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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (5 page)

BOOK: Todos los cuentos
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En este momento lo están llamando a gritos otra vez. Insisten que se bañe todas las noches. Pero a Ricardito no le gusta el primer contacto con el agua. Es cierto que después se acostumbra y se divierte, y tarda en salir. Entonces protestan porque se baña demasiado. Una vez armaron un escándalo porque se bañaba a oscuras. Como si el agua necesitara de la luz para limpiar la mugre. Simplemente se había olvidado de encenderla, o no tuvo ganas de hacerlo, y como la bañera ya tenía suficiente agua, cerró la puerta y se zambulló. Estaba encantado. Chapoteaba que daba gusto. Se sentía en un lago. No divisaba la costa. Algunas gotas prendían lucecitas. Así debía de ser el mar. Nadando un poco llegaría a la isla donde crecen bananas silvestres. Le pareció distinguir una montaña. Nadaba y cantaba. Algunos peces dibujaban anillos alrededor de sus piernas y brazos. Le faltaba poco para llegar. Ya tocaba la arena del fondo. Qué delicia... En eso estalló un fogonazo que lo dejó ciego. Espantó al lago, los peces brillantes y la isla. Un toallón cayó sobre su cuerpo y mamá lo arrancó de la bañera con reproches sin sentido.

Nuevo conflicto: su madre no acepta que duerma con el zapato mágico. Si fueras mujer, explica, tendrías una muñeca, pero ¡un zapato sobre la almohada!... Papá propone cambiarlo por el astronauta, soñarás con un lindo viaje; el zapato es sucio, nadie duerme con un zapato al lado de la cara. Ricardito no cede: aprieta con energía el pequeño objeto. La madre suspira: veo que te has arrepentido, casi lo perdés; no se te ocurra tirarlo de nuevo por el balcón. Ricardito piensa que no vale la pena insistir que él no lo tiró, que no es un zapato vulgar sino maravilloso, y lo acomoda en el suelo, junto a la cama. Sus padres se alejan gratificados y tan ignorantes como vinieron.

Después de varios días consigue llevar a cabo su audaz plan aéreo. Mamá lo controla como nunca; y cuando ella sale, baja la insoportable vecina del octavo. Su hermanito no da más de aburrimiento: come, duerme y llora. Con el llanto le dice a Ricardito que se apure, por favor, para hacerlo volar en el zapato maravilloso por sobre las terrazas y los árboles.

Se presenta la ansiada ocasión. Mamá tiende ropa en la azotea aprovechando la espléndida mañana. La vecina del octavo está enferma; enhorabuena. Corre al dormitorio y saca a su hermanito de la cuna. Pesa más que la última vez. No importa. Lo acuesta sobre el zapato mágico. Pero algo lo asusta y empieza a llorar. Cuando aparece la madre ha conseguido, felizmente, depositarlo en su sitio y simula ofrecerle el chupete. Ricardito piensa que el bebé tiene razón: el zapato no puede transformarse en bote dentro del cuarto y salir volando por la estrecha ventana. Sus grandiosos poderes se manifiestan al aire libre, en plena calle, sobre la hermosa cancha de asfalto. Allí colocará la maravilla y a su hermanito encima. Los autos se asombrarán cuando se convierta en bote y, más aún, cuando alce vuelo como una nave espacial en el mismo instante en que el semáforo marque verde.

Introduce el objeto prodigioso en su bolsillo para conservar las manos libres. Carga a su hermanito y llama el ascensor. No llora, sus ojitos redondos tienen el mismo júbilo que cuando actuaba de títere para sus cinco amigos. Seguramente imagina su fabuloso viaje entre los gorriones.

Ningún enemigo cierra el paso, mamá volvió al lavadero.

Llegan a la vereda. El semáforo detiene a los monstruos rugientes. Hay que proceder rápido. Se lanza al medio de la calle, descarga el bebé, acomoda el zapato, sube al bebé sobre el zapato. Pronto se transformará en amplio bote y navegará por el aire. Desde el balcón podrá contemplar el espectáculo. Ya no verá la solitaria y breve rayita de cuero, sino el bulto lechoso de su hermanito que empieza a ser rodeado por las confortables paredes del bote volador.

