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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (12 page)

BOOK: Un final perfecto
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Intentó que la racionalidad dominara sus pensamientos. «Disciplina de la facultad de Medicina», pensó al recordar los turnos largos y el agotamiento absoluto que había conseguido superar.

«Sal. Coge la correspondencia. Que le den. No puedes permitir que un gracioso anónimo te trastoque la vida.»

Entonces se planteó si aquello tenía sentido. Tal vez lo que tenía sentido era dejar que le trastocara la vida.

Karen se quedó paralizada al volante. Observó las sombras que se filtraban por entre los árboles como espadazos en la oscuridad.

Se sentía atrapada entre lo ordinario —la tarea cotidiana de recoger las facturas, catálogos y folletos diarios— y lo irracional. «Tal vez haya una segunda carta.»

Karen puso el coche en punto muerto y esperó.

Se repitió con insistencia que se estaba comportando como una tonta. Si alguien la hubiera visto vacilando antes de hacer algo tan rutinario como recoger el correo se habría avergonzado.

Aquello no la tranquilizó.

Tenía muchas ganas de hablar con alguien en ese preciso instante. De repente detestó estar sola, cuando durante muchos años era precisamente lo que había deseado.

Con una última mirada calle arriba y abajo, salió del coche murmurando para sí que estaba paranoica y que era una imbécil y que no tenía nada que temer. De todos modos, abrió el buzón con cuidado como si temiera encontrar una serpiente venenosa enrollada en el interior.

Lo primero que vio fue el sobre blanco encima de un catálogo a todo color de J. Crew.

Apartó la mano bruscamente, como si de verdad hubiera una serpiente. Enseñando los dientes y presta a atacar.

—Jordan, estoy muy preocupado —dijo el director con un tono serio y ansioso de lo más apropiado—. Todos tus profesores están sorprendidos por el descenso repentino de la calidad de tu trabajo. Somos conscientes de la presión que crea la situación de tu hogar. Pero tienes que reconocer lo importante que es este año para tu futuro. Te espera la universidad y tememos que arruinarás tus posibilidades de acceder a las mejores universidades a no ser que recuperes tu rendimiento académico rápidamente.

A Jordan le pareció que era imposible que el director sonara más pedante. De todos modos, la dosis diaria de pomposidad era el estado natural de todos los directores de instituto, así que no debía criticarlo por comportarse como era de esperar.

«Si te muerde un perro rabioso, ¿el perro se muestra irracional? Si una ardilla se va corriendo cuando alguien se le acerca demasiado, ¿es imprudente? Si un asesino quiere matarte, ¿es realmente una sorpresa?»

Jordan imaginó que se estaba convirtiendo en filósofa. Escuchaba al director a medias mientras seguía mezclando el aliento con la crítica, pensando que la mezcla justa de palabras de ánimo con comprensión, salpicadas de amenazas alarmantes conseguiría enmendarla y colocarla de nuevo en el buen camino.

«En el buen camino» era el tipo de frase que había oído mucho y que realmente no significaba nada para ella.

Echó un vistazo al despacho. Había libros en una estantería de roble y un gran escritorio marrón a juego. Algunos diplomas enmarcados en la pared al lado de dibujos infantiles también enmarcados que daban color a la estancia. También había una foto del director sonriente con su familia feliz haciendo rafting y otra en la que estaban con los brazos entrelazados posando delante del Gran Cañón y por último un montaje de todos ellos en la cima de alguna montaña conquistada. Una familia activa, enérgica y unida. Totalmente diferente de la suya. La suya se estaba resquebrajando.

El director dijo algo que la distrajo.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte, Jordan? —preguntó.

Jordan se dio cuenta de que estaba ligeramente encorvada en el asiento, con los brazos alrededor del estómago como si le doliera. Poco a poco se fue recolocando para no parecer lisiada.

—Me esforzaré más —dijo.

El director vaciló.

—No sé si se trata de esforzarse, Jordan. Se trata de que te centres.

—Me centraré más —dijo.

El director negó con la cabeza pero solo un poco.

—Tienes que intentar dejar de lado esas distracciones y concentrarte en lo que realmente importa.

—Lo intentaré —respondió. Se contuvo para no espetarle: «¿No entiende que seguir viva es lo que me importa, joder?»

—Todos queremos ayudarte, Jordan, porque superar estos momentos difíciles es crucial para tu futuro.

«A lo mejor ni siquiera tengo futuro.»

Respiró hondo y se serenó.

Le pareció que el director no era mala persona. Sus intenciones eran buenas. Sintió un atisbo de envidia. No creía que sus padres tuvieran fotos en la pared de algo que ella hubiera hecho, o algo que hubieran hecho juntos en épocas más felices, aunque no recordaba ninguna época feliz o ni siquiera que hicieran cosas juntos.

Pensó en su respuesta durante unos instantes. Comprendía que si en algún momento tenía que sacar el tema del Lobo Feroz, era aquel.

