—Tienes razón —dijo.
Un momento después salieron al corredor, con toda intención y propósito, dos guerreros de la guardia de Haj Osis, jed de Tjanath. Pensando que, hasta cierto punto, un tanto de osadía en el comportamiento sería la mejor salvaguardia contra nuestra detección, abrí la marcha hacia el piso bajo del palacio, sin intentar en forma alguna hacerlo a hurtadillas o en secreto.
—Hay muchos guerreros en la entrada principal del palacio —dije a Nur An— y sin saber algo sobre las normas que regulan la entrada y salida en el edificio, sería suicida que intentáramos alcanzar por ese camino la avenida que hay detrás del palacio.
—¿Y qué sugieres? —preguntó.
—El piso bajo del palacio es un lugar muy concurrido, con la gente deambulando de un lado a otro por los pasillos. No cabe duda de que algunos pisos superiores estarán menos frecuentados. Por tanto, vamos a buscar un escondite allí arriba y desde algún balcón podremos tener una perspectiva y proyectar algún plan factible de escape.
—Bien, abre la marcha —dijo.
—Subiendo por la rampa en caracol desde las mazmorras pasamos por dos pisos, antes de llegar a la planta baja del palacio, sin cruzarnos con una sola persona, pero en el instante mismo en que salimos a la planta baja vimos gente por todas partes: oficiales, cortesanos, guerreros, esclavos y comerciantes iban de un lado para otro con sus obligaciones o para resolver los asuntos que les habían llevado al palacio; el ser tan numerosa la concurrencia, sin embargo, era una salvaguardia para nosotros.
En el lado del corredor opuesto al punto donde entramos hay una puerta en arco que conduce a otra rampa ascendente. Sin dudar un instante, crucé por entre el gentío con Nur An a mi lado, pasé por el arco y accedí a la rampa.
Apenas habíamos empezado a subirla cuando nos encontramos con un joven oficial que bajaba. Apenas nos dirigió una mirada al pasar y respiré tranquilo al ver que nuestros disfraces, de hecho, nos disfrazaban.
En el segundo nivel del palacio había menos gente, pero seguían siendo demasiadas las personas como para que nos conviniera, de forma que seguimos ascendiendo hasta el tercer nivel; los pasillos aquí estaban casi desiertos.
Cerca de la entrada de la rampa confluían dos pasillos principales. Aquí vacilamos un instante para echar un vistazo. Varias personas se acercaban desde ambas direcciones hasta el lugar por donde habíamos salido, pero uno de los corredores transversales parecía desierto y nos apresuramos a entrar en él. Era un pasillo muy largo que, al parecer, se extendía por toda la longitud del palacio. Estaba flanqueado a intervalos por puertas que se abrían a ambos lados, varias cerradas o entreabiertas. Por una de las puertas abiertas vimos a varias personas, mientras que otros cuartos estaban vacíos. Mientras avanzábamos lentamente, tomamos cuidadosa nota del emplazamiento de estos, observando con sumo cuidado cada detalle que pudiera sernos de valor más adelante.
Habríamos recorrido dos tercios del largo pasillo cuando un hombre entró por una puerta situada a unos cincuenta metros más adelante. Era un oficial, aparentemente un padwar de la guardia. Se detuvo en el centro del pasillo en el momento en que una fila de guerreros salía por la misma puerta. Formaron en columna de a dos y marcharon en nuestra dirección con el oficial cerrando la marcha.
Era una prueba para nuestros disfraces, pero no quise correr el riesgo. Había una puerta abierta a nuestra izquierda y no había persona alguna al otro lado.
—Ven —dije a Nur An y, sin acelerar el paso, nos dirigimos despreocupadamente a la habitación. Cerré la puerta a espaldas de Nur An y, al hacerlo, vi que una joven estaba de pie en el lado opuesto de la cámara, mirándonos fijamente.
—¿Qué hacéis aquí, guerreros? —preguntó.
