Un cadáver en los baños (2 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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Llegó una tarde, después de un largo y caluroso día, en que nos vimos incapaces de seguir pasando por alto esa peste. A primera hora de la tarde yo había estado ayudando a mi padre a remover la tierra de una terraza, sólo Júpiter sabe por qué, pues él podía permitirse contratar a unos jardineros y yo no era dado a representar el papel de hijo consciente de sus deberes. Después, los dos nos lavamos con abundante agua. Debía de ser la primera vez que nos bañábamos juntos desde que se fue de casa cuando yo tenía siete años. Cuando nos volvimos a encontrar, yo acababa de regresar del ejército. Durante unos años, hasta aparenté no conocerlo. Pero en esos momentos tenía que tolerar algún roce de vez en cuando con ese viejo bribón, por razones sociales. Había envejecido; se las tenía que arreglar solo con eso, pero yo también me había hecho más viejo. Entonces tenía dos hijas pequeñas. Debía darles la oportunidad de que aprendieran a despreciar a su abuelo.

Cuando estábamos en la sala de baños caliente esa tarde, nos enfrentamos al momento de tomar una decisión. Durante el día, yo había hecho la mayor parte del trabajo pesado. Estaba exhausto, pero aun así rechacé la oferta de mi padre de frotarme la espalda con una almohaza. Yo mismo intenté limpiarme el aceite restregando con fuerza. Mi padre tenía predilección por un potingue hecho de lo que parecían ser raíces de lirio machacadas. Algo extraño. Y en esa sofocante y calurosa noche, por muy cerca que lo tuvieras, no era lo bastante fuerte como para disimular el otro olor.

—Rea tiene razón —bajé la vista hacia el suelo—. Hay algo pudriéndose en tu hipocausto.

—¡No, no, créeme! —mi padre usó la voz que reservaba para asegurar a los idiotas que una falsificación de la Campania podía ser de la «escuela de Lisipo» si se examinaba con la luz adecuada—. Le dije a Gloco que suprimiera el espacio para la calefacción de esta sala. Su presupuesto era escandaloso para tratarse de un trabajo bajo el suelo. Yo mismo hice algunos cálculos y para calentar todo ese espacio iba a gastar en combustible cuatro veces esa cifra… —bajó el tono de voz.

Empujé el pie con cuidado contra la ancha tira del empeine de una sandalia de baño. El plan original de Helena incluía la calefacción adecuada para toda la sala de baños caliente. Cuando admitió lo que estaba tramando, yo había visto los planos.

—¿Y entonces qué has hecho?

—Sólo las salidas de humo de las paredes.

—Te vas a arrepentir, tacaño. Te encuentras en un terreno elevado. En diciembre vas a notar cómo el frío recorre todas las partes de tu cuerpo.

—Déjalo ya. Trabajo justo al lado de los baños de Agripa —la entrada era gratis. A mi padre eso le encantaría—. No tendré necesidad de usar este sitio más que en pleno verano.

Yo me tumbé despacio, intentando aliviar la rigidez de mi zona lumbar.

—¿El suelo es sólido? ¿O ya habían cavado la sala de calefacción cuando te echaste atrás?

—Bueno, los muchachos ya habían empezado. Les dije que hicieran el suelo encima del hueco y que bloquearan cualquier conexión con las demás estancias.

—Genial, padre. Así que no habrá ningún punto de acceso para poder llegar arrastrándose hasta aquí debajo.

—No. La única manera de acceder es desde aquí arriba.

Buen trabajo. Tendríamos que levantar todo el flamante mosaico que acabábamos de adquirir.

El espacio bajo el suelo de un hipocausto utilizable debía de tener una altura de medio metro, o de unos setenta centímetros como máximo, con unos pilares de ladrillo que sostuvieran el suelo suspendido encima de ellos. Dentro estaría oscuro y haría calor. Normalmente, para limpiarlos mandaban entrar a algún muchacho; no es que entonces yo fuera a imponerle eso a un niño para que se encontrara con vete a saber qué… Fue un alivio que no hubiera una trampilla de acceso. Eso me libraba de tener que entrar ahí dentro a gatas.

