Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—Una vez oí una entrevista a un hipnotizador profesional —susurró Nita—, y decía que no se puede obligar a nadie a hacer algo de lo que está totalmente en contra, ni siquiera bajo hipnosis profunda.
—Es cierto —dijo Michael—. De eso no hay duda. Es un asunto que siempre se aborda al hablar de la hipnosis y sus posibles riesgos. Un hombre que no tenga tendencias homicidas no cometerá un asesinato si lo hipnotizan. Pero ahora tú no estás hablando de hipnosis sino de algo diferente. De lo que tú hablas sí hay precedentes. Se puede cometer un asesinato en un arrebato de locura y después olvidarse.
El rostro de Nita se demudó, sus manos temblaban.
—¿Es posible entonces? —susurró con voz ahogada—. ¿Que ocurra algo así? En ese caso, soy un peligro para todos y deberían... no me puedo quedar a solas con Ido, con los niños... —se puso en pie, asiéndose la garganta con ambas manos, y se tambaleó. Michael se levantó a su vez y la sujetó con firmeza—. Tienes que detenerme, alejarme de aquí, porque puedo haber sido yo... debo de haber sido yo... —se le pusieron los ojos en blanco y empezó a convulsionarse.
Michael le pegó una bofetada y empezó a hablar a toda velocidad. Le parecía que todo dependía de lo que pudiera recordar sobre las pérdidas de memoria en circunstancias similares.
—¡Escúchame! —dijo secamente—. ¡Escúchame bien! ¿Me estás escuchando? —Nita no se movió—. Escúchame. Las cosas no son como tú crees. Conozco a un chico que mató a sus padres y a sus hermanos en un arrebato de locura. No recuerda nada. Nada de nada. Ni el momento en que empuñó el Uzi ni el instante en que los tiroteó. Se le han borrado veinticuatro horas de la memoria. No sólo el momento preciso, sino todo lo que lo precedió y lo siguió. Tu caso es distinto. Tú recuerdas todo lo que has hecho a lo largo del día. Vamos, cuéntame qué has hecho, verás cómo lo recuerdas. Todo lo que rodea al momento en que encontraste a Gabi. Habla despacio. Con respecto a los niños no tienes por qué preocuparte. No te voy a dejar sola, ni con ellos ni sin ellos —le posó la mano en el brazo—. Hasta que no hayamos llegado al fondo de este asunto, no te quedarás nunca sola —le prometió—. Pero ahora cuéntame todo lo que recuerdas hasta el momento en que viste a Gabi, y lo que ocurrió después. Todo, con detalle.
—¿Estás convencido de que no he sido yo? —musitó Nita con cierto alivio.
Su respiración se aquietó. Había superado la crisis de ansiedad. Ni el propio Michael sabía de dónde emanaba su certidumbre. Si Balilty lo hubiera oído, sin duda habría arqueado las cejas y habría soltado algún comentario sarcástico, y Shorer le habría dicho que quizá fuera una técnica muy ingeniosa, pero que él nunca había oído hablar de ese método. «¿Hasta qué punto la conoces?», le habría preguntado Shorer burlón. ¿Era acaso posible conocer a cualquiera hasta el punto de predecir todos sus actos? «Una vez más, te estás basando en la intuición», se decía Michael. «Y en cuanto se abra la menor grieta, todo se desmoronará como un castillo de naipes.» En
El sueño eterno
, Humphrey Bogart, en el papel de Philip Marlowe, se enamora de una asesina. Pero él no estaba enamorado, y Nita no era una asesina. Tampoco se encontraban en una sórdida oficina de detectives neoyorquina, y él no estaba hundido hasta los codos en botellas de whisky. Estaban en una casa normal y corriente. La lógica fría y penetrante de Balilty dominaba en la habitación contigua... y el llanto de un bebé. Philip Marlowe no tenía un bebé. Ni tampoco la mujer de la que se enamoraba. Y, además, él no estaba enamorado de Nita.
Nita empezó a hablar lentamente, concentrándose con todas sus fuerzas. Llamaron a la puerta.
—Ahora no —dijo Michael.
