Travesuras de la niña mala (36 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—¿Qué explicación te dio Arquímedes? ¿Por qué no podía construirse ahí el rompeolas?

—Las explicaciones que te da no son explicaciones —dijo Chicho—. Son cojudeces. Como «El mar no lo acepta ahí», «Ahí no encaja», «Ahí se va a mover y, si se mueve, el agua lo tumba». Huevadas así, sin pies ni cabeza. Brujerías, como tú dices, o lo que sea. Pero, después de lo que me pasó en la Costa Verde, yo, calladito, lo que el viejo diga. En materia de rompeolas, no hay ingeniería que valga: él sabe más.

La verdad, me sentía impaciente por conocer a esa maravilla de carne y hueso. Alberto dijo que ojalá lo encontráramos en plena observación del mar. Entonces, Arquímedes se volvía un espectáculo: sentado en la playa con las piernas cruzadas como un Buda, inmóvil, petrificado, podía pasarse horas escudriñando las aguas, en estado de metafísica comunicación con las fuerzas ocultas de las mareas y los dioses de las honduras marinas, interrogándolos, escuchándolos o rezándoles en silencio. Hasta que, por fin, parecía resucitar. Mascullando algo se ponía de pie y, haciendo un enérgico ademán, sentenciaba: «Sí se puede», o «No se puede», en cuyo caso había que irse a buscar otro lugar propicio para el rompeolas.

Y, entonces, de pronto, a la altura de la placita de San Miguel empapada por la garúa, sin sospechar la conmoción que iba a desencadenar en mi intimidad, al ingeniero Chicho Cánepa se le ocurrió decir:

—Es un viejo lindo y fantaseador. Siempre anda contando extravagancias, porque también le dan delirios de grandeza. En una época se inventó que tenía una hija en París y que se lo iba a llevar a vivir allá, con ella, ¡a la Ciudad de la Luz!

Fue como si la mañana se hubiera quedado de repente a oscuras. Sentí la acidez que me producía a veces una antigua úlcera al duodeno, un chisporroteo de luces de fogueo en la cabeza, no sé exactamente qué más sentí pero fueron muchas cosas y, en ese momento, supe por qué, desde que a Alberto Lamiel se le ocurrió contarme en el Regatas la historia de Arquímedes y los rompeolas de Lima, había sentido ansiedad, la extraña comezón que precede a lo inesperado, la premonición de un cataclismo o de un milagro, como si aquella historia contuviera algo que me concernía profundamente. A duras penas me aguanté las ganas de abrumar a preguntas a Chicho Cánepa por lo que acababa de decir.

Apenas bajamos de la camioneta en el malecón Figueredo de La Punta, frente a la playa de Cantolao, supe quién era Arquímedes sin necesidad de que me lo señalaran. No se estaba quieto. Caminaba con las manos en los bolsillos, a la orilla misma donde venían a morir los suaves tumbos en la playita de piedras y guijarros negros que yo no había vuelto a ver desde mi adolescencia. Era un cholo blancón y misérrimo, esmirriado, con los pelos ralos y revueltos, alguien que había traspasado seguramente hacía tiempo esa edad donde comienza la vejez, la anodina estación en la que desaparecen las distancias cronológicas y un hombre puede tener setenta, ochenta y acaso noventa años sin que se note mucho la diferencia. Vestía una camisa azul raída, en la que apenas quedaba un botón y a la que el viento de la fría y gris mañana inflaba, dejando ver el pecho lampiño y huesudo del viejo, que, algo curvado sobre sí mismo y tropezando en las piedras de la playa, iba de un lado al otro, dando unas zancadas de garza y amenazando con derrumbarse a cada paso.

—¿Ése es, no es cierto? —les pregunté.

—Quién va a ser, sino él —dijo Chicho Cánepa. Y, haciendo bocina con las manos, gritó—: ¡Arquímedes! ¡Arquímedes! Ven, aquí hay alguien que quiere conocerte. Vino desde Europa para verte la cara, figúrate.

