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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (13 page)

BOOK: Un grito al cielo
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La nota creció y se encumbró ajena incluso a la voluntad del propio
castrato
. Luego, una vez que la hubo concluido, sin pausa visible para respirar, atacó el aria mientras la orquesta se apuraba por seguirlo.

Aquella voz desafiaba todas las previsiones, sin ser estridente, resultaba en cierto modo violenta. En realidad, el rostro casi exquisito del
castrato
se percibía deformado por la ira antes de terminar.

Era un rostro maquillado, empolvado, en un esfuerzo de hacerlo parecer tan civilizado como fuera posible en su marco de rizos blancos y, sin embargo, esos ojos abrasaban mientras recorría el escenario, inclinándose para saludar con indiferencia a quienes lo aclamaban y aplaudían desde los palcos, mirando hacia el foso y, de vez en cuando, a las butacas más altas, sumido en remotos pensamientos. Pero la
prima donna
ya había empezado a cantar y pareció que el teatro se desmoronaba a su alrededor. O quizá se debía tan sólo a que Tonio divisaba la pequeña revolución que se desarrollaba entre bastidores: damas con cepillos y peines, un criado que se abalanzaba sobre Caffarelli para poner más polvos blancos en su peluca.

A pesar de todo, la fina vocecita de la
prima donna
siguió con valentía dejándose oír por encima de las notas del clavicémbalo. Caffarelli se puso a su lado pero de espaldas a ella, ignorándola, y el murmullo de la conversación ascendió de nuevo, una sorda oleada que atenuaba los acordes de la música.

Mientras, alrededor de Tonio, los verdaderos jueces de la representación emitían sus ásperas pero perspicaces opiniones. Aquella noche, las notas altas de Caffarelli no eran tan espléndidas, la
prima donna
dejaba mucho que desear. Una chica le ofreció a Tonio una copa de vino tinto. El joven buscó unas monedas, miró aquel rostro enmascarado y le pareció reconocer a Bettina. Pero cuando pensó en su padre y en la confianza que éste acababa de depositar en él, desvió la mirada profundamente ruborizado.

Caffarelli salió de nuevo ante los focos. Se echó la capa roja hacia atrás. Miraba a la primera fila. Entonces se alzó de nuevo la primera nota magnífica, creciendo, vibrando. Tonio veía el sudor que brillaba en su rostro, su inmenso tórax expandiéndose bajo el metal resplandeciente de la armadura griega. El clavicémbalo titubeó. Hubo confusión en las cuerdas.

Caffarelli no cantaba la parte correspondiente, aunque se trataba de una música que todos reconocieron. De repente, Tonio advirtió, al igual que el resto de espectadores, que estaba recreando el aria que la
prima donna
acababa de efectuar, y que se burlaba despiadadamente de ella. Las cuerdas intentaron seguirlo, el compositor se había quedado atónito. Haciendo caso omiso, Caffarelli cantaba las notas, recorría en ascenso y en descenso los gorjeos de la
prima donna
con una facilidad tan pasmosa que hacía que las dotes artísticas de ésta resultasen por completo insignificantes.

Mofándose de sus largas e hinchadas notas, la había puesto en ridículo con una crueldad espantosa. La chica se había echado a llorar pero no abandonaba el escenario, y los otros actores estaban avergonzados y confusos.

Se oyeron unos siseos procedentes de la galería, luego gritos y silbidos inundaron el teatro. Los partidarios de la dama empezaron a patear, blandiendo los puños enojados, pero los seguidores del
castrato
se doblaban de risa.

Después de captar la atención de todos los hombres, mujeres y niños del teatro, Caffarelli terminó aquella farsa con una burda y nasal parodia de la vocecilla tierna de la
prima donna
, y empezó su propia
aria di bravura
a un volumen aniquilador.

Tonio se hundió en la silla mientras una sonrisa crecía en su rostro.

Así que de eso se trataba, justo lo que todos habían dicho que sería: un instrumento humano tan poderoso y perfectamente afinado que eclipsaba al resto.

Cuando terminó, sonaron aplausos incluso desde los rincones más recónditos. Los bravos retumbaban en todo el recinto. Los leales seguidores de la chica intentaron contrarrestar aquella oleada, pero ésta enseguida los absorbió.

En torno a Tonio se alzaban aquellos roncos y violentos gritos de alabanza:


Evviva il coltello!


Evviva il coltello!
—coreaba también él. «Viva el cuchillo» que castró a ese hombre y le arrebató la virilidad, a fin de preservar para siempre al magnífico soprano.

Después se sentía aturdido; apenas importaba que Marianna estuviera demasiado cansada para ir al
palazzo
Lisani. Era mejor saborear los placeres de uno en uno. Siempre recordaría aquella velada, sus sueños se poblarían de Caffarelli.

