Era una música melancólica y poco bailable a solas, música de despedida, y nada tenía que ver —de hecho era incongruente— con las zancadas y saltos que daban mis vecinos ahora allá a lo lejos, aunque yo los viera de cerca con mis cristales. Dejé sonar la melodía, sin embargo, me quedé escuchándola, los organillos me traen a la memoria siempre mi tiempo de infancia, eran frecuentes en Madrid en aquel tiempo, hoy aún se ve alguno pero ya no es lo mismo, no son parte natural del paisaje sino un reclamo para turistas, ahora son intencionados; y al oír ese organillo que quedó programado por accidente en mi tocadiscos, y que se repetía con su parsimonia una y otra vez, tranquilamente (como si fuera una pianola de veras, cuyo teclado se mueve solo y parece tocado por dedos fantasmas), se me fueron representando imágenes de mis calles de entonces, la de Genova y la de Covarrubias y la de Miguel Ángel, la imagen de cuatro niños caminando por esas calles con una criada vieja o con mi joven madre viva (ambas también ya fantasmas), mis hermanos y yo, los tres chicos y la niña, ella cogida de mi mano, a mi lado, ella la más pequeña y yo el siguiente desde abajo, sin duda eso nos había unido. 'Parece raro que se trate de la misma vida', pensé.
'Parece raro que yo sea el mismo, aquel niño con sus tres hermanos y este hombre aquí sentado en penumbra, con hijos propios lejanos a los que ya no ve nunca, un poco solo aquí en Londres.' '¿Cómo puedo yo ser el mismo?', se había preguntado Wheeler en el jardín de su casa a la vera del río, justo antes del almuerzo, aquel domingo. ¿Cómo aquel anciano —se dijo, me dijo— podía ser el que estuvo casado con una chica muy joven que se quedó para siempre en eso, porque así de joven había muerto? Peter había preferido dejar para otro día el relato ('Cómo murió su mujer, de qué murió', fue mí pregunta), seguramente para uno que jamás llegaría o no en la tierra sino en el Juicio con suerte, si por fin se celebraba: era evidente que le costaba hablar de ello, o no quería. Yo aún sí me reconocía, en cambio, en el que se casó con Luisa, al regreso de la estancia inglesa que ahora había de llamar primera estancia, la boda no fue mucho más tarde. Habían pasado años, pero no tantísimos, y a diferencia de lo que le había ocurrido a Wheeler con su mujer Val o Valerie, Luisa sí me había acompañado casi todos los días en mi lento envejecimiento, al menos así había sido hasta mi expulsión y destierro. Comprendí que mi ligereza de aquella noche se debía también, más que a la música o al impremeditado baile, al conjunto de mi conversación con ella y sobre todo a la parte última, con aquella sospecha mía optimista, sin fundamento acaso, de que aún nadie había entrado en su vida, no del todo, ni por tanto se había introducido en mi casa para apoyar la cabeza en mi almohada y ocupar todos mis sitios.
'Quizá deba conservarlo un tiempo más, este empleo, pese a todo, pese a Pérez Nuix, pese a Tupra', pensé cuando empecé a adormecerme, sentado en mi sillón de nuevo, los prismáticos sobre los muslos, vestido, casi a oscuras, apaciguado por el organillo o pianola que tocaba su melodía en adioses interminables (adiós, gracias; adiós, donaires; adiós risas y adiós agravios), convencido de que por fin tendría una noche sin insomnio ni sobresaltos, sin las pesadillas que nos aplastan ni tanto plomo sobre mi alma. 'Ella me lo ha aconsejado, que lo conserve, aunque de este trabajo ella no sabe nada, en verdad nada de nada. No ha sido por lo mensurable, eso no iba en serio, de hecho le mando más de lo necesario, eso ha dicho, su honradez es la acostumbrada, no ha cambiado por verse sola. Pero está bien que estén a un paso del lujo, también ha dicho eso, a mí me gusta hacerlo posible, aunque habrá exagerado, y es gracias a este trabajo del que aún hay por venir, siempre queda, un poco mis
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por qué no seguir, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño (pero luego siempre vienen el dolor y la espada, y se harán días y semanas y meses y tal vez años). Lo que ocurrió anteanoche, lo que vi y oí entonces, empieza ya a enturbiárseme esta otra noche y se difuminará sin duda con el transcurrir de los días y el caso omiso, nuestra capacidad para omitir es enorme, como la de negación provisional y transitorio olvido, y acabará quizá siendo como la mancha de sangre en lo alto de la escalera, que ya no puedo jurar haber visto porque al limpiarla del todo di paso a la duda, por contradictorio que sea esto: si sé que la borré, cómo puedo dudar de ella; y sin embargo así sucede, uno borra o tacha y ya no es, lo borrado o tachado; y al no ser, cómo estar seguro de que alguna vez fue o nunca ha sido; cuando algo desaparece sin cerco ni rastro, o se pierde alguien sin dejar su cadáver, entonces cabe dudar de su absoluta existencia, aun de la pasada y atestiguada. Cabe dudar por tanto de la de mi tío Alfonso, del que sólo halló mi madre su foto de muerto que yo guardo ahora, pero no su cuerpo. Cabe dudar de la de Andrés Nin por tanto, que no se sabe dónde yace enterrado ni si fue enterrado (acaso en un jardincillo interior del palacio de El Pardo, y allí se conmovieron sus huesos durante treinta y seis años, al notar unas pisadas enemigas ociosas sobre su tumba anónima o más bien ignorada). Cabe dudar de la de Valerie Wheeler, que para mí aún no tiene muerte ni vida si nadie me las ha contado, es sólo un nombre y podría serlo inventado y quizá mejor que así fuera (y quizá por eso su viudo eterno me había hecho la advertencia: "En realidad no debería uno contar nunca nada"). Lo que ocurrió, en lo que participé anteanoche en este país que para mí volverá a ser "el otro" algún día, se hará cada vez más brumoso, irreal, sobre todo si no se repite ni yo lo cuento ni insisto, llegará entonces a ser recordado como un mal sueño a lo sumo, y tras todos los sueños siempre puede decirse: "Oh no, yo no quise, no era mi intención, no tuve parte y fui ajeno, yo no elegí, qué voy a hacerle, si aparecieron esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, o que no he impedido...". Eso piensa el iluso
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eso pensamos todos y quién no lo ha hecho, de vez en cuando. Pero mientras dura la ilusión ya nos vale, y no es cuestión de cercenarla antes de hora, sino mejor darle entero su tiempo, para ser creída.'