Nita se estremeció. Revivió paso a paso el ensayo. Después de describir la interpretación del último movimiento del
Doble concierto,
dijo con esfuerzo:
—Y, a partir de entonces, no recuerdo nada.
Michael quiso que le hablara de cómo habían recogido los instrumentos, de quiénes se habían quedado en el escenario. Le preguntó si había reparado en que Gabi se retiraba detrás del escenario. Ella alzó las cejas en un gesto de concentración. Con una voz hueca, inanimada casi, dijo que no lograba recordarlo, y siguió hablando en un tartamudeo entrecortado, como en sueños. Juntó las cejas sobre su menuda nariz.
—¿Recuerdas haber visto en el escenario a Avigdor, el concertino, en esos momentos? —Nita lo negó con un desmayado gesto de la cabeza—. ¿O a la señora Agmon, la violinista que estaba buscando a Gabi?
—Nada —barbotó Nita, cubriéndose el rostro con las manos—. Nada. Se me ha borrado por completo.
—La señora Agmon quería hablar con Gabi de su marido —dijo Michael, tratando de refrescarle la memoria.
Pero Nita hizo un vehemente gesto negativo y dijo que tenía un agujero negro en la memoria. No tenía la sensación de haber andado por el escenario, no estaba segura de si era allí donde estaba en aquellos momentos, pero tampoco recordaba haber estado en ningún otro lado.
—Es como si fuera algo sucedido en la infancia —dijo lentamente—, algo de lo que en realidad no te acuerdas salvo por lo que te han contado, por lo que has visto en un álbum de fotos. No tiene nada que ver con haberlo experimentado de verdad. Es la impresión que me ha quedado hasta el momento en que... vi a Gabi —en ese instante, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas demacradas—. Hay toda una parte —dijo sollozando— que no recuerdo. Como si en medio se hubiera abierto un abismo —se puso rígida de pronto. Se enderezó.
—¿Qué te pasa? —preguntó Michael en tensión.
—Una vez... recuerdo... en un hotel de Columbus, Ohio, donde me alojé tras un concierto de música de cámara, vi en la televisión una película titulada
Las tres caras de Eva.
¿Has oído hablar de ella?
—
¿Las tres caras de Eva?
—preguntó Michael atónito—. La conozco. Joanne Woodward, una interpretación maravillosa.
—Tiene dos personalidades, y una de ellas no es consciente de la otra. Me aterrorizó incluso entonces. No logré pegar ojo en toda la noche.
—Tenía un final feliz: una tercera personalidad terminaba por hacerse con la situación —dijo Michael como en un sueño, recordando que en el cine, su tío Jacques, el hermano menor de su madre, lo sentó en una butaca de madera en el centro de una fila, echó un vistazo a su reloj, le comunicó que tenía que hacer una llamada telefónica, prometió volver pronto y no regresó hasta las últimas escenas. Michael pasó un miedo espantoso.
—La Eva negra, la que sale de la Eva blanca, le pasa una cuerda por el cuello a su hija pequeña y trata de estrangularla —dijo Nita con aire ausente, y se rodeó el cuerpo con los brazos—. Por fortuna, cuando la pequeña chilla, aparece el marido, y entonces la mujer se desmaya y al volver en sí es la Eva blanca, el ama de casa que padece dolores de cabeza y no recuerda nada. Yo también he sufrido fuertes dolores de cabeza en este último año.
Michael le acarició el brazo sin decir nada.
—Eva le dice al médico que no ha hecho nada. No se acuerda de nada. Está convencida de su inocencia —dijo Nita agitada.
Michael recordaba el rostro de buena esposa de Joanne Woodward contorsionado de dolor, las manos aferradas al cuello de encaje. También se acordaba de cierto sombrero de pésimo gusto.
—Es una suerte que hayas visto la película —masculló Nita—. Al menos no piensas que estoy loca. El médico le explica que no está aquejada de una enfermedad mental, sino que tiene doble personalidad.
Michael callaba. Se recordaba viendo la película; la preocupación de que el tío Jacques no volviera y de que la butaca de al lado estuviera vacía; su primera experiencia de una gran interpretación.
