De pronto me apeteció oírle más, a De la Garza, más chachara y más disparates y más símiles chuscos (tal vez yo echaba en falta mi lengua más de lo que me reconocía), pese a que su lado patriotero le surgía siempre como un estigma, sin él proponérselo necesariamente: 'con la nuestra', había dicho, ese temible sentido de la pertenencia. Pensé si me estaría pasando con él (salvando largas distancias) algo semejante a lo que le pasaba a Tupra conmigo: yo lo divertía, se sentía a gusto en nuestras sesiones de conjetura y examen, en nuestras conversaciones o tan sólo oyéndome ('Qué más', me reclamaba. 'Qué más se te ocurre. Dime lo que piensas y qué más has visto'), acaso le sonaba agradable el acento canadiense que me había atribuido la noche que nos conocimos
,
o de la Columbia Británica más precisamente, él había estado en todas partes. Es todo cuestión de verle de repente a alguien la gracia, incluso a quien lo saca a uno de quicio, eso es posible y también peligroso, verle al ser más detestado una pizca de impensada gracia (la solución de la mayoría —la precaución mejor dicho— es no admitir ni el mero atisbo, y fingirse ciego). Tupra me la veía sin duda, y casi desde el principio; era inesperado y más extraño que yo le descubriera alguna a Rafita al cabo de dos encuentros y de tanto chincharme, luego aún podía ser un espejismo que no me durara nada.
En cuanto al
bottox,
sí debía de ser lo que yo había inferido, porque la toxina botulínica producía en efecto parálisis muscular, atacaba el sistema nervioso, uno acababa por no poder hablar ni tragar (ah, una enfermedad para suprimir el habla), más tarde ni respirar y moría así, por asfixia, eso recordaba de las advertencias familiares durante mi infancia, cuando aún se temía cualquier abolladura en una lata, o que al abrirlas se escaparan gases, o el más mínimo olor impropio que desprendieran cerradas, las conservas no eran ya novedad en modo alguno pero tampoco estaban tan extendidas y las abuelas desconfiaban, las madres ya no o sólo un poco, por el ascendiente; en toda mi vida había sabido de nadie aquejado de botulismo en España (o acaso en atrasadísimas zonas rurales), pero se me había quedado una frase de la aprensión reinante, jamás se borra lo que impresiona de niño, una frase de mi abuela materna, creo, lo que al niño impresiona lo recuerda ya siempre el adulto que lo sustituye, hasta el último día, y era de esas amenazas que uno toma entonces al pie de la letra, aterrado por la instantaneidad atribuida al veneno, deslumhrado por el prestigio de lo fulminante y extremo, que permite fantasear sin límites y en las dos trincheras, como víctima y como asesino: 'Bajo ningún concepto debéis siquiera probar el contenido de una lata o una conserva dudosas, y lo son la mayoría', habríamos oído los cuatro prevenir a las criadas; 'porque si está malo, esa toxina es tan fuerte que a veces puede ser mortal el simple contacto con la punta de la lengua'.
