Tupra sacudió la espada con tanto brío que sonó como un latigazo en el aire, y esta segunda vez hizo lo mismo con su gran dominio, la detuvo en seco sin que la hoja llegara a entrar en contacto con cuerpo alguno animado ni inanimado, con materia ni carne ni con piel ni objeto, todo siguió intacto, la cabeza, la tabla, la loza, el cuello, todavía no cortó ni partió, no despedazó ni segó, no rajó nada. Entonces mantuvo el filo un momento muy cerca del cogote encogido, como si quisiera que De la Garza notara bien su presencia —soplo de acero— y aun se familiarizara con ella antes del golpe definitivo, de la misma manera que al cabo de un rato notamos a nuestra espalda una respiración agitada o unos ojos intensos que nos quieren mal o bien, poco importa eso si son voraces como sierras o hachas o penetrantes como navajas. Como si quisiera que se diera cuenta de que estaba vivo e iba a estar muerto al siguiente instante, en cualquiera de ellos —uno, dos, tres y cuatro; pero aún no; luego cinco—, y el agregado debió de pensar, si es que aún pensaba y no soñaba en el sueño hundido: 'Que no lo haga, por favor, que dude y siga dudando pero que decida no hacerlo, que levante esa arma absurda y ya no vuelva a bajarla, qué se creerá, un sarraceno, un vikingo, un mau-mau, un bucanero, que me la aparte, que se la enfunde y la guarde, qué sentido tiene, y que Deza haga algo, de una puta vez que haga algo, que se la quite, que lo tumbe o que lo convenza, no puede dejar que pase esto, no pasará, no va a pasarme, a mí no, sigo pensando luego no ha pasado, no transcurre ya el tiempo pero yo sigo pensando, así que no todo mi tiempo se me ha parado'.
Algo muy parecido debió de recorrer mi mente, quizá también suplicante y adormecida —
numbed
—, quizá por la incredulidad, o entorpecida, aunque yo sólo fuera testigo o cómplice involuntario —pero de qué: aún de nada— y no estuviera mi cuello en jaque. Intentar arrebatarle una espada a quien amenaza con ella sólo se le ocurriría a un insensato, podía volverse contra mí el doble filo, la lansquenete o 'destripagatos', y ser mi cabeza la que corriera peligro y aun acabara rodando por aquel cuarto de baño, si bien no había en Tupra el menor signo de enajenación o desquiciamiento, era el mismo de siempre, atento a la maniobra, sereno, alerta, algo metódico, levemente burlón, incluso levemente simpático en el acto posible de matar a alguien, que es el acto peor e indeciblemente antipático. Era improbable que me soltara a mí un tajo, yo iba con él, trabajaba con él, habíamos venido juntos y nos iríamos juntos, era hombre leal, allí estaba mi abrigo, él había ido a recogérmelo y me lo había traído, por qué no se dejaba de truculencias y nos largábamos de una vez de aquel sitio infecto, yo no quería ver sangre ni a De la Garza descabezado, sin pescuezo, como un pollo, qué haríamos con el cadáver y qué dirían en la Embajada, se abriría una investigación en España, al fin y al cabo era un diplomático pese al indescriptible aspecto, y New Scotland Yard abriría la suya, habíamos sido vistos con él en la pista, sobre todo yo, y la señora Manoia. Lo supe con seguridad entonces: Tupra no lo mataría, porque no iba a meterla a ella en semejante lío. A menos que no quedara cadáver, porque nos lo lleváramos. Cómo.
—
Are you mad or what? Don't do it!
