Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Ven, ven.
La seguí, resistiendo el vértigo.
Los objetos de la sala se movían a mi alrededor, en cámara lenta. Me sentía tan feliz que, al pasar junto al gran ventanal desde el que se divisaba la ciudad, pensé que si corría uno de los cristales y me lanzaba al vacío flotaría como una pluma sobre aquel interminable manto de luces. Un pasillo en la semioscuridad con grabados eróticos en las paredes. Una habitación en penumbra, alfombrada, en la que tropecé y caí sobre una cama grande y mullida, con muchas almohadas. Sin que yo se lo pidiera, Kuriko había empezado a desnudarse. Y una vez que terminó me ayudó a hacerlo a mí.
—¿Qué esperas, zonzito?
—¿Estás segura que no va a volver?
En vez de responderme, juntó su cuerpecito al mío, se enroscó en mí y, buscándome la boca, me la llenó con su saliva. Nunca me había sentido tan excitado, tan conmovido, tan dichoso. ¿Estaba ocurriendo realmente todo esto? La niña mala jamás había sido tan ardiente, tan entusiasta, jamás había tomado tantas iniciativas en la cama. Siempre había adoptado una actitud pasiva, casi indiferente, en la que parecía resignarse a ser besada, acariciada y amada, sin poner nada de su parte. Ahora, era ella la que me besaba y mordisqueaba por todo el cuerpo y respondía a mis caricias con prontitud y una resolución que me maravillaba. «¿No quieres que te haga lo que te gusta?», le murmuré. «Primero yo a ti», me contestó, empujándome con unas manecitas cariñosas para que me tendiera de espaldas y abriera las piernas. Se acuclilló entre mis rodillas y, por primera vez desde que hicimos el amor en aquella
chambre de bonne
del Hotel du Sénat, hizo lo que yo le había rogado tantas veces que hiciera y nunca quiso hacer: meter mi sexo en su boca y chuparlo. Yo mismo me sentía gemir, agobiado por el inconmensurable placer que me iba desintegrando a poquitos, átomo por átomo, convirtiéndome en sensación pura, en música, en llama que crepita. Entonces, en uno de esos segundos o minutos de suspenso milagroso, cuando sentía que mi ser entero estaba concentrado en ese pedazo de carne agradecido que la niña mala lamía, besaba, chupaba y sorbía, mientras sus deditos me acariciaban los testículos, vi a Fukuda.
Estaba medio cubierto por las sombras, junto a un gran aparato de televisión, como segregado por la oscuridad de ese rincón del dormitorio, a dos o tres metros a lo más de la cama donde Kuriko y yo hacíamos el amor, sentado en una silla o banquito, inmóvil y mudo como una esfinge, con sus eternos anteojos oscuros de gángster de película y con las dos manos en la bragueta.
Cogiéndola de los cabellos, obligué a la niña mala a soltar el sexo que tenía en su boca —la sentí quejarse del jalón— y, completamente alterado por la sorpresa, el miedo y la confusión, le dije al oído, en voz muy bajita, estúpidamente: «Pero, ahí está, ahí está Fukuda». En vez de saltar de la cama, poner cara de espanto, echar a correr, alocarse, gritar, después de un segundo de vacilación en que comenzó a volverla cabeza hacia el rincón pero se arrepintió, la vi hacer lo único que nunca hubiera sospechado, ni querido, que hiciera: rodearme con los brazos y, adhiriéndose a mí con todas sus fuerzas para clavarme en esa cama, buscarme la boca y mordiéndome, pasarme la saliva manchada con mi semen y decirme, desesperada, de prisa, con angustia:
—¿Y qué te importa que esté o no esté, zonzito? ¿No estás gozando, no te estoy haciendo gozar? No lo mires, olvídate de él.