El viejo se detuvo y su cabeza dio un respingo. Nos miró, desconcertado. Luego, asintió y avanzó hacia nosotros, haciendo equilibrio sobre las piedras negras y plomizas de la playa. Cuando estuvo más cerca, pude verlo mejor. Tenía las mejillas hundidas, como si hubiera perdido toda la dentadura, y le partía el mentón una hendidura que bien podía ser una cicatriz. Lo más vivo y potente de su persona eran sus ojos, pequeños y acuosos pero intensos y beligerantes, que miraban sin pestañear, con fijeza insolente. Debía de ser muy viejo, sí, por las arrugas de su frente y las que rodeaban sus ojos y daban a su cuello la apariencia de una cresta de gallo, y por las manos nudosas de uñas negras que tendió para saludarnos.

—Eres tan famoso, Arquímedes, que, aunque no te lo creas, mi tío Ricardo ha venido desde Francia a conocer al gran constructor de rompeolas de Lima —le dijo Alberto, dándole una palmada en la espalda—. Quiere que le expliques cómo, por qué, sabes dónde se puede levantar un rompeolas y dónde no.

—Eso no se explica —me estiró la mano el viejo, despidiendo una lluviecita de saliva al hablar—. Eso se siente en las tripas. Mucho gusto, caballero. ¿Es usted un franchute, entonces? —No, soy peruano. Pero vivo allá hace muchos años.

Tenía una vocecita cascada y aguda y apenas terminaba las palabras, como si le faltara el resuello para pronunciar todas las letras. Casi sin hacer una pausa, apenas me hubo saludado se dirigió a Chicho Cánepa:

—Lo siento, pero creo que aquí no se va a poder, ingeniero.

—Cómo que crees —se enfureció éste, alzando la voz—. ¿Estás o no estás seguro?

—No estoy seguro —reconoció el viejo, incómodo, frunciendo todavía más la cara. Hizo una pausa y, echando una ojeada veloz al océano, añadió—: Mejor dicho, ni siquiera sé si estoy seguro. No se enoje usted conmigo, pero hay algo como que me dice que no.

—No jodas, pues, Arquímedes —protestó el ingeniero Cánepa, manoteando—. Tienes que darme una conclusión categórica. O, carajo, no te pago.

—Es que a veces el mar es una hembra mañosa, de esas que dicen «sí, pero no», «no, pero sí» —se rió el viejo, abriendo de par en par una bocaza en la que se veían apenas dos o tres dientes. Y entonces me di cuenta de que su aliento estaba impregnado de un olor fuerte y picante, a algún cañazo o pisco muy recio.

—Estás perdiendo tus poderes, Arquímedes —le dio otra palmada afectuosa mi sobrino Alberto—. Antes nunca dudabas en estas cosas.

—No creo que sea así, ingeniero —dijo Arquímedes, poniéndose muy serio. Señaló con un ademán las aguas verde grisáceas—. Son cosas del mar, que tiene sus secretos, como todo el mundo. Casi siempre me doy cuenta a la primera luqueada si se puede o no se puede. Pero esta playa de Cantolao es bien jodida, tiene sus truquitos y me despista.

La resaca y el ruido de los tumbos al golpear contra las piedras de la playa eran muy fuertes y, por momentos, la voz del viejo se me perdía.

Le descubrí un tic, de tanto en tanto se llevaba una mano a la nariz y la sobaba, muy rápido, como espantando un insecto.

Se habían acercado un par de hombres con botas y casacas de lona con unas letras amarillas estampadas que decían «Municipalidad del Callao». Chicho Cánepa y Alberto hicieron un aparte con ellos. Oí que aquél les decía, sin importarle que lo oyera Arquímedes: «Ahora resulta que el pendejo no está seguro si se puede o no se puede. Así que la decisión tendremos que tomarla nosotros, no más».

El viejo estaba a mi lado, pero no me miraba. Ahora tenía de nuevo la vista clavada en el mar y, al mismo tiempo, movía despacito los labios, como rezando o hablando solo.