—Esta vez sí me dio tiempo a decir algo más, no gran cosa, a decirle eso, '¿Te has vuelto loco? ¡No lo hagas!', el tipo de frases superfluas, ineficaces, pobres, que acuden a nuestra lengua ante lo brutal inesperado, mero contrapunto oral a lo que prescinde ya de todo verbo y es sólo acción violenta, apuñalamiento, paliza, homicidio, asesinato o suicidio, son frases supersticiosas, son como interjecciones, a mí me salieron esas pese a no apreciar en Tupra rasgo alguno de locura, él sabía bien lo que hacía y no hacía, en su actitud no vi cólera ni tan siquiera enfado, a lo sumo fastidio, impaciencia, hartazgo, sin duda reproche aplazado: de esto último me tocaría a mí parte, era seguro, yo había sido el nexo con De la Garza aquella noche; a mí me lo había endosado Wheeler, pero eso pertenecía a otro día y sólo lo de hoy cuenta siempre. Más bien se trataba de la aplicación de un escarmiento, o el cobro de una deuda, un castigo que ejecutaba o iba a ejecutar en tibio con aquella espada intempestiva, seguía sin saber de dónde había salido ni por qué recurría él a un arma tan desusada y poco práctica —ocupa mucho, casi un engorro—, desconcertante en nuestros días. Lo primero lo supe en seguida; lo segundo no hasta más tarde, cuando estuvimos ya fuera.
Levantó la lansquenete, la alejó de la nuca rozada, ese era un momento malo y bueno, podía preludiar el descenso final, el mortífero, ser la nueva toma de impulso para el golpeo y la decapitación ya amagados, o bien significar la renuncia, la retirada y la cancelación del susto, la decisión de no hacer uso y de dejar toda cabeza unida todavía a su tronco. Apoyó la parte plana sobre su hombro derecho, como si fuera el fusil de un centinela o de un soldado en el desfile. Fue un gesto de ponderación, meditativo. Miró hacia abajo verticalmente, hacia De la Garza arrodillado, que no se movía más allá de unos estremecimientos involuntarios y desagradables como espasmos, debía de contener el aliento con el corazón desenfrenado, no querría hacer nada para inclinar la balanza, no decir, no mirar, no existir, como esos insectos que se quedan quietos ante el peligro, creyendo poder desaparecer de la vista y aun del olfato, mudar de color abruptamente y confundirse con la piedra o la hoja sobre las que los enemigos los pillaron posados. Entonces Tupra bajó la mano izquierda, cogió la redecilla de De la Garza y estiró de ella con fuerza, en mala hora se la había puesto. Éste notó el tirón y apretó más los ojos como si quisiera saltárselos y encogió aún más el cuello, pero carecía de caparazón, no le era posible esconderlo.
—¿Que no haga qué, Jack? —Eso me dijo Reresby sin mirarme, aún miraba al bulto a sus pies, a su merced, de rodillas ante un retrete—. ¿Quién te ha dicho lo que yo voy a hacer, no voy a hacer? Yo no te lo he anunciado, Jack. Dime, ¿qué es exactamente lo que no quieres que haga? —Y a continuación sí alzó los ojos. Me miró de frente como solía mirarlo todo, enfocando con nitidez y a la altura adecuada, que es la del hombre. Y después bajó la espada.
