Mi antiguo compañero Comendador había pensado en la posibilidad menstruosa con más rapidez que yo, pero él tenía una joven delante cuando vio la sangre, y también observó gotas rojas minúsculas en su camiseta y otra más grande en su sábana, lo tuvo más fácil para ocurrírsele, y además nunca sabríamos, él seguro y yo muy probablemente, si esa era la explicación acertada para nuestras respectivas manchas, sí lo sería para las de la mujer del gabinete —baldosa y zapato blanco— que se había conducido con tanto cuajo. Pero quién sabía.
De pronto me encontré haciendo memoria de qué mujeres llevaban falda en la cena de Wheeler (fue también medio involuntario, o quizá es que cualquier recuento atrae siempre al parcial sueño): desde luego Beryl y muy llamativa, que además bien podía haber prescindido de la prenda íntima a tenor de la avidez con que De la Garza trataba de poner la vista, sentándose en un
pouf muy
bajo, a ras o casi de sus patas largas (muslos como toboganes por los que deslizarse, había dicho el muy loco); y también le pegaba haber querido incomodar a Tupra con ese rasgo de descaro (no se lo habría comunicado hasta ya cerca de Oxford, en el automóvil), o haber pretendido reseducirlo, pese a su desdén aparente, de un modo elemental y tosco, sin rozarse apenas y a relativa distancia, sin esfuerzo personal, psicológico, sentimental, biográfico, nada más que animalesco, que viene a ser sin esfuerzo alguno. Llevaba falda la señora Fahy, esposa del historiador irlandés soporífero Profesor Fahy, así como la alcaldesa laborista y aciaga (por matrimonio) de las desdichadas poblaciones de Eynsham o Ewelme o Bruern o Rycote, o quizá de aquella con peor fama en el Oxfordshire desde la lejana época del poeta Marlowe, Hog's Norton; pero ambas damas habían sobrepasado con creces el tiempo concedido a los regulares advenimientos, al igual que la propia señora Berry, que era claramente más joven que Wheeler pero no tanto como cuatro decenios ni siquiera tres ni dos y medio, de hecho me dio instantánea vergüenza pensar en ella o en ellas (sobre todo en ella, la conocía y la respetaba desde hacía siglos, aún al servicio de Toby Rylands) en semejante circunstancia a sus años, quiero decir en sociedad y sin bragas, la idea me suscitó gran rechazo, más que nada por irreverente, y un poco de compasión hipotética, me afeé mis cavilaciones. En cuanto a la Deana de York que había provocado delirios zafios en De la Garza ('Joder joder, esta tía está pistonuda', había dicho el anormal completo), resultaba aventurado pronunciarse sobre el actual influjo de la luna en su cuerpo, la viudez difumina la edad y engaña bastante, hace mayores a las muy jóvenes y rejuvenece a las ya talludas; asimismo vestía falda, y yo habría dicho que anticuadas enaguas y aún más anticuada faja, y por tanto no creía que la inaccesible
dowager
de un clérigo renunciase nunca a ropas más fundamentales (quizá ni siquiera en su cama a solas, no digamos en casa ajena y en compañía nutrida). Alguna había con pantalones, pero esa no fue Harriet Buckley, la Doctora en Medicina recién divorciada y que según Tupra podía estar más dispuesta aquella noche a hacer averiguaciones sobre el terreno que Beryl y que la señora Wadman (este nombre sólo supuesto); yo no había estado atento ni había hablado con ella más allá de las presentaciones, pero no le faltaba a esa Doctora cierto atractivo básico, y en realidad fue un milagro que no hiciera estallar su falda, no por gorda ella sino por estrecha y ceñida y ajustada la falda (en verdad se necesitan estas redundancias para dar idea de cuánto), y en toda la cena no se quitó unas gafas que le conferían un aire distraídamente vicioso, como de secretaria pimpante en una comedia norteamericana de los años cincuenta (luego secretaria fantaseada); la Doctora desbragada me pareció una idea aceptable o al menos no me causó dentera ni muy mala conciencia (sólo una pizca), como tampoco Beryl a pelo ni una jovencita que pululó por allí aburrida a lo largo de la velada y que nunca supe quién era, seguramente la hija estudiante de alguno de los convidados, podía serlo de la propia Buckley: en todo caso me la había figurado caprichosa y atrevida de lejos, y le había notado en la boca un aviso de indecencia (incisivos separados; labios que jamás lograban estar del todo cerrados ni ocultar, en consecuencia, aquellos dientes procaces); no creí que fuera abusivo imaginarla aligerada, quiero decir bajo la falda.