Paralizado por el asombro, entendí todo: Fukuda no nos había sorprendido, estaba allí en complicidad con la niña mala, gozando de un espectáculo preparado por los dos. Yo había caído en una emboscada. Las sorprendentes cosas que habían venido ocurriendo se aclaraban, habían sido cuidadosamente planeadas por el japonés y ejecutadas por ella, sumisa a las órdenes y deseos de aquél. Entendí la razón de lo efusiva que había sido conmigo Kuriko estos dos días, y, sobre todo, esta noche. No lo había hecho por mí, ni por ella, sino por él. Para complacer a su amo. Para que gozara su señor. El corazón me latía como si me fuera a reventar y apenas podía respirar. Se me había quitado el mareo y sentía mi falo fláccido, escurriéndose, empequeñeciéndose, como avergonzado. La aparté de un empujón y me incorporé a medias, retenido por ella, gritando:
—Te voy a matar, hijo de puta! ¡Maldito!
Pero Fukuda ya no estaba en ese rincón, ni en el cuarto, y la niña mala, ahora, había cambiado de humor y me insultaba, la voz y la cara descompuestas por la rabia:
—¡Qué te pasa, idiota! ¡Por qué haces ese escándalo! —me golpeaba en la cara, en el pecho, donde podía, con las dos manos—. No seas ridículo, no seas provinciano. Siempre has sido y serás un pobre diablo, qué otra cosa se podía esperar de ti, pichiruchi.
En la media oscuridad, a la vez que trataba de apartarla, yo buscaba mi ropa en el suelo. No sé cómo la encontré, ni cómo me vestí y me calcé, ni cuánto duró esta escena farsesca. Kuriko había dejado de golpearme pero, sentada en la cama, chillaba, histérica, intercalando sollozos y agravios:
—¿Te creías que iba a hacer esto por ti, muerto de hambre, fracasado, imbécil? Pero, quién eres tú, quién te has creído tú. Ah, te morirías si supieras cuánto te desprecio, cuánto te odio, cobarde.
Por fin, terminé de vestirme y casi corriendo desanduve el pasillo de los grabados eróticos, deseando que en la sala me estuviera esperando Fukuda con un revólver en la mano y con dos guardaespaldas armados de garrotes, pues igual me precipitaría sobre él, tratando de arrancarle esos odiosos anteojos y de escupirlo, para que me mataran cuanto antes. Pero tampoco había nadie en la sala, ni en el ascensor. Abajo, en la puerta del edificio, temblando de frío y de cólera, tuve que esperar largo rato el taxi que me llamó el portero engalonado.
En mi cuarto de hotel, me tendí sobre la cama, vestido. Me sentía fatigado, dolido y ofendido, y no tenía ánimo ni para quitarme la ropa. Estuve horas con la mente en blanco, desvelado, sintiéndome una porquería humana impregnada de estúpida inocencia, de ingenua imbecilidad. Todo el tiempo, me repetía, como un mantra: «Es tu culpa, Ricardo. La conocías. Sabías de lo que era capaz. Nunca te quiso, siempre te despreció. De qué lloras, pichiruchi. De qué te quejas, de qué te lamentas, huevón, cojudo, imbécil. Eso eres, todo lo que ella te ha dicho y más. Deberías estar feliz, y, como hacen los pendejos, los modernos, los inteligentes, decirte que te saliste con la tuya. ¿No te la tiraste? ¿No te chupó el pájaro? ¿No te vaciaste en su boca? Qué más quieres. Qué te importa que el alfeñique ese, el Yakuza ese, estuviera allí, mirando cómo te tirabas a su puta. Qué te importa lo que haya pasado. ¿Quién te mandó enamorarte de ella? Tú tienes la culpa de todo y nadie más, Ricardito».
Cuando despuntó el día me afeité, me bañé, preparé mi maleta y llamé a Japan Air Lines, para adelantar mi regreso a París, que tenía obligatoriamente que hacer vía Corea. Conseguí sitio en el avión del mediodía a Seúl, de modo que tenía tiempo justo para llegar al aeropuerto de Narita. Llamé al Trujimán para despedirme, explicándole que debía regresar de urgencia a París, por un buen contrato de trabajo que acababan de ofrecerme. Él insistió en acompañarme a pesar de que hice todo lo que pude para disuadirlo.
