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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (8 page)

BOOK: Un final perfecto
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Sí, le gustaba. De repente oyó una voz tranquila y alegre procedente de justo detrás.

—¿Estás totalmente seguro de que no deberíamos quedarnos a ver el partido de los chicos?

Vaciló al volverse hacia la señora de Lobo Feroz. Ella también se había encasquetado una gorra de béisbol bien gastada con el nombre de la escuela.

—No, cariño —repuso, sonriendo. Cogió la mano de su esposa como un adolescente que se enamora por primera vez—. Creo que he tenido más que suficiente por hoy.

«Sal por la puerta. Gira la manecilla y sal por la puerta. Sabes que puedes hacerlo.»

Sarah Locksley se retorcía por la tensión en el pequeño vestíbulo de su casa. Vestía unas botas de cuero marrón, vaqueros ceñidos y un sobretodo marrón claro de invierno largo. Se había duchado y peinado e incluso aplicado un poco de maquillaje en las mejillas y en los ojos. Llevaba el gran bolso colorido colgado del hombro y notaba cómo el peso del .357 Magnum cargado tiraba de ella. Sabía que presentaba un aspecto totalmente presentable y sereno y cualquier desconocido que pasara por allí y la observara pensaría que no era más que una mujer de poco más de treinta años camino del súper o de cualquier otro recado y que dejaba en casa a su marido e hijos. A lo mejor una visita al centro comercial o una cita con las amigas para una salida de chicas en la que compartir unos cuantos tentempiés y una ensalada baja en calorías seguida de alguna comedia romántica necia en el multiplex. El hecho de que Sarah estuviera atenazada por la desesperación quedaba totalmente disimulado. Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta de su casa, salir a la lánguida luz de la tarde, dirigirse a su coche, arrancar el motor, poner la marcha y salir, al igual que cualquier persona normal con algo que hacer una tarde del fin de semana.

Sabía que no era una persona normal. Se estremeció como si tuviera frío. «No soy normal para nada. Ya no.»

Unos pensamientos extraños, dispares, se agolparon en su mente: «Está justo fuera. Me matará antes de que tenga tiempo de sacar el revólver de Ted. Pero al menos presento buen aspecto. Si me muero dentro de un minuto, al menos los de la ambulancia y el forense que inspeccione mi cadáver pensarán que soy limpia y ordenada y no como soy en realidad. ¿Por qué supone una diferencia?»

No estaba segura pero la había.

«No está ahí fuera. Todavía no. El Lobo Feroz no actuó con rapidez. Acechó a Caperucita.»

Una parte de ella quería atrincherarse en casa, levantar barricadas y protegerse, a la espera de que el Lobo Feroz apareciera e intentara derribar su casa de un soplido. «Salvo que —se recordó Sarah negando con la cabeza— ese es el puto cuento equivocado. Yo no soy uno de los tres cerditos. Mi casa quizás esté hecha de paja, pero es que no es este cuento.»

Volvió a vacilar y colocó la mano en la manecilla. No era como si tuviera miedo, una buena parte de ella contemplaba la muerte con buenos ojos. Era más la incertidumbre de la situación. Se sentía atrapada en un torbellino, como un maremoto que la zarandeaba de un lado a otro y amenazaba con sumergirla bajo unas olas oscuras. Sintió que respiraba de forma entrecortada y rápida, pero no notaba que le faltara el aliento. Era como si los sonidos procedieran de otro lugar.

Cerró los ojos.

«Bueno. Si es esto, al menos será rápido.»

«Igual que Teddy y Brittany. No vieron el camión. En un momento dado estaban vivos, riendo y pasándolo bien y de repente murieron. Quizá me pase a mí lo mismo. Pues bien, Lobo Feroz. ¡Dispárame ahora mismo!»

Abrió la puerta con virulencia y se quedó enmarcada en el espacio.

«¡Dispara de una puta vez!»

Cerró los ojos. Esperó.

Nada.

Notaba cómo iba cayendo el frescor de la noche. La refrescó y se dio cuenta de que estaba sudando, acalorada, como si hubiera estado haciendo ejercicio.

Parpadeó.

Su calle estaba como siempre. Tranquila. Vacía.

Respiró hondo y salió. «A lo mejor hay una bomba lapa en mi coche y cuando lo ponga en marcha explotará como en las películas de gánsteres de Hollywood.»

Se situó al volante y sin vacilar, giró la llave. El motor se puso en marcha y ronroneó como un gato al que se acaricia.

«Bueno, a lo mejor el Lobo Feroz me embiste con un camión y así moriré como Ted y Brittany.»

Dirigió el coche a la calle y se paró. Volvió a cerrar los ojos. «De lado. A 55 o 60 kilómetros por hora. Igual que el camión cisterna. Venga. Estoy esperando. Estoy preparada.»

Sarah cerró los ojos con más fuerza.

«Será en cualquier momento», pensó.