Una de las tres habría subido al primer piso en un momento desafortunado, habría perdido o soltado su gota sin percatarse de ello, lo mismo que la centroamericana que me había contestado 'Gracias', eso indicaba que la de su zapato no la había descubierto antes de que yo se la señalara. Era improbable, sin embargo, una conjunción de esos factores durante la fiesta de Wheeler, y ni siquiera sabía si algo como la desprevención y la consiguiente mancha en el suelo era técnicamente posible (técnica o fisiológicamente, por decirlo de algún modo). Me di cuenta de que en Londres no contaba con ninguna amiga ni amante estable a quien preguntarle al respecto, nadie con quien tuviera suficiente confianza, en Madrid sí, en mi vida normal le habría consultado a Luisa en primer lugar, también estaba mi hermana, y viejas amigas y antiguas novias,
old flames
como Beryl de Tupra o lo era Tupra de Beryl, ella más indiferente a su pasado. 'Mi vida normal': no acababa de hacerme a la idea de que ya no lo era, había sido expulsado de ella o mi tumba estaba allí bien hundida, cavada hasta lo más hondo; aún conservaba la sensación engañosa de que aquel otro país era un paréntesis, de que aquella segunda estancia inglesa era vida no vivida del todo, esa que no cuenta mucho y de la que apenas si se responde, o sólo al celebrarse el gran baile cada vez más inverosímil —seguramente hoy abolido, cancelado hasta nuevo aviso o más bien nueva creencia—, del tiempo que ya no es tiempo o está helado y sin transcurso. ('Cuan largo me lo fiáis', exclamábamos los españoles irónicos ante perspectivas tales, parafraseando a Don Juan en el verso de un contemporáneo de Marlowe; ahora se dice menos pero todavía es posible oírlo, cuando el tiempo no es temible y parece que no llegará lo anunciado, de tan lejos.) Quizá aquel periodo mío resultara provisional a la postre, pero nada es nunca provisional ni es periodo mientras no concluye y se cierra, y mientras eso no ocurre el paréntesis se convierte en la frase principal, dominante, y al leer uno se olvida hasta de que se abrió su signo.
Dos días después llamé a Luisa pese a lo extemporáneo de la consulta, y aun lo extravagante. Con una hermana da más apuro referirse a estos asuntos: aunque ellas sean la primera novia, lo son cuando aún no hay sangre, esposa niña solamente. Llamé a Luisa y la encontré en casa, no hubo lugar a mi nerviosismo; sonó un poco sorprendida (no era jueves ni domingo), pero no incomodada. Me interesé por los niños rutinariamente, por su salud y la de ella, y en seguida me justifiqué: 'Te llamo para hacerte una consulta', dije. 'Dime', contestó bien dispuesta. Así que le pregunté, tras un preámbulo y dos disculpas, si era posible que a una mujer sin ropa interior inferior, a la que pillara desprevenida la regla, le cayera una gota de sangre al suelo, estando de pie o caminando ('Sí, no sé, o subiendo una escalera', rematé sin necesidad, para completar el absurdo cuadro). Hubo un breve silencio durante el cual temí que me colgara sin más o me sugiriera buscar mi juicio en paradero desconocido, pero lo que vino luego fue una carcajada amigable, conocía bien esa risa, la divertida, la bienhumorada, la inevitable en ella cuando algo le hacía verdadera gracia. En ese momento vi con claridad su cara, y qué simpática era esa cara (la vi con los ojos de la mente, allí en Londres, o bien con los de la memoria, a través de mi ventana).
