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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (14 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Sus maestros no parecían percatarse, pero aunque lo cargaban de alumnos de sol a sol, luego le reprobaban que trabajase a solas hasta altas horas de la madrugada.

La duda no era un componente de su dolor. Había perdido mucho tiempo en el desarrollo de sus facultades; aun así nunca desfallecía. Al contrario, apenas dormía y trabajaba de forma infatigable. Oratorios, cantatas, serenatas, operas enteras brotaban de él sin cesar. Sabía que sólo con que descubriera una gran voz entre sus pupilos, ganaría tiempo, y al escribir para esa voz, recuperaría los oídos que en esos momentos le eran sordos. Ésa sería su inspiración y el ímpetu que tanto necesitaba. Después llegarían otras voces dispuestas y deseosas de cantar lo que él compusiera para ellos.

Pero en las largas tardes de verano, cuando no podía soportar más la sofocante cacofonía del aula de prácticas, cogía la espada, se ponía el único par de zapatos decente con hebilla de pasta que tenía y sin dar explicación alguna salía a la ciudad efervescente.

Pocas capitales de Europa bullían el trasiego continuo de humanidad como el inmenso y destartalado puerto de Nápoles.

Bañada en la pompa y el esplendor de la nueva corte borbónica, sus calles literalmente hervían con todo tipo de hombres que acudían a visitar su magnífica costa, las impresionantes iglesias, castillos, palacios, la turbadora belleza de la campiña cercana, las islas. Y elevándose por encima de todo, el perfil majestuoso del Vesubio contra el cielo brumoso y el vasto mar que se extendía hasta el horizonte.

Carruajes dorados traqueteaban por las calles, con criados en librea colgados de las puertas pintadas y los lacayos corriendo a su lado. Las cortesanas deambulaban por los paseos, elegantemente ataviadas con encajes y joyas.

Arriba y abajo de las suaves pendientes, las calesas de un solo caballo se zambullían entre la multitud con el cochero gritando: «Dejad, paso a mi amo», y en cada esquina se apostaban vendedores de fruta y agua de nieve.

Sin embargo, en aquel paraíso donde las flores brotaban en las rendijas y las viñas cubrían las colinas, se cebaba la pobreza. Inquietos
lazzaroni
, campesinos, holgazanes, ladrones, vagaban sin rumbo por doquier, mezclándose con abogados, dependientes, caballeros, damas y monjes con sus túnicas pardas, o invadían los escalones de las catedrales.

Llevado por la multitud, Guido lo contemplaba todo con muda fascinación. Sentía la brisa marina. En algún momento estuvo a punto de ser arrollado por las ruedas de un carruaje.

De constitución fuerte y hombros anchos bajo su chaqueta negra, con los pantalones y las medias manchados de polvo, no parecía un músico, un joven compositor y mucho menos un eunuco. Por el contrario, era sólo uno más de los muchos caballeros andrajosos, a pesar de sus manos, suaves como las de una monja, con dinero suficiente para beber en todas las tabernas de los jardines en los que entraba.

Allí, en una mesa grasienta, apoyaba la espalda contra las enredaderas que cubrían la pared, vagamente consciente del zumbido de las abejas o del perfume de las flores. Escuchaba la mandolina de un cantante callejero. Mientras contemplaba el color del cielo, que se difuminaba desde el azul del mar para disolverse en una neblina rosacea, sentía que el vino sosegaba su pena, aunque en realidad el vino permitía que esa misma pena brotara.

Los ojos se le llenaban de lágrimas y cobraban un brillo peligroso. Le dolía el alma y su desdicha se le hacía insoportable.

Pero no comprendía del todo la naturaleza de ésta.

Sabía sólo, como cualquier otro maestro de canto, que necesitaba esos apasionados y dotados estudiantes a los que poder donar el legado completo de su genio. Y oía a esos cantantes, desconocidos aún, dar vida a las arias que había escrito.

Porque eran ellos los encargados de llevar su música a los escenarios y al mundo, eran ellos quienes representaban para Guido Maffeo la única posibilidad de inmortalidad que le había sido dada.

Sin embargo, también sentía el peso de su soledad.

Era como si su propia voz hubiese sido su amante, y su amante lo había abandonado.

Al imaginar a ese joven que cantaría como él ya no podía hacerlo, ese alumno al que confiaría todo su conocimiento, veía el final de su aislamiento. Por fin tendría a alguien que lo comprendería, alguien que entendería su obra. Cualquier distinción entre las necesidades de su alma y las necesidades de su corazón se disolvería.

Las estrellas tachonaban el cielo, centelleando a través de retazos de nubes que eran como la bruma del mar. Y lejos, muy lejos, perdida en la oscuridad, la montaña emitió un repentino relámpago.

Pero a Guido le eran negadas las voces prometedoras. Era un maestro demasiado joven para atraerlas. Los grandes maestros de canto como Porpora, que había sido profesor de Caffarelli y Farinelli, acaparaban a los mejores alumnos.