La noche hubiese resultado perfecta, de no ser porque, mientras se abrían paso hacia la puerta, oyó a sus espaldas las palabras «es igual que Carlo», pronunciadas clara y tajantemente junto a su oído. Se volvió, vio demasiados rostros y entonces advirtió que había sido Catrina hablando con el viejo senador, la misma que en aquellos instantes decía:

—Sí, sí, querido sobrino, estábamos comentando lo mucho que te pareces a tu hermano.

16

En los restantes días de carnaval, Tonio acudió cada noche a ver a Caffarelli para alejar cualquier otra tentación.

Los teatros de Venecia representaban una misma ópera durante toda la temporada, pero ninguna lo atraía lo suficiente como para desear presenciar siquiera una parte de las otras representaciones.

Y el grueso de la sociedad volvía noche tras noche, para admirar el mismo hechizo que tenía a Tonio cautivo.

Caffarelli nunca interpretaba un aria dos veces del mismo modo, y el aburrimiento de que hacía gala entre esos genuinos momentos de gloria parecía auténtica, algo más grave que una mera pose para irritar a los demás.

Su eterna inquietud era de naturaleza sombría, en su continua inventiva subyacía la desesperación.

Una y otra vez, y sólo por obra y gracia de su genio personal, recreaba el milagro.

Se ponía ante los focos, extendía los brazos, se adueñaba del teatro y, variando la partitura del compositor a su voluntad, confundía a los músicos que se afanaban por seguirlo, él solo hacía nacer, sin la ayuda de nadie, una música que constituía el alma y el corazón de la ópera.

Por más que lo maldijeran, todos sabían que sin él la ópera no tendría razón de ser. A menudo, cuando caía el telón final, el compositor estaba frenético. Tonio se quedaba entre las sombras para oírle lamentarse:

—No cantas lo que yo he escrito, no prestas atención a lo que yo he escrito.

—¡Pues escribe lo que yo canto! —replicaba el napolitano.

En una ocasión Caffarelli llegó a desenvainar la espada y a perseguir al compositor hacia las puertas.

—¡Detenedle! ¡Detenedle o le mato! —gritaba el compositor mientras retrocedía, a todas luces aterrorizado, hacia el pasadizo.

Las desdeñosas carcajadas de Caffarelli semejaban aullidos.

Era la personificación de la ira mientras hincaba su espadín en los botones del compositor. Sólo el rostro imberbe revelaba su condición de eunuco.

Pero todos eran conscientes, incluso el joven compositor de que Caffarelli había convertido la ópera en lo que era.

Caffarelli perseguía mujeres por toda Venecia. Entraba y salía del
palazzo
Lisani a todas horas para hablar con los patricios que se apresuraban a servirle vino u ofrecerle una silla. Tonio, siempre cerca de él, lo adoraba. Sonrió al ver el rubor en las mejillas de su madre al tiempo que seguía a Caffarelli con la mirada.

Marianna estaba viviendo unos momentos irrepetibles y a Tonio le encantaba contemplarla.

Ya no se quedaba apartada en un rincón y con mirada penetrante y recelosa, se atrevía incluso a bailar con Alessandro.

Tonio, ocupando su sitio en la majestuosa hilera de hombres y mujeres de espléndidos atuendos que llenaban el gran salón de la casa Lisani, ejecutó los precisos pasos del minué, emocionado ante la visión de escotes fruncidos, brazos exquisitos y mejillas suaves como la piel de un gato. Por el aire navegaban vasos de champán en bandejas de plata.

Vino francés, perfume francés, moda francesa.

Naturalmente, todo el mundo adoraba a Alessandro. Derrochaba sencillez a pesar de su lujoso atuendo, pero su aspecto era tan magnífico y lleno de gracia que Tonio sintió un inmenso amor por él.

Aquella noche, ya tarde, se quedaron conversando a solas.

—Temo que dentro de poco esta casa te parezca horrible —le confió Tonio.

—¡Excelencia! —rió Alessandro—. No me he criado en un magnifico
palazzo
. —Sus ojos recorrieron los elevados techos de su nueva habitación, los gruesos doseles verdes de la cama, el escritorio de madera labrada y el nuevo clavicémbalo—. Si me quedara cien años, tal vez empezaría a encontrarlo horrible.

—Quiero que te quedes para siempre, Alessandro —dijo Tonio.

En un momento de silencio, tuvo una prodigiosa sensación, imposible de describir, de cómo aquel hombre, bajo todo el oro repujado de San Marco, había transcurrido su vida afanándose por alcanzar la perfección. No era de extrañar que poseyera aquella discreta seriedad, aquella sosegada seguridad en sí mismo, reflejo de la riqueza, la educación y la belleza que siempre lo habían rodeado.

¿Cómo no iba a moverse por el salón de Catrina con una elegancia tan espontánea?

Pero ¿qué piensan de él en realidad?, se preguntó Tonio. ¿Qué piensan de Caffarelli? ¿Por qué le resultaba tan tentador imaginarse a Caffarelli en la cama con cualquiera de las mujeres de su entorno? Sólo tenía que hacer una señal para que éstas lo siguieran.

