Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Simon raspaba la cuarentena, aunque la poblada barba rojiza y la barriguita prominente lo hacían parecer algo mayor. Andaba vestido de cualquier manera y con un sacón de bolsillos hinchados de libretas y papeles, y un maletón lleno de libros. Calzaba unos anteojos de miope que con frecuencia limpiaba en su arrugada corbata. Era la encarnación del sabio descuidado y distraído. Elena, en cambio, algo más joven, era coqueta y atildada y no recuerdo haberla visto nunca de mal humor. Todo la entusiasmaba en la vida: su trabajo en el Hospital Cochin y sus pueriles pacientes, de los que contaba anécdotas divertidas, pero también el artículo que acababa de leer en
Le Monde
o en
L'Express
, y se preparaba para ir al cine o a cenar en un restaurante vietnamita el próximo sábado como para asistir a la entrega de los Oscar. Era bajita, menuda, expresiva y rezumaba simpatía por todos los poros de su cuerpo. Entre ellos hablaban en francés, pero conmigo lo hacían en español, que Simon dominaba a la perfección.
Yilal había nacido en Vietnam y eso era lo único que sabían de él. Lo habían adoptado cuando el niño tenía cuatro o cinco años —ni siquiera sobre su edad tenían certeza absoluta— a través de Cáritas, después de una tramitación kafkiana sobre la cual Simon, en risueños soliloquios, fundaba su teoría de la inevitable desintegración de la humanidad debido a la gangrena burocrática. Le habían puesto Yilal por un ancestro polaco de Simon, un personaje mítico que, según mi vecino, fue decapitado en la Rusia prerrevolucionaria por haber sido sorprendido en flagrante adulterio nada menos que con la zarina. Además de fornicador real, aquel ancestro había sido teólogo cabalista, místico, contrabandista, falsificador de moneda y ajedrecista. El niño adoptado era mudo. Su mudez no se debía a deficiencias orgánicas —tenía las cuerdas vocales intactas— sino a algún trauma de infancia, acaso un bombardeo o alguna otra escena terrible de esa guerra de Vietnam que hizo de él un huérfano. Lo habían visto especialistas y todos coincidían en que, con el tiempo, recuperaría el uso de la palabra, pero que no valía la pena, por el momento, imponerle más tratamientos. Las sesiones terapéuticas lo atormentaban y parecían reforzar, en su lastimado espíritu, su voluntad de aferrarse al silencio. Había estado unos meses en un colegio para sordomudos, pero lo sacaron de allí, pues los propios profesores aconsejaron a sus padres que lo enviaran a un colegio normal. Yilal no era sordo. Tenía un oído fino y la música lo entretenía; seguía los compases con el pie y movimientos de las manos o la cabeza. Elena y Simon se dirigían a él de viva voz y él les contestaba por signos y gestos expresivos y, a veces, por escrito, en una pizarra que llevaba colgada del cuello.
Era delgadito y algo enclenque, pero no porque comiera con desgana. Tenía excelente apetito y cuando yo me aparecía por su casa con una cajita de chocolates o un pastel, le brillaban los ojos y devoraba esas golosinas dando muestras de felicidad. Pero, salvo escasas ocasiones, era un niño retraído y daba la impresión de perderse en una somnolencia que lo alejaba de la realidad circundante. Podía permanecer mucho rato con la mirada perdida, encerrado en su mundo privado, como si todo lo que lo rodeaba se hubiera esfumado.