Cuando estaba en la recepción, pagando la cuenta, me llamaron por teléfono. Apenas escuché en el auricular la voz de la niña mala diciendo «Aló, aló», colgué. Salí a la calle a esperar al Trujimán. Tomamos un ómnibus, que iba recogiendo a pasajeros de distintos hoteles, de modo que tardamos más de una hora en llegar a Narita. En el trayecto, mi amigo me preguntó si había tenido algún problema con Kuriko o con Fukuda, y yo le aseguré que no, que mi intempestiva partida se debía a ese contrato excelente que me había propuesto por fax el señor Charnés. No me creyó pero no insistió.
Y, entonces, yendo a lo suyo, empezó a hablarme de Mitsuko. Siempre había sido alérgico al matrimonio, lo consideraba una abdicación para cualquier ser libre como él. Pero, como Mitsuko se empeñaba tanto en que se casaran, y había resultado tan buena chica, y se había portado tan bien con él, estaba considerando sacrificar su libertad, darle gusto y casarse. «Por el rito sintoísta, si es preciso, querido.»
No me atreví a insinuarle siquiera que a lo mejor le convendría esperar un poco antes de dar un paso tan trascendental. Mientras me hablaba, me sentía traspasado hasta el tuétano pensando en lo mucho que iba a sufrir cuando, cualquiera de estos días, Mitsuko se atreviera a decirle que quería romper con él, porque no lo amaba y había llegado incluso a detestarlo.
En Narita, al dar un abrazo al Trujimán cuando llamaron a mi vuelo a Seúl, sentí, absurdamente, que se me llenaban los ojos de lágrimas cuando le oí decirme:
—¿Aceptarías ser testigo de mi boda, querido?
—Claro, viejo, será un gran honor.
Llegué dos días después a París, hecho una ruina física y moral. No había pegado los ojos ni probado bocado en las últimas cuarenta y ocho horas. Pero llegué, también —había rumiado esa resolución durante todo el viaje—, decidido a no dejarme abatir del todo, a vencer la depresión que me socavaba. Conocía la receta. Aquello se curaba trabajando y ocupando el tiempo libre en quehaceres absorbentes, si no podían ser creativos ni útiles. Teniendo la sensación de que mi voluntad arrastraba mi cuerpo, rogué al señor Charnés que me consiguiera muchos contratos, porque necesitaba amortizar una deuda importante. Él lo hizo, con la benevolencia que me demostró siempre, desde que lo conocí. En los siguientes meses estuve poco en París. Trabajé en conferencias y encuentros de toda índole, en Londres, Viena, Italia, en los países nórdicos, y, un par de veces, en África, en Ciudad del Cabo y en Abidyán. En todas las ciudades, después del trabajo iba a sudar la gota gorda en un gimnasio, haciendo abdominales, corriendo en la cinta, pedaleando en la bicicleta fija, nadando o haciendo aerobics. Y continué perfeccionando mi ruso, por mi cuenta, y traduciendo, despacito, para entretenerme, los cuentos de Iván Bunín, que, después de los de Chéjov, eran los que más me gustaban. Cuando tuve traducidos tres, se los mandé a mi amigo Mario Muchnik, a España. «Con mi empeño en publicar sólo obras maestras, he quebrado ya cuatro editoriales», me contestó. «Y, aunque te parezca mentira, estoy convenciendo a un empresario suicida para que me financie la quinta. Allí publicaré tu Bunín y hasta te pagaré unos derechos que te alcanzarán para unos cuantos cafés con leche. Va el contrato». Esta actividad incesante me sacó, poco a poco, del desbarajuste emocional que me causó el viaje a Tokio. Pero no me quitó cierta tristeza íntima, cierta decepción profunda, que me acompañó mucho tiempo como un doble y que corroía como un ácido cualquier entusiasmo o interés que empezara a sentir por algo o por alguien. Y muchas noches tuve la misma sucia pesadilla en la que, en un fondo espeso de sombras, veía la figurita enclenque de Fukuda, inmóvil en su banquito, inexpresivo como un Buda, masturbándose y eyaculando una lluvia de semen que caía sobre la niña mala y sobre mí.