Una situación embarazosa, sin duda. Pude oír en el pasillo la marcha acompasada de los guerreros que se acercaban y sabía que la muchacha los oía también. Si llegaba a despertar sus sospechas no tardaría en pedir ayuda, pero cómo podía evitar que sospechara si no tenía ni la más mínima idea de cuál sería una excusa válida que explicara la presencia de dos guerreros en aquella habitación en particular que, por lo que imaginaba, podía ser el gineceo de una princesa de la casa real en el que entrar sin permiso podía fácilmente significar la muerte de un guerrero ordinario. Pensaba rápidamente, o quizá no pensaba en absoluto; con frecuencia solemos actuar por impulso y achacarlo a ser superinteligentes.
—Hemos venido a por la muchacha —dije bruscamente— ¿Dónde está?
—¿Qué muchacha? —preguntó la joven sorprendida.
—La prisionera, naturalmente —respondí.
—¿La prisionera? —parecía más sorprendida aún.
—¡Pues claro! ———exclamó Nur An—, ¡la prisionera! ¿Dónde está?
No pude por menos que sonreír porque sabía que Nur An no tenía ni la menor idea de lo que yo pensaba.
—No hay ninguna prisionera aquí —dijo la joven—. Éstos son los apartamentos del hijo pequeño de Haj Osis.
—El muy imbécil nos dio la dirección equivocada —dije—. Lamento haberle interrumpido. Nos enviaron a buscar a una muchacha, Tavia, que está prisionera aquí, en el palacio.
Era un flecha lanzada al aire. Yo no sabía si Tavia estaba prisionera, pero después del trato que me habían dando supuse que así era.
—Pues no está aquí —respondió la muchacha— y en cuanto a ustedes, mejor será que salgan de estos apartamentos inmediatamente, porque si les descubren aquí lo pasarán mal.
Nur An, que estaba de pie a mi lado, mirando fijamente a la joven, dio un paso y se acercó a ella.
—¡Por mi primer antepasado! —exclamó sin alzar la voz—, ¡eres Phao!
La chica retrocedió unos pasos, con los ojos desorbitados por la sorpresa y luego, lentamente, se dio cuenta de quién hablaba.
—¡Nur An! —exclamó.
El aludido se acercó a la muchacha y cogió su mano.
—Todos estos años, Phao, creí que habías muerto —dijo—. Cuando el barco volvió, el capitán informó que tú y varios más habíais muerto.
—Mintió —dijo ella—, nos vendió como esclavos aquí, en Tjanath; ¿pero qué haces tú, Nur An, con el correaje de Tjanath?
—Estoy prisionero contestó mi acompañante—, igual que este guerrero. Nos han encerrado en las mazmorras del palacio y hoy nos iban a enviar a La Muerte, pero hemos matado a los dos guerreros que mandaron a buscarnos y ahora estamos intentando salir del palacio.
—Entonces, ¿no estáis buscando a la muchacha llamada Tavia? —preguntó ella.
—Sí —respondí—, también la estamos buscando. La hicieron prisionera al mismo tiempo que a mí.
—Tal vez pueda ayudaros —dijo Phao—. Quizá —añadió melancólica— yo pueda escaparme con vosotros. Todos juntos.
—No me escaparé sin ti, Phao —dijo Nur An.
—Mis antepasados han sido, por fin, generosos conmigo —dijo la muchacha.
—¿Dónde está Tavia? —pregunté.
—Está en la Torre Este —contestó Phao.
—¿Nos puedes llevar allí, o decirnos cómo podemos llegar hasta ella? —pregunté.
—De nada valdrá que os conduzca hasta ella —contestó la joven— ya que la puerta está cerrada con llave y hay guardias delante. Pero hay otro modo.
—¿Y?
—Sé dónde están las llaves —contestó— y sé otras cosas que podrán sernos útiles.
—Que nuestros antepasados te protejan y recompensen, Phao —dije—. Dime dónde encontraré las llaves.
