Un asesinato musical (29 page)

BOOK: Un asesinato musical
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—¿Quién va a espantar a los periodistas que están ahí fuera? —se quejó Balilty—. ¿Y qué me dices de los que están apostados junto a la casa de Nita? ¿Hasta cuándo podremos mantener en secreto que estamos ahí?

—No le dejes ver las noticias —le advirtió Michael—. Ni escuchar la radio. Que no se entere de nada.

—Vaya, ya me tienes donde querías, metido en el ajo hasta el cuello —le dijo Balilty a Michael ya en el piso de Nita, después de que Balilty se abriera paso sin ningún miramiento entre el enjambre de gente de los medios y repeliera a una periodista que aguardaba junto a la puerta («Hoy no vas a conseguir nada aquí, amiga», le oyó decir Michael, «te lo aseguro»); después metió a Nita en casa de un empujón, tapándole bien la cara, y ella se desplomó temblorosa en el sofá.

Michael cogió en brazos a la nena y reposó la mejilla contra la suya. Ella echó la cabeza atrás como si quisiera examinarlo desde lejos. El color de sus ojos, que había virado del azul al castaño, tenía ahora un tono cobrizo. Michael estiró los brazos para que la nena lo viera bien y frunció la nariz. Ella lo miró muy seria y luego esbozó una sonrisa feliz, confiada.

—Es preciosa —comentó Balilty por encima del hombro de Michael—. Y parece contenta —añadió sorprendido.

—Claro que está contenta —replicó Michael indignado, y volvió a apoyar la mejilla contra la de la nena.

—¿Cómo la llamas? —preguntó Balilty.

—Se llama Noa —respondió Michael, con una punzada de vergüenza al verse reflejado en la expresión de perplejidad de Balilty—. ¿Piensas que estoy chocho?

—Claro que no —aseguró Balilty—. Es un poco raro, nada más... ¿Qué vamos a hacer con ella ahora? Tienes que ir a casa de la víctima. Los del laboratorio ya han salido hacia allí.

—Se quedará conmigo —dijo Nita con voz normal, desde el sofá—. Ido y la nena se quedarán con Theo y conmigo. Y con usted —añadió dirigiendo una mirada vacilante a Dalit, que había tomado asiento en la zona del comedor.

Michael no se inmutó, ni tampoco preguntó: «¿Estás segura?». La experiencia le había enseñado que cada persona reacciona a su manera ante la tragedia, de manera sorprendente, muchas veces. Nada impedía que Nita se quedara a cargo de los niños, más aún considerando que no estaría sola. Como si le hubiera leído el pensamiento, Nita lo miró y dijo:

—La vida sigue. No puedo permitirme morir, al menos por ahora. Las madres solteras no pueden morirse.

En el regazo de Nita, Ido hacía gorgoritos y le tiraba del pelo. Los dos niños parecían muy tranquilos, en su mundo no había sucedido nada. Sonó el teléfono. Nita no se movió y fue Michael quien contestó. Hubo un prolongado silencio en la línea hasta que una voz masculina grave preguntó cómo estaba Nita. Michael le ofreció el teléfono. «¿Quién es?», preguntó ella, y Michael se encogió de hombros. Nita continuó inmóvil.

—¿Me puede decir quién llama? —dijo.

La voz masculina masculló algo ininteligible, luego hubo un silencio seguido de la señal de llamada.

—Ha colgado —dijo Michael.

El teléfono volvió a sonar. Era Tzilla:

—Lo he encontrado. No le he dicho nada. Aún no sabe lo que ha pasado. Será mejor que vayas inmediatamente, porque va a salir en las noticias de las siete —Michael anotó una dirección en el envés de un sobre—. Está cerca de la calle Palmach —dijo Tzilla—. ¿Sabes dónde está? Puedes entrar por...

—Ya la encontraré —la interrumpió Michael, y miró a Balilty, que colocaba una grabadora sobre la mesa del comedor.