Tenía la impresión de que la bocina del coche pitaba a todo volumen desde varios metros de distancia del oído izquierdo. El sonido cortó el aire como una explosión.

Soltó un grito ahogado y alzó un brazo sin querer, como si quisiera protegerse del impacto. Abrió los ojos rápidamente y profirió una especie de grito y sollozo a partes iguales.

La bocina volvió a sonar.

Pero esta vez pareció infantil, como el sonido de un juguete.

Se giró a medias en el asiento y vio que estaba obstruyendo el paso a una pareja que viajaba en un pequeño utilitario japonés que quería ir calle abajo. El hombre que iba al volante aparentaba poco más de sesenta años y su esposa, que conservaba el pelo oscuro y parecía un poco más joven, le hacía señas con la mano, pero no de un modo impaciente o desagradable. Más bien parecían preocupados y confundidos. Sarah se quedó mirando a la pareja y entonces fue encajando al azar las piezas en su cabeza. «Estoy bloqueando la carretera. Quieren pasar.»

La mujer del asiento del copiloto bajó la ventanilla. Desde unos tres metros de distancia le preguntó:

—¿Algún problema?

«Sí. No. Sí. No.» Sarah no respondió y se limitó a hacer un gesto con la mano con la intención de disculparse sin dar explicaciones. Puso la primera con cierta dificultad. Entonces pisó el acelerador con fuerza y, sin mirar atrás, condujo rápidamente calle abajo. No sabía exactamente adónde iba pero, fuera adonde fuese, iba a toda velocidad, respirando con fuerza, casi hiperventilando como un nadador que se prepara para sumergirse en aguas desconocidas, a la espera de oír el pistoletazo de salida.

—Qué raro —dijo la señora de Lobo Feroz.

—A lo mejor la chica ha recibido una llamada, o se ha acordado de que se había dejado algo. Pero no hay que pararse en medio de la calle —repuso el Lobo Feroz—. Es muy peligroso.

—Menos mal que estabas atento —dijo su esposa—. Está claro que hay gente rara en el mundo.

—Y que lo digas —respondió mientras seguía conduciendo—. No quiero llegar tarde. —Sonrió—. ¿Escuchamos la radio? —preguntó amablemente, girando el dial hasta que encontró la emisora de música clásica. Odiaba la música clásica aunque siempre le había dicho a su mujer que le encantaba.

Karen Jayson estaba sentada a su escritorio con una libreta electrónica médica en la superficie de madera que tenía delante, con la cabeza entre las manos. El día tocaba a su fin, había sido largo pero no en exceso, y no tenía motivos para sentirse tan agotada como se sentía.

Era una mujer acostumbrada a estar, si no totalmente convencida de las cosas, al menos segura, y la carta del Lobo Feroz había erosionado su seguridad. Tras hablar con el agente Clark, había dejado la carta de lado y se había dicho a sí misma que la olvidara. Luego la había vuelto a coger y se había dicho que tenía que hacer algo. Pero no sabía muy bien qué hacer exactamente. Tenía la sensación de que debía hacer algo de forma activa pero tenía muy poca idea de qué podía ser ese algo. Había hecho todo lo que le había dicho el agente Clark. Había llamado a una empresa de seguridad que al día siguiente iba a instalarle un sistema de alarma en casa. Había repasado los historiales de los pacientes, buscando algún error que pudiera haber provocado una amenaza. Se había devanado los sesos para encontrar algún agravio, real o imaginado, que hubiera conllevado el «has sido elegida para morir». Incluso había entrado en el sitio web del refugio de animales de la localidad para ver si tenían algún perro grande y fiero para adoptar. Había buscado el número de varios detectives privados y había comprobado las valoraciones de distintos programas de consumidores para ver quién recibía las mejores críticas y se había anotado el número de teléfono de dos hombres distintos. Había empezado a marcar uno de los números pero había acabado colgando el teléfono.

Karen despreciaba el pánico por encima de todo.

O incluso la apariencia de pánico.

En la facultad de Medicina, durante las rotaciones como residente, se había planteado seriamente ser médico de urgencias porque incluso ante los chorros de sangre, los gritos de agonía y la necesidad de actuar con rapidez para salvar una vida, siempre se había considerado una persona extremadamente tranquila. Cuantas más cosas se desintegraban a su alrededor, más le bajaba el pulso. Pensó que la respuesta a la carta amenazadora debería ser exactamente igual a cuando le llegaba la víctima de un accidente, destrozada y en peligro de muerte inminente.

Le gustaba considerarse una persona totalmente racional, incluso cuando asomaba a la superficie su lado humorista. Pero desde que había abierto la carta, se había visto incapaz siquiera de pensar en un número humorístico. Ni un solo chiste, ni un sarcasmo, ni un juego de palabras, ni un comentario agudo sobre política… nada de lo que formaba parte habitual de sus números había asomado a sus pensamientos.

Había tenido unos sueños tortuosos, que la dejaban cansada y enfadada.

Se recostó en el asiento y se balanceó.

