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Authors: Agatha Christie

Un crimen dormido (2 page)

BOOK: Un crimen dormido
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¡Qué bañera tan enorme!

Podía ser decorada con frutas, veleros, gansos. Cualquiera era capaz de imaginarse allí que estaba en el mar... «Ya sé lo que voy a hacer: convertir la oscura habitación posterior en un par de cuartos de baño con azulejos verdes y tubería cromada... Las conducciones podrán ir por encima de la cocina. Y éste lo reservaremos tal como está...»

—Una pleuresía —gimió la señora Hengrave—, que al tercer día de enfermedad se convirtió en pulmonía doble...

—Terrible —comentó Gwenda—. ¿No hay otro dormitorio al final de este pasillo?

Lo había, y era precisamente la clase de estancia que ella imaginara, casi redonda, con una ventana en saledizo, en forma de arco. Habría que introducir modificaciones, no obstante. Se hallaba en buen estado, pero, ¿por qué había gente como la señora Hengrave, tan aficionada a los empapelados de color mostaza?

Volvieron sobre sus pasos, a lo largo del pasillo. Gwenda murmuró, reflexiva:

—Seis... no... siete dormitorios, contando el pequeño y el ático...

Las tablas del pavimento crujían levemente bajo sus pies. Tenía ya la impresión de ser ella quien vivía ahora allí, y no la señora Hengrave. La señora Hengrave era una intrusa, una mujer que gustaba de cubrir las paredes de las habitaciones con papel de color mostaza, que había hecho poner un zócalo pintado en su salón. Gwenda echó un vistazo a la hoja mecanografiada que llevaba en la mano, en la que se reseñaban las características de la propiedad y su precio.

En el curso de unos días, Gwenda se había familiarizado con los valores de los inmuebles. La suma pedida no era muy elevada. Desde luego, la casa tendría que sufrir enormes reformas, pero aún así... Anotó mentalmente las palabras «Se estudiarían otras ofertas.» A todo esto, la señora Hengrave debía de tener mucho interés en volver a Kent para vivir cerca de los suyos...

Habían empezado a bajar por la escalera cuando, de repente, Gwenda se sintió estremecida por una oleada de irracional terror. Fue la suya una sensación enfermiza, que desapareció con la misma rapidez con que se presentara. No obstante, dejó en su ser como una secuela una nueva idea.

—Supongo, señora Hengrave —dijo Gwenda—, que sobre esta casa no circulará por ahí ninguna leyenda rara de encantamientos o fantasmas...

La señora Hengrave, un escalón más abajo, interrumpió su relato sobre los rápidos progresos de la enfermedad de su marido para levantar la vista, como ofendida.

—Que yo sepa, no, señora Reed. ¿Es que le han referido algo de ese tipo en relación con la vivienda?

—¿No ha visto usted o sentido nunca nada extraordinario personalmente? ¿No ha muerto nadie aquí?

Una pregunta desafortunada, pensó Gwenda, una fracción de segundo más tarde, ya que, evidentemente, el comandante Hengrave...

—Mi esposo murió en el Hospital de Santa Mónica —contestó la señora Hengrave, severamente.

—¡Oh, sí! Ya me lo dijo antes.

La señora Hengrave continuó hablando en el mismo tono glacial:

—Esta casa fue construida, probablemente, hace un siglo. Lógicamente, a lo largo de este tiempo han debido de morir algunas personas aquí. Yo lo único que puedo decirle es que la señorita Elworthy, a quien mi esposo compró esta vivienda, hace siete años, gozaba de una salud excelente, y se disponía a trasladarse al extranjero para trabajar en las misiones. Ella no se refirió a defunciones familiares...

Gwenda hizo lo posible para atenuar la melancolía de que daba constantes muestras la señora Hengrave. Habían vuelto a entrar en el salón. Tratábase de una estancia tranquila, encantadora, dotada de un ambiente muy grato para Gwenda. Su momento de pánico le parecía ahora totalmente incomprensible. ¿Qué era lo que le había pasado? En aquella casa no había nada raro.