Uno se imaginaba algo tan normal y tan nimio como una cuchara cuyo borde o punta se lleva a la lengua la mujer que revuelve el guiso, para comprobar si le falta sal o si está aún tibio o ya caliente, y lo hace con toda tranquilidad, mientras canturrea o tararea o aun silba (aunque silbaban sólo los hombres por aquel entonces, o bien chicas tan jóvenes que todavía eran casi niñas), quizá sin mirar hacia la cazuela o la olla sino a la vez que curiosea por la ventana y echa una ojeada al patio en el que otras señoras u otras criadas sacuden alfombras colgadas de los alféizares o ponen pinzas a la ropa húmeda (siempre una al menos entre los dientes), o se las ve más adentro quitando el polvo con perezoso plumero o subidas a un taburete desenroscando la bombilla del techo, que se ha fundido. Al oír la advertencia, también dirigida a nosotros para el futuro ('Así que ni rozarlo nunca, el contenido sospechoso, por si acaso. Hasta que haya hervido'), uno se imaginaba esa cuchara impregnada tocando la lengua o los labios y al instante a la mujer fulminada como por un rayo o un disparo, tirada en el suelo de la cocina sin vida mientras su guiso seguía haciéndose, y temía por su madre entonces cuando era ella quien cocinaba, porque al oír la palabra 'mortal' no se le ocurría a uno pensar en algo aplazado o lento, imperceptible en el acto y cuyos efectos aparecían más tarde, sino en una especie de descarga eléctrica espectacular, matadora, un fogonazo, los niños sólo conciben lo inmediato o lo muy rápido, si algo es fatal lo es ahora mismo y jamás a largo ni a medio plazo, como lo es el zarpazo de un tigre o la estocada de un mosquetero en la frente o la flecha de un moro en nuestro corazón, jugábamos a esas ficciones, los peligros son inminentes o en realidad no son peligros, 'Cuan largo me lo fiáis', esa es la divisa del niño para cuanto no llega en seguida o no sucede hoy ni en la mera prolongación de hoy que es mañana; claro que en él no hay ironía, ni adopta el lema esas palabras, sino las más infantiles de 'Para eso aún falta mucho', las más de las veces como reiterada pregunta ante cualquier espera o demora: '¿Aún falta mucho para llegar?', '¿Aún falta mucho para el verano?', '¿Para Reyes?', '¿Para mi cumpleaños?', '¿Para que la película empiece?', '¿Y para mañana?', seguida a los cinco minutos de la impaciencia que niega o consume el tiempo, '¿Ya es mañana?'. 'No, hijo, aún no es mañana, aún es hoy, que tarda en irse.' '¿Y para que regrese a casa y a Madrid con los niños, aún falta mucho para volver con Luisa?' O la que se acentúa en la edad adulta y nos va insistiendo sin formularse nunca tan nítidamente: 'Y para mi muerte, ¿cuánto aún falta?'.
Por eso le pregunté a ella, cuando la llamé a los dos días de aquella noche de los Manoia y Reresby y De la Garza; antes de que me colgara irritada le inquirí acerca del
bottox
por si ella sabía, Luisa tenía montones de amigas y conocidas y algunas eran tías con pasta, según la expresión del agregado, me parecía increíble y sarcástico que al cabo del tiempo pudiera existir una solución o una medida de aquella toxina que fue tan temida y con la que se untaban las peores balas, las destinadas a los poquísimos verdugos nazis a los que intentó tumbarse, que se utilizara ahora en beneficio de los pudientes y para su capricho y lujo, para retrasar sus arrugas o eliminarlas durante unos meses, con la misma base de parálisis muscular o anestesiados o dañados nervios —lo que quisiera que fuese o ambas cosas o consecuencia una de otra—, la misma base que antaño traía vértigos e inmovilidad creciente y falta de coordinación y visión doble, y perturbaciones intestinales graves y luego afasia y luego asfixia, y la paralización de todo y mataba. Sí, todo es ridículo y subjetivo y parcial hasta extremos insoportables, porque todo encierra su contrario, se depende excesivamente del momento y el lugar y la virulencia y la dosis, según cuáles sean éstas hay enfermedad o hay vacuna, o hay muerte o embellecimiento, al igual que todo amor lleva en su seno su hartazgo y su saciedad todo deseo y su empacho todo anhelo, y así las mismas personas en las mismas posición y sitio se aman y no se aguantan en diferentes periodos, hoy, mañana; y lo que en ellas era afianzada costumbre se vuelve paulatinamente o de pronto —tanto da, eso es lo de menos— inaceptable e improcedente, y el tacto o roce tan descontado entre ambas se convierte en osadía u ofensa, lo que gustaba y hacía gracia del otro se detesta y estomaga ahora y se maldice y revienta, y las palabras ayer ansiadas envenenarían hoy el aire y provocarían náuseas y no quieren más oírse bajo ningún concepto, y las dichas un millar de veces se intenta que ya no cuenten (borrar, suprimir, cancelar, y haber callado ya antes, a eso es a lo que aspira el mundo, lo sepa o no, esté o no al tanto). Y hasta para llamar a casa hay que encontrar un motivo, para presentarlo o adelantarlo.
