—¿Cómo sabes? —le pregunté. Luego pensé que con Tupra era una pregunta ociosa, o de redundante respuesta. Él se dedicaba principalmente a saber, o esa era mi idea, y además de antemano, a conocer rostros futuros; y a diferencia de lo que ocurría conmigo y con Mulryan y Rendel, tal vez con Jane Treves y Branshaw ocasionalmente (con Pérez Nuix era más dudoso), a él no hacía falta guiarlo ni indicarle la senda de cada saber pertinente. Era él quien nos conducía, quien decidía qué aspectos de las personas nos interesaban o concernían y nos interrogaba sobre el campo acotado, por ejemplo si el cantante Dick Dearlove era capaz de matar y en qué circunstancias, o si un hombre anónimo tenía intenciones de devolver un crédito, tantas cosas distintas y tantas veces. Nunca me había preguntado si yo creía que De la Garza podía darle a la coca o al pegamento o al opio, de hecho no tenía recuerdo de que nunca hubiera preguntado por él, nada. Así que sólo ahora, por tanto, me paré a pensarlo. Bien mirado, no era improbable que le diera a todo: demasiado ansioso, demasiado ufano y atolondrado, y también muy excitable.
—Tú díselo y verás —me contestó Tupra mientras le ofrecía delicadamente su brazo a la señora Manoia y arrancaban los dos hacia el lavabo de damas. Se encontrarían con cola, sin lugar a dudas—. Dentro de siete minutos más o menos. Me reuniré con vosotros. Entretenlo hasta entonces. —Y con su dedo como un cañón corto señaló la puerta del pintado garfio, imposible no acordarse de Peter Pan nada más verlo.
Se lo dije a Rafita, que al igual que Flavia se había quedado momentáneamente estupefacto. Eso lo hizo recobrarse, reactivarse; se mostró interesado, o más bien algo afanoso.
—Vale, vamos —contestó en seguida, y hacia allá nos fuimos y franqueamos el garfio. Una vez en el lavabo de los mutilados, que seguía desierto como poco antes, no ocultó cierta impaciencia ante la perspectiva, debía de pensar que así la ebriedad se le mitigaría, había entrado en una fase de pequeño mareo, por fortuna no grave, no vomitaría, pero los pies se le enredaron un poco en el breve trayecto con mucho obstáculo humano, lo achaqué también en parte a efectos de su demenciado baile y desde luego el jadeo, después me di cuenta de que se le habían soltado los cordones de los zapatos, ambos, se podía haber dado una buena toña y quedar frito en la pista, allí lo habrían rematado las hordas y nos habríamos ahorrado unas cuantas vainas—. No la tienes tú, tú no la tienes. —Quiso constatar el hecho.
—No, la tiene el señor Reresby —le respondí, y entonces se me ocurrió que éste bien podía tenerla de veras o en absoluto; para alguien como él no sería complicado disponer de ella, ofrecerla puede ser muy útil en nuestros tiempos y él sabía moverse en cualquier territorio—. No tardará, ha dicho. Iba a ver si le curaba un poco el jabeque que le has pintado a nuestra titi con esas cuerdas absurdas que te salen de la coronilla, esa canasta. —A aquellas alturas ya no me importaba ponerlo verde, y además en el extranjero se adquiere confianza con los compatriotas muy rápidamente y sin base, para mal y aun para fatal por norma, pero tiene la ventaja de que se puede ir al grano cuando hace falta. De la Garza me estaba causando demasiados problemas y todos evitables, lo peor era eso. Me adapté de antemano a su habitual jerga impostada (yo nunca diría por mi cuenta 'jabeque'), eso equivalía a recorrer de golpe un gran trecho, de la confianza—. A quién se le ocurre ponerse esa ridiculez, y luego azotar con ella a tu pareja de baile, ya veremos cómo se lo toma el marido cuando le vea el fustazo en plena cara. —
'Uno sfregio',
me acordé de sus consultas de pronto, horrorizado; 'se la vamos a devolver con una especie de
sfregio,
si comprendí bien su gesto, se pasó la uña del pulgar por la mejilla; tiene tela la cosa, le va a sentar como un tiro, aunque aún peor habría sido el arañazo en la
bazza
en lugar de en la
guancia,
Manoia lo podría haber juzgado una alusión, una burla, una revancha mía por sus malos modos, aunque el mentón de la pobre Flavia no sea protuberante ni por lo tanto
bazza,
propiamente'—. Eres un imprudente del copón, De la Garza. Te he dicho que ese tipo tiene mucha influencia en el Vaticano, y bueno, en toda Italia, incluida Sicilia. —Yo mismo me quedé sorprendido de utilizar esa expresión ('del copón'), en mí absolutamente desusada, debió de ser por asociación de ideas con el Vaticano, que estará perdido de copones, supongo, uno al menos en cada estancia—. Y además le he visto muy malas pulgas, muy mala hostia —debí de seguir asociando, también deslizándome hacia el habla a la vez zafia y redicha de aquella peste de gañán perfumado—, confío en que Reresby sepa explicárselo, que no fue intencionado, que ni te diste cuenta. No lo fue, ¿verdad, Rafita?, no fue a propósito. —Nunca antes lo había llamado a él así directamente, me parecía; de hecho creía haberle oído el diminutivo a Peter ya después de que el agregado hubiera abandonado su casa aquella noche sin mojar y de vacío, para conducir y estrellarse en la carretera junto con el alcalde y la alcaldesa de Thame o Bicester o Bloxham o Wrox-ton (pero no había habido suerte).
