Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
En París, mi preocupación fue esforzarme por poner una cara natural y evitar que la niña mala recelara lo que me rondaba por la cabeza. Cuando entré a la casa, encontré a Yilal enseñándole a jugar ajedrez. Ella se quejaba de que era muy difícil y exigía pensar mucho, más sencillo y divertido era el juego de damas. «No, no, no», insistía la vocecita chillona del niño. «Yilal te va a aprender.» «Yilal te va a enseñar, no aprender», lo corregía ella.
Cuando el niño se fue, para disimular mi estado de ánimo, me puse a trabajar en las traducciones y estuve tecleando en la máquina hasta la hora de la cena. Como tenía la mesa del come dor ocupada con mis papeles, comíamos en la cocinita, en un pequeño tablero con dos taburetes. Ella había preparado una tortilla de queso y una ensalada.
—¿Qué te pasa? —me preguntó de pronto, mientras comíamos—. Te noto raro. ¿Fuiste a la clínica, no? ¿Por qué no me has contado nada? ¿Te han dicho algo malo? —No, al contrario —le aseguré—.
Estás bien. Lo que me han dicho es que, ahora, necesitas olvidarte de la clínica, de la doctora Roullin y del pasado. Me lo dijeron ellos mismos: que los olvides, para que tu restablecimiento sea total.
En sus ojos vi que sabía que le ocultaba algo, pero no insistió. Fuimos a tomar el café donde los Gravoski. Nuestros amigos andaban muy excitados. Simon había recibido una oferta para pasar un par de años en la Universidad de Princeton, haciendo investigación, en un programa de intercambio con el Instituto Pasteur.
A ambos les hacía ilusión ir a New Jersey: en dos años en Estados Unidos Yilal aprendería inglés y Elena podría hacer prácticas en el Hospital de Princeton. Estaban averiguando si el Hospital Cochin le daría una excedencia de un par de años, sin goce de sueldo. Como ellos hablaban todo el tiempo, yo casi no tuve necesidad de abrir la boca, sólo escuchar, o, más bien, simular que escuchaba, por lo que les quedé muy agradecido.
Las semanas y meses que siguieron fueron de mucho trabajo. Para ir pagando los préstamos y al mismo tiempo mantener los gastos corrientes que, ahora, viviendo la niña mala conmigo, habían aumentado, tuve que aceptar todos los contratos que se presentaban y, al mismo tiempo, en las noches, o muy temprano en las mañanas, dedicar dos o tres horas a traducir documentos que me encargaba la oficina del señor Charnés, quien, fiel a su costumbre, siempre estaba esforzándose por echarme una mano. Iba y venía por Europa, trabajando en conferencias y congresos de toda índole, y acarreaba conmigo las traducciones, que continuaba en las noches, en hoteles y pensiones, en una maquinita portátil. No me importaba el exceso de trabajo. La verdad es que me sentía feliz viviendo con la mujer que amaba. Ella parecía restablecida del todo. Jamás hablábamos de Fukuda, ni de Lagos, ni de la clínica de Petit Clamart. Íbamos al cine, alguna vez a oír música a una
cave
de jazz de Saint Germain y, los sábados, a cenar en algún restaurante no muy caro.
Mi único derroche era el gimnasio, porque estaba seguro que a la niña mala le hacía mucho bien. La inscribí en un gimnasio de l'avenue Montaigne, que tenía una piscina temperada, y ella iba allí, de buena gana, varias veces por semana, a hacer clases de aerobics con un monitor y a nadar. Ahora que había aprendido, la natación era su deporte favorito. Cuando yo no estaba, solía pasar buena parte del tiempo con los Gravoski, quienes, finalmente, obtenido el permiso de Elena, preparaban viaje a Estados Unidos para la primavera. Ellos la llevaban de tanto en tanto a ver una película, una exposición o a cenar en la calle. Yilal había conseguido enseñarle el ajedrez y le daba las mismas palizas que en las damas.