'¿Tú has oído hablar de un producto de belleza, un injerto artificial o no sé, dicen que es una inyección, eso cuesta creerlo, lo llaman
bottox?’
Con esa pregunta de penúltimo instante traté además de distraer o abortar su incipiente aspereza, su seriedad repentina después de sus risas, su mosqueo por mis otras o demasiadas preguntas sobre la ausencia de bragas y una mancha de sangre que quizá yo había soñado, o a la que tras borrarla entera, a conciencia, del todo, incluido su adherido y resistente cerco, ya podía por fin decírsele lo que a tantísimos hechos y objetos y a tantísimos muertos, o ni siquiera se molesta nadie en decirles esto: 'Puesto que de ti no hay rastro, no tuviste lugar, no has ocurrido. No cruzaste el mundo ni pisaste la tierra, no exististe. Ya no te veo, luego nunca te he visto. Puesto que ya no eres, nunca has sido'. Era posible que eso mismo me dijera a mí Luisa con su pensamiento, cuando estuviera a solas, o dormida; aunque hablara conmigo de vez en cuando, y hubiera el permanente rastro de nuestros dos hijos, y yo aún no me hubiera muerto. Solamente estaba
'in another country',
expulsado del tiempo de ella que envuelve y arrebata a los niños y es ya muy otro que el mío, fuera del suyo que avanza ahora sin incorporarme, sin dejarme ser partícipe ni tan siquiera testigo, mientras yo no sé bien qué hacer con el mío, que avanza igualmente sin incorporarme o al que aún no he sabido subirme (quizá ya nunca me ponga al día), y en el que sin embargo transcurre esta vida paralela o teórica en Inglaterra que no contará mucho cuando termine y se cierre como los paréntesis, y a la que entonces también podrá decirse: 'Ya no avanzas. Te has convertido en pintura helada o en memoria helada o en un sueño acabado, y ya ni siquiera te veo desde la adversa distancia. Ya no eres, luego nunca has sido'.
Luisa no me contestó en seguida, se quedó callada, como si hubiera visto mi segunda consulta como lo que sólo era en muy mínimo grado (una maniobra de diversión, un recurso para evitar responder a su pregunta en serio), o como si le pareciera tan impropia de mí como la primera y contribuyera por tanto a su perplejidad o a su intriga.
'¿El
bottox?
Si", repitió la palabra al cabo de unos segundos. '¿Pero a qué te estás dedicando, Jaime? Bragas, menstruaciones, ahora esto. No irás a cambiarte de sexo, espero. No sé yo cómo se lo tomarían los niños, pero me parece que les daría miedo. A mí me lo da, desde luego.'
'Muy graciosa', le dije, y algo de gracia sí me había hecho, o quizá celebraba que el humor le hubiera vuelto, cuando Luisa gastaba bromas significaba que se sentía amistosa, y además las suyas no eran agresivas, a lo sumo ácidas como esta, y las soltaba siempre con amabilidad o con reconocible afecto, risueñamente y sin buscar el daño. La había divertido su propia salida idiota, porque la oí reír de nuevo y no pudo resistirse a proseguir un poco la guasa.