Desde la puerta, Michael vio que Theo se levantaba de la butaca de mimbre, se metía las manos en los bolsillos y echaba a andar hacia los ventanales.

7
Las tres caras del mal

La expresión desabrida de los dos hombres del laboratorio móvil de la policía, aparcado a una manzana del edificio donde vivía Gabriel, revelaba inequívocamente que llevaban mucho tiempo esperando. Michael aparcó a su lado y se apeó del coche.

—¿Es usted el superintendente Ohayon? —preguntó el mayor de los dos, que ocupaba el asiento del copiloto. Michael asintió con la cabeza.

—Estábamos esperándolo —dijo el conductor, un joven de espesas cejas y tez picada que se rascaba la oreja—. ¿Subimos con usted?

—No. Tendrán que esperar un poco más —replicó Michael.

—Avísenos cuando nos necesite —dijo el joven.

El mayor se enjugó su congestionado rostro con el dorso de la mano.

—¿Va a tardar mucho? —le dijo a Michael cuando ya se alejaba.

Michael volvió la cabeza y se encogió de hombros.

—Espero que no, pero nunca se sabe —se preguntó si no se habría precipitado al llamarlos. Pero era mejor que fueran ellos quienes lo esperasen y no al revés, concluyó.

—Podría habernos llamado más tarde —se quejó el hombre sudoroso de semblante enrojecido.

Sin responder, Michael siguió avanzando hacia el edificio de tres plantas y fachada redondeada. Se detuvo a la entrada y alzó la vista. En una ventana de la tercera planta brillaba una luz amarilla. Hacía unas semanas que habían cambiado el horario y él seguía sin acostumbrarse. A las seis y media ya era de noche.

Siempre que lo embargaba la emoción al ver a alguien llorando desconsoladamente la pérdida de un ser querido, siempre que se enfrentaba a las expresiones de conmoción, perplejidad e incredulidad que precedían a la asimilación de los hechos, Michael se extrañaba de su incapacidad para acorazarse, algo que debería haberle enseñado la costumbre. No sólo no se había inmunizado, comprendió una vez más, sino que cada vez parecía más vulnerable, más expuesto al dolor ajeno. «Dicho de otro modo, cada vez más débil», se acusó mientras se sentaba, tenso, frente al hombre que sollozaba en silencio. Una mesa de cristal con una sola pata metálica los separaba. Izzy Mashiah reposaba en medio de un sofá de cuero negro; Michael, en una butaca amplia y mullida, también tapizada de suave cuero. Se afianzó sobre los anchos brazos para no hundirse más en las profundidades de la butaca, y escudriñó las reacciones de Izzy, a la vez que reprimía sus emociones y se apresuraba a clasificar al hombre que tenía delante en la categoría de los emocionalmente contenidos: aquellos que no abruman a quienes los rodean con chillidos ni alaridos, aquellos que lloran con pudor, civilizadamente. Pero lloran en lugar de quedarse petrificados, no se cubren como otros con una máscara impenetrable, esa que revela que han abandonado nuestra compañía, que sus espíritus han huido porque no pueden soportar el peso de la realidad. Este tipo de personas entran en el estado que el psicólogo de la policía, Elroi, denominó una vez «ausencia absoluta como protección contra los excesos de la emoción». Michael se advirtió que debía anular o rechazar el impacto del dolor en su propia persona, la punzada de lástima que sentía, y se inclinó lentamente para poner en marcha la grabadora y colocarla sobre la mesa de cristal mientras Izzy salía de la habitación.

De la otra parte del piso llegó claramente el sonido de agua corriendo, sollozos roncos, lloros, de nuevo el agua, y luego un silencio largo e inquietante. Izzy reapareció al fin, encorvado, y se sentó en medio del sofá negro, sin comentar nada sobre el zumbido de la grabadora, que rompía el silencio compartido.