«¿Se cree que el asqueroso divorcio de mis padres es lo que me está jodiendo? Pues no. Que les den. Lo que pasa es que hay un tío loco por ahí que me toma por Caperucita Roja y se me quiere comer. Bueno, comerme no. Va a matarme. Es lo mismo.»

Pero no lo dijo. Sonaba demasiado descabellado.

Una parte de ella gritaba dentro de su cabeza: «¿Todos queréis ayudarme? Pues conseguid una pistola. Contratad a un guardaespaldas. Llamad a los putos marines. ¡A lo mejor podrán protegerme!»

Ninguno de aquellos pensamientos airados escapó de sus labios.

En cambio, se apresuró a decir:

—Haré lo que pueda.

Hablaba en voz baja, casi como si estuviera en un confesionario, pensó, salvo que nunca había estado en un confesionario ni tenía pensado ir en un futuro próximo.

Lo cierto es que no era lo que tocaba decir. Y notó la decepción en los ojos del director. Aquello le gustó. Al menos no era un falso.

Se dispuso a abrir la boca de nuevo, para soltar una gran retahíla de dolor sobre sus padres, sus fracasos, su aislamiento y por último su temor de que la acechaban y que estaba condenada a morir y que no podía hacer nada al respecto. Estuvo a punto de soltarlo todo, pero se calló.

Le faltó poco para soltar un grito ahogado.

«Si le cuento lo del lobo, a lo mejor el lobo va primero a por él.»

Miró a su alrededor. Fotos de familia feliz. No podía ponerles en peligro. Vio que el director se inclinaba hacia delante. La mayoría de la gente habría interpretado el movimiento como muestra de preocupación. A ella le pareció de depredador.

«A lo mejor es el lobo», pensó de repente.

Notó que se le encogía el estómago. Se quedó atenazada, con los labios sellados y se guardó los secretos para sí.

El director vaciló y un silencio incómodo llenó la estancia como si fuera un humo acre. Tras lo que pareció mucho tiempo, dijo:

—Bueno, Jordan. Ya sabes que puedes venir a hablar conmigo cuando quieras. Y ya sabes que creo que deberías volver a ver a la terapeuta de la escuela. Puedo concertar la cita si quieres y si crees que puede resultarte de ayuda…

«Una terapeuta con una pistola como una casa de grande —se dijo—. Eso podría ayudar. O quizás una terapeuta capaz de hacer también de cazador fornido que salva a Caperucita Roja con el hacha resistente. Lo que pasa es que ese no es el final que el Lobo Feroz quiere para su versión, ¿verdad?»

No respondió a su propia pregunta.

En cambio, Jordan se obligó a levantarse de la silla y asintió, pero el asentimiento enseguida se convirtió en una negación con la cabeza. Entonces se marchó y pasó rápidamente por el lado de la secretaria del director, que le dedicó una mezcla de sonrisa y desaprobación. Bajó las escaleras anchas y traspasó las puertas que conducían al terreno de la escuela.

El aire era cortante y fresco y le pareció ser capaz de morder trozos de frío y masticarlos. Quería dirigirse al gimnasio, empezar a entrenar y correr más que las demás chicas del equipo. Quería sudar. Quería chocar contra sus cuerpos. Si alguien le daba un codazo en el labio y empezaba a sangrar, ella encantada. Si se lo hacía a una compañera del equipo, pues también encantada. Dio un par de zancadas hacia su residencia con la idea de tirar la bolsa de libros a la cama y salir hacia las canchas cuando de repente le asaltó un pensamiento desalentador: «Para cuando llegue ya habrán repartido la correspondencia.»

No sabía que había otra carta del lobo. Pero el pánico electrizante que recorrió su cuerpo de forma incontrolada insistía en que era el caso. Odiaba la sensación de saber algo que posiblemente no fuera cierto pero que sin embargo lo era. Hizo que se parara en seco y que el aire fresco la rodeara. «Habrá otra carta —pensó—. No sé por qué lo sé, pero lo sé.»

Por supuesto, estaba parcialmente en lo cierto.

Había tres sobres, igual que antes, esperando a Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres.

Pero esta vez no había carta.

Cada sobre contenía una única línea específica para cada pelirroja.

Karen Jayson recibió:

http://: Youtube. com/watch?v=wsxty1xl.Pelirroja 1.

Sarah Locksley recibió:

bttp://Youtube. com/watch?v=wftgh1xl:Pelirroja2.

Y a Jordan Ellis le esperaba:

http://Youtube.com/watch?v=bgtsv1xl:Pelirroja3.

Todas estaban firmadas con las iniciales LE.