Después de preguntar a la señora Hengrave si podía ver el jardín, la joven avanzó por la terraza.

«Aquí tendría que haber unos escalones», pensó Gwenda, bajando hasta el césped.

Pero por allí las forsitias se habían desarrollado enormemente, impidiendo que se viera el mar.

Gwenda asintió, como respondiendo a un secreto pensamiento. Ella cambiaría aquel estado de cosas.

Echó a andar detrás de la señora Hengrave. En el lado opuesto de la extensión de césped dieron con unos peldaños. Observó que muchas matas habían sido dejadas a un lado, creciendo con exceso, y que la mayor parte de los arbustos necesitaban una poda cuidadosa y a fondo.

La señora Hengrave señaló en tono de excusa que el jardín andaba precisado en general de un buen repaso. Todo lo que permitía su situación económica en la viudez era contratar los servicios de un jardinero dos veces por semana. Por añadidura, el hombre solía faltar a su compromiso con frecuencia.

Inspeccionaron el pequeño aunque adecuado huerto, regresando a la casa. Gwenda explicó que tenía que ver otras viviendas y que, pese a que «Hillside» (¡qué nombre tan corriente!) le gustaba muchísimo, no podía tomar una decisión sobre la marcha.

La señora Hengrave se separó de ella con una mirada de curiosidad y un último y prolongado husmeo.

Gwenda visitó nuevamente la oficina de los agentes, haciendo una oferta en firme, sujeta al informe del inspector. El resto de la mañana la dedicó a pasear por Dillmouth. Era ésta una encantadora y anticuada población veraniega de la costa. En su extremo «moderno» había un par de hoteles y algunos
bungalows
, pero la formación geográfica del lugar con el obstáculo de las colinas habían impedido el crecimiento de Dillmouth; que a nadie hubiera favorecido, quizá.

Después del almuerzo, Gwenda fue informada telefónicamente por los agentes de que la señora Hengrave había aceptado su oferta. Sonriendo maliciosamente, Gwenda se encaminó al edificio de Correos y Telégrafos, desde donde puso un cable a Giles.

«He comprado una casa. Besos. Gwenda.»

«Eso le animará a venir cuanto antes —se dijo Gwenda—. Y le hará ver también que no doy tiempo a que la hierba pueda crecer bajo mis pies.»

Capítulo II
 
-
Papel de decorar
1

Un mes después, Gwenda se hallaba instalada en «Hillside». Los muebles de la tía de Giles habían salido del almacén en que fueron depositados para ser distribuidos por toda la casa. Eran piezas de buena calidad, si bien de anticuados modelos. Gwenda había vendido un par de guardarropas. Los restantes elementos encajaron armoniosamente en la vivienda. En el salón habían sido colocadas unas pequeñas y alegres mesitas
de papier-máché
con incrustaciones de madreperla y adornadas con pinturas de castillos y rosas. También podían verse una mesa de trabajo, un buró de palo de rosa y una mesita para sofá de caoba.

Gwenda había relegado los sillones a los dormitorios, al comprar dos grandes butacones para ella y para Giles, que instaló a uno y otro lado de la chimenea. El sofá «Chesterfield» fue colocado cerca de las ventanas. Para las cortinas, Gwenda escogió unas telas de zaraza de color azul pálido con adornos de jarrones de rosas y pájaros. Consideró que la habitación había quedado en definitiva como debía estar.

Todavía andaban por la casa algunos de los trabajadores contratados, ocupados en diversas tareas.

Las modificaciones proyectadas para la cocina eran ya una realidad. Los nuevos cuartos de baño estaban a punto de ser terminados. Con vistas a los toques finales, Gwenda prefería esperar un poco. Deseaba ambientarse en su nuevo hogar para decidir los colores predominantes en los dormitorios. La casa estaba en relativo buen orden y no era necesario incurrir en precipitaciones.