Aunque lloraba como quien está acostumbrado a las lágrimas, no había nada de afeminado en aquel hombre cuyo trabajo Michael había interrumpido al llamar al timbre. Cuando Izzy abrió la puerta, aún sin saber la noticia, se veía a las claras que se había levantado apresuradamente de una mesa ocupada por un rimero de papeles impresos y un ordenador con la pantalla llena de tablas y columnas de números. Izzy Mashiah abrió la puerta como si hubiera estado esperando ansiosamente que el timbre sonara. Despegó los labios para decir algo, pero quedó paralizado contemplando a Michael, con un gesto de sorpresa que no tardó en convertirse en manifiesto desengaño. Resultó que estaba esperando al fontanero, que debía arreglar un escape del sistema central de calefacción. Bajo la blanca tubería, un cuenco de plástico recibía el grueso chorro de agua turbia y herrumbrosa. Llevaba esperando al fontanero desde la hora de comer, le explicó a Michael antes de preguntarle qué deseaba. Luego sonrió al reconocerlo, lo recordaba de la visita de pésame que había hecho a Nita tras la muerte de su padre. Invitó a entrar a Michael con amplio ademán y comentó con un suspiro que ya se sabía que los fontaneros no eran de fiar. Consultó el reloj y dijo que Gabi llegaría en cualquier momento. No tenía ni idea de dónde se había metido, añadió con gesto perplejo, y, señalando la butaca de cuero negro, le sugirió a Michael que se sentara a esperarlo.

Michael comprendió desde el primer momento que a Izzy Mashiah no le sorprendía en absoluto su visita, ya que daba por hecho que había venido a ver a Gabi para hablar o bien de la muerte de Felix van Gelden, o bien de Nita. Teniendo en cuenta tal suposición, Michael temía que interrogar a Izzy sobre lo que había hecho durante el día resultara absurdo. A pesar de todo, le preguntó un par de veces si había visto a Gabi por la mañana, si había estado en el ensayo y si Gabi y él habían hablado a lo largo del día. Izzy le contó sin el menor reparo que había hablado por teléfono con Gabriel sobre la una de la tarde, durante un descanso del ensayo. Gabi le había contado que Teddy Kollek los había interrumpido y que, por ello, el ensayo se prolongaría más de lo previsto. Gabi estaba muy nervioso, comentó Izzy con preocupación, como si disfrutara exhibiendo un conocimiento íntimo del estado de ánimo de su compañero.

—Tenía por delante un día muy duro —explicó a la vez que torcía los finos labios y chasqueaba la lengua, lo que no sirvió para disimular su orgullo.

En tono de indignada queja contra las cargas que el mundo le imponía a su amigo, aclaró, sin que se lo preguntaran, que Gabi estaba nervioso a causa de las reuniones que iba a mantener tras el ensayo con los candidatos a incorporarse al grupo que estaba formando, y muy en especial por la prevista confrontación con una violinista, segundo violín de la gran orquesta. Con esto se refería a la orquesta que dirigía Theo. La violinista estaba empeñada en que Gabi la contratase, y se amparaba en su antigüedad y en que necesitaba dinero extra («Los derechos que se arrogan algunas personas son increíbles», masculló Izzy).

—Supongo que Gabi aún no ha llegado por culpa de esa mujer —comentó Izzy riéndose—. Esa furia lo habrá retenido.

Se estremeció. A Theo también le daba problemas; ella pretendía que la transfiriese a la sección de primeros violines. Izzy la había oído una vez perorando en el vestíbulo, ante un nutrido grupo de músicos, sobre la frustración y la angustia de los instrumentistas que ocupan las últimas filas y quedan fuera del alcance de la vista del público. La mujer exigía rotación, cuando menos en la disposición de los puestos.

—De hecho, Theo tiene la costumbre de rotar los puestos. Cada pocos meses, según me dijo, los cambia de sitio, sobre todo a la sección de cuerda. Traslada hacia delante a los violinistas más antiguos para favorecer la motivación. Le estoy contando todo esto porque Nita dice que usted es casi como de la familia —explicó—. Por eso he entrado en tanto detalle... —dijo azarado, y su voz se apagó—. Gabi no tardará en llegar —volvió a decir, y le ofreció a Michael una bebida, fría o caliente.