El semáforo suprime el freno y los monstruos arrancan como bólidos. En la primera línea son cuatro. Su zapatito se transformará a tiempo, le alcanzan los poderes para actuar de manera fulminante. Y, ante el desconcierto general, iniciará su elevación. Pero no lo hace aún... Las moles se aproximan a la carrera. Braman con rabia. Aunque se lo propusieran, ya no podrían frenar. Ricardito confía en su zapato. Sabe que se reserva el efecto espectacular para el último instante. Como en la tele. Se ensanchará de golpe; en el preciso momento en que las ruedas se abalancen sobre su hermanito dará un brinco a las alturas. Entonces el torrente mecánico y violento pasará sobre la calle limpia de obstáculos.

Ya tocan a su hermanito. ¡Ahora o nunca!... Los autos negros y rojos y azules siguen corriendo con pareja velocidad. Lanzan gases, los neumáticos queman. El suelo es arrasado por las llamaradas.

Otra vez cambia la luz del semáforo. La calle se vacía. No hay rastros del zapatito mágico ni del bebé. Mira hacia arriba y descubre el luminoso bote sobrevolando majestuosamente la ciudad. Se queda embelesado, por horas, observando la maravilla.

Esa noche, cuando le ordenan que se vaya a dar el baño, tiene ganas de contar el prodigio. Papá lee el diario y aguarda la cena. Mamá está concentrada en preparar el biberón de su hermanito y, por esmero que ponga en explicarle los poderes de su zapato y la aventura que desarrolló esa misma tarde, nada entendería de estas cosas.

LOS TRES INFORMES DEL CONTINENTE VACÍO

E
n el Archivo de las Naciones se descubrió un micro film polvoriento que narra las curiosas aventuras de los tres hermanos Tudela. El documento —afirman los peritos— contiene datos sorprendentes. Dice que hacia el final del subciclo petrolero los Tudela se reencontraron en el grandioso faro de Kuwait, construido sobre un múltiplo del legendario modelo que existió en Alejandría. Llegaban de un prolongado viaje, coincidiendo en el punto convenido. Subieron por vertiginosos ascensores hasta el salón emplazado en el vértice. Sobre las columnas de pórfido centelleaban versículos del Corán. Las ventanas enormes, con lentes telescópicas, permitían ver el agua azul del golfo Pérsico, las heladas crestas del Cáucaso y las incandescentes arenas del desierto saudita.

Se abrazaron, se separaron para contemplarse, volvieron a abrazarse, rieron de alegría, se atoraron superponiendo los detalles del retorno y, convencidos de que eran ellos mismos, que estaban de regreso sanos y salvos, se dispusieron a contarse lo fundamental.

Ricardo mostró una moneda; Omar, una cartulina, y Benjamín, un hueso. Eran los testimonios. Estaban sentados sobre cojines de espuma en torno a una mesita redonda y blanca como un charco de leche.

La moneda giró entre el índice y el pulgar de Ricardo. Sus estrías gastadas contribuían a encenderle la memoria. Echó hacia atrás el mechón de pelo lacio que se empeñaba en taparle un ojo.