Un día, la niña mala me dijo que, como se sentía ya perfectamente bien, lo que parecía cierto dado su buen aspecto y el amor a la vida que parecía haber recobrado, quería buscar un trabajo, para no perder el tiempo y para ayudarme con los gastos de la casa. Le mortificaba que yo me matara trabajando y que ella no hiciera otra cosa que ir al gimnasio y jugar con Yilal.
Pero, cuando empezó a buscar trabajo, surgió el problema de los papeles. Tenía tres pasaportes, uno peruano caducado, otro francés y otro inglés, los dos últimos falsos. En ninguna parte le darían un trabajo en regla, siendo ilegal. Y menos en esos tiempos en que, en toda Europa occidental, y sobre todo en Francia, había aumentado la paranoia contra los inmigrantes de países del tercer mundo. Los gobiernos restringían las visas y comenzaban a perseguir a los extranjeros sin permiso de trabajo.
El pasaporte inglés, que lucía una foto suya con un maquillaje que le cambiaba casi totalmente el semblante, estaba extendido a nombre de Mrs. Patricia Steward. Me explicó que, desde que su ex esposo David Richardson demostró la bigamia que anulaba su matrimonio inglés, perdió de manera automática la ciudadanía británica que obtuvo al casarse. El pasaporte francés que consiguió gracias a su marido anterior no se atrevía a utilizarlo porque no sabía si monsieur Robert Arnoux se había decidido finalmente a denunciarla, le había abierto un juicio penal o acusado de bigamia o cualquier otra cosa para vengarse. Fukuda le había procurado para sus viajes africanos, al igual que el inglés, un pasaporte francés con el nombre de madame Florence Milhoun; en él, la fotografía la mostraba muy joven y con un peinado muy distinto del que llevaba normalmente. Con este pasaporte había entrado a Francia la última vez. Yo temía que si la descubrían la echaran del país o algo peor.
Pese a este obstáculo, la niña mala siguió haciendo averiguaciones, contestando a los avisos de ofertas de empleos en
Les Échos
de oficinas de turismo, relaciones públicas, galerías de arte y compañías que trabajaban con España y América latina y necesitaban personal con conocimientos de español. No me parecía nada fácil que, dada su precaria condición legal, encontrara un trabajo regular, pero no quería desilusionarla y la animaba a continuar sus búsquedas.
Unos días antes del viaje de los Gravoski a los Estados Unidos, en una cena de despedida que les ofrecimos en La Closerie des Lilas, de pronto, después de escuchar a la niña mala contar lo difícil que le estaba resultando conseguir un trabajo donde la aceptaran sin papeles, a Elena se le ocurrió una idea:
—¿Y por qué no se casan? —se dirigió a mí—: ¿Tienes la nacionalidad francesa, ¿no es cierto? Pues, te casas con ella y le das la nacionalidad a tu mujer. Se acabaron los problemas legales, chico. Será una francesita con todas las de la ley.
Lo dijo sin pensarlo, bromeando, y Simon le siguió la cuerda: ese matrimonio debía esperar, él quería estar presente y ser testigo del novio, y, como no volverían a Francia antes de dos años, teníamos que encarpetar el proyecto hasta entonces. A menos que decidiéramos ir a casarnos a Princeton, New Jersey, en cuyo caso él no sólo sería el testigo sino el padrino, etcétera. De vuelta a la casa, medio en serio medio en juego, le dije a la niña mala, que se estaba desvistiendo:
—¿Y si seguimos el consejo de Elena? Ella tiene razón: si nos casamos, tu situación queda resuelta en el acto.
Terminó de ponerse el camisón y se volvió a mirarme, con las manos en la cintura, una sonrisita burlona y una actitud de gallito peleador. Me habló con toda la ironía de que era capaz:
—¿Me estás pidiendo en serio que me case contigo?
—Bueno, creo que sí —intenté bromear—. Si tú quieres. Para resolverte los problemas legales, pues. No vaya a ser que cualquier día te expulsen de Francia por ilegal.
—Yo sólo me caso por amor —dijo ella, asaeteándome con sus ojos y taconeando con el pie derecho adelantado—. No me casaría nunca con un patán que me hiciera una propuesta de matrimonio tan grosera como la que me acabas de hacer tú.