Le cortó la redecilla de un tajo, habrían bastado una cuchilla, unas tijeras, una navaja suiza para hacer eso, menos filo del que necesitaba un torero para cortarse la coleta cuando se retiraba en la plaza, aunque habría resultado más lento y no habría causado impresión al amenazado ni al testigo, ni habría sonado como sonó el sablazo, no fue como antes, como látigo o fusta en el aire, sino como un leve cachete plano o una tenue palma clara o hasta un escupitajo sobre baldosa lanzado, en todo caso fue audible, lo bastante para que De la Garza se llevara automáticamente las manos a los oídos en otro movimiento de protección imaginaria, no debió de pensar que si podía hacer ese gesto es que estaba vivo, sin duda tardó un poco más de la cuenta en decirse que había sobrevivido también a la tercera aproximación, paso o ronda de la tremenda hoja, que ésta no le había cercenado ni abierto ninguna parte del cuerpo, o quizá es que no se fiaba —y hacía bien, si así era— y aún aguardaba el siguiente golpe, y el otro, y uno más, del arma que se retiene y no se arroja; desde luego el segundo lo esperé yo unos segundos, menos que él, porque vi lo que él no vio todavía: el mínimo tiempo que tardó Tupra en alejarse unos pasos, quedarse con la mano libre y volver sobre ellos, De la Garza permaneció de piedra, como una extraña estatua implorante y angustiada, o más bien rendida, resignada al sacrificio, espantada, con los ojos cerrados y los oídos tapados, y así me recordó a Peter Wheeler —pero sólo en eso— cuando éste se cubrió de igual modo contra el estruendo del helicóptero que le pareció un Sikorsky H-5 y contra los vientos que levantaba, aquella mañana de domingo en su jardín junto al río, aquel día en que me habló más de Tupra y de su grupo sin nombre al que él había pertenecido y yo pertenecía ahora, por esa pertenencia tácita estaba yo allí aquella noche, en el cuarto de baño luminoso y limpio, formando parte del terror de un hombre. El que esa noche era Reresby se apartó, en una mano su espada y en la otra la redecilla cobrada como un escuálido trofeo, mucho menos que una cabellera, mero andrajo sudado; salió del gabinete guiñándome un ojo —pero no fue un guiño tranquilizador, lo entendí como si anunciara: 'Hasta aquí el preámbulo'— y se acercó a su abrigo colgado, ya no tan rígido en su caída, y entonces deduje que por la parte del forro, en la espalda, tenía un bolsillo interior muy largo y dentro de él una vaina, porque por allí metió la lansquenete y su deslizamiento sonó metálico, y de no haber habido funda la punta habría rajado el fondo de ese bolsillo estrecho y tan largo, setenta centímetros por lo menos para la hoja de la
Katzbalger y
acaso el mango asomaba para facilitar su saque, no pude verlo a las claras, pero por fuerza no cabía otra deducción posible. Respiré muy hondo —o fue más que eso— al ver desaparecer aquel hierro mortal, de momento. Que lo hubiera envainado no significaba necesariamente que no recurriera a él de nuevo —seguía allí a mano—, y podía obedecer a una precaución muy propia de Tupra, no dejar un arma así al alcance del enemigo, inadecuada esta palabra, el pobre agregado fantoche no combatía, ni siquiera se resistía; pero si Reresby se hubiera limitado a cruzar la espada sobre la cisterna o a depositarla en el suelo, nadie le habría garantizado que en un arranque de desesperación y pánico De la Garza no se hubiera tirado a ella y la hubiera empuñado, y entonces qué, las tornas vueltas, dos filos, fácil de manejar, poco pesada, siempre hay peligro en el ser más insignificante y débil, en el más cobarde y en el más vencido, y a ninguno puede subestimárselo nunca ni darle oportunidad de rehacerse ni de sobreponerse, de sacar fuerzas de flaqueza ni de hacer acopio de valor suicida, esa era una enseñanza de Tupra y por eso entendió bien un día —le gustó, la anotó mentalmente— esa expresión española que nos define tanto y que yo le descubrí y traduje: 'Quedarse uno tuerto por dejar al otro ciego', temía esa actitud como a la peste. Fue de agradecer que no se le ocurriera pedirme a mí que se la sostuviera, la 'destripagatos', no me habría hecho gracia encontrármela en la mano, esto es, empuñarla, aunque la habría cogido y blandido, claro está, ya puestos. O quizá es que no se fiaba tampoco del uso que yo pudiera darle, de que en un giro de los acontecimientos no acabara volviéndola contra quien no debía, nunca supe del todo si conté con su confianza, eso en realidad nunca se sabe, con respecto a nadie. Ni nadie debería ganarse la nuestra, enteramente.