No era muy cariñoso, más bien daba la impresión de que los mimos lo empalagaban y que se sometía a ellos más resignado que contento. De su figura emanaba algo suave y frágil. Los Gravoski no tenían televisión —todavía en esa época muchos parisinos de la clase intelectual consideraban que la televisión no debía entrar a sus casas porque era anticultural—, pero Yilal no compartía esos prejuicios y pedía a sus padres que compraran un televisor, como las familias de sus compañeros de clase. Yo les propuse que, si se empeñaban en que ese objeto empobrecedor de la sensibilidad no entrara a su casa, Yilal viniera de vez en cuando a la mía a ver algún partido de fútbol o un programa infantil. Aceptaron y desde entonces, tres o cuatro veces por semana, después de hacer sus tareas, Yilal cruzaba el rellano y se metía a mi casa a ver el programa que sus padres, o yo, le sugeríamos. Esa hora que pasaba en mi salita comedor, con los ojos prendidos en la pequeña pantalla, viendo dibujos animados, un programa de adivinanzas o de deportes, parecía petrificado. Sus gestos y expresiones delataban su total entrega a las imágenes. A veces, al terminar el programa, se quedaba todavía un rato conmigo y conversábamos. Es decir, él me hacía preguntas sobre todas las cosas imaginables y yo le contestaba, o le leía un poema o un cuento de su libro de lecturas o de mi propia biblioteca. Le llegué a tomar cariño, pero procuraba no demostrárselo demasiado, pues Elena me había prevenido: «Tienes que tratarlo como a un niño normal. Nunca como a una víctima o un inválido, porque le harías un gran daño». Cuando yo no estaba en la Unesco y tenía contratos de trabajo fuera de París dejaba la llave de mi piso a los Gravoski para que Yilal no perdiera sus programas.
A mi regreso de uno de esos viajes de trabajo, a Bruselas, Yilal me mostró en su pizarrón este mensaje: «Cuando estabas de viaje, te llamó la niña mala». La frase estaba escrita en francés, pero
niña mala
en español.
Era la cuarta vez que me llamaba, en el par de años transcurridos desde aquel episodio de Japón. La primera fue a los tres o cuatro meses de mi desalada partida de Tokio, cuando todavía andaba luchando por recomponerme de aquella experiencia que había dejado en mi memoria una llaga que aún supuraba a veces. Hacía una consulta en la biblioteca de la Unesco y la bibliotecaria me transfirió una llamada de la sala de intérpretes. Antes de decir «aló?» reconocí su voz:
—¿Todavía estás enojado conmigo, niño bueno?
Corté, sintiendo que me temblaba la mano.
—¿Malas noticias? —me preguntó la bibliotecaria, una georgiana con la que solíamos hablar en ruso—. Qué pálido te has puesto.
Tuve que encerrarme en un bañito de la Unesco a vomitar. El resto del día estuve aturdido por aquella llamada. Pero había tomado la decisión de no volver a ver a la niña mala, ni hablar con ella, e iba a cumplir. Sólo así me curaría de ese lastre que había condicionado mi vida desde aquel día en que, para echar una mano a mi amigo Paúl, fui a recoger a aquellas tres aspirantes a guerrilleras al aeropuerto de Orly. Conseguía olvidarla sólo a medias. Entregado a mi trabajo, a las obligaciones que me imponía —entre las que primaba siempre la de perfeccionar el ruso—, pasaba a veces semanas sin recordarla. Pero, de pronto, algo me la traía a la memoria y era como si una solitaria se aposentara en mis entrañas y comenzara a devorarme el entusiasmo, las energías. Caía en el abatimiento y no había manera de quitarme de la cabeza aquella imagen de Kuriko, abrumándome de caricias con un fuego que jamás me mostró antes, para complacer a su amante japonés, que nos contemplaba, masturbándose, desde las sombras.