—Si quieres, me pongo de rodillas y, con una mano sobre el corazón, te ruego que seas mi mujercita adorada hasta el fin de los tiempos —dije, confundido, sin saber si ella siempre jugaba o se había puesto a hablar en serio.
El pequeño camisón de organdí transparentaba sus pechos, su ombligo, y la matita oscura de vellos de su pubis. Le llegaba sólo hasta las rodillas y dejaba descubiertos sus hombros y sus brazos. Estaba con los cabellos sueltos y la cara encendida por la representación que había iniciado. El resplandor de la lámpara del velador le caía a la espalda y formaba un nimbo dorado en torno a su silueta. Se la veía muy atractiva, audaz, y yo la deseaba.
—Hazlo —me ordenó—. De rodillas, con las manos en el pecho. Dime las mejores huachaferías de tu repertorio, a ver si me convences.
Me dejé caer de rodillas y le rogué que se casara conmigo, mientras besaba sus pies, sus tobillos, sus rodillas, acariciaba sus nalgas, y la comparaba a la Virgen María, a las diosas del Olimpo, a Semíramis y a Cleopatra, a la Nausícaa de Ulises, a la Dulcinea del Quijote y le decía que era más bella y deseable que Claudia Cardinale, Brigitte Bardot y Catherine Deneuve juntas. Por fin la cogí de la cintura y la obligué a tumbarse en la cama. Mientras la acariciaba y amaba, la sentí reírse, a la vez que me decía al oído: «Lo siento, pero he recibido mejores peticiones de mano que la suya, señor pichiruchi». Siempre que hacíamos el amor, yo debía tomar grandes precauciones para no dañarla. Y, aunque simulaba creerle que estaba cada vez mejor, el paso del tiempo me había convencido de que no era así y que aquellas heridas de su vagina nunca desaparecerían del todo y limitarían para siempre nuestra vida sexual. Muchas veces evitaba penetrarla y, cuando no, lo hacía con gran cuidado, retirándome apenas sentía que su cuerpo se crispaba y su cara se deformaba en una mueca de dolor. Pero, aun así, esos amores difíciles y a veces incompletos me hacían gozar inmensamente. Darle placer con mi boca y mis manos, y recibirlo de las suyas, me justificaban la vida, me hacían sentir el más privilegiado de los mortales. Ella, aunque a menudo mantenía esa actitud distante que había sido siempre la suya en la cama, a veces parecía animarse y participaba con entusiasmo y ardor, y yo se lo decía: «Aunque no te guste reconocerlo, creo que has empezado a quererme». Aquella noche, cuando ya, exhaustos, estábamos hundiéndonos en el sueño, la amonesté:
—No me has dado una respuesta, guerrillera. Esta debe ser la decimoquinta declaración de amor que te hago. ¿Te vas a casar conmigo, sí o no?
—No lo sé —me respondió, muy en serio, abrazada a mí—. Tengo que pensarlo todavía.
Los Gravoski partieron a Estados Unidos un día soleado, primaveral y con los primeros brotes verdes en los castaños, las hayas y los chopos de París. Fuimos a despedirlos al aeropuerto de Charles de Gaulle. Cuando abrazó a Yilal a la niña mala los ojos se le llenaron de lágrimas. Los Gravoski nos habían dejado la llave de su piso para que le echáramos un vistazo de cuando en cuando y evitáramos que lo invadiera el polvo. Eran muy buenos amigos, los únicos con los que teníamos esa amistad visceral a la sudamericana, y esos dos años de ausencia los íbamos a echar mucho de menos. Como vi a la niña mala tan abatida por la partida de Yilal, le propuse que, en vez de volver a la casa, diéramos un paseo o fuéramos a un cine. Luego la llevaría a cenar a un pequeño
bistrot
de la Île Saint Louis que le gustaba mucho. Se había encariñado tanto con Yilal que, mientras dábamos un paseo por los alrededores de Notre Dame, rumbo al restaurante, le dije bromeando que, si quería, una vez que nos casáramos podíamos adoptar un niño.