De pronto —o no fue así, sino que tardé en darme cuenta— vi que estaban apagadas las luces de enfrente, las de los bailarines, sus ventanales cerrados. Habían puesto fin a la sesión en algún momento, mientras yo cabeceaba o me adormilaba al son del 'Tema de Tana', esa pianola no pararía hasta que yo la obligara con mi mando a distancia, o no acabaría nunca de despedirse (adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo; no os veré más, ni me veréis vosotros; y adiós ardor, adiós recuerdos). No había estado atento a la calle, no me había acercado a la ventana de nuevo para vigilar quién salía, cuál de las dos mujeres, si una o ambas o si ninguna, cabía asomarse ahora y buscar una bici allí estacionada, pero que no la hubiera carecería de significado, su dueña podía no haberla sacado esa noche, haber venido en autobús, metro o taxi, lo que se da una vez no tiene por qué repetirse, aunque tengamos la propensión idiota a creer lo contrario, sobre todo si lo que se da nos complace; como tampoco significaría nada que sí la hubiera, una bici, podía ser de cualquier persona. En realidad no me importaba en absoluto, no iba a asomarme a otear la plaza, sólo me importaba un poco quién salía o no de mi casa, es decir de la de Luisa y los niños en el Madrid lejano, o quién entraba o no en ella, y se quedaba; y eso me era imposible verlo, los ojos de la mente no servían, no dan para tanto. 'No es asunto mío, debo hacerme de una vez a la idea', pensé. 'Como no lo es tampoco en qué emplee Luisa mi innecesario dinero, el que le envío de sobra sin que me lo pida, ella sabe lo que supone pedir, para las dos partes de las peticiones, así que ahora que no estamos juntos prefiere aguardar y evitárselo: como si cae en la tentación de sus conocidas y amigas y decide no correr el riesgo de acabar siendo una paria o una descuidada, no esperar a mañana ni a pasado mañana para hacerse un tratamiento de lo que quiera si quiere, someterse a sajaduras e implantes o inflarse a grimosas inyecciones de
bottox
como la señora Manoia si eso la contenta, aunque no la veo por esa senda, no aún, no a la que yo dejé atrás y he conocido, todavía no será muy distinta, para traicionarse el rostro; en todo caso yo debería conservar este empleo, seguir ganando lo que gano ahora y aún más, para sufragárselo o para cubrirles cualquier otra necesidad o emergencia más serias, aunque a mí ya no me toque intentar protegerla ni intentar contentarla, pero cómo se quita uno esa tendencia, o es costumbre; cómo se anula eso, en el pensamiento.'
Suprimí con el botón del mando el organillo o pianola, ya era hora, me había excedido, me había expuesto demasiado a las evocaciones, sin aburrirme de oír lo mismo. Pensé que si me quedaba dormido del todo así, en el sillón, vestido, me despertaría en mitad de la noche oprimido por los sueños plomizos, anquilosado, sintiéndome sucio, con frío. Pero no tuve la decisión suficiente para levantarme y trasladarme a la alcoba y tenderme, por lo menos eso. Y pensé ya sin música, en completo silencio, ahora sí se había hecho tarde, no para Madrid sino para Londres y era allí donde estaba, un habitante más de aquella isla grande que era patria para algunos como Bertram Tupra y para mí no lo era, sólo ese otro país en el que no hay persianas ni apenas cortinas ni contraventanas, y así se cuela la luna en todas sus habitaciones si está despejado el cielo, o las farolas lunares si está cubierto, como si allí hubiera que mantener siempre un ojo abierto al adormecerse: 'Debo hacerme a la idea de que a mí no me toca nada y de que además no soy nada, en aquella casa, en aquellas sábanas que ya no existen porque se rasgaron para hacer tiras o paños antes de que estuvieran viejas y adelgazadas, en aquella almohada. Sólo soy una sombra, un vestigio, o ni siquiera. Un susurro afásico, un olor disipado y fiebre bajada, un rasguño sin costra, que se desprendió hace tiempo. Soy como la tierra bajo la hierba o aún más allá, como la invisible tierra bajo la tierra ya hundida, un muerto por el que no hubo duelo porque no dejó atrás su cadáver, un fantasma cuya carne se va ahuyentando y sólo un nombre para los que vengan luego, que no sabrán si es inventado. Seré el cerco de una mancha que se resiste a irse en vano, porque se rasca y se frota sobre la madera a conciencia, y se la limpia a fondo; o como el rastro de sangre que se borra con mucho esfuerzo pero por fin desaparece y se pierde, y así ya nunca hubo rastro ni la sangre fue vertida. Soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. Nada más. O bueno, sí: "Déjalo convertirse en nada, y que lo que fue no haya sido". Seré eso, lo que fue que ya no ha sido. Es decir, seré tiempo, lo que jamás se ha visto, y lo que nunca puede ver nadie'.