—Así, ¿tú qué piensas de este olor, Marco? —preguntó mi padre con demasiada deferencia.

—Lo mismo que tú. Tu Neptuno está flotando sobre algo que se pudre. Y no va a desaparecer.

Tomamos aire de manera instintiva. Nos llegó un hedor que no dejaba lugar a dudas.

—¡Excrementos de Titán!

—¡Precisamente a eso huele, padre!

Le ordenamos al esclavo de la caldera que dejara de echarle leña. Le dijimos que fuera a la casa y no dejara salir a nadie. Yo fui a buscar unas piquetas y unas palancas y entonces mi padre y yo nos pusimos a destrozar el mosaico del dios del mar.

Había costado una fortuna pero Gloco y Cota habían hecho otra de sus habituales chapuzas. Los cimientos colgantes del teselado eran demasiado profundos. Neptuno, con su enmarañada melena de algas marinas y su séquito de calamares de ojos desorbitados, pronto habría empezado a combarse debajo de los pies. Localicé una zona hueca dando unos golpecitos con un cincel y nos pusimos manos a la obra. Mi padre se llevó la peor parte. Impetuoso como siempre, clavó su piqueta con demasiada fuerza, golpeó algo y un nauseabundo líquido amarillento lo salpicó. Soltó un grito de asco. Yo retrocedí de un salto y contuve la respiración. Una corriente ascendente trajo consigo unos aromas repugnantes; fuimos corriendo hacia la puerta. A juzgar por la circulación del aire, nunca debieron de haber bloqueado del todo el sistema subterráneo tal como mi padre ordenó. Entonces ya no tuvimos ninguna duda sobre lo que debía de haber ahí debajo.

—¡Oh, mierda! —mi padre se quitó la túnica y la arrojó a un rincón, al tiempo que se echaba agua sobre la piel allí donde le había salpicado ese líquido apestoso. Daba saltos a causa de la repugnancia—, ¡Oh, mierda, mierda, mierda!

—Habla Didio Favonio. Venid, ciudadanos de Roma, reunámonos para admirar la elegancia de su oratoria. —Yo intentaba retrasar el momento en el que tuviéramos que volver a entrar a echar un vistazo.

—¡Cierra tu altanera bocaza, Marco! Esto es asqueroso… ¡Y a ti bien que no te ha dado!

—Vamos, acabemos con esto de una vez.

Nos tapamos la boca y nos atrevimos a mirar. En un hueco que los indolentes obreros debían de haber utilizado para esconder su alijo de basura, entre un amasijo de escombros que no se habían retirado, desenterramos una reliquia que revolvía el estómago. Era un cadáver a medio descomponer al que todavía se podía reconocer como humano.

II

Ya había pasado el invierno, que fue duro. Casi todo ese tiempo Helena Justina había estado embarazada de nuestro segundo retoño. Sufrió más que con el primero, y yo me esforcé para dejarla descansar cuidando de nuestra primogénita, Julia. Ese año, Julia estaba imponiendo su autoridad como reina de la casa que era. Yo tenía unos cuantos morados que lo demostraban. También me había vuelto sordo; ella disfrutaba poniendo a prueba sus pulmones. Nuestro angelito de cabello oscuro era capaz de coger de pronto una velocidad que cualquier velocista del estadio envidiaría, sobre todo cuando encaminaba sus pasos hacia una olla que humeaba con fuerza o cuando bajaba como una flecha por las escaleras hacia la calle. Hasta eso de dejarla con alguna de las mujeres de nuestra familia se había terminado; últimamente su juego favorito era romper jarrones.