—Te he descubierto una vocación de mamá. Siempre creí que no querías tener hijos.
—Cuando estaba en Cuba, con ese comandante Chacón, me hice anudar las trompas porque él quería un hijo y a mí me horrorizaba la idea —me contestó, con sequedad—. Ahora me arrepiento.
—Adoptemos uno —la animé—. ¿No es lo mismo, acaso? ¿No has visto la relación que tiene Yilal con sus padres?
—No sé si es lo mismo —murmuró y sentí que su voz se había vuelto hostil—. Además, ni siquiera sé si me voy a casar contigo. Cambiemos de tema, por favor.
Se había puesto de muy mal humor y yo comprendí que, sin quererlo, había tocado algún rincón lastimado de su intimidad. Traté de distraerla, y la llevé a ver la catedral, un espectáculo que, con todos los años que llevaba en París, nunca dejaba de deslumbrarme. Y, esa noche, más que otras veces. Una luz débil, con un aura levemente rosada, bañaba las piedras de Notre Dame. La mole parecía ligera por la simetría perfecta de sus partes, que se equilibraban y sostenían con delicadeza, para que nada se desajustara ni soltara. La historia y la luz tamizada cargaban esa fachada de alusiones y resonancias, de imágenes y referencias. Había muchos turistas, tomándose fotos. ¿Era la misma catedral escenario de tantos siglos de la historia de Francia, la misma que inspiró la novela de Victor Hugo que me había exaltado tanto cuando la leí, de niño, en Miraflores, en casa de mi tía Alberta? Era la misma y otra, añadida de mitologías y sucesos más recientes. Bellísima, transmitía una impresión de estabilidad y permanencia, de haber escapado a la usura del tiempo. La niña mala me oía alabar a Notre Dame como si oyera llover, sumida en sus pensamientos. En la comida estuvo cabizbaja, enfurruñada, y apenas probó bocado. Y esa noche se durmió sin darme las buenas noches, como si yo tuviera la culpa de la partida de Yilal. Dos días después, viajé a Londres, con un contrato de una semana de trabajo. Al despedirme de ella, muy de mañana, le dije:
—No importa que no nos casemos si no quieres, niña mala. Tampoco hace falta. Tengo que decirte una cosa, antes de partir. En mis cuarenta y siete años de vida, nunca he sido tan feliz como en estos meses que llevamos juntos. No sabría cómo pagarte la felicidad que me has dado.
—Apúrate, vas a perder el avión, empalagoso —me fue empujando ella hacia la puerta.
Estaba todavía de mal humor, recluida en sí misma mañana y tarde. Desde la partida de los Gravoski casi no había podido conversar con ella. ¿Tanto la afectaba la ida de Yilal?
Mi trabajo en Londres fue más interesante que el de otras conferencias y congresos. Era una reunión convocada con uno de esos títulos anodinos que se repiten sin descanso con temas diferentes: «África: impulso al desarrollo». Lo auspiciaban el Commonwealth, las Naciones Unidas, la Unión de Países Africanos y varios institutos independientes. Pero a diferencia de otros certámenes, hubo muy serios testimonios de dirigentes políticos, empresariales o académicos de países africanos sobre el estado calamitoso en que habían quedado las antiguas colonias francesas e inglesas al alcanzar la independencia, y los obstáculos que encontraban ahora para ordenar la sociedad, estabilizar las instituciones, liquidar el militarismo y el caudillismo, integrar en una unidad armónica a las distintas etnias de cada país y despegar económicamente. La situación de casi todas las naciones representadas era crítica; y, sin embargo, la sinceridad y la lucidez con que esos africanos, la mayoría muy jóvenes, exhibían su realidad tenían algo vibrante, que inyectaba un ímpetu esperanzador a esa trágica condición. Aunque usaba también el español, me tocó interpretar sobre todo del francés al inglés o viceversa. Y lo hice con interés, curiosidad y ganas, alguna vez, de hacer un viaje de vacaciones por África. Aunque no podía olvidar que por ese continente había hecho sus correrías la niña mala, al servicio de Fukuda.