—Claro que no ha sido aposta, qué te crees, ¿que me quiero quedar sin mojar al final, que me quiero estropear el polvo? Espero que no me lo hayáis jodido ya vosotros, me habéis cortado la inspiración y la faena al carajo, sois la leche merengada. Estaba que me salía. —Eso dijo, 'joder el polvo', y la metáfora taurina, y 'merengada', lograba teñir casi siempre su ordinariez de ñoñería, la nefasta mezcla española tan extendida y con nuestros escritores a la cabeza, incluidos muchos jóvenes deprimentemente anticuados, malolientes de puro rancios, las tradiciones abyectas resultan fáciles de seguir, se hacen tenaces. En lo segundo no podía acompañarlo, adaptarme: no estaba al alcance de mis concesiones, aquella cursilería suya.
—Pero qué polvo ni qué polvo, estás obsesionado con mojar, De la Garza. Olvídate de eso. A ti todo te da lo mismo, ¿no? Podría ser tu tía, y está aquí con su marido de guardia, te lo he advertido. Por qué no te vas de putas un rato, anda, tu sueldo te dará para eso. A ella es que ni, vamos, ni se le ha pasado por la cabeza. Y encima vas y le sueltas unos zurriagazos, no creo que quiera ni despedirse.
—Bah —contestó con displicencia—, ha sido sin querer, y ya me voy a quitar la peineta esta, para el baile no funciona, es un poco incordio. —Se acarició la redecilla con toda la mano de arriba abajo, como si escurriera una bayeta—. Y ni lo habrá notado, hombre, con la cara inflada a
bottox
como la lleva. Y qué dices, tío, la tenía ya entregada. Sólo me faltaba cuadrarla y hala: estocada hasta la empuñadura, hasta las corvas. Tocar pelo y a tomar por saco. —Insinuó la postura de entrar a matar con la espada. Empezaba con sus incongruencias en ristra, señal de que se recuperaba. Me pregunté qué creería que significaba 'corvas', pero a él no iba a preguntárselo.
—
¿Bottox?
—Fue entonces cuando oí el neologismo por vez primera—. ¿Qué es eso? ¿Y qué palabra es?
Bottox.
—La dije de nuevo para acostumbrarme, uno suele hacerlo con las que no conoce. De la Garza había llamado peineta a sus cuerdecillas colgantes, en su vida debía de haber visto una de aquéllas. Entre eso y sus enigmáticas corvas no era esperable que me ofreciera una etimología. Insistía en la comparación taurina, con ademán y todo, eso sí que era propio de nuestros particulares fascistas en el sentido coloquial del término, o en el analógico. No el gesto en sí, desde luego (hasta yo soy capaz de imitarlo, lo mismo que el de una verónica o un derechazo; todo a solas, bien entendido), sino la engreída asociación (digamos) de las labores de seducción de mujeres con la lidia de un toro bravo ante espectadores. Quizá a la postre sí era el suyo un espíritu fascista, por analogía.
—Ah no sabes. —Y lo dijo en un tono pueril de perdonavidas, como si mi ignorancia fuera la prueba de su mundanidad superior (no se la discutía, patanes mundanos los hay a millares y van en aumento) y de su permanente instalación en lo chic que le importaba tanto (por mí podía morar en ese terreno hasta el mismísimo último día, yo no pensaba disputárselo, ni tan siquiera hollarlo)—. Ah no sabes —repitió. Estaba encantado de poder aleccionarme en algo, es un decir—. Se lo inyectan a lo bestia las tías con pasta, y bueno, ya también algunos tíos. Tu amigo seguramente, sin ir más lejos, me pega que se lo meta en los pómulos, en la barbilla, en la frente, y en las sienes, contra las patas de gallo. Ese Reresby tiene la piel muy compacta y sin arrugas, se debe clavar la hipodérmica cada pocos meses, la italiana dejará pasar sólo semanas, qué sé yo. Si se lo permiten.
Era verdad que Tupra tenía una piel inquietantemente lustrosa y tersa para sus años probables, de un bonito color acervezado o incluso a veces amelocotonado, pero nunca me había parecido que fuera gracias a ningún artificio ni tratamiento, o bien es que no solía ocurrírseme que los varones recurrieran a eso, no aún por aquel entonces. Quién sabía, sin embargo. Me estaba quedando anticuado en algunos aspectos: yo ignoraba la existencia de aquel
bottox
y sin duda de otros productos, era sólo un ejemplo. Bueno, todavía seguía ignorándola, Rafita no era el más indicado para explicar bien nada.
—¿La hipodérmica? ¿Se lo inyectan, quieres decir inyecciones en toda regla, con aguja y todo? Qué es, ¿una cosa líquida, claro? Contra las arrugas. —Lo último fue una afirmación, también a modo de acostumbramiento. Me resultaba inconcebible, que nadie se hiciera clavar una aguja en la frente o en la barbilla (lo de las sienes no era creíble) sin verse obligado a ello por imperiosos motivos, y además, aquella palabra... Si de algo tengo sentido es de las lenguas y las etimologías, supongo que me acostumbré a estar alerta y a deducirlas cuando enseñaba en Oxford y los estudiantes (por lo general malintencionados, chinchosos) me las preguntaban constantemente de los vocablos más peregrinos, tenía que improvisar a menudo, inventármelas sobre la marcha, cómo puede uno saber en mitad de una clase de dónde vienen 'papirotazo' o 'moflete', o cómo se originaron 'coscorrón', 'esgrima' o 'vericueto'. Ahora no pude evitar la sospecha de que
bottox
fuera una contracción (tranquilizadora y de camuflaje, además de cómoda y práctica) de
'botulin toxin' en
inglés, es decir, de la toxina botulínica tan peligrosa y temida y que, según me había contado Wheeler, el SOE había traído ex profeso de América en plena Guerra para impregnar con ella y emponzoñar las balas que le dispararon a Heydrich en el atentado de 1942 en Praga, y que fue lo que a la postre le causó la muerte a la que tanto se resistía, su voluntad no se le iba. 'Es demasiada coincidencia para que no sea eso.
Bottox',
pensé. 'Y si lo es, qué locura, inocularse veneno para no envejecer, o bueno, para aparentarlo, habrá de ser en cantidades muy medidas, mínimas. Pero qué fácil sería que se le fuera la mano al practicante, en la dosis. Y qué antigua ya esa palabra, "practicante", era normal en mi infancia'—.
¿Bottox
no significará la toxina botulínica, espero? —le pregunté a De la Garza. Al ver su cara de brutalidad ignorante ya supe que no tenía ni idea, pero no esperaba tanta memez como la que encerró su respuesta, así que dudé si era fingida o si es que le había aumentado con la semiborrachera y el reciente zarandeo de la música bestia. No era tan cabestro, pese a todo, como para sufrir tal confusión indeliberadamente.
—Esto no tiene nada que ver con la bulimia, tío —me contestó el muy mendrugo—. Ni con la bulimia ni con la anorexia. —Había apoyado una mano en una de las extrañas barras cilíndricas del lavabo espacioso y limpio; en la única fija, de hecho, para su suerte: sin duda le venía bien para no vencerse mientras aguardaba su prometida raya.
—No bulímica, hombre. Botulínica. Del botulismo, ya sabes. —Seguía mirándome con expresión muy ignara—. El botulismo, esa enfermedad que se coge al comer alimentos en mal estado, o conservas mal envasadas, ¿no has oído hablar de eso? —Me sabía esa etimología, así que se la solté, no digo que no fuera por devolverle su anterior tono de aleccionamiento—: Carne, o pescado, no sé si también fruta; pero pasaba sobre todo con los embutidos, y de ahí el nombre:
'botulus'
significa en latín 'embutido'.
—No sé de qué me hablas, ni puta idea, lo que es no me lo preguntes, ni de dónde lo sacan. Pero no me pega que en esto entren ni salgan los chorizos ni las butifarras, oye. Esto va de una sustancia que se la inyectan y creo que les paraliza los nervios y entonces apenas si hacen gestos, se les van las arrugas mientras les dura el efecto y no les sale ninguna nueva, bueno, ahí donde se lo pinchen, claro. Pero vamos, es así, yo conozco a varias: ¿que una tía tiene la frente hecha un pergamino? Pues inyección al canto y a presumir de lisa como si fuera de mármol, una estatua. ¿Que tiene como un acordeón las mejillas? Pues les suelta unas dosis de paralís y a exhibirlas bien frescas y tersas. Lo único malo es que, al quedárseles paralizados los nervios, se les insensibiliza toda la zona, por eso la italiana ni se habrá enterado de que le daba con esto —se tocó la redecilla como si fuera una crin—, y también se les queda una expresión rara, como de piradas. No pueden mover bien nada, así que se las ve muy lozanas y prietas pero también muy tiesas, a lo muñecona, con cara un poco de bobas y locas. No sé si te has fijado en esta actriz, la exmujer del otro que está con la nuestra, joder, se me ha ido cómo se llama, esa con cara de alta, a mí me da que esos ojos tan fijos que se le han puesto son por el
bottox,
y como puntiagudos, ¿no? ¿No la ves como grillada de cara? Se lo debe meter en los pómulos y en las patas de gallo, a litros, es como si no pudiera ni cerrar los ojos, lo mismo duerme con ellos abiertos. Y como esta Flavia, joder. Según el ángulo parece un duende.
Allí estaba de pie dándome una charla absurda, sobreponiéndose a su leve mareo sin gran esfuerzo, con su aspecto pretendidamente fantasioso y moderno pero en realidad sólo irrisorio, todo él era un chafarrinón, una figura de farsa, había anunciado que se iba a quitar la peineta y aún no había hecho ni amago, y su rígida chaqueta gigante, los cordones de los zapatos sueltos. No pude evitar sonreírme, y me cruzó un hilo de lástima. De la Garza era inaguantable desde cualquier punto de vista, lo que se llama un plasta, y de los que avergüenzan; pero no era antipático, como no suelen serlo los de su estilo, he visto a muchos desde la infancia, son risueños y aun cariñosos formalmente, resultan desconsiderados y obscenos porque van siempre a lo suyo y se les nota incluso en la adulación o en el servilismo; pero en el fondo no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan y en general creen lograrlo, no tienen capacidad ninguna para darse cuenta de que fastidian, para percatarse de que están de sobra, son engreídos y eso no lo conciben, viven en una ufanía permanente de sí mismos, no pillarán una indirecta nunca ni casi tampoco las más rudas directas, y así se hace trabajoso ahuyentarlos. Y luego, lo del acordeón, y los puntiagudos ojos de la diva del cine, y las facciones de duende de la señora Manoia (era cierto que, siendo muy gratas, se aparecían en algún momento picudas, hieráticas), todo eso me hizo algo de gracia, también me llevó a pensar que en su sandez había fallas, en la práctica es difícil encontrar a una persona que carezca totalmente de aciertos, sobre todo verbales —o digamos de singularidades—, a la gente se le ocurren siempre imágenes o expresiones o comparaciones chuscas, en el mejor sentido o en el más apreciable, que hacen sonreír o reír aunque sea por lo equivocadas, o por lo groseras, o por lo inconvenientes, pocas cosas tan cómicas como los patinazos y las meteduras de pata, qué más da si son con uno. Quizá por eso todo el mundo habla tanto y cuesta tanto guardar silencio, porque en casi cualquier habla acaba por asomar algo de gracia, no es sólo callar lo que salva, a veces es lo contrario y de hecho esa es la general creencia, una estela de
Las mil y una noches,
su heredada idea entre los hombres de que nunca hay que perder la palabra ni que terminar el cuento, rajar sin fin y no parar nunca, pero ni siquiera para contar historias ni para persuadir con razones o con cizañas, a menudo nada de eso hace falta, puede ser suficiente con entretener el oído ajeno como si se vertiera en él música o se lo arrullara, y así evitar que se nos marche. Y eso puede bastar, para salvarse.