—Arquímedes, me gustaría invitarlo a almorzar —le dije, en voz baja—. Para que me hable un poco de los rompeolas. Es un tema que me interesa muchísimo. Usted y yo solos. ¿Aceptaría? Volvió la cabeza y me clavó su mi rada quieta, ahora grave. Lo había desconcertado mucho mi invitación. Una expresión de recelo asomó entre sus arrugas y frunció el ceño:

—¿Almorzar? —repitió, confuso—.¿Adónde?

—A donde usted quiera. A donde le guste. Usted elige el lugar y yo lo invito. ¿Aceptaría?

—Y, ¿cuándo? —ganó tiempo el viejo, escrutándome con desconfianza creciente.

—Ahora. Hoy, por ejemplo. Digamos que lo recojo aquí mismo, a eso de las doce, y nos vamos a almorzar juntos donde usted escoja. ¿Aceptaría?

Después de un rato, asintió, sin dejar de mirarme, como si yo, de pronto, me hubiera vuelto una amenaza para él. «¿Qué demonios puede querer este sujeto conmigo?», decían sus ojos quietos y líquidos, de un color pardo amarillento.

Cuando, media hora después, Arquímedes, Alberto, Chicho Cánepa y los tipos de la Municipalidad del Callao acabaron de discutir, y mi sobrino y su amigo subieron a la camioneta que habían dejado cuadrada en el malecón Figueredo, les anuncié que yo me quedaría por aquí. Quería caminar un poco por La Punta, recordando mi juventud, cuando a veces veníamos con mis amigos del Barrio Alegre a los bailes del Regatas Unión y a enamorar a unas mellizas rubiecitas, las Lecca, que vivían cerca de aquí y que participaban en los campeonatos de veleros del verano. Luego me regresaría a Miraflores en un taxi. Se quedaron un poco sorprendidos, pero, al final, partieron, no sin recomendarme que tuviera mucho cuidado dónde me metía, el Callao estaba lleno de pericotes y los atracos y los secuestros estaban a la orden del día últimamente.

Di un largo paseo, remontando los malecones Figueredo, Pardo y Wiese. Las grandes casonas de cuarenta o cincuenta años atrás lucían descoloridas, mordidas y ensuciadas por la humedad y el tiempo, y sus jardines marchitos. Aunque en franca decadencia, el barrio guardaba rastros de su antiguo esplendor, como una vieja señora que arrastrara consigo una sombra de la belleza que fue. Estuve curioseando las instalaciones de la Escuela Naval, a través de las rejas. Vi a un grupo de cadetes, con uniformes blancos de diario, desfilando, y a otro que, a la orilla del embarcadero, ataba los cabos de una lancha al muelle. Y, mientras, todo el tiempo, me repetía: «Es imposible. Es absurdo. Un disparate sin pies ni cabeza. Olvídate de esa fantasía, Ricardo Somocurcio». Era una demencia suponer semejante asociación. Pero, al mismo tiempo, recapacitaba: ya me habían pasado bastantes cosas en la vida para saber que nada era imposible, que las más estrafalarias e inverosímiles coincidencias y ocurrencias podían suceder cuando estaba de por medio esa mujercita que era ahora mi mujer. A pesar de las decenas de años que no volvía por aquí, La Punta no había cambiado tanto como Miraflores, tenía siempre un aire señorial, pasado de moda, una pobreza elegante. Ahora, entre las casas, también habían surgido algunos edificios impersonales y opresivos, como en mi antiguo barrio, pero eran escasos y no llegaban a destruir del todo la armonía del conjunto. Las calles estaban casi desiertas, salvo por alguna que otra sirvienta que venía de hacer las compras, y alguna que otra ama de casa que empujaba un cochecito con un niño o había sacado a su perro a orinar a la orilla del mar.

A las doce llegué de nuevo a la playa de Cantolao, ahora casi enteramente cubierta por la neblina. Sorprendí a Arquímedes en la postura en que me lo había descrito Alberto: sentado como un Buda, inmóvil, mirando fijamente el mar. Estaba tan quieto que una bandada de gaviotas blancas caminaba alrededor de él, indiferente a su presencia, picoteando entre las piedras en busca de algo de comer. El rumor de la resaca era más fuerte. A ratos, las gaviotas chillaban al mismo tiempo: un sonido entre ronco y agudo, a veces estridente.