Karen quería actuar pero más allá de las sencillas medidas que había tomado, era incapaz de ver qué dirección tomar. Le parecía una sensación terrible. No hay nada peor que querer captar un momento y no saber cómo.

Meneaba la cabeza adelante y atrás, como si estuviera en desacuerdo con algo que se había dicho, cuando se abrió la puerta de su consulta.

—Disculpe, doctora, no quiero molestarla…

—No, no, no pasa nada. Estaba absorta en mis pensamientos.

Karen miró a la enfermera. En su consulta solo trabajaban tres personas: una enfermera joven, que hacía dos años que había acabado la carrera y que llevaba tatuado un sol naciente en la nuca y que recientemente le había preguntado a Karen con vacilación cómo podía quitárselo; y su recepcionista de siempre, una mujer mayor que conocía a muchos de los pacientes y sus dolencias mejor que Karen.

—Ultima paciente del día —dijo la enfermera—. Lleva esperando un par de minutos en la sala de exploración 2 y…

Dejó que se le apagara la voz antes de soltarle una reprimenda. Karen comprendía dos cosas: la enfermera quería marcharse a casa para estar con su novio auxiliar sanitario y que no tenía por qué hacer esperar a la última paciente del día por muy desasosegada que estuviera.

Karen respiró hondo y se levantó de la silla de un salto. Adoptó la actitud de «doctora atenta».

—No es más que un chequeo rutinario —dijo la enfermera—. El cardiólogo ya la ha visitado. El informe está en su historial. Está bien. Hay que hacerle un reconocimiento físico de seguimiento. Nada grave.

Le tendió a Karen una carpeta con sujetapapeles con el historial. Karen se levantó y ni siquiera lo miró porque de repente se sintió ligeramente culpable por haber hecho esperar a una paciente sin necesidad. Se recolocó la bata blanca y se dirigió rápidamente a la sala de exploración.

La paciente estaba sentada en la camilla con expresión sonriente, vestida con una bata de hospital.

—Hola, doctora —dijo.

—Hola, señora… —Karen lanzó un vistazo rápido a la carpeta para identificar el nombre de la mujer desde fuera. Dijo el nombre apresuradamente para intentar disimular el hecho de no haberla saludado por su nombre, como hacía con todos sus pacientes, con una familiaridad que implicaba que se había pasado el día estudiando los problemas médicos que el paciente tenía. Aquello la preocupó. Normalmente no le costaba recordar el nombre de sus pacientes y se riñó en su interior por el fallo. Sabía que a veces el estrés produce bloqueos en la memoria. Odiaba esa sensación. Que una amenaza anónima se inmiscuyera en su vida diaria le parecía fatal.

No tenía ni idea de que aquel día tenía que haber saludado a la paciente diciendo:

«Hola, señora de Lobo Feroz…»

… Ni tampoco tenía la menor idea de que sentado pacientemente en la pequeña sala de espera, leyendo un ejemplar pasado de
The New Yorker
estaba el hombre que en secreto anhelaba atisbar a la doctora que había dado en llamar «Pelirroja Uno».

6

La muerte es el gran juego —escribió— en el que participa todo el mundo y en el que todo el mundo pierde en el silbido final. Pero el asesinato es ligeramente distinto porque es mucho más parecido a ese momento dentro del partido cuando se decide el resultado. Nos sentamos en las gradas, sin saber cuándo se producirá ese momento preciso. ¿Será este gol, o ese tiro libre, o el hit con el hombre en la segunda o cuando el defensa no hace un buen placaje? Tal vez sea el momento en que el árbitro silbe y señale el punto de penalti. El asesinato se parece más a un deporte de lo que la gente piensa. El asesinato sigue un reloj propio y tiene sus propias reglas. Se trata de superar obstáculos. Alguien quiere vivir. Alguien quiere matar. Ese es el terreno de juego.

Miró las palabras en la pantalla del ordenador. «Bien —pensó—. La gente que lea esto empezará e entender.»

Karen se despertó exhausta a las seis de la mañana, su hora habitual, tras una noche de sueños inquietos unos instantes antes de que sonara el despertador. Siempre había tenido el «reloj interno» que le permitía despertarse cuando tocaba y se producía poco antes de recibir la llamada despertador del hotel o de que sonara el despertador. Tenía la costumbre de darse la vuelta y pulsar el botón de parada del despertador, incorporarse de debajo de un edredón hecho a mano que había comprado en una feria de artesanía local hacía muchos años y dirigirse a una alfombrilla rosa para hacer deporte situada en la esquina del dormitorio donde se regalaba quince minutos exactos de estiramientos y ejercicios de yoga, antes de encaminarse a la ducha. En la cocina, la cafetera automática ya estaba filtrando. La ropa para la jornada la elegía la noche anterior después de consultar el parte meteorológico. La rutina, insistía, la liberaba, aunque había mañanas en las que le costaba convencerse de que aquella idea fuera cierta.

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