Su segunda llamada me sorprendió en el Hotel Sacher, de Viena, en la única aventura que tuve en esos dos años, con una compañera de trabajo en una conferencia de la Junta de Energía Atómica. Mi inapetencia sexual había sido absoluta desde el episodio de Tokio, tanto que llegué a preguntarme si no me había quedado impotente. Estaba casi acostumbrado a vivir sin sexo, cuando, el mismo día que nos conocimos, Astrid, una intérprete danesa, me propuso con desarmante naturalidad: «Si quieres, esta noche podemos vernos». Era alta, pelirroja, atlética, sin complicaciones, de unos ojos tan claros que parecían líquidos. Fuimos a cenar unos
tafelspitz
con cerveza al Café Central, en el Palais Ferstel, Herrengasse, de columnas de mezquita turca, techo abovedado y mesas de mármol enrojecido, y luego, sin necesidad de concertación previa, a acostarnos al lujoso Hotel Sacher, donde estábamos alojados los dos pues el hotel hacía descuentos importantes a los participantes en la conferencia. Era una mujer atractiva todavía, aunque la edad comenzaba a dejar algunas huellas en su blanquísimo cuerpo. Hacía el amor sin que la sonrisa se retirara de su cara, incluso en el momento del orgasmo. Gocé y ella gozó también, pero me pareció que esa manera de hacer el amor, tan sana, tenía que ver más con la gimnasia que con lo que el difunto Salomón Toledano llamaba en una de sus cartas «el perturbante y lascivo placer de las gónadas». La segunda y última vez que nos acostamos, sonó el teléfono en mi velador cuando acabábamos de terminar las acrobacias y Astrid empezaba a contarme la proeza de una hija suya que, en Copenhague, de bailarina de ballet pasó a acróbata de circo. Descolgué el auricular, dije «aló?», y escuché la voz de gatita cariñosa:
—¿Me vas a cortar otra vez, pichiruchi? Retuve unos segundos el aparato, mientras maldecía mentalmente a la Unesco por haberle dado mi teléfono en Viena, pero corté cuando ella, luego de una pausa, comenzó a decir: «Vaya, por lo menos esta vez..».
—¿Historias de un viejo amor? —adivinó Astrid—. ¿Me voy al baño para que hables más tranquilo?
No, no, era una historia requeteacabada. Desde aquella noche, no había vuelto a tener ninguna relación sexual, y, la verdad, el asunto no me preocupaba en absoluto. A mis cuarenta y siete años había llegado a la comprobación de que un hombre podía llevar una vida perfectamente normal sin hacer el amor. Porque mi vida era bastante normal, aunque vacía. Trabajaba mucho y cumplía con mi trabajo, para llenar el tiempo y cobrar un sueldo, no porque me interesara —eso me ocurría ya muy rara vez—, y hasta mis estudios de ruso y la casi infinita traducción de los cuentos de Iván Bunín, que deshacía y rehacía, resultaron un quehacer mecánico, que sólo muy de cuando en cuando se volvía entretenido. Incluso el cine, los conciertos, la lectura, los discos, eran más maneras de ocupar el tiempo que actividades que me entusiasmaran, como antes. También por eso le guardaba rencor a Kuriko. Por su culpa, las ilusiones que hacen de la existencia algo más que una suma de rutinas, se me habían apagado. A ratos, me sentía un viejo.
Tal vez por ese estado de ánimo, la llegada de Elena, Simon y Yilal Gravoski al edificio de la rue Joseph Granier fue providencial. La amistad de mis vecinos inyectó un poco de humanidad y emoción a mi desangelada existencia. La tercera llamada de la niña mala fue a mi casa de París, por lo menos un año después de la de Viena.
Era el amanecer, las cuatro o cinco de la mañana, y los timbrazos del teléfono me sacaron del sueño, asustado. Timbró tantas veces que, por fin, abrí los ojos y a tientas busqué el auricular:
—No me cortes —en su voz se mezclaban la súplica y la cólera—. Necesito hablar contigo, Ricardo.