Michael miró incómodo a su alrededor y, penosamente consciente de su paradójica y poco envidiable situación, examinó la sala, donde reinaban un orden y una limpieza exquisitos, y un cálido ambiente familiar, gracias entre otros detalles al gran ramo de florecillas rojas que adornaba la ventana.

Desde el rellano de la escalera había oído una música coral. Aunque le sonaba familiar, no fue capaz de identificarla. Los cantos cesaron cuando entró en la sala, que también hacía las veces de estudio. Vio por el rabillo del ojo el equipo de música. Izzy sopló cuidadosamente sobre el disco de vinilo, lo guardó en su funda y bajó la tapa transparente del tocadiscos mientras Michael contemplaba admirado el clavecín que ocupaba el rincón próximo a la mesa de trabajo. Era un instrumento de madera de nogal que parecía de la misma familia que el mueble del cuarto de estar de Nita, aunque no estaba decorado con querubines voladores sino con una fila de leones dorados. Tenía la tapa abierta y había una partitura en el atril, sobre el teclado.

—¿Qué estaba cantando el coro? —aventuró Michael. Siempre le daba miedo revelar su ignorancia en aquel campo.

Izzy sonrió.

—Son sólo cuatro voces —dijo agitando la funda del disco—. El
Stabat Mater
de Pergolesi. ¿Lo conoce? —preguntó sorprendido.

Michael meneó la cabeza y, para ganar tiempo, dirigió una mirada a la funda.

—¿Sólo cuatro voces? —se maravilló—. Sonaba como si...

Izzy le dirigió una mirada condescendiente.

—Es una interpretación maravillosa —comentó secamente, con su voz baja y agradable, y una marcada pronunciación eslava de las erres.

Izzy Mashiah era más bien bajo, ancho de hombros y robusto. Tenía ese bronceado rojizo de las personas de tez clara que pasan mucho tiempo al sol. Llevaba el cabello, ondulado y gris, peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y suave. Su barbilla, redondeada y escurrida, le daba una expresión de melindrosa debilidad y, a la vez, de ansias de agradar.

Su primera reacción al enterarse de la muerte de Gabi fue hacer una mueca convulsiva, semejante a una sonrisa; luego su estrecha boca se frunció y emitió un sonido extraño, casi una risa, que se tornó gruñido al oír la palabra «asesinado». Se quitó las gafas de montura de asta mientras escuchaba la sucinta explicación que Michael le dio tras haberle planteado una serie de preguntas. Ya antes, Izzy le había explicado que no había salido de casa porque al día siguiente debía presentar un proyecto de investigación, en el que tendría que trabajar toda la noche, y añadió que, por otra parte, estaba esperando al fontanero. Una vez que le hubo facilitado toda la información, Izzy osó expresar su sorpresa ante aquella pregunta.

Michael no percibió intranquilidad alguna oculta tras la sorpresa. Se diría que ignoraba por completo los hechos. La alta frente de Izzy se arqueó en un interrogante que no formuló por cortesía, y explicó sin protestar que no había nadie que pudiera testificar que no había salido de casa, salvo, quizá, la secretaria de departamento del Instituto, con quien había hablado un par de veces durante el día. «La primera vez me llamó ella, y la segunda, la llamé yo», dijo, y miró a Michael con creciente perplejidad por su proceder inquisitorial. Cuando Michael le pidió que dijera a qué hora exacta lo había llamado la secretaria, la inquietud comenzó a aflorar a su voz y empezó a juguetear con su anillo de oro, que le daba tres vueltas al dedo y estaba rematado por una cabeza de serpiente con una pequeña gema verde a modo de ojo; Michael recordó que un anillo similar adornaba el anular de la mano izquierda de Gabriel van Gelden.

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