En la cocina había quedado instalada ahora una tal señora Cocker, una dama de aire severo, inclinada a rechazar la actitud excesivamente democrática de Gwenda. Una vez impuesta de sus derechos y obligaciones, su rigidez se atenuaría.

Aquella especial mañana, la señora Cocker depositó la bandeja del desayuno sobre las rodillas de Gwenda al sentarse ésta en el lecho.

—Cuando en la casa no hay ningún hombre —afirmó la señora Cocker—, cualquier dama prefiere que le sirvan el desayuno en la cama.

Gwenda correspondió con un gesto de afirmación a sus palabras. Tratábase de una ley supuestamente inglesa.

—Huevos revueltos —especificó la señora Cocker—. Usted me habló de róbalo ahumado. Ahora bien, es un plato que no ha de ser de su agrado en el dormitorio. Deja siempre cierto olor... Pienso servírselo en la cena, con tostadas...

—Muchas gracias, señora Cocker.

La señora Cocker sonrió, complacida, disponiéndose a retirarse.

Gwenda no ocupaba el gran dormitorio doble. Para eso esperaría a que llegara Giles. Había escogido el cuarto del fondo, el de las paredes redondas y la ventana en saledizo. Sentíase a gusto por completo allí, feliz.

Miró a su alrededor, exclamando, impulsiva:

—¡Me agrada esta habitación!

La señora Cocker la miró con un gesto de indulgencia en el rostro.

—Es una habitación bonita, tranquila, señora, aunque pequeña. A juzgar por la reja de la ventana, yo diría que esto fue en otro tiempo el cuarto de los niños.

—No había caído en tal detalle. Es posible.

—¡Oh!

La señora Cocker había querido dar a entender a Gwenda algo con aquella exclamación, antes de salir del dormitorio.

«Cuando haya un hombre en esta casa —parecía haberle querido dar a entender—, puede ser preciso un cuarto aquí para los niños. ¡Quién sabe!»

Gwenda se ruborizó. Paseó la mirada a su alrededor. ¿Un cuarto para los niños? Pues, sí... Quedaría bonito. Empezó a amueblarlo mentalmente. Una gran casa de muñecas adosada a la pared. Unos estantes llenos de juguetes. Un buen fuego ardiendo alegremente en la chimenea, con una protección a su alrededor, con hierros que colgarían de sus barras metálicas. Sin embargo, aquel espantoso papel de color mostaza de la pared... Buscaría uno más alegre, claro, brillante, polícromo, con ramos de amapolas alternando con otros de cabezuelas... Sí. Esto quedaría perfectamente. Procuraría encontrar un papel así. Estaba segura de haberlo visto en alguna parte.

No eran necesarios muchos muebles en el cuarto. Había dos armarios empotrados. El del rincón estaba cerrado con llave. Y la llave había desaparecido. Las puertas habían sido pintadas. Quizá llevaba años sin ser abierto. Recurriría a uno de los operarios que andaban por la casa para que procediera a abrir el armario. De otro modo, iba a hacerle falta.

Cada día se sentía más cómoda, más a gusto, en «Hillside». Al oír una especie de ronquido, alguien que se aclaraba la garganta, seguido de una tos seca al otro lado de la ventana abierta en aquellos instantes, Gwenda se apresuró a dar fin a su desayuno. Foster, aquel jardinero temperamental, de cuyas promesas no siempre sus clientes podían fiarse, trabajaría para ella hoy, tal como le dijera.

Después del baño, Gwenda se vistió rápidamente, poniéndose una falda gris y un jersey, tras lo cual salió corriendo hacia el jardín. Foster estaba trabajando junto a la ventana del salón. La primera acción de Gwenda había sido ordenar el trazado de un sendero por entre las piedras y la vegetación. Foster se había opuesto a su idea, alegando que tendrían que desaparecer las forsitias, las lilas y otras plantas. Pero Gwenda habíase mostrado inflexible. Ahora, en cambio, el hombre se sentía entusiasmado ante el resultado de su labor.

