yacían en el suelo sobre sus vientres, agitando las patas en el aire. Parecían extremadamente inermes y aunque gritaban ensordecedoramente y movían las patas con frenesí, era evidente que no podían moverse. Tampoco nos podían alcanzar las que colgaban a uno y otro costado del sendero. Destruí con mi espada las que se oponían a mi paso y entré en el bosque, seguido por Nur An.
No veía redes por delante de nosotros, pero antes de internarme entre los árboles volví los ojosa los inermes insectos para ver qué hacían. Habían dejado de aullar y regresaban lentamente hacia el follaje, evidentemente hacia sus guaridas, y como no parecían ofrecer amenaza alguna, proseguimos nuestro avance. Los árboles y arbustos del sendero estaban horros de frutos o bayas, aunque más allá crecían profusamente, detrás de una barrera de telaraña que tan rápidamente habíamos aprendido a evitar.
—Este camino parece abierto por el hombre —dijo Nur An.
—Pues quienquiera que lo abriera, o cuándo —dije—, no cabe duda de que algunas criaturas lo siguen utilizando. La falta de fruta, por sí sola, lo demuestra fehacientemente.
Avanzamos cautelosamente por el serpenteante sendero, sin saber en qué momento nos podríamos enfrentar a alguna nueva amenaza en forma de hombre o bestia. Ahora vimos algo más allá lo que parecía un claro del bosque, al que llegamos un momento después. Delante de nosotros se alzaba, a una distancia de menos de un haad, probablemente, una elevada construcción de mampostería. Su aspecto era fúnebre y parecía construida en negra roca volcánica. El negro muro se alzaba unos nueve metros por encima del suelo y no tenía mas que una sola abertura, una puertecita situada casi directamente frente a nosotros. Esta parte de la estructura parecía un pozo, detrás del cual se alzaban unos edificios de contornos extraños y grotescos, todo ello dominado por una poderosa torre de cuya cima surgía una ligera columna de humo que se rizaba el subir por el aire en calma.
Desde este nuevo punto estratégico se nos ofrecía una vista mejor del valle que la que tuvimos en principio y ahora había indicaciones, más marcadas que nunca, de que aquello era el cráter de algún volcán gigantesco largamente extinguido. Entre nosotros y los edificios, que sugerían una pequeña ciudad amurallada, el claro contenía unos cuantos árboles dispersos, pero la mayor parte del suelo estaba dedicada al cultivo, atravesada por acequias de un tipo arcaico que en la superficie había dejado de utilizarse hacía muchas eras, siendo sustituido por un sistema de subirrigación cuando las disponibilidades cada vez menores de agua forzaron a adoptar medidas de ahorro.
Convencido de que no lograríamos más información permaneciendo donde estábamos me dirigí osadamente hacia el claro que conducía a la ciudad.
—¿A dónde vas? —preguntó Nur An.
—Voy a averiguar quién vive en este lugar tan sombrío —contesté.
Aquí hay campos de labranza y jardines, por lo que tiene que haber comida que es, después de todo, el único favor que les pediré.
Nur An agitó la cabeza.
—La simple vista de un lugar así, me deprime —dijo, pero se unió a mí, como sabía que haría porque Nur An es un soberbio compañero de cuya lealtad puede uno fiarse siempre.
Habíamos recorrido dos tercios de la distancia a través del claro y en dirección a la ciudad antes de que viéramos señales de vida, cuando aparecieron varias figuras en lo alto del muro sobre la puerta de entrada.
Portaban largas y delgadas bufandas que parecían agitar en señal de bienvenida y cuando estuvimos más cerca pudimos ver que eran muchachas que se inclinaban sobre el pretil y nos sonreían, haciendo señas para que entráramos.
Tan pronto como llegamos a una distancia del muro desde la que nos pudieran oír, hice alto.
—¿Qué ciudad es ésta? —pregunté— ¿y quién es el jed aquí?