'Aparte de eso, a mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común', esa era la cita exacta, como comprobé en Madrid más adelante, que de manera aproximada yo había musitado ante Wheeler en su jardín junto al río, justo después de que él hubiera dicho: 'El hablar, la lengua, es lo que comparten todos, hasta las víctimas con sus verdugos, los amos con sus esclavos y los hombres con sus dioses. Los únicos que no lo comparten, Jacobo, son los vivos con los muertos'. Nunca la he comprendido bien, esa cita, y Wheeler, que acaso habría podido con su saber más largo, no me la escuchó o no me quiso hacer caso, o tomó por mías y desdeñó esas frases que no eran mías sino de otro más respetable, eran de un muerto cuando habló de vivo, las había escrito en 1967 y había muerto en 1993, pero ahora estaba tan muerto como el poeta Marlowe, aunque éste le llevara una ventaja en la muerte de justo cuatrocientos años, lo apuñalaron en 1593, a aquel hijo de zapatero nacido en Canterbury (la ciudad del Deán bandido Hewlett Johnson por cuya extravagante e indirecta causa pudieron fusilar a mi padre mucho antes de mi nacimiento), y que había estudiado en Bene't's College, de Cambridge, en ese precisamente, llamado después Corpus Christi. Tal vez no hablar más iguala, tal vez el callar definitivo nivela en seguida y asemeja y une con fuerte y desconocido vínculo a los ya silenciosos de todos los tiempos, al primero y al último que al instante ya será penúltimo, y el tiempo entero se comprime y no se divide ni se distingue ni se distancia porque deja de tener sentido una vez que se acaba —una vez acabado para cada uno el suyo—, por mucho que los que se quedan lo sigan contando, el propio y también el del abandono de los que se fueron, como si algún día pudieran éstos remediar su marcha y no estar ya más ausentes. 'Hace veintiséis años que murió mi madre', decimos, o 'Va a hacer uno que murió tu hijo'.
Hablaba más o menos de eso quien escribió esas líneas cuando las escribió, era un compatriota mío, o más aún, un hombre de mi ciudad odiada por tantos y que además vivió su asedio, un madrileño. Visitaba en un viaje a Lisboa el cementerio frondoso de Os Prazeres, con sus avenidas formadas por hileras de minúsculos panteones, un mundo reducido y feérico de raras casitas bajas y grises, puntiagudas y ornamentales, calladas, pulcras y arcanas —habitadas y deshabitadas—, y se iba fijando en los saloncillos escuetos que a través de una puerta cristalera pueden verse parcialmente en el interior de muchos de esos sepulcros, con 'unas sillas, o dos pequeños sillones tapizados frente a un velador cubierto por un mantón de encaje donde hay un libro abierto, de lecturas piadosas, la fotografía del difunto en un marco de plata, un búcaro con unas flores inmarchitables y, en ocasiones, un cenicero'. En uno de esos saloncitos, 'que quieren ser acogedores', el viajero vio un par de zapatos, unos calcetines y un poco de ropa sucia asomando por debajo de uno de los ataúdes; en otro, unos vasos; y en otro, creía, un juego de naipes. 'A mi parecer', escribió mi paisano al respecto, 'semejante
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no tiene otro objeto que infundir un carácter familiar, habitual y confortable a la visita a los muertos, para que ésta no sea muy distinta de la que se hace a los vivos.' Es decir, no vio tal costumbre emparentada con la de los antiguos egipcios, que procuraban que no le faltara al difunto, en su eterno aislamiento decretado y sellado, nada de lo que hubiera disfrutado y apreciado en vida —al difunto importante al menos—, sino que la asociaba, 'más que al deseo de hacer grata y casera la permanencia del muerto en la estancia, a la necesidad del vivo de sentirse cálidamente acogido en aquel lugar'. Y añadía, no pudiendo dejar de ver la grave ironía: 'Se imagina uno que allí son los vivos los que buscan la compañía de los muertos, que, como sugería Comte, no sólo son los más, sino también los más influyentes y animados'.