Así que volvió sobre sus pasos hasta la cabina, con unos guantes puestos que sacó del abrigo, de los bolsillos convencionales —guantes negros, de piel, normales, buenos—, y pasó otra vez a mi lado con la redecilla o despojo en la mano y la derecha libre, su aire seguía siendo resuelto y pragmático y desapasionado, como si lo que tocaba en cada momento estuviera programado y además perteneciera a un programa ya probado. También ahora me guiñó el ojo, y no fue tranquilizador tampoco, eran guiños que no implicaban sonrisa sino mero anuncio o aviso rayanos en órdenes o instrucciones, esta vez lo entendí como 'Vamos a ello, no será largo y estaremos listos'; y por eso me salió decirle:
—Tupra, ya basta, déjalo estar, qué vas a hacer ahora, está medio muerto del susto. —Pero mi tono fue de menor alarma que cuando había gritado su nombre y apenas más, porque mi alarma era también mucho menor, una vez quitado de en medio el filo; tan grande era de hecho mi alivio, y tanto me habían remitido de golpe la angustia y el horror y el peso, que casi cualquier cosa que viniera ahora se me antojaba leve, bienvenida, poca. Qué sé yo, unas bofetadas, unos puñetazos, hasta alguna patada (en la boca incluida): en comparación con mis certidumbres de hacía un instante casi me parecían regalos del cielo, y a decir verdad no me veía muy dispuesto a impedirlos; o sólo con la voz, supongo. Era eso, sí: me sentía agradecido de que fuera a pegarle, como me imaginaba que haría, por las enfundadas manos. Nada más que a pegarle. No a cortarlo en dos ni a hacerlo trizas ni a desmembrarlo, qué enorme suerte, qué alegría.
—Será un minuto. Y recuerda quién soy, ya van tres veces.
No comprendí el sentido de esta última frase y además no me dio tiempo a pensármelo, ni tampoco a reflexionar sobre mi preocupante sentimiento de gratitud y mi anómala sensación de menos carga si es que no fue de cuasi criminal ligereza, porque en seguida Tupra se aplicó a la tarea: con diligencia recogió la papelina de la tapa del retrete, le ajustó la pestaña y la devolvió al bolsillo de su chaleco —de su variada colección no olvidaré aquel concreto, color verde sandía intenso—; luego pilló la Visa con los mismos dos dedos, la guardó en la cartera de De la Garza de donde había salido y se llevó ésta a otro bolsillo, de su chaqueta, junto con el billete hecho canuto. Lo que quedaba de raya, cocaína o talco, lo barrió de un manotazo, voló el polvillo, cayó al suelo, Rafita ni siquiera había llegado a aspirarla, nunca disfrutó aquella sustancia, tras preparársela. A continuación Tupra le echó la redecilla al cuello y tiró hacia atrás, y al instante se puso en cuarentena mi alivio —'Lo va a estrangular, lo va a ahorcar', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'—, antes de darme cuenta de que no era ese el propósito —no se la enrolló, no apretó ni le dio vuelta—, sino obligarlo a alzar la cabeza, el agregado continuaba tan pegado a la tapa que le faltaba poco para abrazar la taza; y se habría abrazado, yo creo, de no haber preferido mantener las manos sobre los oídos, había elegido no ver ni oír nada en la ilusa esperanza de no enterarse así mucho de lo que le hacían, cuando el sentido del tacto iba a informarle, el dolor y el daño se lo dirían.
Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza —y se le quedaba algo atorada— cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además éste tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma —'Lo va a ahogar, le inundará los pulmones', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'—, y se me ocurrió que en todo caso bastaban dos dedos de líquido, un charco, para sumergir boca y nariz y así conseguir que alguien ya nunca más respirara; y que la momentánea subida del nivel del agua, con cada descarga, le traería a Rafita una segura sensación de ahogo, o de atragantamiento al menos; y eso que era el lavabo de los discapacitados: con suerte no habría resto de olores fétidos, con aún mayor suerte no se habría estrenado.