10

El mayor dilema del asesino —escribió ansioso el Lobo Feroz— es precisamente calcular el tipo adecuado de proximidad. Hay que estar cerca, pero no demasiado. El peligro radica en el viejo cliché: al igual que una mariposa nocturna hacia una llama, uno se siente atraído hacia la supuesta víctima. No te quemes. Pero la interacción es un elemento integral de la danza de la muerte. El deseo de escuchar, tocar, oler es abrumador. Los gritos de dolor son como la música. La sensación de cercanía a medida que se proporciona la muerte resulta embriagadora. Pensad en todos los elementos de una comida de
gourmet
, cada especia, cada mezcla de sabores y cada alimento se unen para formar una experiencia. Elaborar una cena de cinco estrellas no difiere de esculpir un buen homicidio.

En el cuento, el lobo no se limita a acechar a Caperucita Roja por el bosque. Esa interpretación es demasiado simplona. El está en su medio. Sus recursos duplican o quizá triplican a los de ella. Tiene una capacidad visual mayor. Un sentido del olfato infinitamente mejor. Corre más que ella. Se adelanta a sus pensamientos. Está en su entorno, familiarizado con cada árbol y cada piedra cubierta de musgo. Ella no es más que una intrusa asustada, sola y muy alejada de su medio. Es joven e ingenua. Él es mayor, más sabio y mucho más avezado. En realidad, el lobo podría matarla en cualquier momento, mientras tropieza impotente por entre las zarzas, espinas y sombras oscuras. Pero eso sería demasiado fácil. Convertiría la matanza en algo demasiado rutinario. Mundano. Él tiene que acercarse más. Tiene que comunicarse directamente antes de la muerte. Son esos momentos los que hacen que la experiencia de matar cobre vida. Orejas, ojos, nariz, dientes. Quiere oír el temblor de la incertidumbre en la voz de ella y notar el latido rápido de su corazón. Quiere ver cómo el pánico se le agolpa en la frente mientras va dándose cuenta de lo que está a punto de ocurrir. Quiere oler su miedo. Y, en última instancia, lo que quiere es sujetar toda la intimidad del asesinato en la garra… antes de probar lo que ha soñado y enseñar los dientes.

Había estado tecleando a toda velocidad, pero mientras escribía la palabra «dientes» se recostó de repente en la silla de oficina y se agachó ligeramente. Se frotó las palmas abiertas contra los viejos pantalones de pana, notó los surcos cada vez menos marcados del tejido suave y creó calor de la misma manera que frotando dos palos se crea una llama. Deseó poder estar al lado de cada Pelirroja, justo en aquel momento para presenciar el impacto de la segunda carta. Era un deseo tan intenso que de repente le hizo ponerse en pie y dar unos cuantos puñetazos cortos y rápidos al aire vacío, como un boxeador que de repente ha lesionado a su contrincante y lo cerca mientras nota la debilidad y ve la oportunidad en ese mismo instante, ajeno al ruido que va en aumento procedente del gentío y el ring inminente de la campana.

Ninguna de las tres Pelirrojas accedió inmediatamente a las direcciones de YouTube recibidas con la correspondencia diaria. Contemplaron primero el sobre antes de que la indecisión fuera aumentando como un alarido en su interior, luego rasgaron el papel encolado y contemplaron el jeroglífico de letras y números centrado en cada página. Un minuto se convirtió en dos. Dos se convirtieron en diez.

Cada una de las Pelirrojas sintió que perdía el control de forma temeraria.

Karen Jayson dejó caer el trozo de papel en su regazo. Había vuelto a subir al coche, cerrado las puertas con el seguro y se había quedado petrificada hasta que se armó del valor suficiente para abrirla y leer la única línea que contenía. Acto seguido, sujetó el volante con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos mientras el miedo se acrecentaba en su interior. Fue un poco como desmayarse o entrar en estado de fuga. Miraba fijamente por el parabrisas el camino de entrada a su casa, pero ya no veía los árboles, ni el sendero de gravilla serpenteante ni la silueta de su casa un poco más allá. Se había desplomado en algún lugar distinto, al borde de un ataque de pánico. Cuando por fin fue capaz de regresar al mundo que tenía delante con mucho dolor, se dio cuenta de que en poco tiempo aquello que el lobo quisiera que ella viera la sacaría todavía más de sus casillas.

Ya no era capaz de organizar sus pensamientos ni sus sentimientos. Teniendo en cuenta que era una mujer que se enorgullecía de sus conocimientos y de la aplicación constante de hechos a cada situación, aquello era lo que más la aterraba. Pensó que iba a romper el volante que sujetaba con las manos y entonces puso la marcha y aplastó el acelerador con el pie derecho al máximo; los guijarros y la tierra salieron disparados por detrás del coche, que giraba bruscamente y a lo loco mientras intentaba en vano huir de sus emociones.

Sarah Locksley se escondió en el cuarto de baño.

Puso el cerrojo y se acercó rápidamente al lavamanos, donde hizo correr agua fría y se la aplicó en la cara para que las gotas se mezclaran a discreción con las lágrimas.

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