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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (16 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—Primer hijo de la unión —susurró Carlo—. Un hijo nacido en la cúspide de la pasión. Merecedor de todas las bendiciones, como dice el refrán, el primer hijo. —Entonces frunció el ceño y su boca mostró en las comisuras un leve pliegue.

—Pero yo era el último hijo engendrado por la sangre de mis padres —prosiguió— y nosotros dos somos tan iguales… Así que no hay ley que valga. ¿Verdad que no? Primer hijo, último hijo, ¡salvo el sentimiento del padre por el primer hijo!

—Por favor,
signore
, no entiendo lo que quiere decir.

—No, claro, ¿cómo ibas a entenderlo? —dijo Carlo, con el mismo tono imperturbable de antes, con la misma dulzura y sin atisbo de malicia. Miró a Tonio perplejo, como si hallara placer en hacerlo. Tonio, bajó su mirada, empequeñecía y se sentía desdichado.

—¿Y esto, lo entiendes? —preguntó Carlo—. Mira a tu alrededor. —Era de nuevo aquel bramido amenazante que rozaba los límites del lenguaje.


Signore
, por favor, permítame llamar a los criados para que limpien esta habitación.

—Oh, ¿lo harías? Aquí eres dueño y señor, ¿no es así? —Su voz se había dilatado y sonaba más tenue.

Tonio lo miró a los ojos. En ellos no había enojo, había cólera. Y sacudiendo la cabeza con impotencia, desvió la mirada.

—No, hermanito, no es culpa tuya —lo tranquilizó Carlo—. Y qué distinguido eres —dijo con tierna sinceridad—. Cuánto debió de quererte. Claro, probablemente, de haber sido tu padre, yo también te hubiera querido.

—¡
Signore
, enséñeme de qué modo podemos llegar a querernos!

—Si yo ya te quiero —musitó Carlo—. Pero ahora déjame solo, antes de que diga algo que después lamentaría. Mira, todavía no soy yo mismo quien está ahora aquí. He venido a esta casa para encontrarme a mí mismo asesinado, enterrado por los demás, y por eso vago por las estancias como si fuera mi propio fantasma, y en este estado mental no es difícil dejarse arrastrar peligrosamente por pensamientos y palabras diabólicos.

—Oh, entonces no se quede aquí, por favor. Por favor, ocupe los aposentos de él, los de la primera planta.

—Ah, ¿me das esas habitaciones, hermanito?


Signore
, no era ésa mi intención. No pretendo cometer semejante falta de respeto. Lo que quiero decir es que puede ocuparlas.

—Oh, ¿por qué no serás un niño mimado e insoportable? —suspiró Carlo—. Hubiera podido maldecirlo aún más por haberlo consentido.

—No podemos hablar de ese modo. Si lo hacemos, acabaremos aborreciéndonos.

—Y eres hábil, inteligente y valiente. Sí, eres muy valiente, hermanito. Vienes a encontrarte conmigo frente a frente y a hablarme. ¿Qué has dicho hace un momento? ¿Que tengo que enseñarte la manera de que nos queramos?

Tonio asintió. Sabía que si en aquel momento intentaba decir algo, la voz se le quebraría. Rígido por la proximidad de aquel hombre, se inclinó hasta que sus labios rozaron la mejilla de su hermano y percibió una vez más el suspiro de Carlo cuando éste lo envolvió entre sus brazos.

—Es muy difícil, mucho —dijo Catrina. Era medianoche pasada y toda la casa estaba a oscuras salvo la habitación donde Carlo caminaba sin cesar de un lado a otro. Tonio oía el vino en su voz, que era como un estallido sin modulación alguna.

—Has vuelto rico y todavía eres joven y, por el amor de Dios, ¿no hay bastantes distracciones en esta ciudad que puedan procurarte placer? No tienes esposa, ni hijos. ¡Eres libre!

