Travesuras de la niña mala (34 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Tú nunca vas a vivir tranquilo conmigo, te lo advierto. Porque no quiero que te canses de mí, que te acostumbres a mí. Y, aunque vamos a casarnos para arreglar mis papeles, no seré nunca tu esposa. Yo quiero ser siempre tu amante, tu perrita, tu puta. Como esta noche. Porque así te tendré siempre loquito por mí.

Decía esas cosas besándome sin tregua y tratando de meterse enterita dentro de mi cuerpo.

VI. Arquímedes, constructor de rompeolas

—Los rompeolas son el misterio más grande de la ingeniería —exageró Alberto Lamiel, abriendo los brazos—. Sí, tío Ricardo, la ciencia y la técnica han resuelto todos los misterios del Universo, menos ése. ¿Nunca te lo habían dicho?

Desde que el tío Ataúlfo me presentó a este sobrino suyo, ingeniero graduado en M.I.T. y considerado el as de la familia Lamiel, el joven triunfador que me llamaba tío a pesar de no serlo, pues era sobrino de Ataúlfo por la otra rama de la familia, me había caído algo antipático, porque hablaba demasiado y con un tonito inaguantablemente pontifical. Pero, a todas luces, la antipatía no era recíproca, porque, desde que lo conocí, multiplicaba sus atenciones conmigo y me demostraba un aprecio tan efusivo como incomprensible. ¿Qué interés podría tener para este joven brillante y exitoso, que construía edificios por doquier en la expansiva Lima de los ochenta, un oscuro traductor expatriado que volvía al Perú después de tantos años y lo miraba todo entre nostálgico y alelado? No sé cuál, pero Alberto perdía mucho tiempo conmigo. Me había llevado a conocer los barrios nuevos —Las Casuarinas, La Planicie, Chacarilla, La Rinconada, Villa—, las urbanizaciones de veraneo que brotaban como hongos en las playas del Sur, y mostrado algunas casas rodeadas de parques, lagos y piscinas que parecían salidas de las películas de Hollywood. Como me oyó decir un día que una de las cosas que más envidiaba de niño a mis amigos miraflorinos era que muchos de ellos fueran socios del Regatas —yo tenía que meterme al Club a escondidas o nadando desde la playita vecina de Pescadores—, me invitó a almorzar a la vieja institución chorrillana. Tal como me lo dijo, las instalaciones del Club eran ahora modernísimas, con sus canchas de tenis y frontón, su piscina olímpica y temperada y las dos nuevas playas ganadas al mar gracias a dos largos rompeolas. También resultó cierto que el restaurante Alfresco, del Regatas, preparaba un arroz con mariscos, que, acompañado de cerveza helada, sabía a gloria. El panorama, en este mediodía de noviembre, gris, nublado, de un invierno que se resistía a irse, con los fantasmales acantilados de Barranco y Miraflores medio borrados por la neblina, me removía muchas imágenes del fondo de la memoria. Lo que acababa de decirme sobre los rompeolas me sacó del devaneo en que estaba sumido.

—¿Hablas en serio? —le pregunté, picado de curiosidad—. La verdad, no me lo creo, Alberto.

—Yo tampoco me lo creía, tío Ricardo. Pero, te juro que es así.

Era un muchacho alto y agringado, atlético venía al Regatas a jugar paleta y frontón todos los días a las seis de la mañana—, con el pelo cortado casi al rape, muy moreno, que transpiraba suficiencia y optimismo. Mezclaba en sus frases palabritas en inglés. Tenía una novia en Boston con la que se iba a casar dentro de unos meses, apenas se graduara ella de ingeniero químico. Él había rechazado varias ofertas de trabajo en Estados Unidos luego de recibirse con honores en M.I.T. para venir al Perú a «hacer patria», porque si todos los peruanos privilegiados se iban al extranjero «¿quién iba a meter el hombro y sacar adelante nuestro país?». Con sus buenos sentimientos de patriota me estaba jalando las orejas, pero lo hacía sin darse cuenta. Alberto Lamiel era la única persona de su medio social que lucía tanta confianza en el futuro del Perú. En esos meses finales del segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry —fines de 1984—, con la inflación disparada, el terrorismo de Sendero Luminoso, los apagones, los secuestros y la perspectiva de que el Apra, con Alan García, ganara las elecciones del próximo año, había mucha incertidumbre y pesimismo en la clase media. Pero a Alberto nada parecía desmoralizarlo. Andaba con una pistola cargada en su camioneta por si lo asaltaban y la sonrisa siempre en la cara. La posibilidad de que Alan García llegara al poder no lo asustaba. Había asistido a una reunión de empresarios jóvenes con el candidato aprista y le pareció «bastante pragmático, nada ideológico».