—Atravesé una montaña parecida a la columna de un gigante acostado —dijo con voz queda, reflexiva—. Sus vértebras se elevaban tan alto que la parte superior se cubría de nieve y la inferior de helechos. Mi nave debió extremar su potencia para sobrevolarla. Entre las apófisis corrían riachos que arrastraban bloques de hielo. Siguiéndolos, llegué hasta angostas llanuras que enseguida se hundían en el mar. Era como si la espalda de ese gigante, al derrumbarse, se hubiera sumergido en forma parcial, pero abrupta, en el agua del océano. Mucho tiempo después nacieron hombres de sus músculos y llegaron otros que mataron a los primeros, afincándose en los meandros del inmenso cadáver. En uno de esos períodos conflictivos sobresalió un guerrero de color caoba llamado Gran Raíz. No atendió las engañosas advertencias de sus sentidos, sino las órdenes de sus entrañas. Peleó con los ojos cerrados, las orejas tapadas, la piel hecha cuero y obtuvo fulminantes victorias. Pero no consiguió la victoria final. En una escaramuza lo apresaron, humillaron, pasearon como trofeo. Y en lugar de vaciarle las órbitas o cortarle la lengua o perforarle los oídos, que de todas maneras no utilizaba, sus enemigos prefirieron atravesarle prolijamente sus vísceras con un largo estilete de madera, porque de éstas nacía la rebelión. Las generaciones sucesivas cantaron la tragedia de Gran Raíz, sin entender lo que él había entendido. Comían de la extraordinaria fertilidad que rezumaba la materia en descomposición y bebían el agua que se derramaba con alborozo de los picos vertebrales.

”Un día —prosiguió Ricardo— descubrieron que en el pulmón del gigante se había formado una cantera. Con ahínco se empeñaron en extraer minerales realizando excavaciones, tendiendo vías férreas, afirmando largos túneles. Había tanta riqueza que podían construirse viviendas y caminos de cobre. Bailaron en torno a los carros desbordantes de mineral. Hasta las bestias trabajaron con alegría, sin percatarse de la solapada mutación. Sí, una mutación que no percibían los sentidos, como en tiempos de Gran Raíz.

”Cosas de brujos, pensé. En efecto, los mosaicos se convirtieron en cadenas y los ladrillos en rejas de cárcel. En vez de ciudades maravillosas, nacieron barriadas sucias cuyas noches se poblaron de perros aulladores. Con cada nueva generación aumentaron los inválidos y los locos. Encontré a un viejo sin piernas ni brazos, apenas una cabeza cuyo pelo blanco estaba endurecido de mugre; yacía pegado a un hueso del gigante: sobrevivía chupando el jugo de la médula podrida. Se horrorizó al verme y emitió unos extraños sonidos. Le ofrecí agua limpia. Al cabo de una semana me contó el resto de la historia.

”Siendo niño, este hombre había descubierto los secretos de Gran Raíz y los difundió. Hirvieron los pulmones del gigante con la sublevación de mineros parecidos a ratas y gusanos, decididos a terminar con el dominio de los brujos. No querían más prisioneros ni demencia.

Ocluyeron sus sentidos, como al legendario aborigen de color caoba. Pero los hechiceros multiplicaron sus ardides, mataron a los pocos sabios, corrompieron a los confundidos jefes y difundieron historias que oscurecieron las demás historias. Las canteras y barriadas y los picos y los valles fueron barridos por vientos ásperos que hacían perder la razón. A este niño que propaló los secretos de Gran Raíz le amputaron las extremidades y lo confinaron en la caverna. Los brujos siguieron apropiándose del metal. Y cuando el pulmón quedó vacío —Ricardo levantó los ojos— abandonaron a los habitantes de esa enorme espalda exhausta.

”Los ríos continuaron arrastrando los borbotones que provenían de las nieves, se terminaron los alimentos y el cielo adquirió el color de la ciruela madura. Nuevos cadáveres se confundieron con el del inmenso gigante. Sólo queda intacta la cordillera de su columna raquídea, locos que deambulan cantando melodías tristes y algunas monedas de cobre en torno al viejo amputado que chupa la médula.

Ricardo aplastó la pieza testimonial sobre la mesita. La moneda parecía un ojo amarillo cubierto por una pátina de lágrimas secas.

Omar se atusó los bigotes.

—Yo llegué a un país liso —ilustró extendiendo la mano—. Liso como esta mesa. A lo sumo descubrí ondas suaves cubiertas de vegetación. No había gente. Ni un viejo ni un joven. Encontré un camino abandonado y empecé a andar, confiando en que desembocaría en alguna parte. Un largo tramo se mantuvo recto, dobló algo hacia la izquierda, después compensó hacia la derecha. Nada de círculos. A veces creí que lo desandaba, que había regresado al mismo lugar, porque el paisaje no cambiaba.