La llegada de la primavera no supuso ninguna mejora en nuestro hogar. Primero nació el bebé. Fue muy rápido. Tanto mejor. Esta vez las dos abuelas se encontraban allí para complicar las cosas. Mi madre y la mujer del senador estaban llenas de expertas ideas aunque tenían opiniones distintas sobre la obstetricia. El ambiente ya era bastante frío, pero entonces conseguí ser grosero con las dos. Al menos eso les dio un tema con el cual podían estar de acuerdo.

La chiquitina estaba enferma y le puse un nombre a toda prisa: Sosia Favonia. En parte fue un reconocimiento hacia mi padre, cuyo sobrenombre de origen era Favonio. De haber creído que mi hija sobreviviría, nunca me habría rebajado a hacerle ese cumplido. Ella nació flacucha y en silencio, y parecía estar a mitad de camino del Hades. En cuanto la bauticé se recuperó. A partir de ese momento se volvió fuerte como el hurón de un trapero. También demostró tener su propio carácter desde el principio, era una singular excéntrica que nunca pareció pertenecemos del todo. Pero todo el mundo me decía que tenía que ser mía, con la de ruido que hacía y lo que ensuciaba…

Tuvieron que pasar al menos seis semanas para que la ira de mi familia, por el nombre que había escogido, se calmara hasta quedar en unos estallidos de despecho que sólo renacían en el cumpleaños de Favonia, en las reuniones familiares de las saturnales y cuando no había nadie a quien echar la culpa de ninguna otra cosa. En esos momentos me daban la lata para que adquiriera una niñera. No era asunto de nadie más que mío y de Helena, pero todo el mundo intervenía. Al final cedí, y visité un mercado de esclavos.

A juzgar por los lamentables especimenes que se ofrecían, a Roma le hacían muchísima falta algunas guerras fronterizas. El comercio de esclavos estaba en crisis. El tratante al que me dirigí era un arrugado hombre de Delos vestido con una toga sucia que se limpiaba las uñas sobre un trípode torcido mientras esperaba a algún incauto ignorante de poca vista y jugoso monedero. Me consiguió a mí. Intentó convencerme con su labia.

Como Vespasiano estaba reconstruyendo el imperio, necesitaba acuñar monedas y por ello había tomado por asalto los mercados de esclavos, en busca de trabajadores para colocarlos en las minas de oro y plata. Tito había traído a Roma una gran cantidad de prisioneros judíos tras el asedio de Jerusalén, pero el servicio público se había llevado a todos los hombres para construir el anfiteatro de los Flavios. Quién sabe dónde habrían ido a parar las mujeres. Eso me dejaba un escaparate muy pobre. En esos momentos, el tratante ofrecía poco más que unas ancianas orientales tipo secretaria que hacía mucho tiempo que ya no tenían vista ni para poder leer un pergamino. También había varios zoquetes adecuados para el trabajo agrícola. Yo necesitaba un encargado para mi granja en Tibur, pero eso podía esperar. Mi madre me había enseñado cómo hay que ir a comprar al mercado. No diré que le tuviera miedo a mi madre, pero había aprendido a volver a casa con lo que había anotado en la lista de la compra, sin darme ningún gusto particular.

—¡Por Júpiter! ¿Dónde compra la gente hoy en día esas chicas larguiruchas demacradas por alguna enfermedad? —Yo ya había alcanzado ese punto amargado y sarcástico—. ¿Cómo es que no hay de esas abuelitas desdentadas que según tú bailan desnudas sobre la mesa al tiempo que agitan una túnica abierta por los lados y muelen un modio de trigo?

—Se tiende a no dejar escapar a las mujeres, tribuno… —El comerciante hizo un guiño. Yo estaba demasiado agobiado por las preocupaciones como para responder—. Te puedo conseguir una cristiana si no eres muy exigente.

—No, gracias. Se beben la sangre de su dios mientras divagan sobre el amor, ¿no? —Mi difunto hermano Festo se había encontrado con locos de ésos allí en Judea y mandó a casa algunos relatos escabrosos—. Estoy buscando una niñera; no puedo quedarme una pervertida.