—O sea, un rompeolas no sale bien o mal debido a causas técnicas, cálculos acertados o errados, aciertos o defectos de construcción, sino a extraños conjuros, a la magia blanca o negra —le tomé el pelo—. ¿Eso es lo que quieres decirme, tú, ingeniero graduado en M.I.T.? ¿La brujería ha llegado a Cambridge, Massachusetts?

—Eso mismo, si lo quieres poner así —me festejó él. Pero volvió a ponerse serio y a afirmar, con enérgicos movimientos de cabeza—: Un rompeolas funciona o no funciona por razones que la ciencia no está en condiciones de explicar. El asunto es tan fascinante que estoy escribiendo un pequeño
repor
para la revista de mi universidad. Te encantaría conocer a mi in formante. Se llama Arquímedes, un nombrecito que le cae al pelo. Un personaje de película, tío Ricardo.

Luego de oír las historias de Alberto, los rompeolas del Club Regatas que divisábamos desde la terraza de Alfresco cobraban una aureola legendaria, de monumentos ancestrales, espolones de piedras que no sólo estaban allí, hendiendo el mar, para obligarlo a retirarse, entregando una ceja de playa a los bañistas, sino como reminiscencias de una vieja estirpe, construcciones medio urbanas, medio religiosas, productos a la vez de pericia artesanal y de una sabiduría secreta, sagrada y mítica antes que práctica y funcional. Según mi supuesto sobrino, para construir un rompeolas, determinar exactamente el lugar donde debía ser erigida aquella armazón de bloques de piedras superpuestas o unidas con mezcla, no era suficiente, ni siquiera necesario, el menor cálculo técnico. Lo indispensable era el «ojo» del práctico, especie de brujo, chamán, adivinador, a la manera del rabdomante que detecta los pozos de agua oculta bajo la superficie de la tierra, o del maestro chino de Feng Shui que decide la dirección en que debe ser orientada una casa y los muebles que la ocupan para que los futuros habitantes vivan en paz y disfruten de ella, o, en su defecto, se sientan hostilizados y empujados a desavenencias y fricciones, capaz de detectar por pálpito o ciencia infusa —como lo venía haciendo desde hacía medio siglo en la costa de Lima el viejo Arquímedes dónde construir el rompeolas para que las aguas lo aceptaran y no le sacaran la vuelta arenándolo, socavándolo, doblegándolo por los flancos, impidiéndole cumplir su cometido de rendir al mar.

—A los surrealistas les hubiera encantado oír una cosa así, sobrino —le dije yo, señalando los rompeolas del Regatas sobre los que revoloteaban gaviotas blancas, patillos negros y una bandada de alcatraces de mirada filosófica y buches como cucharones. Los rompeolas, el perfecto ejemplo de lo maravilloso—cotidiano.

—Después me explicarás quiénes son los surrealistas, tío Ricardo —dijo el ingeniero, llamando al mozo e indicándome de manera perentoria que él pagaría la cuenta—. Ya veo, aunque te hagas el escéptico, mi historia de los rompeolas te ha dejado
knocked out
de la impresión.

Sí, me había dejado intrigadísimo. ¿Hablaba en serio? Lo que me contó Alberto me estuvo dando vueltas desde ese día, yéndose y volviendo a mi conciencia de tanto en tanto, como si intuyera que siguiendo esa leve huella iba a encontrarme de pronto con la cueva de un tesoro.

Había vuelto a Lima por un par de semanas, de manera un tanto precipitada, con la intención de despedir y enterrar al tío Ataúlfo Lamiel, quien había sido llevado de urgencia a la Clínica Americana, con su segundo ataque cardíaco, y sometido a una operación a corazón abierto, sin muchas esperanzas de sobrevivir a la prueba.