—Entrad, guerreros —gritó una de las muchachas— y os conduciremos al jed.
Era bonita y sonreía dulcemente, igual que sus compañeras.
—No es un lugar tan deprimente como pensabas —dije en voz baja a Nur An.
—Estaba equivocado —respondió—. Parece gente amable y hospitalaria. ¿Entramos?
—Venid —exclamó otra muchacha—, detrás de estas sombrías paredes hay alimentos, vino y amor.
¡Comida! Por ella hubiera entrado en un lugar mucho más amenazador que éste.
Mientras Nur An y yo nos dirigíamos a la pequeña puerta, ésta se deslizó suavemente de costado. Detrás de ella, al otro lado de una avenida pavimentada en negro, se elevaban edificios de roca volcánica del mismo color. La avenida parecía desierta cuando entramos. Oímos el apagado ruido de un pestillo al cerrarse cuando la puerta se deslizó a la posición anterior a nuestras espaldas y fui acometido por un súbito presentimiento de peligro que hizo que mi mano derecha buscara la empuñadura de la espada larga.
La araña de Ghasta
Durante un momento permanecimos indecisos en mitad de la avenida desierta, observando nuestros alrededores, cuando nuestra atención fue atraída hacia una estrecha escalera que subía por el interior del muro, en cuya cumbre habían aparecido las muchachas que nos dieron la bienvenida.
Estaban bajando por ella seis muchachas en total. Sus preciosas caras estaban radiantes con sonrisas felices de bienvenida que inmediatamente disiparon la fealdad del oscuro entorno en la misma medida en que el sol naciente disipa la oscuridad nocturna y sustituye las sombras por luz, calor y felicidad.
Correajes hermosamente labrados, muchos de ellos enriquecidos con deslumbrantes joyas, acentuaban el encanto de aquellas figuras perfectas. A medida que se acercaban, la imagen de Tavia acudió a mi pensamiento. ¡Por muy bellas que fueran estas jóvenes, e incuestionablemente lo eran, Tavia lo era mucho más!
Recuerdo con claridad, incluso ahora, que en el mismo instante y a pesar de todo lo que estaba sucediendo para llamar mi atención, me asaltó repentinamente el asombro de que fuera el rostro y la figura de Tavia los que veía, en vez de los de Sanoma Tora. Pueden creerme que a partir de entonces fue la imagen de Sanoma Tora la que veía, ello sin deslealtad hacia mi amistad por Tavia —aquella bendita amistad que consideraba uno de mis más orgullosos y valiosos tesoros.
A medida que las muchachas llegaban al pavimento corrían alegremente hacia nosotros.
—¡Bienvenidos, guerreros! —gritó una— a la feliz Ghasta. Debéis estar hambrientos después de tan largo viaje. Venid con nosotros y os alimentaremos, pero, primero, el gran jed quisiera saludaros y daros la bienvenida a la ciudad, porque los visitantes de Ghasta son escasos.
Mientras nos conducían por la avenida, no pude por menos que observar el aspecto desértico de la ciudad. No había señales de vida en ninguno de los edificios por los que pasamos, ni vimos a ningún otro ser humano hasta que llegamos a una plaza despejada en cuyo centro se alzaba un poderoso edificio rodeado de altas torres, el mismo que habíamos visto al salir del bosque. Aquí había varias personas, hombres y mujeres —gente de aspecto triste, abatido, que andaban con los hombros caídos y los
ojos
hundidos. No había animación en su andar y todo su aspecto era el de la más absoluta desesperanza. ¡Qué contraste tan grande con las muchachas alegres y felices que nos conducían tan gozosamente hacia la entrada principal del que di por supuesto que sería el palacio del jed. Unos fornidos guerreros montaban la guardia; eran unos tipos gordos, grasientos cuyo aspecto me disgustó. Al acercarnos salió un oficial del interior del edificio. Más gordo y grasiento, si ello era posible, que sus hombres, sonrió e inclinó la cabeza al darnos la bienvenida.