—La libertad no me interesa,
signora
. Sé lo que puede comprar, lo que te puede proporcionar. Sí, rico, joven y libre, ¡hace quince años que soy todo eso! Se lo aseguro, mientras él vivía, era el fuego del purgatorio, y ahora que está muerto, ¡es el infierno! No me habléis de libertad. Ya he cumplido la penitencia que se me impuso para poder casarme y…

—¡No puedes ponerte en su contra, Carlo!

Unos sirvientes de rostros oscuros invadieron los pasillos. Jóvenes que esperaban ociosos ante las puertas de los aposentos de Andrea. Marcello Lisani llegó temprano para desayunar con Carlo en la mesa del gran comedor.

—¡Pasa, Tonio! —le indicó Carlo con una seña. Se había puesto en pie de inmediato, deslizando la silla hacia atrás sobre las baldosas rojas, al vislumbrar a su hermano en el umbral.

Pero Tonio, después de hacerle una rápida reverencia, lo evitó. Y ya dentro de su habitación, se quedó en silencio apoyado contra la puerta como si hubiera encontrado una especie de refugio.

—Resignado, no. No está resignado. —Catrina sacudió la cabeza. Sus vivaces ojos azules se estrecharon tan sólo un instante mientras hojeaba las lecciones de Tonio. Luego se las devolvió a Alessandro. Su prima tenía un número considerable de papeles en un portafolios de cuero: cuánto pagar al cocinero, cuánto pagar al criado, a los preceptores, cuánta comida debía comprar e información referente al resto de cuestiones domésticas.

—De todas formas, tienes que sobrellevar esto en silencio —dijo, cerrando la mano sobre las de Tonio—. No lo provoques.

Tonio asintió. Angelo, en un extremo de la habitación, nervioso e inquieto, alzaba esporádicamente la vista de las páginas de su breviario.

—Dejemos pues que se reúna con sus amigos, que vea quién ejerce ahora influencia, quién ostenta el poder. —La voz de Catrina bajó de tono al tiempo que se aproximaba y lo miraba a los ojos—. Dejemos que se gaste el dinero si así lo desea. Ha vuelto con una fortuna y se queja de estos cortinajes oscuros. Está ansioso de lujos venecianos, baratijas francesas y hermosos empapelados. Dejemos que…

—Sí, sí… —aceptó Tonio.

Cada mañana Tonio lo veía salir de la casa, observaba cómo bajaba deprisa las escaleras acompañado por el tintineo de las llaves, el ruido metálico de su espada en el costado y el retumbar de sus botas sobre el mármol, unos sonidos tan poco familiares que parecían cobrar vida propia, mientras por la rendija de su puerta, Tonio veía blancas pelucas en una hilera de bustos de madera barnizada, y oía el anciano susurro de Andrea: vanidad.

—Cena conmigo esta noche, hermanito. —A veces parecía salir de las sombras, como si hubiera estado apostado allí, esperándolo.

—Por favor,
signore
, perdóneme, mi estado de ánimo, mi padre…

Tonio oyó en algún lugar la voz inconfundible de su madre que cantaba.

A última hora de la tarde, Alessandro se hallaba sentado en la biblioteca, tan inmóvil que parecía una estatua. Ruido de pasos en la escalera, y la voz de ella interpretando aquella melancólica canción tan parecida a un himno, se colaban por las puertas abiertas, pero cuando Tonio se puso en pie para ir a buscarla, se encontró con que iba a salir.

Llevaba el libro de plegarias en la mano, se bajó el velo y pareció evitar su mirada.

—Lena vendrá conmigo —respondió. Ese día no necesitaba a Alessandro.


Mamma
. —Tonio la siguió hasta la puerta. Ella decía algo entre dientes—. ¿Estás a gusto en esta casa?

—Oh, ¿por qué me preguntas eso? —Su voz era alegre, pero su mano, que se abalanzó sobre su muñeca por debajo de la fina tela negra lo sobresaltó. Sintió una punzada de dolor y se enfureció.

—Sí aquí no eres feliz, podrías vivir con Catrina —dijo, aunque temía que se marchara y que sus habitaciones también quedaran abandonadas, vacías.