—Tendré que llevaros personalmente —contestó—, pero tendríamos más oportunidades de éxito si no fuéramos demasiados. Sugiero, por tanto, que Nur An se quede aquí. Le esconderé de forma que no le encuentren. Y te conduciré hasta la prisionera y, con un poco de suerte, podremos regresar a estas habitaciones. Yo soy la encargada. Sólo en horas normales, dos veces al día, por la noche y por la mañana, alguien visita las habitaciones del principito. Aquí te puedes esconder y alimentarte largo tiempo y quizá, llegado el momento, podamos desarrollar algún plan factible para escapar.
—Estamos en tus manos, Phao —dijo Nur An—. Si va a haber lucha, sin embargo, quisiera acompañar a Hadron.
—Si tenemos suerte, no habrá lucha —respondió la muchacha. Se dirigió rápidamente a la puerta y la abrió, revelando un armario de grandes dimensiones—. Aquí, Nur An, es donde debes estar hasta que volvamos. No hay razón para que nadie abra esta puerta y, hasta donde yo sé, nadie, excepto yo, la ha abierto desde que ocupo estas habitaciones.
—No me gusta la idea de esconderme —dijo Nur An haciendo una mueca—, pero últimamente he tenido que hacer muchas cosas que no me gustaban.
Sin añadir palabra, cruzó la habitación y entró en el armario. Sus ojos se cruzaron un instante con los de Phao cuando ella cerró la puerta, y pude leer en ellos algo que me sorprendió al recordar el relato de Nur An sobre la otra mujer que Tul Axtar le había robado. Pero no era asunto de mi incumbencia ni tenía que ver con lo que me traía entre manos.
—Este es mi plan, guerrero —dijo Phao al regresar a mi lado—. Cuando entraste en mis habitaciones dijiste que buscabas a la prisionera Tavia. Aunque ella no estaba allí, te creí. Por tanto, vamos a ir a buscar a Yo Seno, el guardián de las llaves, y le contaremos la misma historia: que te han enviado a buscar a la prisionera Tavia. Si Yo Seno te cree, todo irá bien, porque será él mismo el que libere a la prisionera y te la entregue.
—¿Y si no me cree? —pregunté.
—Es una bestia —respondió— que mejor está muerta que viva, de modo que ya sabes qué hacer.
—Te entiendo —dije—. Muéstrame el camino.
La oficina de Yo Seno, el guardián de las llaves, estaba en el cuarto nivel del palacio, casi directamente encima de las habitaciones del principito. Phao se detuvo en la puerta y acercando los labios a mi oído musitó sus instrucciones finales.
—Entraré primero —dijo—. Con algún pretexto. Tú entras un instante después, pero no me prestes atención. No tiene que parecer que hemos llegado juntos.
—Entiendo —dije y me alejé un poco por el pasillo para no quedar a la vista cuando se abriera la puerta. Más tarde, ella me contó que había pedido a Yo Seno que le hiciera una llave nueva para una de las numerosas puertas del alojamiento del pequeño príncipe.
Esperé un momento y entré en la habitación. Era oscura, sin ventanas. De sus paredes colgaban llaves de todos los tamaños y formas imaginables. Sentado a una gran mesa estaba un hombre de aspecto basto. Alzó rápidamente la vista molesto por la interrupción al entrar yo.
—¿Bien? —gruñó.
—He venido a por la mujer, Tavia —dije—, la prisionera de Jahar.
—¿Quién te envía? ¿Qué quieres de ella? —preguntó.
—Tengo órdenes de llevarla a Haj Osis —respondí.
Me miró desconfiado.
—Traerás una orden por escrito.
—Desde luego que no —repliqué—. No hace falta. No va a salir del palacio, va simplemente de unas habitaciones a otras.
—¡Tienes que traer una orden por escrito! —gritó.
—Haj Osis se va a disgustar —dije— cuando sepa que te has negado a obedecer sus órdenes.
—No me niego —dijo Yo Seno—. No te atrevas a decir que me niego. Lo que no puedo es entregar un prisionero si no tengo una orden por escrito. Muéstrame la autorización y te daré las llaves.