Pero, sorprendentemente, sobrevivió y parecía incluso en franco proceso de recuperación con sus ochenta años y sus cuatro
by-passes
. «Tu tío tiene más vidas que un gato», me dijo el doctor Castañeda, el cardiólogo de Lima que lo operó. «La verdad, yo creí que de ésta no salía.» Mi tío Ataúlfo intervino para decir que era yo, con mi venida a Lima, quien le había devuelto la vida, y no los matasanos. Ya había dejado la Clínica Americana y convalecía en su casa, cuidado por una enfermera permanente y por Anastasia, la criada nonagenaria que lo había acompañado toda la vida. La tía Dolores había fallecido un par de años atrás. Aunque traté de alojarme en un hotel, él insistió para llevarme a su casita de dos pisos, no lejos del Olivar de San Isidro, donde tenía sitio de sobra.

El tío Ataúlfo había envejecido mucho y era ahora un hombrecito frágil que arrastraba los pies y delgadito como un palo de escoba. Pero conservaba la cordialidad desbordante de siempre y se mantenía alerta y curioso, leyendo, ayudándose con una lupa de filatelista, tres o cuatro periódicos diarios, y escuchando todas las noches las noticias para saber cómo andaba el mundo en que vivimos. A diferencia de Alberto, el tío Ataúlfo tenía sombrías prevenciones sobre el futuro inmediato. Creía que Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) tenían para rato y desconfiaba del triunfo del Apra en las próximas elecciones que las encuestas pronosticaban. «Será el puntillazo para el pobre Perú, sobrino», se quejaba.

Yo volvía a Lima después de casi veinte años. Me sentía un extranjero total, en una ciudad en la que casi no quedaba rastro de mis recuerdos. La casa de mi tía Alberta había desaparecido y, en su lugar, surgido un feo edificio de cuatro pisos. Lo mismo ocurría por doquier en Miraflores, donde apenas resistía la modernización una que otra de esas casitas con jardines de mi infancia. Todo el barrio se había despersonalizado con una profusión de edificios de alturas desiguales y la multiplicación de comercios y bosques aéreos de avisos luminosos que competían en vulgaridad y mal gusto. Gracias al ingeniero Alberto Lamiel, había podido echar una ojeada a los barrios miliunanochescos donde se habían desplazado los ricos y acomodados. Estaban rodeados por las gigantescas barriadas, llamadas ahora, eufemísticamente, pueblos jóvenes, donde se habían refugiado millones de campesinos bajados de la sierra, huyendo del hambre y la violencia —las acciones armadas y el terrorismo estaban concentrados en la región de la sierra central principalmente—, que mal—vivían en casuchas de esteras, palos, latas, trapos o lo que fuera, en asentamientos donde, en la mayoría, no había agua, ni luz, ni desagües, ni calles, ni transporte. Esa coexistencia de la riqueza y la pobreza hacía que, en Lima, los ricos parecieran más ricos y los pobres más pobres. Muchas tardes, cuando yo no salía a reunirme con mis viejos amigos del Barrio Alegre o con mi flamante sobrino Alberto Lamiel, me quedaba conversando con el tío Ataúlfo y este tema volvía obsesivamente a nuestra conversación. A mí me parecía que las diferencias económicas entre la muy pequeña minoría de peruanos que vivía bien y disfrutaba de educación, trabajo, diversiones, y los que a duras penas sobrevivían en condiciones pobres o misérrimas, se habían agravado en estas dos décadas. Según él, era una falsa impresión, debido a la perspectiva que yo traía de Europa, donde la existencia de una enorme clase media diluía y borraba esos contrastes entre los extremos. Pero en el Perú, donde la clase media era muy delgada, aquellos enormes contrastes habían existido siempre. El tío Ataúlfo vivía consternado con la violencia que se abatía sobre la sociedad peruana. «Siempre sospeché que esto podía pasar. Ya está, ha ocurrido. Menos mal que la pobre Dolores no llegó a verlo.» Los secuestros, las bombas de los terroristas, la destrucción de puentes, carreteras, centrales eléctricas, el ambiente de inseguridad y vandalismo, se lamentaba, retrasarían muchos años más ese despegue del país hacia la modernidad en el que el tío Ataúlfo nunca había dejado de creer. Hasta ahora. «Yo ya no veré ese despegue, sobrino. Ojalá que tú sí.»