La saludó con una risita.

—Todo parece indicar que quiere usted volver a los viejos tiempos, «señorita».

Foster insistía en llamar a Gwenda «señorita». Golpeó el suelo con su azada.

—He dado con los antiguos peldaños... Fíjese dónde estaban... Exactamente donde usted los quiere ahora. Alguien plantó varias matas aquí, terminando por taparlos.

—Una estupidez por parte de quien procedió así —repuso Gwenda—. A cualquiera le gusta disfrutar de una buena vista del césped y el mar desde la ventana del salón.

Foster se sintió un tanto confuso con respecto a esta última consideración, pero correspondió a la misma con una cautelosa afirmación de cabeza.

—Yo no digo, ¿sabe usted?, que no fuese una mejora... Los arbustos que hacen más agradable el panorama desde el salón lo oscurecen al crecer. Nunca había visto unas forsitias más sanas y desarrolladas que las de aquí. De las lilas no se puede decir otro tanto, en cambio... Estas cosas cuestan dinero y los brotes tienen ya demasiado tiempo para intentar una nueva plantación.

—¡Oh, ya lo sé! Usted proceda como le he dicho. Queda todo más bonito.

Foster se rascó la cabeza, perplejo.

—Bueno, es posible.

De repente, Gwenda le preguntó:

—¿Quién vivió aquí antes de los Hengrave, Foster? Éstos llevaban aquí poco tiempo, ¿verdad?

—Seis años, más o menos. ¿Antes de ellos? Pues... la señorita Elworthy, con los suyos. Era gente muy religiosa, que andaba metida en lo de las misiones. Una vez se hospedó en esta casa un sacerdote negro. Eran cuatro personas en total. El hermano vivía un tanto apartado de las mujeres. Antes de ellos vivió aquí... veamos... la señora Findeyson... ¡Oh! Ocupaba esta casa antes de que yo naciera.

—¿Murió aquí? —inquirió Gwenda.

—Murió en Egipto..., en el extranjero, en todo caso. Pero trajeron su cadáver, siendo enterrada en el cementerio local. Muchos de los arbustos de este jardín fueron plantados por ella. Era muy aficionada a estas cosas —Foster hizo una pausa para continuar diciendo—: Por aquellas fechas no habían sido construidas las casas de la colina. Todo esto resultaba muy rústico. No existían las tiendas que usted ya conoce, ni el paseo —Foster daba a sus palabras el tono que muchas personas de edad emplean al referirse a las innovaciones—. Cambios —reseñó, despreciativo—. Aquí no ha habido más que un cambio tras otro.

—Supongo que todo siempre se modifica —manifestó Gwenda—. También se han producido importantes mejoras, ¿no?

—Eso afirman algunos. Yo no las he notado. ¡Cambios y más cambios, señorita! —Foster extendió un brazo, señalando, por encima de unos árboles, una construcción blanca, a lo lejos—. Eso era antes el «Cottage Hospital», un establecimiento sanitario magnifico y que se encontraba muy a mano. Finalmente fue cerrado y se levantó otro hospital en las afueras de la población, a dos kilómetros. Si quiere usted ir allí a pie habrá de andar media hora, y si toma el autobús tendrá que gastarse tres peniques —Otro gesto despectivo de Foster—. Nuestro antiguo hospital se ha convertido en un colegio de niñas. Hoy ve usted cambios por todas partes. La gente toma una casa, por ejemplo, y vive en ella diez, doce años todo lo más, mudándose seguidamente a otra. Todo el mundo se muestra muy inquieto. ¿Qué se logra con esto? Nadie puede plantar nada si no piensa en el futuro.

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