—Estoy en casa de mi hijo. Abre las puertas —ordenó al portero.

Por las noches permanecía tumbado en la cama despierto, escuchando el silencio. Todo lo que quedaba fuera de su habitación se le figuraba territorio extranjero. Pasillos, estancias que conocía, hasta los rincones más húmedos y olvidados. Abajo se oían risas, y reconoció ese sutil casi imperceptible sonido de gente que recorría la casa, un sonido que sólo él percibía.

En algún momento de la noche una mujer gritó algo, cáustica, incontrolable. Se arrebujó y cerró los ojos, pero al instante se dio cuenta de que sonaba dentro de aquellas paredes.

Se había dormido. Había soñado. Al abrir la puerta, oyó de nuevo la conversación que mantenían abajo: la voz de Catrina aguda y estridente. ¿Estaba él llorando?

Hacía rato que había oscurecido. El carnaval de octubre añadía su leve y distante bullicio a los rumores de la noche. En el
palazzo
Trimani, cerca de allí, celebraban una fiesta. Tonio, solo en el gran comedor, con la mano sobre el grueso mantel, contemplaba los botes que circulaban a sus pies.

Su madre se encontraba en el embarcadero, bajo la ventana; Lena y Alessandro estaban detrás de ella. Su largo velo negro le llegaba hasta los pies y el viento, al echar hacia atrás la gasa, hacía una escultura de su cara mientras esperaba la góndola.

¿Estaba él en casa?

El gran salón era un mar profundo de oscuridad.

Estaba saboreando el silencio y la quietud de ese momento cuando lo interrumpieron los primeros sonidos: alguien avanzaba entre las sombras. Notó aquel perfume oriental almizcleño, el crujido de la puerta, unos tacones que caminaban a sus espaldas con un leve repiqueteo sobre el suelo de piedra.

Sorprendido en campo abierto, pensó, y el canal centelleó en su visión. El cielo estaba radiante sobre la lejana piazza de San Marco.

El cabello de la nuca se le erizó de manera imperceptible y sintió el contacto del hombre junto a él.

—En el pasado —dijo Carlo entre susurros—, todas las mujeres se ponían esos velos porque las hacía parecer más hermosas. Cuando salían a la calle las envolvía un halo de misterio. Llevaban consigo una parte de Oriente.

Tonio alzó la mirada despacio y lo vio tan cerca que casi se rozaban. El color negro de la chaqueta de Carlo revelaba una cuchillada de brillante encaje blanco más semejante a un vago espejismo que a un trozo de tejido, y la peluca, con los perfectos rizos sobre las orejas y una elevación a partir de la frente, tan natural como el cabello auténtico, emitió un ligero destello.

Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Su parecido agitaba a Tonio cada vez que lo captaba. A la escasa luz de la vela, la piel de Carlo lucía tersa, y los únicos indicios de su edad los constituían unas líneas profundas en el contorno de los ojos que se tornaban arrugas con facilidad cuando esbozaba sus largas sonrisas.

En esos instantes una de aquellas sonrisas suavizaba su rostro, como si esa calidez irreprimible fuera señal inequívoca de que entre ellos nunca existiría enemistad alguna.

—Noche tras noche me evitas, Tonio. Cenemos juntos ahora. La mesa está puesta, la comida lista.

Tonio se volvió de nuevo hacia el agua, su madre se había ido; la noche, pese a sus pequeñas y perseverantes embarcaciones, parecía vacía.

—Mis pensamientos están con mi padre,
signore
—dijo Tonio.

—Ah, sí, tu padre. —Pero Carlo no se volvió. En las sombras se oyeron los movimientos de aquellos turcos silenciosos que empuñaban pequeñas llamas y las acercaban a los candelabros distribuidos por doquier, en la propia mesa, en el cofre situado bajo la escena de caza.

—Siéntate, hermanito.