”Una noche, vencido por la fatiga y el hambre, advertí que latía un resplandor en el horizonte. ¿Un meteorito? ¿Exploradores? Se había roto la monotonía, de todas maneras. Reanimado por la novedad, concentré fuerzas y proseguí la marcha. Era una ciudad iluminada por un millón de diamantes. Pero desierta. Los faroles de las avenidas y los reflectores de los estadios chorreaban sus luces amarillas y violetas sobre ventanas vacías. Una ciudad de juguete. O de fantasmas. Recorrí sus calles silenciosas, las plazas invadidas de yuyos. Ni un hombre, ni un perro. Sólo un tipo de habitante que de pronto vi ocupando todos los sitios: gatos. Dicen que los gatos se apoderan de las ciudades abandonadas. Gatos blancos, negros, grises, pequeños, grandes. Se desplazaban con lentitud. Custodiaban, por millares, todos los archivos. Sus bigotes eréctiles y un refunfuñar amenazante me exigieron conservar la distancia. Aguardé la aurora. Sus ojos fosforescentes me seguían desde repisas y escaleras, bancos de plaza, garitas, letreros. Llegó la mañana silenciosa. Me dispuse a esperar que los venciera la modorra del sol. La luz de los faroles continuó derramándose estérilmente durante el día. Los gatos se tranquilizaron y yo me aventuré a caminar con prudencia, esquivando los vientres entregados a una mansa respiración y sus cabezas adormiladas contra las losas calientes.

”Ingresé en el archivo y revisé con angustia los folios donde estaba registrada la historia terrible de este extraño país.

”Originariamente allí habían vivido seres antropófagos que se dedicaban a devorar navegantes. Más tarde los aborígenes fueron exterminados y los conquistadores construyeron una sociedad feliz que gustaba presentarse a las vecinas como ejemplo. Tan contento llegó a sentirse de su sabiduría y estabilidad este país, que no atendió a los débiles violados por los perversos, a los incendios que diezmaban haciendas, a los corruptos que asaltaban ministerios. Durante años, un sector continuó exportando imágenes de armonía mientras el otro eructaba miseria y frustración. Las tribulaciones inflaron la pestilencia y un violento estallido abrió grietas irreparables. Los aeropuertos se abarrotaron de fugitivos llenos de pústulas. Uno de ellos, antes de partir, miró la querida ciudad iluminada y se acordó de un chiste reiterado y lamentable. Lo escribió en una cartulina y la colgó en la sala de espera:
Que
el
último en irse
apague la luz.
Pero el último ya no lo pudo hacer: le habían quemado los ojos.

Omar abrió su maletín y extrajo la cartulina agrietada. Apenas se descifraban las letras que parecían manos diminutas haciendo gestos. Cuando la soltó, volvió a plegarse con un quejido reumático y se acercó a la mustia moneda de cobre.

Ahora le tocaba el turno a Benjamín, el menor de los hermanos Tudela. Introdujo la mano en su bolsillo y sacó un hueso. Lo depositó sobre la mesa blanca.

—Llegué a un país de distintas formas y colores —frunció los párpados—. Sus habitantes creían vivir un momento estelar, al extremo de repetir la especie de que en todo el mundo se desenroscaban los telescopios para observar su exultante ventura. Deliraban. En realidad, se había desencadenado una epidemia. Una rara epidemia. Los primeros trastornos se manifestaban como una sensación de entusiasmo; después brotaba un sentimiento de poder; más tarde la necesidad de hablar a los gritos. Cuando los médicos se percataron de la situación, ya no pudieron detener el proceso. En pocos meses millones de personas gritaban sin freno ni fundamento. Gritaban durante el trabajo, perjudicando el rendimiento, mientras comían, salpicando a los vecinos, mientras bailaban y cuando leían o acariciaban e incluso cuando dormían.

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