—Estaba maravillosa —se oyó decir—. Totalmente convincente.
En un susurro ronco, Nita dijo:
—Lo importante es que se puede pasar de una personalidad a otra sin ser consciente de ello. Rodeó el cuello de su hija con una cuerda y tiró con todas sus fuerzas, así —Nita levantó los puños y separó los brazos.
—Nita —dijo Michael a la vez que fruncía la colcha con los dedos—. ¿Te acuerdas de que hace unos días se te rompió una cuerda y la cambiaste?
Nita asintió con un gesto.
—¿Recuerdas cuántas cuerdas de repuesto tenías?
—Ya me lo han preguntado —dijo con desesperación—. No recuerdo si tenía dos o tres. Una no, de eso estoy segura, ni tampoco cuatro.
Michael la condujo al cuarto de los niños y la hizo tomar asiento en la cama plegable, junto a la cuna de Ido. Sara, arrodillada en un rincón, desplegó su sonrisa sosegada, radiantemente blanca. No aparentaba más de trece años.
El dormitorio se convirtió en sala de reuniones.
—¿Cómo está? —preguntó Balilty, sentado junto a Michael en la cama de matrimonio. Luego comentó que la actuación de Dalit había sido excelente, pese a su falta de experiencia. Suspiró—. Theo van Gelden no recuerda cuándo se fue del escenario a telefonear, ni cuánto tardó —se quejó—. Da la sensación de que nadie tiene ningún móvil. Y tampoco hemos descubierto nada nuevo sobre Gabriel. ¿Has hablado con el tipo ese?
—Sí. Y ya tenemos su prueba poligráfica. Y también la respuesta del laboratorio con respecto al esparadrapo.
—¿Y bien? ¿Me has pillado en un descuido? —dijo Balilty sarcástico.
—Y tanto que sí —respondió Michael, y observó, no sin regocijo, cómo el gordinflón rostro de Balilty quedaba petrificado.
—¿Lo dices en serio? —dijo al cabo Balilty. En sus ojillos relucía la desconfianza.
—¡Totalmente! —dijo Michael—. El esparadrapo tenía pegados restos de plumón.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Balilty, pero se notaba que los engranajes de su cerebro estaban girando a toda velocidad—. ¿Plumón?
—¡Plumón!
—¿Como el relleno de una almohada? ¿De un edredón? ¿Ese tipo de plumón?
—Sí.
—¿En el esparadrapo?
—En el trozo de esparadrapo con el que amordazaron a Van Gelden.
—¿De una almohada?
—Eso parece. Están comparándolo con el plumón de la almohada del viejo. Por la mañana tendremos más información.
—¿Estás tratando de decirme que primero lo asfixiaron con una almohada?
—No estoy tratando de decirte nada. Los hechos hablan por sí solos.
Balilty le dirigió una mirada rápida y luego miró hacia la puerta.
—¿Todavía no se lo has dicho?
—No, además es mejor que no se enteren todavía —le advirtió Michael.
—¡No, claro que no! —dijo Balilty. Parecía horrorizado—. ¿Qué puedo decirte? Menuda metedura de pata.
—Tú lo has dicho.
—Sí, sí, lo reconozco. ¿A ti no te habría pasado?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Michael—. Quiero pensar que no. Pero, con franqueza, no lo sé.
—Parecía un robo normal —arguyó Balilty—. ¿Cómo iba yo a suponer que primero lo asfixiaron y luego lo amordazaron?
—Las apariencias no valen de nada en nuestra profesión —exclamó Michael, y, al ver la expresión abatida de Balilty, se arrepintió de su tono autoritario y condescendiente—. Discúlpame —dijo.
—Bueno, ya he reconocido que he tenido un descuido. ¿Qué quieres que haga ahora?
—Replantéatelo todo desde el principio.
—Está bien, ya me lo estoy replanteando. Y mi conclusión es que debemos hablar de ello en la reunión de mañana. ¿Te das cuenta de que así quedan libres de sospecha? —preguntó señalando con la cabeza en dirección al cuarto de estar.