Comprendí que mi plan había fallado y que debía adoptar otras medidas. Saqué la espada larga.
—¡Aquí está mi autorización! —exclamé saltando hacia él.
Lanzó un juramento y tiró de espada, pero en vez de enfrentarse a mí con ella, saltó rápidamente hacia atrás, al otro lado de la mesa, y golpeó un gong fuertemente con la hoja del arma.
Me lancé hacia él cuando oí el sonido de unos pies que corrían y el golpe de metales en la habitación contigua. Yo Seno, que seguía huyendo, sonrió sardónico. Y entonces las luces se apagaron y la habitación sin ventanas se sumió en la más profunda oscuridad. Unos dedos suaves me agarraron la mano izquierda y una voz musitó en mi oído.
—Ven conmigo.
Tiró de mí hacia un lado y pasamos por una abertura en el preciso instante en que se abría de golpe una puerta al otro lado de la habitación, revelando las siluetas de media docena de guerreros contra la luz que tenían detrás. Entonces la puerta se cerró justo delante de mi cara y me encontré de nuevo en la más absoluta oscuridad. Los dedos de Phao seguían aferrados a mi mano.
—Silencio! —musitó una voz suave.
Desde detrás del tabique me llegaron unas voces airadas y excitadas. Sobre ellas se elevó otra que gritó autoritaria:
—¿Qué pasa aquí?
Oí exclamaciones y juramentos ahogados mientras los hombres chocaban con los muebles y entre sí.
—¡Encended una luz! —gritó una voz y, a poco— ¡Así está mejor!
—¿Dónde está Yo Seno? ¡Oh, ahí estás gordinflón granuja! ¿Qué es todo este lío?
—¡Por Issus, ha desaparecido! —gritó la voz de Yo Seno.
—¿Quién? —exigió la otra voz— ¿Por qué nos llamaste?
—Me atacó un guerrero —explicó Yo Seno— que vino a pedirme la llave de la habitación donde Haj Osis tiene encerrada a la hija de… —no pude oír el resto de la frase.
—Bien, ¿dónde está ese tipo? —preguntó el otro.
—Se ha largado… y se ha llevado la llave. La llave ha desaparecido — la voz de Yo Seno fue un aullido.
—Vamos rápido, entonces, a la habitación donde está encerrada la muchacha —gritó el primero que habló, sin duda el oficial de la guardia, y casi al instante oí cómo salían a todo correr de la habitación.
A mi lado, la muchacha se movió ligeramente y escuché que se reía por lo bajo.
—No encontrarán la llave —dijo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque la tengo yo —respondió.
—De poco nos va a servir —dije pesaroso—, porque van a poner guardia a la puerta y no podremos usar la llave.
Phao se echó a reír de nuevo.
—No necesitamos la llave —dijo—. La cogí para que siguieran una pista falsa. Ellos vigilarán la puerta, mientras nosotros entramos por otro lado.
—No te entiendo —dije.
—Este pasillo conduce, entre tabiques, a la habitación donde tienen a la prisionera. Lo sé porque cuando yo estuve encerrada en esa habitación, Yo Seno venía por aquí a visitarme. Es una bestia. Confió en que no visitara a esta muchacha, lo confío por tu bien, si la amas.
—No la amo —respondí—. No
es
más que una amiga.
Pero apenas era consciente de lo que estaba diciendo; las palabras me salían mecánicamente ya que era presa de unas emociones que nunca había sentido o soportado. Se había apoderado de mí en el mismo instante en que Phao sugirió que Yo Seno pudo haber visitado a Tavia pasando por este corredor secreto. Experimenté una sensación que se parecía mucho a una convulsión, algo que me había convertido en otro hombre. Antes, hubiera matado a Yo Seno con mi espada y me hubiera alegrado; lo que deseaba ahora era descuartizarle, mutilarle, hacerle sufrir. Jamás en mi vida había experimentado un deseo tan bestial. Era una idea espantosa, pero con la que me regodeaba.