'¿Cómo habríamos de llamarte, imagínate? Sería un poco confuso todo. Piénsatelo bien, por favor, Jaime, antes de dar el paso; irreversible, supongo. Piensa en los inconvenientes, y en las situaciones embarazosas. Acuérdate de aquel tesorero de un
college
del que nos contó una vez Wheeler. Era muy formal, y sus colegas no sabían de pronto si tratarlo de "señor" o "señora", y los de más confianza se pasaron meses llamando Arthur a una matrona con faldas, seguían viendo la misma cara de Arthur de siempre, sólo que con los labios pintados en sustitución del bigote y enmarcada por una melenita corta y desarreglada, se la cuidaba fatal por lo visto, decían que no tenía costumbre.' Al oírla rememorar el relato se me cruzó una vez más la imagen de Rosa Klebb, la desaseada, haragana y
'aterradora
mujer de SMERSH', discípula del implacable Beria e infiltrada por éste en el POUM como mano derecha y amante de Nin, del que también pudo ser la asesina, según Fleming todo ello; o fue más bien la de Lotte Lenya en su interpretación del papel: intentando patear a Connery con pinchos envenenados, quién sabía si con la misma toxina. O no, habría de ser otra más rauda, si aspiraba a matarlo con sus zapatos mortíferos, a puntapiés. 'Lo que no debe de ser nada fácil es que se te suavicen los rasgos, por hormonado que vayas, ¿no?, y extirpado. No sé, tú verás, pero tú además eres de complexión atlética y tienes la barba bastante cerrada, serías una mujer imponente, temible, no se te colaría ni una señora en el mercado.' Y volvió a reír, ya a carcajadas.
Tuve que morderme el labio para no acompañarla, pese a que me dio un poco de grima mi descripción como mujer; y aun así se me escapó algún sonido delator.
'Sí, me acuerdo del
bursarVesey,
alcancé a decir cuando me contuve del todo. 'De hecho lo conocía de vista de mi época de Oxford. Como Arthur, desde luego, no como Guinevere. Tengo que preguntarle a Peter qué se ha hecho de él, o de ella. Debe ser ya bastante anciano, y no es lo mismo la ancianidad como hombre que como mujer. Vosotras volvéis a llevar ventaja a partir de cierta edad.' Y cuando Luisa se hubo aplacado, volví a mi consulta: 'Entonces sí sabes del
bottox.
¿Es verdad lo que me han contado, lo de las inyecciones?'. Me era tan conocido aquello: era lo habitual, que ella se desviara de las cuestiones cuando charlaba conmigo e intercalaba sus bromas. Y a diferencia de mí o de Wheeler, y también de Tupra, no solía volver por sí sola.
'Sí, he oído hablar de ello, a más de una. Al parecer había hasta reuniones para inyectárselo, cuando apareció y aún no lo ofrecían aquí las clínicas de belleza, o lo que sean. Los centros estéticos o como se llamen.'
'¿Reuniones?' Ahora fui yo quien repitió una palabra, la que me resultó más desconcertante.
'Sí, no sé, se lo oí contar una vez a María Olmo. Una cosa de señoras ricas, más o menos; se reunían a merendar o lo que fuese, aparecía un practicante contratado entre todas y se lo iba inyectando a cada una según sus necesidades. Bueno, a las que quisieran, claro, y hubieran contribuido, supongo, a comprar la partida, que era lo caro. El practicante lo debía de aportar la anfitriona.' Pensé: 'Sólo le llevo unos años, por eso para ella es también natural la palabra "practicante". Pero tendría que ser uno especializado', eso supuse; no quise interrumpirla para preguntárselo. 'Era el gran aliciente, se corrió que los resultados eran espectaculares, aunque no sé si luego no les pareció para tanto. Ahora creo que ya lo tienen muchos centros de aquí, pero al principio, hará un año o más, lo traían de no sé dónde, de fuera, como un encargo. Ahora me imagino que cada una se lo hará aplicar ya por su cuenta.'
'De América', murmuré, pensando en Heydrich y en el Coronel Spooner del SOE, el organizador de su atentado. 'Lo traerían de América.'
'Pues no, me suena más bien que era de ahí, de Inglaterra; o de Alemania.' Ella no tenía por qué saber en qué pensaba yo, ni había estado presente cuando Wheeler me había hablado de Lidice y del odio espacial, el odio al lugar que también habían padecido Madrid y Londres durante años de bombardeos y asedio; y el de Madrid aún perdura, la detestan y han detestado todos sus gobernantes sin falta. Ella no estaba ya nunca presente, allí donde yo lo estaba. Antes sí, muchas veces; por eso conocíamos ambos la historia del transexual tesorero.