Aunque sus maestros estaban encantados con las óperas que escribía, seguía inmerso en una ciénaga de rivalidad. Sus composiciones eran «demasiado peculiares», se decía, o todo lo contrario, «imitaciones sin inspiración».

La monotonía de su existencia amenazaba con asfixiarle y cada vez veía con más claridad que un alumno valioso sería su salvación.

Para atraer buenos alumnos, primero debería crear un dios a partir de la vulgaridad que le era encomendada.

El tiempo pasaba. La tarea resultaba imposible. No era un alquimista, tan sólo un genio.

A los veintiséis años, desesperado porque sus deseos no se hacían realidad, consiguió que sus superiores le concedieran una pequeña asignación y permiso para viajar por toda Italia en busca de talentos nuevos.

—Tal vez lo encuentre —dijo el maestro Cavalla, encogiéndose de hombros—. A fin de cuentas, mirad lo que ha conseguido hasta ahora.

Y aunque les entristeció que se marchara por tanto tiempo, le dieron sus bendiciones.

18

Durante toda su vida, Tonio había oído hablar de aquel espléndido interludio estival llamado
la villeggiatura
, de sus interminables cenas, mesas dispuestas con vajilla de plata y servilletas de encaje que se cambiaban a cada plato, y tranquilas excursiones por los márgenes del Brenta. Habría un constante ir y venir de músicos, quizá Tonio y Marianna cantaran de vez en cuando, siempre que no lo hicieran los profesionales, y las familias formarían sus pequeñas orquestas que posiblemente constarían de un hombre diestro en el violin, otro encargado de tocar el contrabajo y algún senador al parecer tan dotado para el clavicémbalo como cualquier músico contratado. Invitarían a las chicas de los conservatorios, y harían mucha vida al aire libre: almuerzos en la hierba, paseos a caballo, competiciones de esgrima, todo ello en un escenario de inmensos jardines iluminados por farolas.

Tonio metió todas sus viejas partituras en el equipaje, preguntándose vagamente cómo sería cantar en una habitación atestada. Y Marianna, con una risa nerviosa, le recordó los miedos que albergaba respecto a ella, «¡mi mal comportamiento!». Aunque le sorprendió verla ir de un lado a otro de la habitación en corsé y camisa delante de Alessandro, allí sentado, tomando una taza de chocolate.

La mañana en que debían partir, el
signore
Lemmo fue a llamar a la habitación de Tonio.

—Vuestro padre… —dijo vacilante—. ¿Está con vos?

—¿Conmigo? No, ¿por qué? ¿Qué te ha hecho pensar que estaría aquí? —preguntó Tonio.

—No lo encuentro —susurró el
signare
Lemmo—. Nadie sabe dónde está.

—Pero eso es ridículo —dijo Tonio.

No obstante, al cabo de unos minutos, advirtió el nerviosismo de los criados.

Todo el mundo se afanó en la búsqueda. Marianna y Alessandro, que aguardaban con los baúles junto a la puerta principal, se pusieron en pie de inmediato cuando Tonio les explicó lo que pasaba.

—¿Habéis ido al archivo de la planta baja? —preguntó Tonio.

El
signore
Lemmo fue a comprobarlo, y a la vuelta le comunicó que la planta baja estaba tan desierta como de costumbre.

—¿Y en el terrado? —sugirió Tonio. Pero no esperó a que nadie lo acompañase, tenía la intuición de que sólo allí encontraría a su padre. No sabía por qué, pero a medida que subía las escaleras aquella sensación crecía.

Sin embargo, al llegar al ático, hizo una pausa porque en el otro extremo del pasillo vio que salía luz por una puerta abierta. Tonio conocía esas habitaciones. Sabía dónde dormían todos los criados, dónde dormían Angelo y Beppo, y aquella puerta siempre había permanecido cerrada con llave. De pequeño, había divisado muebles a través de la cerradura. Muchas veces había intentado abrirla sin conseguirlo.

Justo en ese instante, lo asaltó una débil sospecha. Avanzó deprisa por el pasillo, apenas consciente de que el
signore
Lemmo lo seguía.

Andrea estaba allí. Se hallaba de pie ante las ventanas que daban al canal, vestido sólo con una bata de franela. Los huesos de su espalda sobresalían bajo la fina tela y de él llegaba un débil murmullo, como si estuviera hablando. O rezando.

Tonio esperó unos momentos y sus ojos recorrieron las paredes, los cuadros y espejos que aún colgaban de ellas. Parecía que el techo se había agrietado mucho tiempo atrás y el suelo tenía grandes manchas. Todo olía a moho y abandono y advirtió que la cama estaba aún cubierta con una colcha húmeda raída. Las cortinas seguían echadas y uno de los paneles de la ventana se había caído. En una pequeña mesa, situada junto a una silla de damasco, había un vaso con un residuo oscuro en el interior. Distinguió un libro abierto con las tapas hacia arriba, y otros en los estantes que se habían hinchado hasta reventar las tiras de cuero que los ataban.

No hubo necesidad de que nadie le dijera que aquélla era la habitación de Carlo, que la habían abandonado de manera apresurada y que ningún ser humano había vuelto a poner los pies en ella.