Luego de unos seis meses, al regresar a París de una de esas conferencias, me dieron en la Unesco una carta de Mitsuko. Salomón se había quitado la vida tomando un frasco de barbitúricos en el pisito alquilado donde vivía. Su suicidio había sido una sorpresa para ella, porque, cuando, a poco de partir yo de Tokio, Mitsuko, siguiendo mi consejo, se animó a hablarle, explicándole que no podían continuar juntos porque ella quería dedicarse a fondo a su profesión, Salomón lo entendió muy bien. Se mostró muy comprensivo y no hizo ninguna escena. Habían mantenido una amistad distante, lo que era inevitable con los trajines de Tokio. Se veían de vez en cuando en un salón de té o un restaurante y hablaban con frecuencia por teléfono. Salomón le hizo saber que, terminado su contrato con la Mitsubishi, no pensaba renovarlo; regresaría a París, «donde tenía un buen amigo». Por eso, a ella y a todos los que lo conocían, los había desconcertado su decisión de acabar con su vida. La empresa había corrido con todos los gastos del sepelio. Felizmente, en su carta, Mitsuko no mencionaba para nada a Kuriko. No le contesté ni le di el pésame. Me limité a guardar su carta en el cajoncito del velador donde tenía el húsar de plomo que el Trujimán me regaló el día que partió a Tokio y la escobillita de dientes de Guerlain.
Hasta que Simon y Elena Gravoski vinieron a vivir al edificio art déco de la rue Joseph Granier, pese a todos los años que llevaba allí no hice amigos entre mis vecinos. Creí que había llegado a serlo de monsieur Dourtois, funcionario de la SNCF, los ferrocarriles franceses, casado con una mujer de cabellos amarillentos y gesto adusto, maestra de escuela jubilada. Vivía frente a mí y, en el rellano, la escalera o el vestíbulo de la entrada cambiábamos venias o buenos días y al cabo de los años llegamos a darnos la mano e intercambiar comentarios sobre el tiempo, perenne preocupación de los franceses. Por esas fugaces conversaciones llegué a pensar que éramos amigos, pero descubrí que no una noche en que, al regresar a mi casa luego de un concierto de Victoria de los Ángeles en el Théâtre des Champs-Elysées, advertí que había olvidado la llave en el departamento. A esa hora, no había cerrajero que pudiera auxiliarme. Me instalé lo mejor que pude en el rellano y esperé las cinco de la mañana, hora en que mi puntualísimo vecino salía rumbo a su trabajo. Supuse que al descubrirme allí, me haría pasar a su casa hasta que fuera de día. Pero cuando, a las cinco, monsieur Dourtois apareció y le expliqué por qué estaba allí con los huesos molidos por la trasnochada, se limitó a compadecerse de mí, mirando su reloj y advirtiéndome:
—Va a tener que esperar unas tres o cuatro horas todavía, hasta que abra una cerrajería,
mon pauvre ami
.
Tranquilizada así su conciencia, se marchó. A los otros vecinos del edificio los cruzaba a veces en la escalera y olvidaba sus caras de inmediato y sus nombres se me eclipsaban apenas los conocía. Pero, cuando la pareja Gravoski, y Yilal, su hijo adoptado de nueve años, se vinieron al edificio porque los Dourtois habían partido a instalarse en la Dordogne, fue otra cosa. Simon, un físico belga, trabajaba como investigador en el Instituto Pasteur, y Elena, venezolana, era médico pediatra en el Hospital Cochin. Eran joviales, simpáticos, campechanos, curiosos, cultos, y, desde el día en que los conocí, en plena mudanza, y me ofrecí a echarles una mano y darles informaciones sobre el barrio, nos hicimos amigos. Tomábamos café después de la cena, nos prestábamos libros y revistas, y alguna vez íbamos al cine La Pagode, que estaba cerca, o llevábamos a Yilal al circo, al Louvre y a otros museos de París.