Le corté y, por supuesto, ya no pude pegar los ojos el resto de la noche. Estuve angustiado, sintiéndome mal, hasta que vi rayar un alba color ratón en el cielo de París a través de la claraboya sin cortinas de mi dormitorio. ¿Para qué insistía en llamarme, cada cierto tiempo? Porque, en su intensa vida yo debía de ser una de las pocas cosas estables, el idiota fiel y enamorado, siempre allí, esperando la llamada para hacer sentir al ama que era todavía lo que sin duda ya estaba dejando de ser, lo que pronto no sería más: joven, bella, amada, codiciable. ¿O, tal vez, necesitaba algo de mí? No era imposible. De pronto había aparecido en su vida algún huequito que el pichiruchi podía llenar. Y con ese helado carácter suyo, no vacilaba en buscarme, convencida de que no había dolor, humillación, que ella, con su infinito poder sobre mis sentimientos, no fuera capaz de borrar en dos minutos de conversación. Conociéndola, era seguro que no daría su brazo a torcer; seguiría insistiendo, cada cierto número de meses, de años. No, esta vez te equivocabas. No volvería a contestarte el teléfono, peruanita.
Ahora había llamado por cuarta vez. ¿De dónde? Se lo pregunté a Elena Gravoski pero, para mi sorpresa, me repuso que ella no había respondido esa llamada ni ninguna otra durante mi viaje a Bruselas.
—Entonces, fue Simon. ¿No te ha dicho nada? —Él ni siquiera pone los pies en tu piso, llega del Instituto cuando Yilal ya está cenando.
Pero, entonces, ¿era Yilal quien había
hablado
con la niña mala? Elena palideció ligeramente.
—No se lo preguntes —me dijo, bajando la voz. Estaba blanca como el papel—. No le hagas la menor alusión a ese recado que te dio.
¿Era posible que Yilal hubiera
hablado
con Kuriko? ¿Era posible que, cuando sus padres no estaban cerca ni podían verlo ni oírlo, el niño rompiera su mudez?
—No pensemos en eso, no hablemos de eso —repitió Elena, haciendo un esfuerzo por componer la voz y aparentar naturalidad—. Lo que tiene que ocurrir, ocurrirá. A su debido tiempo. Si tratamos de forzarlo, lo empeoraríamos todo. Siempre he sabido que iba a ocurrir, que va a ocurrir. Cambiemos de tema, Ricardo. ¿Qué es eso de la niña mala? ¿Quién es? Cuéntame de ella, más bien.
Estábamos tomando café en su casa, después de la cena, y hablando quedo para no distraer a Simon, que, en el cuarto contiguo, su estudio, revisaba un informe que debía presentar al día siguiente en un seminario. Hacía rato que Yilal se había ido a dormir.
—Una vieja historia —le respondí—.
No se la he contado a nadie, nunca. Pero, mira, creo que a ti sí te la voy a contar, Elena. Para que te olvides de lo que ha ocurrido con Yilal.
Y se la conté. De principio a fin, desde los ya lejanos días de mi niñez, cuando la llegada de Lucy y Lily, las falsas chilenitas, alborotó las tranquilas calles de Miraflores, hasta aquella noche de amor apasionado, en Tokio —la más hermosa noche de amor de mi vida—, que bruscamente se cortó con la visión, en las sombras de aquella habitación, del señor Fukuda observándonos con sus anteojos oscuros y las manos trajinando su bragueta. No sé cuánto rato estuve hablando. No sé en qué momento apareció Simon y se sentó junto a Elena y, silencioso y atento como ella, se puso a escucharme. No sé en qué momento se me saltaron las lágrimas y, avergonzado por esa efusión sentimental, me callé. Tardé un buen rato en serenarme. Mientras balbuceaba unas disculpas vi a Simon ponerse de pie y volver con vasos y una botella de vino.
—Es lo único que tengo, vino, y, además, un Beaujolais muy barato —se excusó, dándome una palmada en el hombro—. Supongo que en casos como éste, corresponde un trago más noble.
—¡Whisky, vodka, ron o cognac, por supuesto! —dijo Elena—. Esta casa es un desastre. Nunca tenemos lo que deberíamos tener. Somos unos anfitriones lamentables, Ricardo.
—Te he fregado tu informe de mañana con mi numerito, Simon.