Vio sobresaltado las zapatillas a los pies de la cama, las velas comidas por las ratas en las palmatorias y, apoyado en un cofre, como si hubiera sido arrojado allí con descuido, un retrato.

Estaba enmarcado con el habitual óvalo dorado, el mismo que tenían los cuadros de la galería y del gran salón del piso de abajo. Era evidente que procedía de allí.

Ese era el rostro de su hermano, más elocuente que en ningún otro sitio, con aquellos grandes ojos negros que contemplaban su habitación devastada con absoluta ecuanimidad.

—Espera fuera —le pidió Tonio en voz baja al
signore
Lemmo.

Desde la ventana, abierta de par en par, se extendía una vista de tejados rojos que se deslizaban en distintas direcciones, interrumpidos de vez en cuando por pequeños jardines y torres, y las cúpulas distantes de San Marco.

Andrea emitió un sonido silbante. Un agudo dolor pulsó en las sienes.

—¿Padre? —le dijo Tonio, acercándose.

La cabeza de Andrea se volvió con desgana. Los ojos marrones no dieron señal de haberlo reconocido. En su rostro, más demacrado que nunca, se apreciaba el brillo de la fiebre. Aquellos ojos, siempre tan veloces, cuando no graves, se mostraban esquivos, como cubiertos por una película cegadora.

—Lo que ocurre… lo que ocurre es que lo detesto —susurró Andrea. Su rostro se iluminaba lentamente.

—¿El qué, padre? —preguntó Tonio aterrorizado. Algo grave estaba ocurriendo, algo espantoso.

—El carnaval, el carnaval —balbuceó Andrea con labios temblorosos. Apoyó la mano en el hombro de Tonio—. Estoy… estoy… tengo que…

—¿Por qué no bajáis, padre? —sugirió Tonio vacilante.

Entonces vio cómo se operaba en su padre una terrible transformación.

Tenía los ojos desencajados y la boca torcida.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le increpó Andrea—. ¿Cómo has entrado en esta casa sin mi permiso? —Se había erguido con dignidad, presa de una furia inmensa y aniquiladora.

—¡Padre! —susurró Tonio—. Soy yo… Soy Tonio.

—¡Ah! —Su padre había alzado la mano y la había dejado suspendida en el aire.

Siguió un momento de infinita congoja en el que de nuevo se impuso la realidad.

Avergonzado y lleno de pesadumbre, Andrea miró a su hijo. Las manos y los labios le temblaban de ansiedad.

—Ah, Tonio —suspiró—. Mi Tonio.

Durante un prolongado instante ninguno de los dos habló. Del pasillo llegaban rumores de voces que luego callaron.

—Padre, volved a la cama —le suplicó Tonio. Por primera vez reparó en los huesos de Andrea bajo el tejido que lo cubría.

Parecía frágil y desvalido. Un ser vulnerable al que sería fácil vencer.

—No, ahora no. Estoy bien —respondió Andrea. Apartó las manos de Tonio de forma un tanto brusca para dirigirse de nuevo hacia la ventana abierta.

Abajo, las góndolas se movían como un rebaño en las verdes aguas. Una barcaza avanzaba despacio hacia la laguna. Una pequeña orquesta tocaba con alegría en el embarcadero cuya barandilla estaba adornada con rosas y lirios. Unas figuras diminutas centelleaban y giraban al tiempo que se escondían bajo un toldo de seda blanco, trepando por el muro, llegó hasta ellos el eco de una débil risa.

—A veces pienso que envejecer y morir en Venecia se ha convertido en una abominación del gusto —dijo Andrea—. ¡Sí, el gusto, el gusto, como si la vida no fuera otra cosa que una cuestión de gusto! —rugió, con un sonido ronco en la garganta, casi un estertor—. ¡Tú, gran ramera!

—Papá —susurró Tonio.

—Hijo mío, no hay tiempo para que crezcas despacio. —La mano que lo tocaba semejaba una garra—. Ya te lo dije una vez. No olvides mis palabras. Tienes que convencerte de que ya eres un hombre. Tienes que obrar como si ésa fuera la única verdad, desafiando a la química divina. Sólo entonces todo ocupará el lugar que le corresponde, ¿comprendes?

Sus pálidos ojos clavados en Tonio emitieron un destello de luz que se apagó poco después.

—Me hubiera gustado legarte un imperio, mares lejanos, el mundo, pero ahora éste es el bien más preciado de que puedo hacerte entrega: cuando hayas decidido que eres un hombre, te convertirás en un hombre y todo lo demás ocupará el lugar que le corresponde. Recuérdalo.

Pasaron dos horas antes de que pudieran convencer a Tonio de que emprendiera el viaje al Brenta. Alessandro entró dos veces en los aposentos de su padre y en ambas ocasiones salió diciendo que la orden de Andrea era inapelable.

Tenían que marcharse a la villa Lisani. Andrea estaba preocupado porque ya llevaban retraso. Quería que emprendiesen el viaje de inmediato.

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