—No, no. Creo que lo que beben es vino…

—Olvídalo. No quiero una borracha. Las pequeñas ya pueden adquirir malos hábitos observándome a mí.

—Esas cristianas sólo rezan y lloran mucho o intentan convertir a los señores de la casa a sus creencias…

—¿Quieres que me arresten porque una arrogante esclava diga que todo el mundo tendría que negar la santidad del emperador? Puede que Vespasiano sea un viejo cascarrabias que sacude a los bárbaros, y que tenga una actitud de sabino reprimido, pero a veces trabajo para él. Cuando paga lo que debe, estoy contento de decir que es un dios.

—En ese caso, ¿qué me dices de una hermosa britana?

Entonces me brindó una delgada chica de cabello claro de unos quince años que se encogió de vergüenza cuando ese asqueroso tratante le echó a un lado los harapos que llevaba para dejar su figura al descubierto. Para tratarse de una doncella tribal, estaba muy lejos de ser pechugona. Él intentó hacer que mostrara su dentadura, y yo me la habría quedado si le hubiese mordido, pero se limitó a echarse hacia atrás. Demasiado dócil para confiar en ella. La alimentaríamos y vestiríamos y cuando nos quisiéramos dar cuenta estaría robándole las túnicas a Helena y tirando al bebé de cabeza. El hombre me aseguró que estaba sana, que era una buena criadora y que no pesaban sobre ella demandas legales.

—Tienen mucho éxito las britanas —dijo con una mirada lasciva.

—¿Y eso por qué?

—Están tiradas de precio. Y tu esposa no se preocupará de que persigas por la cocina a esta cosa lastimera de la manera en que lo harías si se tratara de una de esas sirias que se te comen con los ojos y que lo saben todo.

Me estremecí.

—Tengo algunas preguntas. ¿Sabe latín tu chica britana?

—Estás de broma, tribuno.

—Entonces no me sirve. Mira, quiero una mujer limpia que tenga experiencia con niños testarudos y que encaje en una familia joven con proyección social…

—¡Tienes unos gustos caros! —Su mirada se posó en mi nuevo anillo de oro de la orden ecuestre. Le conté exactamente cuál era mi posición económica; su indignación fue evidente—. Tenemos un modelo básico sin pulir. Con muchas posibilidades, pero tienes que entrenar a la tipa tú mismo… Te la puedes ganar si la tratas bien, ya sabes. Al final moriría por ti.

—¿Qué? ¿Y tener que cargar con los gastos del funeral?

—¡Pues anda y que te den!

Así que ambos seguimos a lo nuestro.

Me fui a casa sin una esclava. No importaba. La noble Julia Justa, la madre de Helena, tuvo la brillante idea de darnos a la hija de la propia niñera de Helena. Camila Hispale tenía treinta años y le acababan de dar la libertad. Su condición de liberta domeñaría los escrúpulos que yo pudiera tener acerca del hecho de poseer esclavos (aunque tendría que hacerlo; entonces yo pertenecía a la clase media y estaba obligado a demostrar mi influencia). Había un inconveniente. Calculé que disponíamos de unos seis meses antes de que Hispale quisiera sacar provecho de su nueva ciudadanía y casarse. Se enamoraría de algún inútil sin futuro; yo estaba seguro de que ya lo tenía en vistas. Entonces me sentiría también responsable de él…

A Hispale no le había parecido bien que Helena Justina abandonara su elegante hogar senatorial para irse a vivir con un informante. Fue muy reticente a venirse con nosotros. En nuestra primera entrevista (fue ella la que nos entrevistó a nosotros, por supuesto) quedó claro que Hispale esperaba una habitación propia en una vivienda respetable, tener derecho a más tiempo libre que tiempo de servicio, usar la silla de manos de la familia para proteger su modestia cuando fuera de compras, y el lujo ocasional de una entrada para el teatro o, mejor todavía, un par de entradas para así poder ir con algún amigo. Y no aceptaría ser interrogada sobre el sexo o identidad de ese amigo.

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