—Sí se puede construir el rompeolas —dijo Arquímedes al verme, con una sonrisita de triunfo. Y chasqueó los dedos—: Al ingeniero Cánepa le voy a dar un alegrón.

—¿Ahora sí está usted seguro?

—Segurísimo, claro que sí —dijo, moviendo varias veces la cabeza y con un tonito jactancioso. Sus ojitos brillaban de satisfacción.

Me señaló el mar con absoluta convicción, como indicándome que la evidencia estaba allí para cualquiera que se dignara verla. Pero yo lo único que veía era una lengua de agua gris verdosa, manchada de espuma, que embestía contra las piedras, provocando un ruido simétrico y por momentos estruendoso, y se retiraba dejando unas madejas de yuyos color marrón. La neblina avanzaba y pronto nos iba a envolver.

—Me deja usted maravillado, Arquímedes. ¡Qué facultades tiene! ¿Qué ha pasado desde esta mañana, cuando usted dudaba, y ahora, en que por fin está seguro? ¿Ha visto algo? ¿Ha oído algo? ¿Ha sido un pálpito, una adivinación?

Como vi que el viejo tenía dificultades para incorporarse, lo ayudé, tomándolo del brazo. Era delgadito, sin músculos, de huesos blandos, como la extremidad de un batracio.

—He
sentido
que sí se podía —me explicó Arquímedes, callándose de inmediato, como si ese verbo pudiera aclarar todo el misterio.

Remontamos en silencio la empinada playa pedregosa, hacia el malecón Figueredo. Al viejo se le hundían en las piedras las zapatillas agujereadas y, como me pareció que en cualquier momento se iba a caer, lo cogí otra vez del brazo para sostenerlo, pero él se zafó, con un gesto de fastidio.

—¿Dónde quiere que vayamos a almorzar, Arquímedes?

Dudó un segundo y, después, señaló hacia el borroso y fantasmal horizonte del Callao.

—Allá, en Chucuito, conozco un sitio —dijo, dudando—. El Chim Pum Callao. Hacen buenos ceviches, con pescado fresquito. A veces, el ingeniero Chicho va allá a empujarse unas butifarras.

—Estupendo, Arquímedes. Vamos allá. Me gusta mucho el ceviche y hace siglos que no me como una butifarra.

Mientras caminábamos hacia Chucuito escoltados por una brisa fría, oyendo los chillidos de las gaviotas y el estrépito del mar, le dije a Arquímedes que el nombre de ese restaurante me recordaba a la hinchada del Sport Boys, el celebérrimo equipo de fútbol del Callao, que, en los partidos en el Estadio Nacional, en la calle José Díaz, cuando yo era niño, atronaba las tribunas con esa barra estentórea: «¡Chim Pum! ¡Callao! ¡Chim Pum! ¡Callao»!. Y, también, que, pese a todos los años pasados, recordaba siempre a esa pareja milagrosa de delanteros del Sport Boys, Valeriano López y Jerónimo Barbadillo, el terror de todos los defensores que se enfrentaban al cuadro de las camisetas rosadas.

—A Barbadillo y a Valeriano López los conocí yo de muchachos —dijo el viejo; caminaba algo encogido, mirando al suelo, y el viento alborotaba sus pelos ralos y blancuzcos—. Hasta pateamos pelota juntos algunas veces en el estadio del Potao, donde el Boys entrenaba, o en los descampados del Callao. Antes de que se hicieran famosos, por supuesto. En esa época, los futbolistas jugaban sólo por la gloria. A lo más, les caían propinas, de cuando en cuando. A mí me gustaba mucho el fútbol. Pero nunca fui buen futbolista, no tenía resistencia. Me cansaba rápido y llegaba al segundo tiempo jadeando como un perro.

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