—¿Por qué?
—Tenían el concierto. Y antes todos estaban ocupados. No les faltan coartadas.
—Eso es lo que parece.
—Tú mismo llevaste a Nita a la peluquería antes del concierto. Eso es lo que me dijiste.
—Sí, pero no a sus hermanos.
—Uno de ellos ya no está en este mundo.
—Pero entonces sí estaba en este mundo. Y el otro está totalmente en este mundo. De momento, al menos.
—¿Crees que...? —Balilty parecía preocupado—. Tendremos que asignarles protección. Varios turnos. Veinticuatro horas al día.
—Eres tú el que dirige el equipo, ¿no es así?
Balilty asintió distraídamente.
—Pues dirígelo.
Balilty lo miró sin comprender.
—¿Por qué le das tanta importancia a eso?
—Porque si doy yo la orden de que se les ponga bajo vigilancia continua, podría comentarse que Nita y la nena son las únicas que me preocupan y cosas por el estilo.
—Ya ves —dijo Balilty—. Ya se te empieza a ver el plumero. Y esto es sólo el principio.
El recuerdo del rostro de Joanne Woodward en
Las tres caras de Eva
volvió a asaltar a Michael en plena reunión, mientras Tzilla repartía entre los presentes, por orden —primero Balilty y luego Michael, y después Dalit, antes de Eli y Abraham—, los cafés y los bocadillos de tortilla que Zippo había traído del puesto yemení de la esquina de la calle Jaffa. Zippo había regresado de la misión sin aliento, resollante, y había depositado las bolsas en medio de la mesa. Sacó de una de ellas un pequeño recipiente, retiró la tapa de cartón con gesto ceremonioso y se empeñó en que todos aspirasen el aroma del auténtico hilbé yemení. Tzilla desvió la cabeza con repugnancia y él le recordó las virtudes medicinales de aquella olorosa especia, muy valiosa para potenciar la virilidad. Con la atención dividida, Michael observó el bocadillo envuelto en papel blanco y grasiento que Tzilla le ponía delante. Mientras contemplaba las manchas de grasa, vio la cara de Joanne Woodward ocupando toda la pantalla, imagen que no sabía a ciencia cierta si aparecía en la película.
La cara se crispó, se contorsionó, transformándose por completo. La protagonista de la película no tenía conciencia de lo que hacía, pensó Michael con pánico mientras la cara se difuminaba y él volvía a ver la mancha de grasa. Las personalidades de la mujer eran independientes. Convivían en un cuerpo, en un alma incluso, sin que la «buena» supiera nada de la «mala». Aunque había vuelto a ver la película hacía pocos años en la televisión, Michael apenas guardaba de ella un recuerdo vago. Pero la manera de hablar de la protagonista cuando interpretaba a su ser maligno le había calado hondo, y el eco de su risa de contralto, ronca y burlona, resonó ahora en sus oídos. Creía recordarla diciendo: «Ella no sabe nada de mí, pero yo lo sé todo sobre ella». En ese momento reparó en que estaba revolviendo y revolviendo el azúcar de su taza y derramando negras gotas sobre la documentación que había preparado Eli. Zippo zampaba ruidosamente y alababa la picante salsa verde a la vez que se la ofrecía a los demás con gesto generoso. Chascó los labios, mascó estruendosamente y se enjugó las puntas del bigote. Dalit estaba sentada entre Michael y Balilty, y este último, a la cabecera de la mesa, dirigía la reunión. Michael tuvo por un momento la impresión de tener a Dalit demasiado cerca, de que la distancia entre ellos se iba acortando, y le pareció que ella avanzaba el codo en su dirección y le rozaba con la rodilla como por casualidad. Quizá era por casualidad, se regañó a la vez que echaba un vistazo disimulado al perfil de la chica, que parecía totalmente ajena a sus contactos. Había sido una buena idea hacer una pausa para tomar un café, pensó Michael mientras masticaba sin entusiasmo el bocadillo empapado en aceite de freír. El descanso había contribuido a disipar el ambiente de tensión que se creó tras el estallido de Bahar contra Balilty.