Nunca pude darle una explicación convincente de por qué la niña mala no quiso venir a Lima conmigo, porque yo tampoco la tenía. Tomó con disimulado escepticismo que ella no hubiera podido abandonar su trabajo porque, precisamente en esta época del año, la compañía tenía que hacer frente a una demanda abrumadora de convenciones, conferencias, bodas, banquetes y celebraciones de toda índole, lo que le impedía tomarse un par de semanas de vacaciones. Yo no me lo creí tampoco, allá en París, cuando ella esgrimió ese pretexto para no acompañarme, y se lo dije. La niña mala acabó entonces por reconocerme que no era cierto, que, en realidad, no quería venir a Lima. «¿Y por qué, se puede saber?», la tentaba yo. «¿No extrañas tanto la comida peruana? Pues, te propongo un par de semanas con todas las exquisiteces de la gastronomía nacional, el ceviche de corvina, el chupe de camarones, el arroz con pato, el lomito saltado, la causa, el seco de chabelo y todo lo que se te antoje.» No hubo forma, ni en serio ni en broma aceptó mis señuelos para convencerla. No iría al Perú, ni ahora ni nunca. No volvería a poner los pies allá ni por un par de horas. Y cuando yo quise cancelar el viaje, para no dejarla sola, ella insistió en que viajara, alegando que, justamente en esta época, estarían en París los Gravoski, a los que podía recurrir si en algún momento necesitaba ayuda.

Encontrar ese trabajo había sido el mejor remedio para su estado de ánimo. También la ayudó, me parece, que, después de superar las mil complicaciones, nos casáramos y ella se convirtiera, según le gustaba decirme a veces en la intimidad, en «una mujer que, por primera vez en su vida, a punto de cumplir 48 años, tenía sus papeles en regla». Yo pensé que siendo la personita inquieta y libérrima que siempre había sido, trabajar en una compañía que organizaba «eventos sociales» la aburriría muy pronto, y que sería una empleada tan poco competente que la despedirían. No fue así. Al contrario, al poco tiempo se ganó la confianza de su jefa. Y ocuparse, hacer cosas, asumir obligaciones, aunque fuera pedir precios en hoteles y restaurantes, cotejarlos y negociar descuentos, averiguar lo que las empresas, asociaciones, familias, aspiraban a tener —qué clase de paisajes, hoteles, menús, espectáculos, orquestas— en torno a sus encuentros, banquetes, aniversarios, lo tomaba muy a pecho. No sólo trabajaba en la oficina, también en la casa. En las tardes y en las noches, yo la oía, pegada al teléfono, discutiendo detalles de esos contratos con infinita paciencia o dando cuenta a Martine, su jefa, de las gestiones del día. A veces, debía viajar a provincias generalmente a Provenza, la Costa Azul o Biarritz— acompañando a Martine, o enviada por ésta. Entonces, me llamaba todas las noches, y me contaba, con lujo de detalles, sus quehaceres del día. Le había hecho bien tener su tiempo ocupado, adquirir responsabilidades y ganar dinero. Otra vez se vestía con coquetería, iba a peluquerías, masajistas, manicuristas y pedicuristas, y constantemente estaba dándome la sorpresa de un cambio de maquillaje, peinado o atuendo. «¿Haces esto para estar a la moda o para tener siempre enamorado a tu marido?» «Lo hago sobre todo porque a los clientes les encanta verme bonita y elegante. ¿Te da celos?» Sí, me daba. Yo seguía enamorado de ella como un becerro y creo que ella lo estaba también de mí, porque, salvo pequeñas crisis pasajeras, desde aquella noche en que estuve a punto de zambullirme en el Sena, advertía unos detalles en nuestra relación antes impensables en ella. «Esta separación de dos semanas será una prueba», me dijo, la noche de mi partida. «A ver si te enamoras más de mí o me dejas por una de esas peruanitas traviesas, niño bueno.» «Para peruanitas traviesas, tengo de sobra contigo.» Había conservado su esbelta silueta —iba siempre los fines de semana al gimnasio de l'avenue Montaigne a hacer ejercicios y nadary su cara seguía fresca y animosa.

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