«Necesito quererte», pensó Tonio. «No me importa lo que hayas hecho. Sé que de algún modo podrá remediarse».

Tras inclinar la cabeza, Tonio se sentó, como tan a menudo había hecho en el pasado a la cabecera de la mesa. No transcurrió ni un minuto antes de que advirtiera lo que había hecho, y sus ojos se alzaron de inmediato para hacer frente a su hermano.

Se le desbocó el pulso. Estudió su sonrisa, aquel brillo afable. La nívea peluca hacía que el rostro oscuro de Carlo resaltara aún más y acentuaba la belleza de sus cejas altas mientras contemplaba a Tonio sin rencor ni censura.

—No nos llevamos bien —dijo Carlo. Y entonces su sonrisa se fundió despacio en una expresión más apacible y menos intencionada—. Por más que finjamos lo contrario, no nos llevamos bien. Ha pasado casi un mes y ni siquiera podemos compartir el pan.

Tonio asintió con lágrimas en los ojos.

—Y no deja de ser increíble —prosiguió Carlo—, el parecido que existe entre nosotros.

Tonio se preguntaba si era posible el amor entre dos personas cuando una de ellas lo expresaba en silencio. ¿Acaso Carlo no lo percibía en sus ojos? Mientras permanecía allí sentado, inmóvil e incapaz de pronunciar siquiera unas sencillas palabras, por primera vez fue consciente de que deseaba con toda su alma confiar en su hermano. Confiar en él, creer en él, pedirle ayuda. Sin embargo, sabía que aquello no era posible. No se llevaban bien. Quería marcharse de aquella habitación y lo inquietaba la atrevida y extraña elocuencia de su hermano.

—Mi guapo hermanito —musitó Carlo—. Ropa francesa —observó. Sus grandes ojos oscuros parpadeaban casi inocentes—. Y unos huesos tan delicados, como los de tu madre, creo, y también has heredado su voz, esa maravillosa voz de soprano.

Los ojos de Tonio rehuyeron deliberadamente la mirada de su hermano. Aquello era un tormento. Pero si no hablamos ahora, el dolor se hará más intenso.

—De niña —continuó Carlo—, cuando cantaba en la capilla, nos emocionaba hasta las lágrimas, ¿nunca te lo ha contado? Oh, qué ovaciones recibía. Los gondoleros la adoraban.

Despacio, Tonio volvió a fijar la vista en su hermano.

—Era una auténtica sirena —prosiguió Carlo—. ¿No te lo han dicho nunca?

—No —respondió Tonio, incómodo. Y sintió que su hermano observaba cómo se revolvía en la silla y de nuevo se apresuraba a desviar la mirada.

—Y lo hermosa que era, más hermosa incluso que ahora… —La voz de Carlo se había convertido en un susurro.


Signore
, ¡le agradecería que no hablara de ella en ese tono! —exclamó Tonio en un arrebato.

—¿Por qué? ¿Qué ocurrirá si hablo así de ella? —La voz de Carlo no se había alterado.

Tonio lo miró. Su sonrisa estaba cambiando y se prolongaba a la vez que se hacía más fría. Pocas cosas podía haber en el mundo tan terribles como esa sonrisa en un rostro humano, pensaba Tonio.

Pero tras ella se escondían la desdicha, la agitación, la cólera, que encontraban su máxima elocuencia en el grito desgarrado tras las puertas cerradas. En realidad no había frialdad en esa sonrisa, sólo fragilidad y desesperación.

—¡No fue mi voluntad! —exclamó Tonio de repente.

—Entonces cédemelo —replicó Carlo.

Así que de eso se trataba.

Había temido ese momento. Se hubiera puesto en pie para marcharse, pero la mano de su hermano había descendido sobre la suya y tuvo la sensación de estar clavado a la silla. Notó que empezaba a sudar bajo la ropa y de repente la habitación se volvió abismalmente fría. Miró las llamas de las velas, con la esperanza quizá de que le quemaran los ojos, consciente de que no podía hacer nada por evitar aquel instante.

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