Las reflexiones de Tonio enseguida se concretaron en él mismo, qué haría él con cualquiera de ellas, porque eran bastantes las que le dirigían seductoras miradas por encima de los abanicos de encaje. En el foso del teatro había olido el dulce aroma de mil Bettinas.

A su debido tiempo, Tonio, a su debido tiempo, se dijo a sí mismo. Prefería morir antes que defraudar a su padre. Ante él todo brillaba y resplandecía a la mágica luz de la responsabilidad y el conocimiento recién adquiridos. Y por la noche, se arrodillaba ante la
madonna
de su habitación y rezaba: «Que esto no termine, por favor. Que dure siempre».

Sin embargo, el verano estaba a las puertas. El calor resultaba ya sofocante. El carnaval pronto se derrumbaría como un castillo de naipes, y entonces empezaría la
villeggiatura
, y todas las grandes familias se retirarían a sus villas junto al río Brenta. Nadie quería estar cerca del hedor de los canales y de los interminables enjambres de moscardones.

¡Y nos quedaremos aquí solos de nuevo, oh, noooo, por favor!

Sin embargo, cuando ya podía contar con los dedos los días que quedaban, Alessandro se presentó una mañana en su habitación con los sirvientes que le llevaban el café y el chocolate y se sentó junto a su cama.

—Tu padre está muy satisfecho contigo —le dijo—. Todos le han asegurado que tu comportamiento ha sido el de un perfecto caballero.

Tonio sonrió. Quería ver a su padre. Pero ya en un par de ocasiones el
signore
Lemmo le había comunicado que aquello era prácticamente imposible. Los aposentos de su padre recibían la visita de un sinnúmero de personas. Tonio sabía que algunos de aquellos hombres eran abogados, otros, viejos amigos. No le gustaba lo que estaba pasando.

¿Qué le había hecho creer que aquella larga noche de confidencias iniciaría una nueva etapa de frecuentes conversaciones? Su padre seguía tan entregado a la política como siempre. Y si aquel tobillo no llegaba a sanar y no podía salir a su antojo, la política tenía que acudir a él. Eso era lo que, según todos los indicios, estaba ocurriendo.

Alessandro, sin embargo, le reservaba una sorpresa.

—¿Has estado alguna vez en la villa Lisani, cerca de Padua? —le preguntó.

Tonio contuvo el aliento.

—Bien, recoge tus cosas. Y si no tienes ropa de montar, dile a Giuseppe que traiga al sastre. Tu padre quiere que pases allí todo el verano y tu prima estará encantada de acogerte en su casa. Pero, Tonio —prosiguió, pues había abandonado hacía tiempo el tratamiento formal a instancias del propio muchacho—, piensa en algunas preguntas que formular a tus preceptores. No se sienten necesarios, temen que los despidan. Por supuesto, no va a ser así. Nos acompañarán. Ahora bien, tienes que hacerles sentir imprescindibles, ¿entiendes?

—¡Vamos a la villa Lisani! —Tonio dio un salto y le echó los brazos al cuello.

Alessandro tuvo que retroceder, aunque sus grandes manos lánguidas se movieron suavemente sobre el cabello de Tonio, apartándoselo de la frente.

—No se lo digas a nadie —susurró—, pero estoy tan entusiasmado como tú.

17

Después de que se le curaran los cortes de las muñecas, Guido decidió quedarse en el conservatorio donde había crecido, dedicándose a enseñar con un rigor que pocos de sus discípulos podían soportar. Tenía talento, pero no compasión.

A los veinte años, había formado a varios alumnos excelentes que fueron a cantar a la Capilla Sixtina.

Eran
castrati
cuyas voces, sin el celo y el instinto de Guido, tal vez no hubieran llegado a nada. Por más agradecidos que se sintieran por la preparación que los había encumbrado, estaban aterrorizados por el nuevo maestro y se alegraban de abandonarlo.

En realidad, todos los estudiantes de Guido lo habían odiado en alguna ocasión.

En cambio, los maestros del conservatorio lo adoraban.

Si humanamente era posible crear una voz en alguien a quien Dios no se la hubiera dado, Guido era el único capaz de conseguirlo. Una y otra vez presenciaban asombrados cómo infundía maestría musical en alumnos que carecían de originalidad y talento.

A él enviaban los más torpes y aquellos pobres niños a quienes se había castrado mucho antes de que sus voces demostrasen alguna facultad.

Guido los convertía en sopranos aceptables, competentes y bien entrenados.

Sin embargo Guido odiaba a esos alumnos. No experimentaba ninguna satisfacción en sus pequeños avances. Según su entender, la música era mucho más valiosa que él mismo, por lo que desconocía el orgullo.

El dolor y la monotonía de su vida lo sumergían más profundamente en la composición, la cual había abandonado todos los años en que había soñado convertirse en cantante, mientras otros continuaron y habían visto ya interpretados sus oratorios e incluso sus óperas.

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