'Pero qué pregunta es esa', dijo aún entre risas. '¿Estás escribiendo una novela o qué, un anuncio de compresas? ¿O es que ahora te tratas con descuidadas? Espero que no, porque habría que serlo bastante, para que le pasara a uno eso que dices.' Y se oía su jovial sonido.
Me dio tiempo a pensar que, si estaba contenta, tal vez era por oír mi voz fuera de horarios, o porque ya se le delineaba del todo la figura que me sustituiría —el adulador piadoso que se desliza dentro, el irresponsable juerguista que se queda fuera, el suspicaz dominante que la acaba encerrando; yo prefería al segundo, hipotéticamente, pese a su cabeza a pájaros; pero no iba a requerirse mi opinión, eso seguro—. Nunca le preguntaba al respecto, como tampoco me interrogaba ella a mí por mis andanzas, sólo una vez me había dicho: 'Espero que no estés muy solo, ahí en Londres', y eso no era una pregunta, exactamente. 'Nada más que lo esperable', había contestado yo en seguida, sin decir ni sí ni no, y en todo caso desdramatizando. Y me dio tiempo a pensar que si hablaba así de 'descuidadas', podía significar que tenía curiosidad por saber si me trataba con mujeres en situaciones tan íntimas como para que anduvieran en mi presencia sin bragas (claro que eso era posible siempre con mi total ignorancia del escamoteo). Y eso podía significar a su vez que el hecho no le era indiferente y que acaso le escociera un poco, o bien que le diera lo mismo y por eso me las mencionara de modo tan desenfadado, tal vez incitándome a frecuentarlas, o a reclutarlas y que no faltaran. Ya no tenía la menor idea de cómo me consideraba ahora, si sentía por mí mero afecto apaciguado o aún le cabían borrascas, de qué lugar me adjudicaba, si seguía esperando a que se disipara mi olor del todo y me convirtiera en fantasma (en uno bien avenido, o de los que no se malquistan ni abusan y conceden espaciar sus rondas) o si ya estaba completo el proceso y mis sábanas rasgadas para hacer tiras o paños. En realidad casi nunca sabemos nada de lo que nos atañe directamente, por mucho que interpretemos y conjeturemos y yo lo hacía sin pausa, quizá estaba malgastando mis días en el edificio sin nombre, creía contribuir allí en algo y sin querer estafaba: quizá trabajaba en vacuo. Y además, luego, en resumen, había tenido miedo, miedo de Tupra y miedo a fallarle, y desconfianza de mí mismo, también eso (lo había descubierto todo sólo un par de noches antes, la noche de los Manoia). Me pagaban por hacer apuestas sobre el comportamiento futuro de las personas y sus probabilidades, y ni siquiera veía el rostro —el de hoy, el de mañana; sólo veía el de ayer, con ojo mental y tuerto— de quien mejor conocía, había vivido bastantes años con Luisa y en mis hijos disponía de más datos complementarios, ella se prolongaba en ellos y los hijos son transparentes mientras aún son los niños nuestros, después se acorazan o huyen o se envuelven en sus nieblas. Ahora ignoraba hasta cuál sería su peinado, el de Luisa (y tanto dice de las mujeres cómo llevan o se recortan el pelo), y ni a mí mismo me veía; pero esto último importaba menos, pues a fin de cuentas era cierto lo que apuntaba aquel texto relativo a mi nombre que había leído medio a escondidas en el fichero: eso nunca me había interesado ni preocupado nada. Un enigma poco digno, una pérdida de tiempo.
No pude evitar unirme a su risa, ni lo quise, sino al contrario: la había echado de menos y aproveché la ocasión, ella me la había retirado hacía mucho, pero antiguamente nos la contagiábamos, o ni siquiera eso, solía brotarnos casi al tiempo, la suya conmigo pertenecía a las que no se fuerzan ni van precedidas de una decisión ni un cálculo, también la mía con ella, aunque esta vez fui con retraso, estaba desacostumbrado y no había sabido ver de antemano, por mi cuenta, el lado cómico de mi consulta, supongo que andaba demasiado metido en mí mismo, en particular aquellos días que siguieron a la noche del miedo nuevo y la no tan nueva desconfianza; pero a ella le había hecho gracia inmediata o casi, tras unos segundos de estupefacción, de no dar crédito a mi llamada para hacer esa pregunta
('Che vanto ridere insieme',
solía exclamar una vieja y no efímera llama de Italia, de mi pasado ya remoto, a ella debía en gran parte mi conocimiento del italiano. No sé cómo se diría eso en mi lengua: 'Qué gloria reírnos juntos', o quizá 'Qué alarde').
'Serás boba', le dije, 'mira que eres boba', y mientras lo decía reímos juntos, y sentí algo parecido a un
vanto.
'Pues no, todavía no me he idiotizado tanto como para dedicarme a la publicidad o ponerme a escribir novelas como todo el mundo. Aunque en fin, todo podría andarse, yo ya no descarto ninguna mamarrachada en la vida. Pero qué boba eres, pasan los años y es increíble lo boba que sigues siendo.'
'Ah, pues ya me dirás a qué viene esa pregunta tan natural, tan normal. Bueno, a mí me la hacen mis colegas a diario.' Y aún seguía o seguíamos riendo con gusto, nada como la leve tomadura de pelo mutua, la que jamás ofende sino que da contento, para demostrarse el afecto, quiero decir el preliminar cuando estábamos juntos y al cabo de tres frases o cuatro podíamos tocarnos, besarnos, o abrazarnos tumbados y muy despiertos. Pero ahora no habríamos querido, de habernos visto con los ojos físicos. 'Qué pasa, ¿alguien te ha puesto el suelo perdido? No me lo creo.'
Paré yo de reír por fin, un momento.
'No, no es mi suelo. Fue el de Wheeler. Pero sería largo de contar ahora. Dime, ¿es posible o no, que pase eso?'
'¿El de Peter? ¿A sus años? Voy a tener que regañarlo. Yo comprendo todas las tentaciones, pero no creo que le convenga nada de eso. ¿Cómo es que no se lo impide la señora Berry, cómo es que no ahuyenta a esas sucias?' Y aún soltó otra carcajada, sin duda tenía alegre el ánimo. Eso me gustaba y no me gustaba, podía ser por mí o por algún otro individuo que quizá acababa de irse, o estaba a punto de llegar, o estaba ella a punto de salir a encontrarlo, o estaba él ya allí en mi casa, oyendo la conversación y aguardando a que terminara impaciente, oyendo sólo su parte, no la mía pero sí la de Luisa. No lo creía, esto último, ella sonaba como si no hubiera testigos y nada la condicionara ni la amenazara. Pero quién sabía, no se sabe nunca, podía tratarse de un extranjero que no entendiera la lengua, uno habla como si no hubiera testigos cuando está seguro de que no le entienden, o incluso lo hace a propósito para enamorar o atraer o eso espera engreído, para mostrarse tal cual es supuestamente, para que el contemplador admire cómo es uno con los demás, cuan simpático y risueño, hay una pizca de fingimiento y otra de exhibicionismo en ello, yo lo he hecho, en épocas de debilidad desde luego, me empezaba a parecer esta una de ellas. Y aquella no era mi casa. Estos pensamientos embrionarios hicieron amainar mi risa y me permitieron insistir, no en tono serio pero sí de premura: